CAPÍTULO VIII

No eran sólo las guerras, las pestes y los éxodos, los fenómenos que se desplegaban sobre el puente, suspendiendo la vida en la kapia. Había también otros acontecimientos excepcionales que daban su nombre al año en que se habían producido y mantenían por mucho tiempo su recuerdo.

A la izquierda y a la derecha de la kapia, el parapeto del puente está desde hace mucho tiempo pulido y un poco más oscuro que en el resto. Desde hace centenares de años, los campesinos posan allí su carga cuando, mientras atraviesan el puente, sienten deseos de descansar, y los ociosos se acodan en él, hablando, cuando esperan a alguien o bien en aquellos momentos en que, solitarios, contemplan cómo, en el abismo, corre el agua espumosa y rápida, siempre nueva y siempre igual.

Mas nunca hubo tantos desocupados y curiosos que se apoyasen en el parapeto y mirasen la superficie del agua, pareciendo que querían leerla y descifrarla, como en los últimos días del mes de agosto de aquel año. Las aguas bajaban turbias a causa de la lluvia, aunque todavía no había terminado el verano. En los remolinos que se formaban bajo el agua podía distinguirse una espuma blanca que daba vueltas, mezclada con residuos de madera, ramitas y briznas de paja. Sin embargo, desde el muro, los ociosos de la ciudad, con la cabeza entre las manos, no miraban, en realidad, al río que les era sobradamente conocido y que no podía decirles nada; en la superficie de las aguas, como en sus conversaciones, trataban de hallar una explicación que los tranquilizase, y una especie de huella visible de un destino oscuro y cruel que, por aquellos días, había sorprendido y turbado a todos.

En aquella época, se produjo en la kapia un acontecimiento verdaderamente importante; un acontecimiento del que no existía precedente y que, probablemente, no se repetirá en tanto haya un puente sobre el Drina y una ciudad junto al puente. Conmovió a toda la ciudad y se extendió lejos de ella, por otros lugares, por otras regiones, como una de esas historias que corren por el mundo.

Fue, en realidad, la historia de dos aldeas: Veli Lug y Nezuka. Estas dos aldeas están situadas en los extremos opuestos del anfiteatro que forman, alrededor de la ciudad, las colinas pardas y los verdes alcores.

El pueblo de Strajichta, al nordeste del valle, es el más próximo a la ciudad. Sus casas, sus campos y sus jardines están diseminados por unas lomas y empotrados en los valles que las separan. Sobre el flanco redondeado de uno de esos promontorios hay unas quince casas, sumidas en sus huertos de ciruelos y rodeadas por todas partes por el campo. Es la aldea de Veli Lug, colonia turca apacible, bella y rica, emplazada en las alturas. Forma parte del municipio de Strajichta, pero está más lejos de ésta que de la ciudad; las gentes que viven en Veli Lug tienen a una media hora el barrio del mercado, donde poseen almacenes y efectúan sus negocios, como los otros habitantes de la ciudad. Entre ellos y los vichegradeses no existe ninguna diferencia, si no es, quizá, la de que sus bienes son más estables y gozan de más seguridad, porque residen en tierra firme, al sol, y no corren el riesgo de las inundaciones; también se caracterizan por ser más modestos y vivir más retirados, libres de las malas costumbres de la ciudad. Veli Lug goza de una buena tierra, una agua pura y una hermosa gente.

En ella vive una rama de la familia de los Osmanagitch de Vichegrado. Y aunque los de la ciudad sean más y posean mayores riquezas, el pueblo considera que éstos han "decaído", y que los verdaderos Osmanagitch son los de Veli Lug, cuna de la familia. Constituyen una hermosa raza, susceptible y orgullosa de su nacimiento. Poseen la casa más grande del lugar que se ve, en toda su blancura, un poco más abajo de la cumbre, expuesta al sudoeste, siempre recién encalada, con su techo de bálago ennegrecido, y sus catorce ventanas guarnecidas de vidrio. Esta casa es visible desde lejos, y es lo primero que se presenta a los ojos del viajero que baja por el camino que conduce a Vichegrado, o que se vuelve al salir de la ciudad. Los últimos rayos del sol que se ponen tras las crestas de Liechtán, se detienen y se quiebran sobre la blanca y brillante faz de la casa. Las gentes de la ciudad tienen, desde hace tiempo, la costumbre de contemplar, hacia el atardecer, cómo el sol poniente se refleja en las ventanas de los Osmanagitch, las cuales, una a una, se van apagando. A menudo, cuando el sol ya se ha ocultado y la ciudad queda envuelta en las sombras, una de esas ventanas se enciende con un último reflejo, perdido en medio de las nubes, y brilla aún durante unos instantes como una gran estrella roja suspendida sobre la ciudad que duerme. También muy conocido, y personaje considerable de la ciudad, es el dueño de la casa, Avdaga Osmanagitch, hombre intrépido y fogoso tanto en su vida como en sus negocios. Tiene un almacén de "depósito" en el barrio del mercado, local bajo y semioscuro, donde sobre tablas y esteras trenzadas se extienden el maíz, las ciruelas o las piñas.

Avdaga trabaja al por mayor, y, por tanto, su almacén no abre todos los días, sino en las fechas de mercado y, durante la semana, cuando el trabajo y las necesidades lo exigen. En el almacén siempre está uno de los hijos de Avdaga, mientras que generalmente él permanece sentado en un banco delante del local. Allí, charla con los clientes o con los conocidos. Es un hombre alto, imponente y coloradote; su barba y su bigote son completamente blancos. Su voz es ronca y sofocada. Hace años que padece una asma cruel. Y, cuando, al hablar, se excita y levanta la voz, lo que sucede a menudo, una tos violenta le corta bruscamente la palabra, las venas del cuello se le hinchan, la cara se le pone de color escarlata y sus ojos se arrasan de lágrimas y su pecho gime, resuena y silba, como la tormenta en las montañas. Cuando pasa el acceso de tos, se recupera inmediatamente, aspira aire a fondo y reanuda la conversación en el punto en que se había parado; únicamente se observa una ligera variación en la voz, que se deja oír más débil.

Es conocido en la ciudad y en sus alrededores como un hombre sobrio, de mano generosa y corazón atrevido. Así es en todo, incluso en su negocio, aunque frecuentemente su temperamento lo perjudique. Muchas veces, a causa de una palabra osada, disminuye o aumenta el precio de las ciruelas, aunque no tenga ningún interés en ello, sencillamente por bravata frente a un lugareño que tema por su dinero, o frente a un comerciante avaro.

En general, se le escucha en el barrio del mercado y se recogen sus opiniones, aun a sabiendas de que muchas veces es fogoso y subjetivo en sus juicios. Cuando Avdaga baja de Veli Lug y se instala ante su almacén, rara es la vez que está solo, porque a la gente le gusta su charla y desea oír sus opiniones. Es franco y vivo, siempre presto a decir y a defender lo que los demás prefieren dejar pasar en silencio. Su asma y sus accesos dolorosos de tos le cortan a cada instante las palabras, pero, cosa extraordinaria, no estropean el efecto de lo que dice: al contrario, hacen más convincentes sus pensamientos y dan una dignidad grave y penosa a su manera de expresarse, hasta el punto de que no es fácil resistirse a ella.

Avdaga tiene cinco hijos adultos, que están casados, y una hija única, la menor, en edad de matrimonio. Se sabe de esa hija, Fata, que es extraordinariamente hermosa, e! vivo retrato de su padre. La cuestión de su matrimonio preocupa a la ciudad y, poco a poco, ha trascendido a los alrededores. Es costumbre desde siempre entre nosotros, el que una muchacha de cada generación pase a las leyendas y a las canciones a causa de su hermosura, de sus cualidades y de su nobleza. Esa muchacha, durante unos años, es el objeto de todos los deseos y el ejemplo inaccesible: con sólo oír su nombre, las imaginaciones se inflaman, se desborda el entusiasmo de los hombres y se va tejiendo la envidia de las mujeres. Se trata de esos seres excepcionales a los que la naturaleza distingue y levanta hasta alturas peligrosas.

La hija de Avdaga se parecía a su padre, no sólo en la cara y en el aspecto, sino en la lucidez de su espíritu y en su don de palabra. Quienes mejor lo sabían eran los muchachos que, en las bodas y en los encuentros fortuitos, trataban, por medio de adulaciones triviales o bromas atrevidas, de conquistarla o de azararla. Su don de palabra no era nada inferior a su belleza. La canción sobre Fata, la hija de Avdaga (las canciones en torno a criaturas tan excepcionales nacen de un modo espontáneo, sin saber dónde) decía:

¡Qué juiciosa eres, qué hermosa,

hermosa Fata, hija de Avdaga!

Así se cantaba y se hablaba en la ciudad y en sus alrededores, pero eran pocos los que tenían la audacia de pedir la mano de la muchacha. Y cuando incluso esos pocos fueron rechazados sucesivamente, se formó en seguida en torno a Fata el círculo de admiración, de odio y de envidia, de deseos inconfesados y de espera maliciosa, que rodea siempre a los seres cuyos dones y cuyo destino son excepcionales. Tales personas, a las que se canta y de las que se habla, son arrastradas velozmente por su destino particular, y, tras ellas, quedan vivas, en lugar de una existencia realizada, una canción o una historia.

Entre nosotros, ocurre con frecuencia que la muchacha de la que se habla mucho, se queda, precisamente por esta razón, sin pretendientes y "soltera", mientras que se casan fácilmente las muchachas que, desde todos los puntos de vista, no valen lo que aquélla. Esta desventura no cayó sobre Fata, porque hubo quien fue lo suficientemente atrevido para pedir su mano; alguien sumamente hábil y tenaz para alcanzar su meta.

En el círculo irregular que forma la cuenca del Drina a su paso por Vichegrado, exactamente enfrente de Veli Lug, se encuentra la aldea de Nezuka.

Más allá del puente, a menos de una hora de marcha río arriba, justamente en el macizo de montañas escarpadas de las que, como un muro pardo, desemboca el Drina en un brusco recodo, hay una estrecha faja de tierra fértil situada sobre la orilla rocosa del río. Son aluviones y torrentes que descienden en abrupta pendiente de las Rocas de Butko. Ellos permiten la existencia de campos y de jardines y, a un lado, de praderas cubiertas por hierba tierna que se pierden hacia las cumbres entre pedriscos escarpados y breñas sombrías. Toda la aldea es propiedad de los beys Hamzitch, también llamados los Turcovitch. En la mitad de las tierras viven cinco o seis familias de campesinos siervos; en la otra, se encuentran las casas de los beys, los hermanos Hamzitch, con Mustaí-Bey Hamzitch a la cabeza. La aldea está apartada y expuesta al norte, sin sol, pero también sin viento, y es más rica en frutas y en heno que en trigo. Rodeada y oprimida por todas partes por altas colinas abruptas, está a la sombra casi todo el día, y siempre en silencio, aunque cada llamada de los pastores, cada movimiento de los cencerros del ganado sean devueltos por las montañas en un eco sonoro y múltiple. Sólo hay un camino que conduzca a ella. Cuando, al salir de la ciudad, se cruza el puente y se deja la carretera principal que se desvía a la derecha y sigue el curso del río, y una vez situados justamente en la orilla, se va a parar a un estrecho sendero pedregoso que tuerce a la izquierda del puente, atraviesa una extensión árida e inculta y sube por encima del Drina, pasando junto a la orilla, como un borde blanco sobre el terreno pardo que cae a pico, hundiéndose en el río. Si se mira desde arriba del puente, a algún caballero o a un peatón que pasen por aquel lugar, se tiene la impresión de que van por un estrecho tronco de árbol arrojado entre el agua y la roca, y su imagen, mientras avanzan, no deja de reflejarse en el agua tranquila y verde del río.

Es el camino que conduce desde la ciudad a Nezuka; pero de Nezuka no sale ningún otro, porque no hay sitio donde ir ni nadie que viaje. Tan sólo, por encima de las casas, la vertiente, cubierta por un bosque claro, está cortada por dos profundos barrancos blancos por los cuales trepan los pastores cuando van en busca del ganado a la montaña.

Allí se encuentra la enorme casa blanca del más viejo de los Hamzitch, Mustaí-Bey. No es más pequeña que la casa de los Osmanagitch en Veli Lug, pero a diferencia de ésta, es absolutamente invisible, hundida en aquel soto a orillas del Drina. Dispuestos en torno a ella, en semicírculo, crecen once altos álamos que, por su susurro y su movimiento, dan una animación continua a aquel rincón de tierra cerrado por todas partes y de difícil acceso. Más abajo se encuentran, algo más pequeñas y más modestas, las casas de los otros dos hermanos Hamzitch. Todos los Hamzitch tienen muchos hijos y son esbeltos, altos, pálidos de rostro, taciturnos e introvertidos, pero unidos y activos en el trabajo, acostumbrados a estimar y a defender lo que les pertenece. Al ser las gentes más acomodadas de la aldea, tienen en la ciudad sus almacenes de depósito, adonde llevan cuanto cosechan en Nezuka. Durante cada estación, ellos y sus siervos pululan y trepan como hormigas por el estrecho sendero que corre a lo largo del Drina; unos llevan sus mercancías a la ciudad, otros vuelven de ella, concluidos sus asuntos, con el dinero en el cinturón, para recogerse en su pueblo invisible.

En casa de Mustai-Bey Hamzitch, en aquel edificio blanco que recibe a los hombres como una agradable sorpresa al cabo del sendero pedregoso que parece no conducir a ninguna parte, hay cuatro hijas y un hijo único, Nail. Este Nail-Bey, de Nazuka, ha sido de los primeros en fijarse en Fátima, la de Veli Lug. Durante una boda, a través de una puerta entreabierta, junto a la cual se hacinaba un gran número de jóvenes entusiastas, no dejó de admirar su belleza. La volvió a ver otra vez, rodeada de amigas, y le dirigió una broma atrevida:

– Quieran Dios y Mustaí-Bey darte el nombre de desposada. Fata ahogó su risa.

– No rías -dijo, a través de la estrecha abertura de la puerta, el excitado muchacho -, ese prodigio se realizará un día.

– Eso sucederá cuando Veli Lug descienda hasta Nezuka -repuso la muchacha con una nueva risa y un movimiento altivo de su cuerpo, como sólo las criaturas semejantes a ella y de su edad son capaces de hacer, y que decía más que sus palabras y su risa.

Así provocan a menudo al destino, con osadía, de modo desconsiderado, los seres particularmente dotados por la naturaleza. Esta respuesta se divulgó y corrió de boca en boca, como todo lo que ella hacía y decía.

Pero los hermanos Hamzitch no son gente que se detenga o se desanime ante la primera dificultad. Incluso cuando se trata de asuntos de menor importancia, no los rematan inmediatamente ni violentan las cosas; mucho menos, en una cuestión de tanta importancia. Una tentativa, hecha a través de los parientes de la ciudad, no tuvo éxito. Entonces, el viejo Mustaí-Bey Hamzitch tomó en sus manos el matrimonio de su hijo. Tenía desde siempre negocios en común con Avdaga. A causa de su naturaleza irritable y fiera, Avdaga había padecido en los últimos tiempos pérdidas considerables, debido a las cuales le era difícil hacer frente, por el momento, a algunos de sus compromisos. Mustaí-Bey, en tales circunstancias, lo ayudó y lo sostuvo, como únicamente las buenas personas del barrio del mercado pueden ayudarse y sostenerse unos a otros en un trance difícil: con sencillez, con naturalidad y sin discursos.

En esos depósitos umbrosos y frescos, y en los asientos de piedra pulimentada que hay ante ellos, no se arreglan sólo las cuestiones de dinero y de comercio, sino también destinos humanos. ¿Qué pasó entre Avdaga Osmanagitch y Mustaí-Bey Hamzitch? ¿Cómo Mustaí-Bey pidió la mano de Fata para su hijo Nail, y cómo Avdaga, con su rigidez y su orgullo, "la concedió"? Nadie lo sabrá nunca. Tampoco se sabrá cómo sucedieron las cosas en Veli Lug, entre el padre y su hija. Desde luego, no pudo haber resistencia por parte de ella. Una mirada llena de dolorosa sorpresa y aquel movimiento orgulloso de su cuerpo que sólo era suyo, y después una muda y sorda sumisión a la voluntad paterna, como era y es costumbre entre nosotros. Igual que en sueños, empezó a exponer, a contemplar y a ordenar su equipo de novia.

Tampoco se supo nada de Nezuka. Los prudentes Hamzitch no pedían a las gentes que registrasen su éxito en sus conversaciones. Habían obtenido lo que querían y, como siempre, se contentaban con el triunfo. No tenían necesidad de que nadie participase de su alegría, de igual modo que nunca pedían compasión cuando sufrían un fracaso.

La gente no dejaba de levantar murmullos abundantes y desconsiderados, como suelen ser los murmullos de la gente, a propósito del acontecimiento. Por toda la ciudad y por sus alrededores, se contaba cómo los Hamzitch habían obtenido lo que querían; cómo la bella, altiva y juiciosa hija de Avdaga, que no había encontrado en toda Bosnia un pretendiente digno de ella, había sido burlada y vencida; cómo, a pesar de todo, " Veli Lug descendería hasta Nezuka", aunque Fata hubiese declarado públicamente que esto no sucedería nunca. Porque a la gente le gusta hablar así de la caída y de la humillación de aquellos que se han levantado y han emprendido un vuelo demasiado alto.

Durante un mes, todo el mundo propagó relatos sobre la noticia, y, en sus conversaciones, saboreaban la futura humillación de Fata, como un delicioso néctar. Y, durante un mes, se hicieron preparativos en Nezuka y en Veli Lug.

Durante un mes. Fátima trabajó con sus amigas, con sus familiares y sus criados, para preparar su equipo. Las muchachas cantaban. Ella también cantaba. Encontraba incluso fuerzas para ello. Y se escuchaba a sí misma, mientras seguía el curso de sus pensamientos. Porque, a cada puntada que daba, aumentaba su seguridad de que ni ella ni sus bordados llegarían a ver Nezuka. No lo olvidaba un instante. Pero, trabajando y cantando, tenía la impresión de que había una gran distancia entre Veli Lug y Nezuka y que un mes era mucho tiempo. Por la noche le sucedía lo mismo; cuando, pretextando haber terminado un trabajo, se quedaba sola, el mundo se abría ante ella, rico, pleno de luz y de felices mutaciones.

En Veli Lug, las noches son cálidas y, al mismo tiempo, frescas. Las estrellas están bajas y se agitan, ceñidas por una luz blanca y vacilante. De pie ante la ventana, Fátima contempla la noche. Lleva en todo su cuerpo una fuerza tranquila, desbordante y dulce, y siente cada parte de su ser como un manantial de vigor y de alegría: sus piernas, sus caderas, sus brazos, su cuello y, sobre todo, su pecho. Sus senos, generosos y pesados, pero en esa parte de su cuerpo el peso de todo el alcor, con cuanto lleva consigo: casa, edificaciones, campos; respira con un aliento cálido, profundo, igual, que se eleva y desciende con el cielo luminoso y el espacio nocturno. Bajo su respiración, la contraventana sube y baja, toca el vértice de sus senos, los deja, en un intento de alejarse, vuelve y los roza de nuevo, para bajar y alejarse otra vez.

Sí, el mundo es grande, el mundo es enorme, tanto de noche como de día, cuando el valle de Vichegrado llamea y cuando casi se oye el madurar de los trigos que lo cubren, cuando la ciudad se ofrece blanca, extendida en torno al río verde y cerrada por la línea regular del puente y por las colinas negras. Pero es por la noche, sólo por la noche, al revivir e inflamarse los cielos, cuando se revelan la infinidad y la fuerza poderosa de este mundo en el que el hombre se pierde, sin tener conocimiento ni de sí mismo, ni del lugar al que ha ido, ni de lo que quiere o debe hacer. Sólo por la noche se vive verdaderamente con serenidad, por largo tiempo; sólo por la noche no existen las palabras que comprometen para toda la vida, ni las promesas mortales, ni las situaciones sin salida, con el breve plazo que corre y se escapa inexorablemente, y con la muerte o la vergüenza como único término y posibilidad de escape. Sí, por la noche no sucede como en la vida diurna, en la que lo que se dice una vez permanece irrevocable y convertido en ineludible promesa. Por la noche, todo es libre, infinito, anónimo y mudo.

Entonces, se oye en algún lugar de la planta baja, como si viniese de lejos, una voz penosa, profunda y ahogada: "¡Aaa-ach, kkkkh! ¡Aaaach, kkkkh!"

Es Avdaga que lucha con sus accesos de tos nocturnos.

Fata no sólo reconoce aquella voz, sino que ve perfectamente a su padre, fumando sentado, torturado por la tos y el insomnio. Cree distinguir sus grandes ojos pardos que tan bien conoce; aquellos ojos tan parecidos a los suyos, ensombrecidos por la vejez y bañados por un resplandor lacrimoso y riente, aquellos ojos en los que leyó por vez primera que su destino era inevitable, cuando le dijo que estaba prometida a un Hamzitch y que debía hacer sus preparativos para dentro de un mes.

"¡Khha, kkha, kkha! ¡akh!"

El éxtasis que sintió la muchacha hace unos minutos, ante la belleza de la noche y la grandeza del mundo, se viene abajo de pronto. El aliento perfumado de la noche se detiene. Los senos de Fata se crispan en un dulce espasmo. Las estrellas y los espacios se desvanecen. Sólo queda el destino, su destino ineludible y cruel en vísperas de realizarse, que va cumpliéndose, que se consume a medida que el tiempo pasa, dentro de esa calma hecha de inmovilidad y de vacío, que permanece cuando todas las cosas han pasado.

El sonido sordo de la tos sube desde la planta baja.

Sí, ella lo oye y lo ve, como si estuviese en su presencia. Es su padre querido, poderoso, único, a quien se siente unida indisolublemente, dulcemente unida desde que tiene conciencia de su propia vida. Y siente esa misma tos clavándose en su pecho. Es su padre el que sufre y ella sufre con él. Es la misma persona que ha pronunciado un "sí", cuando su corazón de mujer decía "no". Pero sigue en todo la voluntad de su padre. Y el "sí" de él lo siente como si fuera suyo (tanto como su propio "no"). A medida que su destino se le manifiesta con toda su dureza, a punto de realizarse, se da cuenta de que no puede escapar de él. Sólo sabe una cosa: a causa del "sí" de su padre, deberá pasar ante el caíd, junto al hijo de Mustaí-Bey; no cabe pensar que Avdaga retire la palabra empeñada. Pero también sabe que no pondrá los pies en Nezuka, porque entonces sería ella la que no cumpliría con la suya. Y es tan imposible lo uno como lo otro: la palabra de un Osmanagitch es sagrada. Éste era el dilema: el "no" de ella y el "sí" de su padre, Veli Lug y Nezuka. Tenía que encontrar una solución. Ya no piensa en los espacios del mundo grande y rico ni en el camino entre Veli Lug y Nezuka. Piensa sólo en el corto y lúgubre tramo que va desde la mechtchema [2], donde el caíd la casará con el hijo de Mustaí-Bey, y que se halla a la salida del puente, en el lugar en que la pendiente pedregosa va a parar al estrecho sendero que conduce a Nezuka, y que ella no pisará. Su pensamiento no ha dejado de recorrer ese tramo de un extremo a otro, como la lanzadera corre a través de la tela. De la mechtchema, cruzando el centro de la ciudad y el mercado, hasta el extremo del puente; pero aquí se detenía, como si hubiese visto un abismo, atravesando de nuevo el mercado hasta la mechtchema. Y así siempre: ida y vuelta, ida y vuelta.

Su imaginación, que no cesaba de trabajar, que no lograba hallar una salida, se detenía a menudo en la kapia, en el hermoso sofá de piedra, donde las gentes se sientan a hablar, donde los muchachos cantan, mientras el río verde, rápido y profundo, ruge bajo el puente. Horrorizada ante una solución semejante, tornaba a volar, como empujada por una maldición, de un extremo a otro del camino, hasta que, no encontrando salvación posible, se paraba de nuevo en la kapia.


Esta idea llegó a obsesionarla hasta el punto de llenar sus noches. El solo pensamiento de que tenía que llegar el día en que, realmente, debería recorrer aquel camino, la llenaba de horror ante la muerte y de espanto ante una vida marcada por la vergüenza. Impotente y abandonada, tenía la impresión de que el mismo espanto de aquel pensamiento debía alejar o, por lo menos, retrasar el día.

Mas pasó el tiempo, ni de prisa ni despacio, sino regular y fatalmente, y con el tiempo llegó la fecha de la boda.

El último jueves del mes de agosto (que era el día que se había fijado) los Hamzitch llegaron a caballo en busca de la muchacha. Cubierta de un pesado velo, como una coraza, fue colocada en un caballo y conducida a la ciudad. Al mismo tiempo, en el patio, fueron cargados a lomos de caballo los baúles que contenían el equipo de Fata. En la mechtchema se celebró el matrimonio ante el caíd. Así se cumplió la palabra de Avdaga por la cual había dado a su hija en matrimonio al hijo de Mustaí-Bey. A continuación, el reducido cortejo emprendió el camino de Nezuka, donde se habían preparado las solemnidades propias del caso.

Atravesaron el centro de la ciudad y el mercado; es decir, una parte de aquel camino sin salida que tantas veces había recorrido Fata con el pensamiento. Ahora resultaba más tangible e, incluso, más fácil que en la imaginación. Ni estrellas, ni espacio, ni la tos sorda de su padre, ni el deseo de que el tiempo vaya más de prisa o más despacio. Cuando llegaron al puente, la muchacha sintió una vez más, igual que durante las noches pasadas, cuando se quedaba junto a la ventana, destacarse cada parte de su ser, sobre todo, su pecho ligeramente crispado. Alcanzaron la kapia. Como tenía planeado, la muchacha se inclinó y pidió en un susurro al más joven de sus hermanos, que cabalgaba a su lado, que subiese un poco los estribos, ya que se acercaban a la cuesta por la que se desciende desde el puente al camino pedregoso que conduce a Nezuka. Primero, se detuvieron los dos, y luego, un poco más lejos, los invitados.

Aquello resultaba completamente natural. No era ni la primera vez ni la última que un cortejo nupcial se detenía en la kapia. Mientras su hermano echaba pie a tierra, daba la vuelta al caballo y recogía las bridas, la muchacha avanzó su brazo hasta el borde mismo del puente, puso su pie derecho en el parapeto de piedra, saltó de la silla con la ligereza de un pájaro, pasó por encima del muro y se lanzó al río que rugía bajo el puente.

Su hermano se precipitó tras ella y tuvo tiempo de tocar con la mano el velo desplegado, pero no pudo retenerla. Los demás invitados descabalgaron, lanzando exclamaciones, y permaneciendo a lo largo del parapeto en extrañas actitudes, como petrificados.

Aquel mismo día, al caer la tarde, empezó a llover intensamente en medio de un frío anormal en aquella época del año. El Drina creció y se enturbió al mismo tiempo. Al día siguiente las aguas amarillentas de la crecida arrojaron el cadáver de Fata sobre un fondo, cerca de Kalata. Allí la encontró un pescador que fue inmediatamente a anunciar su hallazgo al mulazim 1.


Poco después, llego éste al lugar acompañado del muktar 1, del pescador y de Salko el Tuerto. Porque el Tuerto no faltaba nunca en semejantes circunstancias.

El cadáver yacía, blando y húmedo, sobre la arena. Las olas lo salpicaban y, de vez en cuando, lo cubrían completamente. El velo nuevo de tela negra que el agua no había podido arrancar, se había levantado y caía por encima de la cabeza; mezclado con la larga y espesa cabellera, formaba una extraña masa negra junto al hermoso cuerpo blanco de la muchacha, al que la corriente había despojado de su tenue traje de novia. Con el rostro sombrío y las mandíbulas apretadas, el Tuerto y el pescador se metieron en el agua poco profunda, cogieron el cuerpo desnudo de la joven y, con precaución e incómodos, como si estuviese viva, la llevaron a la orilla y allí la cubrieron inmediatamente con su velo empapado de agua y sucio de cieno.

Aquel mismo día fue enterrada en el cementerio turco más próximo, en la orilla alta, al pie de la colina sobre la que se eleva Veli Lug. Y, al atardecer, los ociosos se reunieron en las tabernas, alrededor del pescador y del Tuerto, con esa curiosidad malsana y detestable que se desarrolla muy especialmente entre la gente cuya vida está vacía, desprovista de toda belleza y pobre en emociones y en acontecimientos. Los obsequiaron con aguardiente y les ofrecieron tabaco para que les diesen algún detalle sobre el cadáver y el entierro. Pero no consiguieron nada.


Ni siquiera el aguardiente pudo desatar la lengua de los dos hombres. Incluso el Tuerto callaba.

Fumaba sin tregua y, con su ojo único que brillaba, seguía el humo, arrojado lejos por su aliento potente. Se limitaban a mirarse de vez en cuando el uno al otro, levantaban su vaso en silencio, al mismo tiempo, como si brindasen de modo invisible, y lo vaciaban de un trago.

Así fue cómo sucedió en la kapia este acontecimiento extraordinario y sin precedentes. Veli Lug no descendió hasta Nezuka y Fata, la hija de Avdaga, no se convirtió en la mujer de un Hamzitch.

Avdaga Osmanagitch no volvió a bajar a la ciudad. Expiró durante el invierno de aquel mismo año, ahogado por la tos y sin haber dicho a nadie una sola palabra acerca de la tristeza que lo invadía.

A la primavera siguiente, Mustaí-Bey Hamzitch casó a su hijo con otra muchacha, una Brankovitch.

La gente, durante algún tiempo, habló del suceso, hasta que poco a poco lo fue olvidando. Sólo quedó una canción sobre la muchacha cuya belleza y prudencia habían resplandecido por encima de todo, y que, de este modo, se hizo inmortal.

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