CAPÍTULO PRIMERO

A lo largo de la mayor parte de su curso, el Drina [1] discurre a través de estrechas gargantas, entre montañas abruptas, o atraviesa profundos cañones entre ribazos verticales. Solamente en algunos lugares, sus orillas se abren en amplios valles y forman, ya sobre uno, ya sobre los dos ribazos, extensiones de terrenos fértiles, en parte llanas y en parte onduladas, propicias al cultivo y a la población.

Una de esas llanuras comienza aquí, en Vichegrado², en el lugar en que el Drina surge, describiendo una inesperada curva, del profundo y estrecho desfiladero que forman las peñas de Butko y las montañas de Uzavnitsa.

El ángulo que en este lugar forma el Drina es extraordinariamente agudo, y las montañas de ambos lados son tan escarpadas y están tan próximas unas de otras que parecen un macizo cerrado del que el río brota como de un muro sombrío. Pero, súbitamente, las montañas se separan y forman un anfiteatro irregular cuyo diámetro, en el lugar más ancho, no excede de unos quince kilómetros a vista de pájaro.

En el punto en que el Drina surge con todo el peso de su masa de agua verde y espumosa, fuera del conjunto, en apariencia cerrado, de las montañas negras y escarpadas, se yergue un gran puente de piedra armoniosamente tallado, con once ojos de ancha abertura. Desde ese puente, como si fuese una base, se despliega en abanico un valle ondulante con la pequeña ciudad de Vichegrado y sus alrededores, con algunas aldeas colgadas de los flancos de las colinas, cubierto de campos, de pastos y de grandes extensiones plantadas de ciruelos, cortados por cercas y salpicado de sotos y de unos escasos bosques de abetos. De este modo, cuando se contempla desde el fondo del horizonte parece que, bajo los amplios ojos del puente blanco, corre y se extiende no sólo el verde Drina, sino todo aquel terreno soleado y cultivado, con cuanto en él crece y con el cielo meridional por encima.

En la orilla derecha del río, iniciándose en el mismo puente, se encuentra el centro de la ciudad con su mercado turco, situado, en parte, en la llanura y, en parte, sobre la falda de las colinas. Al otro lado del puente y a lo largo de la orilla izquierda, se extiende la llanura de Mlukhine, arrabal cuyas casas están dispersas en torno a la carretera que conduce a Sarajevo. Por tanto, el puente que une los dos tramos de la carretera de Sarajevo, une también la ciudad a su arrabal.

Realmente, cuando decimos "une", lo hacemos con tanta exactitud como cuando se dice: el sol sale por la mañana para que los hombres podamos ver en torno nuestro y dedicarnos a nuestros asuntos, y se pone por la tarde para que durmamos y descansemos de las fatigas del día.

En efecto: ese enorme puente de piedra, construcción preciosa y de una belleza tal que ciudades mucho más ricas y comerciales no poseen nada semejante -"en todo y por todo, no hay más que dos de ese tipo en el Imperio", se decía antaño-, ese puente es el único paso permanente y seguro a lo largo de todo el curso medio y superior del Drina, y es, al mismo tiempo, el nudo indispensable de la carretera que une Bosnia con Servia, y aún más lejos, con las restantes partes del Imperio otomano hasta Estambul. Ahora bien, una ciudad pequeña y su arrabal son las únicas aglomeraciones que necesariamente han de desarrollarse en los principales puntos de comunicación y a ambos lados de los puentes importantes.

Aquí también, con el tiempo, han brotado las casas y se han multiplicado las habitaciones a los dos lados del puente. La ciudad ha vivido gracias al puente y ha salido de él como de una raíz indestructible.

Para que se vea con claridad y se comprendan íntegramente el cuadro de la ciudad y la naturaleza de sus relaciones con el puente, es preciso saber que, en la ciudad, existe todavía un puente, del mismo modo que existe todavía un río. Se trata del Rzav, franqueado por un puente de madera. En un extremo de la ciudad el Rzav vierte sus aguas en el Drina, de suerte que el centro de la ciudad y, al mismo tiempo, la mayor parte de la aglomeración se encuentra sobre la lengüecilla de tierra situada entre los dos ríos, el grande y el pequeño confluyen aquí, en tanto que los arrabales desperdigados se extienden al otro lado de los puentes, en la orilla izquierda del Drina y en la orilla derecha del Rzav. La ciudad está sobre las aguas. Pero aunque exista otro río y otro puente, las palabras "en el puente" no designan jamás al que franquea el Rzav, sencilla construcción de madera sin belleza, sin historia y sin más sentido que el de servir de paso a los Habitantes y a sus animales. Aquellas palabras designan siempre y únicamente al puente de piedra sobre el Drina.

El puente tiene unos doscientos cincuenta pasos de longitud y unos diez de anchura, salvo en su parte central, donde se ensancha en dos terrazas simétricas a ambos lados del camino transitable, alcanzando así el doble de su anchura. A esta parte del puente se le llama la "kapia".

En este punto, sobre el pilar central que se ensancha en su parte superior, se ha añadido, a los dos lados, unos contrafuertes de madera que sobre ese pilar se apoyan, a la izquierda y a la derecha del camino transitable, las dos terrazas que se proyectan atrevida y armoniosamente en el espacio por encima del agua verde y ruidosa. Tienen una longitud de cerca de cinco pies y una anchura igual y están rodeadas por un parapeto de piedra, idéntico al que bordea el puente en toda su longitud. Ambas terrazas, sin embargo, son completamente independientes y carecen de techo. La de la derecha, según se viene de la ciudad, se llama el sofá, y se alza sobre dos gradas.

Está bordeada por asientos a los cuales sirve de respaldo el parapeto del puente. Tanto las gradas, los asientos, como el parapeto están tallados en la misma piedra clara. La terraza de la izquierda, enfrente al sofá, es igual que la otra, pero está vacía, sin asientos. En el centro del parapeto, el muro se alza y sobrepasa la altura de un hombre.

En su parte superior, hay una estela de mármol blanco, sobre la cual está grabada una rica inscripción turca, con un cronograma que, en trece versos, indica el nombre del constructor del puente y el año de la construcción. En la parte inferior del muro corre una fuente: un hilillo de agua brota de las fauces de un dragón de piedra.

En esta terraza se ha establecido un cafetero con sus cafeteras, sus tazas, su brasero siempre encendido y con un camarero que sirve el café a los consumidores que están enfrente, en el sofá. Eso es la kapia.

En el puente y su kapia, en torno de él o en relación con él, discurre y se desarrolla, como ya veremos, la vida de los habitantes de la pequeña ciudad. En todos sus relatos sobre los acontecimientos personales, familiares y públicos, se puede siempre oír las palabras "en el puente" y en efecto, en el puente del Drina tienen lugar los primeros paseos infantiles y los primeros juegos de los muchachos.

Los niños cristianos, nacidos en la orilla izquierda del Drina, cruzan el puente desde los primeros días de su vida; ya, en la primera semana, son llevados a bautizar a la iglesia. Pero también los otros niños, incluso los que han nacido en la orilla derecha, y los niños musulmanes que ni siquiera están bautizados, pasan, como antaño sus padres y sus abuelos, la mayor parte de su infancia en las proximidades del puente.

Pescan con caña junto al puente o cazan pichones bajo sus ojos. Desde temprana edad, su mirada se acostumbra a las líneas armoniosas de aquella enorme construcción de piedra clara, porosa, regular e impecablemente tallada. Conocen todas las redondeces y las cavidades tan magistralmente cinceladas, del mismo modo que conocen todos los cuentos y leyendas que están ligados al nacimiento y a la construcción del puente y en los cuales se mezclan y entrelazan de manera extraña e inextricable la imaginación y la realidad, lo verdadero y lo soñado.

Y todo esto lo conocen desde siempre, inconscientemente, como si hubiera nacido con ellos, como saben sus oraciones, sin acordarse de quién se las enseñó ni de cuándo las oyeron por primera vez.

Saben que el puente fue construido por orden del gran visir Mehmed-Pachá cuyo pueblo natal se encuentra tras una de las montañas que circundan el puente y la ciudad.Tan sólo un visir podía dar todo lo que era preciso para que se construyese aquella perdurable maravilla de piedra.

(Un visir es algo brillante, considerable, terrible y poco claro en la conciencia de los muchachos.)

Fue construido por Radé, el arquitecto cuya vida debió durar varios siglos; si no, no se explica cómo pudo levantar todo cuanto hay de bello y permanente en tierras servias. Maestro legendario y realmente anónimo tal como la masa lo imagina y lo desea.

(a la masa no le gusta cargar su memoria ni hacerse deudora de muchos hombres, ni siquiera en espíritu).

Saben que el hada de las aguas ha contrarrestado la construcción -de igual modo que, siempre y en todas partes, hay alguien que contrarresta toda construcción- destruyendo por la noche lo que había sido levantado durante el día, hasta que una voz que surgía de las aguas aconsejó a Radé, el maestro de obras, que buscase dos hermanos gemelos, aún lactantes, niño y niña, y que se llamasen Stoïa y Ostoïa 1 y que un vez hallados los emparedase en los pilares centrales del puente.

Inmediatamente se pusieron a buscar a tales criaturas por toda Bosnia. Se ofreció una recompensa a quien los encontrase y los llevase.

Al fin los guardias encontraron en un pueblo lejano dos gemelos de pecho y se los llevaron, a la fuerza, en virtud del poder del visir. Pero su madre no quiso separarse de ellos. Lamentándose, llorando, insensible a los insultos y a los golpes, los siguió hasta Vichegrado. Allí, consiguió llegar hasta el arquitecto.

La leyenda continúa diciendo que los niños fueron emparedados, dado que no había otra solución, pero el arquitecto, según cuentan, tuvo piedad de ellos, y dejó en los pilares dos aberturas, a través de las cuales la desdichada madre podía dar de mamar a sus hijos. Estas aberturas eran unas falsas ventanas, practicadas con arte, estrechas como aspilleras, en las cuales actualmente las palomas torcaces hacen su nido.

Como recuerdo, desde hace centenares de años, la leche maternal corre por el muro; son unos caudales blancos y delgados que, en una época determinada del año, rezuman sin cesar de las junturas, pudiéndose ver sobre la piedra una huella indeleble.

(La idea de la leche de mujer evoca en la conciencia de los niños algo muy próximo e insípido y al mismo tiempo vago y misterioso, como los visires y los arquitectos; algo que los turba y los repele.)

La gente raspa esas huellas lechosas que se ven a lo largo de los pilares haciendo una especie de polvo medicinal que venden a las mujeres que, después del alumbramiento, no tienen leche. En el pilar central del puente, bajo la kapia, hay una abertura más grande, algo así como una puerta estrecha sin hojas, como una tronera gigantesca. Se dice que en ese pilar hay una gran estancia, una sala oscura, en la cual vive un árabe negro. Esto lo saben todos los niños. En sus sueños y en sus relatos, en los que rivalizan las mentiras, el negro interpreta un gran papel. A quien se le aparece, debe morir. Ningún niño lo ha visto todavía porque los niños no mueren, pero una noche fue visto por Klamid, un mozo de cuerda asmático, de ojos inyectados en sangre y siempre borracho o afligido por una eterna enfermedad del cabello; y aquella misma noche murió, allí, junto al muro. A decir verdad estaba borracho perdido y pasó la noche en el puente, bajo un cielo sereno, con una temperatura de quince grados bajo cero. Los niños miran a menudo a través de esa abertura tenebrosa como si se tratase de un abismo que espanta y que atrae. Se ponen todos de acuerdo para mirar fijamente y para que el primero que vea algo lance un grito. Con la boca abierta, temblorosos de curiosidad y de miedo hunden la mirada en esa grieta ancha y sombría, hasta que un muchacho anémico tiene la impresión de que la abertura comienza a balancearse y a desplazarse como una cortina negra, o hasta que uno de sus compañeros, burlón y decidido (siempre hay alguno de ese género), grita: "¡El negro!" y finge huir. Esa reacción turba el juego y suscita la decepción y la indignación de aquellos que gustan de los juegos de la imaginación, que detestan la ironía y que creen que mirando atentamente se puede ver verdaderamente algo y experimentar alguna sensación. Pero por la noche, durante el sueño, muchos luchan con aquel árabe del puente, como con el destino, hasta que su madre los despierta y los libera de la pesadilla. Y mientras ella le hace beber agua fría "para expulsar el pánico" y le obliga a pronunciar el nombre de Dios, el muchacho, extenuado por los juegos del día, vuelve a dormirse con el sueño pesado del niño en el que el pavor no puede aún desarrollarse ni durar mucho tiempo.

Más arriba del puente, sobre la orilla escarpada de calcárea gris, a ambos lados se ven, a intervalos regulares, dos cavidades circulares, emparejadas como si se hubiesen esculpido en la piedra las huellas de las herraduras de un caballo de tamaño sobrenatural; vienen de arriba, del Viejo Burgo, y bajan por la pendiente rocosa hasta el río, apareciendo de nuevo en la otra orilla, donde se pierden bajo tierra y bajo la vegetación.

Los niños que, en el verano, pescan pececillos durante todo el día a lo largo de esta orilla pedregosa, saben que son huellas de los pasos de antiguos guerreros, que se remontan a tiempos muy antiguos. Entonces vivían en aquella tierra héroes de gran altura; la piedra aún no había adquirido consistencia, era blanda como la tierra y los caballos eran como los héroes: de un tamaño gigantesco. Para los niños servios, únicamente, se trata de las huellas de las herraduras de Charats 1. Están allí desde los tiempos en que Kralievitch Marko, que estaba en prisión arriba, en el Viejo Burgo, se escapó, bajó la colina y, de un salto, atravesó el Drina sobre el cual entonces no había el puente. Pero los niños musulmanes saben que no fue Kralievitch Marko y que no podía ser él (¿desde cuándo un cristiano y un bastardo habría adquirido tal fuerza y poseído tal caballo?), sino Djerzelez Alia² sobre su jumento alado, quien como se sabe despreciaba las barcas y a los barqueros y atravesaba de un salto los ríos como si fuesen riachuelos. Los niños ni siquiera discuten sobre este asunto; unos y otros están convencidos del sólido fundamento de sus creencias. Y no hay precedente de que nunca nadie haya conseguido disuadir a alguno de los otros, ni de que alguno haya cambiado su punto de vista.

En estas cavidades redondas, anchas y profundas como grandes escudillas, el agua se conserva mucho tiempo después de la lluvia, como en recipientes de piedra. Los niños llaman pozos a esas cavidades llenas de agua, de lluvia tibia, y unos y otros, sin distinción de creencias, echan en ellos los pececillos, generalmente gobios, que pescan con anzuelo.

En la orilla izquierda, algo separado e inmediatamente por encima del camino, hay un gran túmulo de tierra, pero de una tierra dura, gris y petrificada. Nada crece ni florece salvo una hierbecilla, dura y punzante como un alambre de acero.

Ese túmulo es el blanco y la frontera de todos los juegos infantiles que se desarrollan en torno al puente.

Antaño, se llamó a ese lugar la tumba de Radislav. Según cuentan, fue un jefe servio, un hombre poderoso.

Cuando el visir decidió construir un puente sobre el Drina y pidió gente, todos se sometieron y se incorporaron a la leva. Únicamente se rebeló aquel Radislav; levantó al pueblo y lanzó al visir la orden de que abandonase aquel trabajo, porque encontraría grandes dificultades para construir un puente sobre el Drina.

Y efectivamente, el visir se vio y se deseó para apoderarse de la persona de Radislav; se trataba de un mozo que dejaba atrás el común de los mortales: no había fusil ni sable que pudieran batirle: lo destruía todo como un torbellino. A tal extremo llegaba la fuerza del talismán que llevaba consigo. Y quién sabe lo que habría ocurrido, ni si el visir habría logrado llegar a construir el puente, si uno de sus servidores, hombre hábil y astuto, no hubiese logrado sobornar y pagar al criado de Radislav. Así fue posible sorprender a este último y estrangularlo mientras dormía, tras haberle atado con cuerdas de seda, ya que su amuleto sólo era ineficaz contra la seda. Nuestras mujeres creen que hay una noche al año en la que se puede ver descender del cielo una fuerte luz que cae sobre el túmulo. Esto sucede en otoño, entre la Navidad y la Asunción de la Virgen. Pero los niños que, crean o no en esta leyenda, permanecen velando cerca de las ventanas que dan a la tumba de Radislav, no han logrado nunca ver el fuego del cielo, pues antes de la medianoche el sueño ha hecho presa en ellos. En compensación, hay viajeros que sin pensar siquiera en la leyenda, han visto, al regresar por la noche a la ciudad, una luz blanca sobre el túmulo, tras el puente.

Por el contrario, los turcos de la ciudad cuentan, desde tiempos muy remotos, que en aquel lugar murió, mártir de su fe, un derviche llamado Chekn-Turkhania que fue un gran héroe y defendió en ese punto el paso del Drina contra un ejército de infieles. Y si no hay en el lugar una lápida funeraria, ni un turbé 1, es porque tal fue el deseo del derviche; quiso ser enterrado así, sin signo ni marca distintiva, para que no se supiese que él yacía allí.

Y así, si alguna vez un ejército de infieles se lanzaba al asalto por aquellos parajes, él se alzaría y los detendría, como otra vez lo hizo, impidiendo que fuesen más allá del puente. Sólo el cielo, en compensación, ilumina a veces su túmulo, con su luz.

Así pasa la vida de los niños de la ciudad: bajo el puente y en torno al puente, en un juego gratuito o en sueños pueriles. Pero esa vida, con los primeros años de su madurez, se traslada al puente, a la kapia donde la fantasía juvenil encuentra otro alimento y nuevos dominios, aunque al mismo tiempo se inicien las preocupaciones, las luchas y los trabajos de la existencia.

En la kapia y alrededor de ella nacen los primeros sueños de amor, las primeras ojeadas lanzadas al pasar, las reflexiones y los cuchicheos.

También nacen aquí los primeros negocios, las querellas y los acuerdos, las citas y las esperas; aquí sobre el parapeto de piedra se exhiben para la venta las primeras cerezas y los primeros melones, los saleps 2 de la mañana y el pan candeal aún caliente.

Aquí se reúnen los mendigos, los lisiados y los leprosos, junto a los muchachos sanos que quieren ver o ser vistos o que tienen algo que ofrecer relativo a frutas, vestidos o armas.

Aquí se sientan frecuentemente las personas notables y de edad madura, para conversar un poco de los asuntos públicos y de las preocupaciones comunes, pero aún más a menudo son los jóvenes los que acuden para charlar, cantar y bromear.

Aquí también, con ocasión de los grandes acontecimientos y de las conmociones históricas, se fijan los manifiestos y las proclamas (en el muro, bajo la estela de mármol con inscripción turca y por encima de la fuente), y es aquí, por fin, donde hasta 1878 se ahorcaba y se empalaban las cabezas de todos aquellos, que, por cualquier razón, hubiesen sido ejecutados. Y en esta ciudad fronteriza, sobre todo durante aquellos años agitados, las ejecuciones eran frecuentes, e incluso en determinados momentos, cotidianas.

Las bodas y los entierros no pueden cruzar el puente sin detenerse en la kapia.

Habitualmente, las bodas se preparan y el cortejo se alinea en la kapia antes de hacer su entrada en el centro de la ciudad.

Si los tiempos son tranquilos y sin preocupaciones, la botella de rakia 1 pasa de boca en boca, se canta, se baila el kolo² y, a menudo, se permanece allí mucho más tiempo de lo que se pensaba. En los entierros, los que llevan el cadáver lo dejan unos minutos para descansar un momento, precisamente aquí, en la kapia, donde el difunto pasó buena parte de su vida.

La kapia es el punto más importante del puente, de igual modo que el puente es la parte más importante de la ciudad, o, como escribió en su diario de viaje un viajero turco a quien los vichegradeses trataron bien, "su kapia es el corazón del puente, el cual es el corazón de esta ciudad que ha de permanecer en el corazón de todos".

La kapia demuestra hasta qué grado los antiguos arquitectos, de los cuales se dice en las leyendas que luchaban contra las hadas y contra toda clase de monstruos, y que hacían emparedar a los niños vivos, hasta qué grado repito, tales arquitectos ponían de manifiesto su inteligencia cuando se trataba, no sólo de la solidez y de la belleza de la construcción, sino de la utilidad y de las comodidades que obtendrían las generaciones posteriores. Y cuando se conoce la vida actual de esta ciudad y se reflexiona bien, es forzoso decirse a uno mismo que es, efectivamente, bien pequeño el número de gentes que en Bosnia tiene ocasión y delectación semejantes a las que todo habitante de Vichegrado, aun el último de ellos, pueda tener en la kapia.

El invierno, por supuesto, no puede ser contado. Entonces sólo cruza el puente quien tiene necesidad de hacerlo y avivando el paso e inclinando la cabeza bajo el frío viento, que sopla constantemente por el río.

Entonces, por supuesto, nadie se detiene en las terrazas abiertas de la kapia. Pero en cualquier otra estación, la kapia es una verdadera bendición para grandes y pequeños. En estas épocas, cualquier habitante puede, a una hora u otra del día y de la noche, ir a la kapia y sentarse en el sofá o alrededor de él, ya sea por sus asuntos o simplemente para hablar con sus amigos.

Proyectado y elevado unos quince metros por encima del verde y ruidoso río, el sofá de piedra parece volar en el espacio, sobre el agua, entre las colinas verde oscuro de los tres lados, con el cielo y las nubes o las estrellas encima y con el horizonte desprendido río abajo, como un anfiteatro estrecho y cerrado al fondo por unas montañas azules.

¿Cuántos visires o cuántos ricos hay en el mundo que puedan mostrar su alegría o su preocupación, o su placer, o su ocio en un lugar semejante? Pocos, muy pocos, pero, ¿cuántos de los nuestros, en el curso de los siglos y en la sucesión de las generaciones, han esperado, sentados aquí, en el sofá, la aurora o la hora de la oración de la tarde o las horas nocturnas en que toda la bóveda celeste se desplaza insensiblemente sobre nuestras cabezas?

Son muchos aquellos de entre nosotros que se han sentado aquí con el rostro entre las manos y acodados sobre la piedra lisa y bien tallada y, en presencia del juego eterno de la luz sobre las montañas y de las nubes en el cielo, han desenredado los hilos siempre idénticos, pero siempre intrincados de distinto modo, de los destinos de los habitantes de nuestra ciudad. Alguien ha afirmado hace mucho tiempo (se trataba ciertamente de un extranjero que bromeaba) que esta kapia influía en el destino de la ciudad e incluso en el carácter de sus habitantes. Este extranjero afirmaba que es preciso buscar la llave de la tendencia a la meditación y al ensueño de muchos vichegradeses, en estos interminables ratos de reposo en la kapia y que en ellos reside una de las principales razones de la serenidad melancólica que constituye un rasgo bien conocido de su carácter.No se puede sin duda negar que los vichegradeses, si se les compara con los habitantes de otras ciudades, han sido considerados como personas ligeras, inclinadas a los placeres y al gasto. Su ciudad se encuentra en una situación favorable; los pueblos circundantes son fértiles y ricos, y es verdad que el dinero corre en abundancia por la ciudad de Vichegrado, pero que nunca se detiene en ella mucho tiempo.

Y si se encuentra un patrón economizador y que se administre bien, sin ninguna pasión, se trata indefectiblemente de un recién llegado; pero el agua y el aire de Vichegrado son tales que ya los niños nacen con las manos abiertas y los dedos separados, y tocados por la infección general de dispendio y despreocupación, viven con la divisa: "A nuevo día, nueva ganancia".Se dice que el viejo Novak, cuando se sintió agotado y tuvo que retirarse de la lucha y abandonar el oficio de haiduk 1 en Rumania, dio al adolescente Gruitsa, cuando este último hubo de sustituirle, los consejos que siguen:

– Cuando estés emboscado, mira bien al viajero que se acerca. Si ves que cabalga orgullosamente, y que lleva un chaleco rojo, medallas de plata y polainas blancas, se trata de un habitante de Fotcha². Ataca inmediatamente, pues llevará dinero consigo y en sus alforjas. Si ves a un viajero modestamente vestido, cabizbajo, acurrucado sobre su caballo, como si fuese a mendigar, golpea a placer, pues es un habitante de Rogatitsa³. Así son todos, avaros y solapados, pero forrados de dinero. Ahora bien, si ves a un loco que, con las piernas cruzadas sobre la silla de su montura, toca su tamboril y canta a grito pelado, no hieras ni te manches las manos en vano; deja pasar a tal holgazán: es un vichegradés y no tiene nada, pues entre ellos, el dinero no dura.

Todo esto bastaría para confirmar el pensamiento que acabamos de exponer de este extranjero. Y, sin embargo, es difícil afirmar con certeza hasta qué punto sea exacto. Como en tantas otras cosas, aquí tampoco es sencillo determinar lo que es causa y lo que es efecto. ¿Es la kapia la que hace que los habitantes sean lo que son o, por el contrario, fue imaginada en su espíritu y su inteligencia, y construida según sus necesidades y sus costumbres?

Cuestión superflua y vana. No hay construcciones fortuitas, separadas del medio humano en que han crecido y de sus necesidades, deseos e ideas, como no hay líneas arbitrarias ni formas sin motivo en arquitectura. Pero el origen y la vida de cada construcción grande, hermosa y útil, así como su relación con la aglomeración en medio de la cual ha sido levantada, llevan con frecuencia implícitos ciertos dramas e historias complicados y misteriosos. En todo caso, una cosa es cierta: entre la vida de las gentes de la ciudad y este puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entremezclados que no se imaginan ni se pueden contar separadamente…

Por eso la leyenda sobre el origen y el destino del puente es, al mismo tiempo, el relato de la vida de la ciudad y de sus habitantes, de generación en generación de la misma manera que a través de todas las narraciones sobre la ciudad pasa la línea del puente con sus once arcos y una kapia que corona su centro.

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