CAPITULO XXI

Llegó por fin el año 1914; el último año de la crónica del puente sobre el río Drina. Llegó como los demás años precedentes, siguiendo la marcha lenta de las cosas de este mundo, pero envuelto en el bullicio de los acontecimientos siempre nuevos y siempre singulares que se rompían como las olas.

Muchos años habían pasado por la ciudad y muchos pasarán todavía. Han sido años de todas clases, mas el de 1914 se distinguirá siempre de los demás. Al menos, ésta es la impresión de cuantos lo vivieron. Creen que, a pesar de todo lo que se ha dicho y escrito, nadie sabrá o no se atreverá a decir lo que vio trazado en el fondo del destino humano, y que el tiempo y los sucesos han ocultado. ¿Quién podrá expresar -piensan- los escalofríos colectivos que recorrieron a las masas y que se transmitieron de los seres vivos a las cosas inertes, a la tierra y a las casas? ¿De qué manera se llegaría a describir aquellos torbellinos que fueron desde el temor mudo animal a la locura del suicidio, desde los más bajos instintos sanguinarios y desde el pillaje disimulado, a los más nobles y santos sacrificios en los que el hombre se supera y alcanza por un instante las esferas elevadas de otros mundos donde reinan distintas leyes? Jamás podrán decirse esas cosas, porque el que las ve y sale con vida de ellas enmudece, y los que murieron no pueden hablar. Esas son las cosas que no hay medio de decir y que llegan a olvidarse. Pues si no fuesen olvidadas, ¿cómo podrían volverse a repetir?

En el verano del año 1914, cuando los dueños dé los destinos humanos condujeron a la humanidad europea desde el escenario del derecho al sufragio universal al circo, previamente preparado, del servicio militar obligatorio, la ciudad de Vichegrado dio un ejemplo modesto, pero elocuente, de los primeros síntomas de un mal que, con el tiempo, iba a llegar a ser europeo y, más tarde, mundial. Fue un período situado en el límite de dos épocas de la historia de la humanidad, y se vio con mucha más claridad el final de la época que concluía que el principio de la que se iniciaba. Por aquel tiempo, se buscaba todavía una justificación a la violencia y se encontraba para los actos de salvajismo algún nombre tomado del tesoro espiritual de los siglos pasados. Todo lo que sucedía conservaba aún una apariencia de dignidad y el atractivo de lo nuevo, ese atractivo espantoso, efímero e indecible que desapareció después, radicalmente, hasta el extremo de que aquellos que lo experimenta-ron entonces en su carne, ya no pueden evocarlo en el recuerdo.

Pero todos éstos son asuntos que mencionamos de pasada; los poetas y los sabios del porvenir los estudiarán, los interpretarán y los resucitarán, valiéndose de medios y de métodos de los que nosotros no tenemos ni la más ligera idea, mostrando una serenidad, una libertad y una audacia de espíritu que estará muy por encima de las nuestras. Conseguirán probablemente explicar aquel año singular, asignándole el lugar que le corresponda en la historia del mundo y en el desenvolvimiento de la humanidad. Aquí, en este libro, sólo nos interesa referir cómo el 1914 fue fatal para el puente sobre el Drina.

El verano de dicho año quedará en la memoria de los que lo vivieron en la ciudad, como el verano más claro y más hermoso de los que recuerdan, ya que, en su conciencia, aquellos meses resplandecen y brillan a lo largo de un gigantesco y sombrío horizonte de sufrimientos y de desgracias que se extendió hasta el infinito.

El verano empezó bien, mejor que muchos de los precedentes. Se dieron más ciruelas que nunca y los cereales prometían una buena cosecha. Después de unos diez años de convulsiones y de sacudidas el mundo esperaba, sin saber por qué, un período de tranquilidad y una época próspera que compensaría, en todos los órdenes, los daños y los sinsabores anteriores. (La más deplorable y la más trágica de todas las debilidades humanas reside, indudablemente, en una incapacidad total de prever, incapacidad que está en marcada contradicción con tantos dones, conocimientos y artes.)

A veces llega un año excepcional, como aquél, en el que la acción conjunta del calor del sol y de la humedad de la tierra es particularmente feliz y propicia, y en el que el vasto valle de Vichegrado se estremece con su propia fuerza desbordante y con una necesidad general de fecundación. La tierra se hincha y cuantos gérmenes vivos residen aún en ella brotan y dan hojas y flores a millares. Puede verse temblar ese aliento de fecundidad como un ligero vapor cálido y azulado que sube de cada surco, de cada terrón. Las vacas y las cabras andan con las patas traseras abiertas, y sus ubres, llenas y dilatadas, hacen pesada su marcha. Las brecas que, todos los años, a principios de verano, bajan el Rzav en bancos, camino de la desembocadura, acuden en tal cantidad que los niños las recogen a cubos en los lugares poco profundos, echándolas después a la orilla. Y la piedra porosa del puente se hace más blanda y, como si estuviese viva, se infla con la fuerza y la abundancia que brotan del suelo y se extienden por toda la ciudad, imprimiendo un sello de alegría a una canícula en la que todo respira más deprisa y crece más vigorosamente.

Tales veranos no son frecuentes en el valle de Vichegrado, pero cuando uno hace su aparición, todo el mundo olvida los días malos y no piensa ya en las desgracias que puede traer el futuro; se vive la vida mil veces más intensa del valle, sobre el que ha caído una fecundidad bendita; y es que ellos mismos son parte de ese juego de la humedad, del calor y de la savia desbordante.

Y el campesino, que siempre tiene una razón para quejarse, ha de reconocer que el año ha empezado bien, pero, no más ha dicho una palabra halagüeña, añade: "¡Si todo sigue así…!"

Las gentes del barrio del comercio se precipitan a sus asuntos con la cabeza baja y se dan a ellos con pasión, como las abejas y los abejorros que liban en los cálices de las flores. Todo el mundo se dispersa por los pueblos en torno a la ciudad para entregar arras sobre la cosecha de grano y las ciruelas en flor. El labrador, confuso ante esta afluencia de clientes astutos, y movido por la abundante cosecha, se mantiene en pie junto a los árboles que ya se inclinan bajo el peso de los frutos, o permanece en el límite de sus campos ondulantes, y no puede mostrarse lo suficientemente prudente y reservado en presencia de aquellas gentes de la ciudad, que se han tomado la molestia de acudir a él. Y la prudencia y la reserva dan a su rostro una expresión tensa y preocupada que se parece, como dos gotas de agua, a la máscara de tristeza que ofrecen los campesinos en los años de mala cosecha.

Cuando se trata de alguien muy rico y muy poderoso, es el mismo labrador el que va a verlo. En los días de mercado, la tienda de Pavlé Rankovitch está llena de aldeanos que necesitan dinero. Lo mismo ocurre en la tienda de Santo Papo, el cual, desde hace tiempo, se ha convertido en el primer judío de Vichegrado.

(Porque, aunque haga muchos años que fueron establecidos los primeros bandos facilitando su aparición las posibilidades de obtener créditos con garantía hipotecaria, los campesinos, sobre todo los más viejos, prefieren solicitar sus préstamos, como antaño, a los ricos de la ciudad, a los cuales acuden para comprar sus mercancías, como lo hicieron sus padres.)

El almacén de Santo es uno de los más grandes y más sólidos del barrio comercial de Vichegrado. Está hecho de piedra muy dura, con los muros espesos; el suelo es de losetas, también de piedra. Las pesadas puertas y los postigos son de hierro forjado, y las altas y estrechas ventanas están provistas de rejas muy gruesas y tupidas.

La parte anterior del almacén se utiliza como tienda. Las paredes están cubiertas de estanterías de madera, profundas y totalmente ocupadas por loza esmaltada. Las mercancías ligeras, tales como faroles de todos los tamaños, cafeteras turcas, jaulas, ratoneras y objetos de cestería, están colgadas del tacho, que es de una altura poco corriente, tanto que se pierde en la oscuridad. Todas aquellas cosas penden atadas en grandes racimos. Junto al largo mostrador están amontonadas cajas de clavos, sacos de cemento y de yeso, bidones de diversos colores, palas de vanas clases, y picos sin mango, ensartados en alambres, formando pesados collares. En los rincones se ven grandes bidones de hojalata, con petróleo, laca, trementina o barniz. Dentro del almacén hace fresco en pleno verano y está oscuro incluso al mediodía.

Pero la mayor parte de los géneros se encuentran en los locales que existen detrás de la tienda, a los cuales se pasa a través de una abertura baja provista de una puerta de hierro. Allí están las mercancías pesadas: estufas de hierro, travesaños de madera, rejas de arado, palancas, picos y otros instrumentos grandes. Todo está dispuesto en altas filas, de suerte que sólo hay un estrecho pasadizo que da acceso a todos aquellos montones. En este lugar reina una oscuridad permanente y hay que entrar en él con una linterna.

De las espesas paredes, del suelo de piedra y de la chatarra apilada se desprende una atmósfera dura y fría de piedra y de metal que nada puede disipar y que no se calienta con nada. En unos años esta atmósfera transforma a los aprendices vivos y de mejillas rosadas en dependientes taciturnos, pálidos y abotagados, pero hábiles y dignos de confianza. El ambiente resulta igualmente molesto y perjudicial para los patronos, pero éstos, al mismo tiempo, tienen la sensación dulce y querida que produce la propiedad, la idea de un beneficio.

El hombre que en estos momentos está sentado junto a una mesita en la tienda fría y tenebrosa, al lado de la caja de caudales de acero, marca "Wertheim", no se parece en nada a aquel vivo y petulante Santo que hace treinta y tres años gritaba: "¡ Un ron para el Tuerto!" Los años en el almacén lo han transformado. Ahora está grueso, tiene la tez amarillenta, unas orejas oscuras descienden hasta la mitad de sus mejillas, ve menos, sus ojos negros y desencajados, que miran a través de unos lentes de cristal espeso y montura metálica, tienen una expresión temerosa y severa. Continúa llevando el fez de color rojo cereza, único vestigio de su antiguo traje turco. Su padre, Mentó Papo, viejecito, canoso, de más de ochenta años, se muestra aún firme, aunque su vista lo haya traicionado.

Va al almacén cuando hace sol. Con sus ojos lacrimosos que, detrás de los espesos lentes, parecen a punto de derretirse, mira a su hijo que está junto a la caja de caudales, y a su nieto que despacha en el mostrador. Respira la atmósfera del almacén y regresa con paso lento, apoyándose en el hombro de su biznieto de diez años.

Santo tiene seis hijas y cinco hijos, de los cuales la mayoría están casados. Su hijo mayor, Rafo, tiene ya hijos mayores y ayuda a su padre en el almacén. Uno de los hijos de Rafo, que lleva el nombre de su abuelo, frecuenta el instituto de Sarajevo.

Es un muchacho pálido, miope, endeble; a la edad de ocho años declamaba perfectamente, en las veladas recreativas del colegio, las poesías de Zmaj 1 ; pero aparte de eso, no es un buen alumno, ni le gusta ir a la sinagoga, ni ayudar en el almacén de su abuelo cuando está de vacaciones.

Dice que se hará actor o que llegara a ser célebre de un modo u otro.

Santo está inclinado sobre su gran libro de contabilidad, bastante sucio y grasiento, con un registro alfabético. Al lado de Santo se halla, acurrucado sobre una caja de clavos vacía, un campesino, Ibro Tchemalovitch, de Uzavnitsa. Santo calcula cuánto le debe Ibro y cuánto podría darle ahora y en qué condiciones.

"Cincuenta, cincuenta i ocho, sesenta i tres…" 2 -murmura Santo, que cuenta en español.

El campesino lo contempla con un aire de preocupada expectación, como si se tratase de una brujería y no de una cuenta que conoce hasta el último céntimo y con la que sueña. Cuando Santo ha terminado las sumas y dice el total de la deuda y de los intereses, el campesino susurra lentamente:

– ¿Está bien eso? -tratando con estas palabras de ganar tiempo para comparar las cuentas, que él mismo ha hecho, con las de Santo.

– Está bien, Ibraga -responde Santo con la fórmula consagrada que emplea en semejantes ocasiones.

Después de haber establecido así, amistosamente, la situación de la deuda, el campesino ha de pedir un nuevo préstamo y Santo tendrá que dar detalles sobre las posibilidades y las condiciones. Pero este proceso no tiene lugar así como así.

Ambos se enzarzan en una conversación idéntica a las que cincuenta años antes, en vísperas de las cosechas, entablaban el padre de Ibro y Mentó, el padre de Santo. El motivo verdadero y principal de la conversación ha de ir acompañado por un diluvio de palabras que no significan nada por sí mismas y que parecen completamente superfluas, casi desprovistas de sentido. Una persona extraña que los observase y los escuchase, estaría a punto de creer que el diálogo no gira en torno a una cuestión de préstamos y de dinero. Esa es la impresión que dan.

– Bien venidas sean las ciruelas. No cabe duda que la fruta es más abundante que en cualquier otro distrito -dice Santo-; será éste un año como no teníamos hace mucho tiempo.

– Sí, ¡alabado sea Dios!, la cosecha no será mala; y si Alá quiere, tendremos fruta y pan. No puede decirse lo contrario. Lo único que, ¡sabe Dios a cuánto se pagarán! -dice el campesino con aire preocupado, frotándose con el dedo pulgar la costura de su pantalón de gruesa tela verde y mirando a Santo de soslayo.

– Ahora no se sabe el precio, pero, cuando tú las traigas a Vichegrado, lo sabremos. Ya sabes lo que se dice: el precio está en manos del propietario.

– Sí, si Dios las conserva y hace que maduren -añade el campesino, con reserva.

– Desde luego, sin voluntad de Dios, no hay cosecha posible; y todos los desvelos que producen en el hombre las siembras, no le sirven para nada sin la bendición divina -dice Santo, señalando con la mano al cielo, de donde debe venir esa bendición; un cielo que aparece en el techo negro, del que cuelgan las linternas de hojalata de todos los tamaños y los demás objetos menudos.

– Es verdad, no sirve para nada -suspira Ibro-; el hombre planta, siembra, pero, ¡por Dios, el Grande, el Único!, es como si arrojase todo al agua. Cavamos, escardamos, podamos, trillamos, pero todo es inútil: si no está escrito, no conseguimos nada; claro que, si Dios quiere que tengamos una buena cosecha, no faltará nada a nadie y podremos librarnos de nuestras deudas y contraer, sin riesgo, otras. ¡Con tal de que Dios nos dé salud!

– La salud ante todo; no hay nada como la salud. Así somos los seres humanos: que nos den todo y que nos quiten la salud: es como si no nos hubiesen dado nada -afirma Santo, que dirige la conversación en ese sentido.

Y el campesino continúa exponiendo sus opiniones sobre la salud, que son tan conocidas y tan generales como las de Santo. Por un momento, parece que la conversación va a perderse en insignificancias y en tópicos. No obstante, en el instante oportuno, como siguiendo un antiguo ceremonial, vuelve a su punto de partida. Entonces, se ponen a regatear sobre un nuevo préstamo, sobre la importancia de la suma, el interés, el plazo y la forma de pago. Se explican largamente, ya con vivacidad, ya despacio y demostrando inquietud; pero terminan por entenderse y por concluir su asunto. En este momento, Santo se levanta, saca del bolsillo una cadena con llaves y se dirige a la caja de caudales, que emite un crujido y después empieza a abrirse, lenta y solemnemente, para cerrarse más tarde, como todas las cajas de caudales, con un chasquido metálico semejante a un suspiro. Cuenta el dinero moneda tras moneda, con un cuidado, una atención y un ceremonial un poco triste. A continuación exclama, mucho más vivamente y con la voz cambiada:

– ¿Te parece bien? ¿Estás contento, Ibro?

– Sí, gracias -dice el campesino en voz baja y con aire pensativo.

– ¡Que Dios te colme de bendiciones y de dicha y que Él haga que nos volvamos a ver con buena salud y como buenos amigos! -continúa Santo con calor y alegría. Y envía a su nieto al bar de enfrente a buscar dos cafés, "uno amargo y otro con azúcar".

Otro campesino espera su turno delante de la tienda, para tratar de un mismo negocio, para arreglar cuentas de igual género.

Con esos campesinos y con sus previsiones sobre la cosecha, penetra hasta el fondo oscuro de la tienda de Santo el cálido y pesado aliento de un año excepcional; un aliento que cubre con su vaho la caja de caudales. Y Santo se abre con un dedo la camisa que oprime su cabello blando, amarillo y grueso, y seca con el pañuelo los cristales empañados de sus lentes.

Así se presentaba el verano en sus comienzos.

Sin embargo, al principio de aquel verano cayó una sombra pasajera de temor y de tristeza. Con los primeros días de la primavera, hizo su aparición en Uvats, pequeña localidad situada en la antigua frontera turco-austríaca, que posteriormente pasó a ser servio-austríaca, una epidemia de tifus. Como aquel punto se encontraba en la frontera y como se habían declarado dos casos de tifus en el mismo cuartel de las fuerzas del orden público, el doctor Balach, médico militar de Vichegrado, se desplazó a Uvats con un enfermero y llevando los medicamentos necesarios. Dando muestras de su habilidad y decisión, tomó las medidas oportunas para que los enfermos fuesen aislados, y él mismo se encargó de vigilar los cuidados que debían prodigárseles. Gracias a dichas medidas, sólo dos personas, de quince que habían sido afectadas por la enfermedad, murieron, limitándose la epidemia a Uvats, donde fue cortada inmediatamente después de haber aparecido. El último en caer enfermo fue el propio doctor Balach. La manera inexplicable de producirse el contagio, la brevedad de su enfermedad, las complicaciones inesperadas y su muerte súbita, estaban marcadas por la huella de un destino trágico.

A causa del peligro de contagio, el joven médico tuvo que ser enterrado en Uvats. La señora de Bauer, su marido y algunos oficiales asistieron al entierro. Ella costeó un monumento de piedra groseramente tallada, que fue erigido sobre la tumba del médico. Inmediatamente después, se fue de la ciudad, abandonando a su marido. En Vichegrado decían que se había ido a un sanatorio, cerca de Viena. A decir verdad, estos murmullos sólo corrían entre las muchachas de la ciudad, porque las personas de edad, una vez que hubo pasado el peligro de contagio y que fueron suprimidas todas las medidas contra la epidemia, olvidaron al médico y a la coronela. Nuestras jóvenes que carecían de experiencia e instrucción, no sabían exactamente lo que significaba la palabra sanatorio, pero sí sabían lo que supone que dos personas se paseen por los senderos y por las pendientes de la montaña como lo habían hecho, poco tiempo antes, el doctor y la mujer del coronel. Y al pronunciar aquella palabra extranjera en sus conversaciones íntimas, cuando hablaban de la desgraciada pareja, se complacían en imaginar que lo que la gente llamaba sanatorio, era un lugar misterioso, lejano y triste, donde las mujeres hermosas y culpables expían sus amores ilegítimos.

Aquel verano, excepcionalmente rico y brillante, crecía y maduraba alrededor de la ciudad, por encima de los campos y de las cumbres. Por la noche, las ventanas del círculo militar que daban al río, del lado del puente, permanecían iluminadas y abiertas de par en par, como durante el verano precedente, pero de ellas no salían las notas del violín y del piano. Entre los oficiales de edad madura, en su mesa, se sentaba, bondadoso y sonriente, el coronel Bauer, que transpiraba a causa del calor agobiante del verano y del vino tinto.

En la kapia, en medio de la noche cálida, estaban sentados los muchachos de la ciudad, que cantaban. Se acercaba el final del mes de junio y, como todos los años, se esperaba el regreso de los estudiantes. En tales noches, se tenía en la kapia la impresión de que el tiempo se había parado, en tanto la vida discurría y desbordaba de actividad, mostrándose rica, infinita y fácil, sin que se pudiera discurrir cuánto tiempo continuaría así.

A aquellas horas de la noche, las calles principales estaban iluminadas, ya que, desde la primavera, la ciudad gozaba de alumbrado eléctrico. Hacía un año que había sido construida a orillas del río, a dos kilómetros de la ciudad, una serrería eléctrica y, junto a ella, se creó una fábrica que convertía las virutas de abeto en trementina, produciendo, al mismo tiempo, colofonia. La fábrica firmó con el municipio un contrato, en virtud del cual su central se obligaba a iluminar las calles de la ciudad. Y así desaparecieron los faroles verdes con su lámpara de petróleo, y, con ellos, el gran Ferkhat, que se encargaba de limpiarlos y de encenderlos. La calle principal, que se extendía a lo largo de la ciudad, desde el puente al barrio nuevo, estaba iluminada por grandes lámparas de cristal esmerilado, mientras que las calles secundarias, emplazadas a la izquierda y a la derecha de la principal, y que serpenteaban alrededor del Bikavats o que subían hacia el Meïdan o hacia Okolichta, se alumbraban con pequeñas bombillas corrientes. Entre aquellas filas regulares de luz, aparecían superficies de sombra. Eran los patios y los grandes jardines que se encontraban en las pendientes.

En uno de aquellos jardines oscuros, se hallaban sentados Zorka, la maestra, y Nicolás Glasintchanine.

Las diferencias surgidas entre ambos durante el año anterior, cuando Stikovitch hizo su aparición en la época de las vacaciones, duraron bastante tiempo, hasta principio del nuevo año. Entonces dieron comienzo en el Hogar Servio, como todos los años, los preparativos para la fiesta de San Sava 1, así como para el concierto y la obra de teatro.

Zorka y Glasintchanine participaron en los preparativos y, al regreso de los ensayos, empezaron a hablarse de nuevo. Al principio, las conversaciones eran breves, reservadas y altivas.

Pero no dejaron ni de verse ni de hablarse, ya que los jóvenes prefieren las disputas amorosas, incluso las más amargas y las más desesperadas, a la soledad y al aburrimiento de una vida sin juegos y sin pensamientos amorosos. En el curso de una serie de discusiones interminables, llegaron a reconciliarse sin que ellos mismos se diesen cuenta de cuándo ni cómo había ocurrido. Ahora, en las cálidas noches de verano, se ven regularmente. De vez en cuando, surge todavía entre ellos la sombra de Stikovitch y estalla de nuevo una discusión insoluble, pero que no los aleja ni los separa, sirviendo, al contrario, cada reconciliación, para acercarlos más.

En aquellos momentos estaban sentados en medio de la oscuridad tibia; se hallaban sobre el tronco de un viejo nogal derribado y, siguiendo cada uno el curso de sus pensamientos, contemplaban las grandes y las pequeñas luces diseminadas por la ciudad, a lo largo del río, que emitía un ruido monótono. Glasintchanine, que había hablado mucho, calló un momento. Zorka, que había permanecido silenciosa durante todo el rato, continuó callada como sólo saben callar las mujeres cuando dan vueltas a sus inquietudes amorosas, que son para ellas más importantes y más abrumadoras que cualquier otra cosa de la vida.

Durante el año anterior, por aquella misma época, cuando apareció Stikovitch, la muchacha creyó que se abría ante ella para siempre un mundo de felicidad, un paraíso infinito de amor en el que la total armonía de los sentimientos, de los deseos y de los pensamientos tiene la dulzura de un beso y la longitud de una vida humana. Pero su ilusión no duró mucho tiempo. Por inexperta que fuese, por muy embriagada que estuviese, no dejó de darse cuenta de la súbita pasión de aquel hombre ni de su también súbito enfriamiento; fueron unas reacciones que respondían a ciertas leyes que sólo le afectaban a él sin dejarle ningún lugar a ella y sin tener ninguna relación con lo que la muchacha consideraba más importante y más grande que ellos mismos. Stikovitch se marchó sin casi despedirse. Y ella permaneció envuelta en una lamentable perplejidad que la hizo sufrir como una herida oculta. La carta que recibió de él fue una pequeña obra maestra de composición y de habilidad literaria, pero todo en ella estaba calculado y medido, como el pensamiento de un abogado, claro y transparente, igual que un vaso vacío de cristal. El joven hablaba de su amor como si los dos descansasen en su tumba desde hacía cien años; aparecían como gloriosos difuntos. Después de la carta espontánea y ardiente que ella le envió en respuesta, recibió una tarjeta postal: "En medio de las preocupaciones y de los asuntos que me importunan y marean, pienso en ti como en la apacible noche de Vichegrado, en el murmullo del río y en el olor de las hierbas invisibles." Y no decía nada más. La muchacha trató en vano de acordarse del ruido del río y del perfume de las hierbas invisibles. Pero todas aquellas cosas no existían más que en la tarjeta. Probablemente, ella había olvidado aquellos detalles del mismo modo que había olvidado él todas las demás cosas que habían existido entre ambos. Zorka perdía el sentido ante la idea de que se había equivocado y de que la habían engañado; después, se consolaba con un no sé qué, que ni ella misma podía explicarse y que era menos verosímil que un milagro. "Es incomprensible", se decía, "es distante, frío, egoísta, caprichoso, pero quizá todos los hombres excepcionales son como él." En todo caso, aquella situación se aproximaba más al sufrimiento que al amor. Ante su sumisión íntima, ante la ruptura que se había producido en lo más profundo de su ser, sentía que toda la carga del amor que el muchacho había hecho nacer en ella pesaba sobre sus frágiles hombros; y observaba que sus sentimientos se perdían en medio de una niebla lejana a la que no se atrevía a llamar por su verdadero nombre. Porque una mujer enamorada, incluso cuando ha perdido toda ilusión, ama su amor como a un hijo que no ha podido nacer. Se contuvo, no sin dolor, y no contestó a aquella postal. Pero tras un largo silencio de dos meses, llegó una nueva tarjeta. Stikovitch escribía desde una alta montaña de los Alpes. "A una altura de dos mil metros, rodeado por un mundo cosmopolita que habla varias lenguas, contemplo lo infinito del horizonte y pienso en ti y en el verano pasado." Incluso a su edad y con su escasa experiencia, aquello bastó a Zorka. Si él hubiese escrito: "No te he querido, no te quiero ni nunca podré quererte", tales palabras no hubieran sido para Zorka ni más claras ni más dolorosas. Pues en el fondo, se trataba de amor y no de vagos recuerdos ni de altura desde la que se escribe ni de las gentes de las que está uno rodeado ni de las lenguas que hablan. Ahora bien, de amor no se decía una sola palabra.

Zorka, que era huérfana, creció en Vichegrado en casa de unos parientes lejanos. Pero cuando hubo terminado sus estudios en la Escuela Normal de maestras de Sarajevo, le dieron una plaza en Vichegrado y volvió junto a aquellas gentes acomodadas y sencillas a las que nada la ataba.

Zorka se puso pálida, se debilitó, se encerró en sí misma; no confiaba en nadie y no contestó a la postal de felicitación de Navidad, tarjeta breve, fría e impecable en cuanto a la redacción. Quería subsanar ella misma su falta y su vergüenza, sin la ayuda ni el consuelo de nadie, pero falta de fuerzas, abatida, joven, ignorante y sin experiencia, empezó a embrollarse cada vez más en la red inextricable de sus impresiones vividas, de sus ardientes deseos y de sus propios pensamientos, a los que se unían los actos incomprensibles e inhumanos de Stikovitch. Si se hubiese atrevido a preguntar a alguien o a pedir consejo, se hubiese sentido sin duda aliviada, pero la vergüenza se lo impidió. Por añadidura, tenía a menudo la sensación de que toda la ciudad estaba al corriente de su decepción y de que las miradas maliciosas y perversas de las gentes la abrasaban cuando pasaba por el centro. Ni las personas ni los libros le proporcionaban una explicación, y ella era incapaz de explicar nada. Si verdaderamente él no la había querido, ¿por qué toda aquella comedia, aquellos discursos apasionados, aquellos esfuerzos para persuadirla durante las vacaciones pasadas? ¿Para qué aquella escena representada en el banco de la escuela, escena que sólo podía justificarse por el amor y que, sin él, caía en el lodo de una humillación insoportable? ¿Es posible que haya seres que tengan tan poco respeto a los demás, y a sí mismos, como para permitirse un juego tan a la ligera? ¿Qué es lo que impulsa, sino el amor? ¿Qué quisieron decir aquellas miradas ardientes, aquel aliento cálido y entrecortado y aquellos besos apasionados? ¿Qué fue aquello, sino amor? Pero no fue amor. Se daba cuenta con más claridad de lo que hubiese querido. Sin embargo, no pudo resignarse sinceramente. (¿Quién puede alcanzar la resignación?) La conclusión natural a la que llevaban todas sus aflicciones íntimas, fue el pensamiento de la muerte, el cual acecha siempre todos nuestros sueños de felicidad. Morir, pensaba Zorka, no es más que arrojarse desde la kapia al río, caer como por azar, sin dejar carta, sin despedidas, sin confesiones ni humillación. Morir, pensaba antes de dormirse y recordando su pensamiento al despertar, en medio de la conversación más animada y tras la máscara de una sonrisa. Todo en ella la obligaba a decir y repetir siempre lo mismo: ¡morir!, ¡morir!; pero no nos morimos, sino que vivimos guardando en nosotros el pensamiento insoportable de la muerte.

El alivio llegó de donde menos lo esperaba. Poco antes de las Navidades, su dolor oculto alcanzó el paroxismo. Aquellos pensamientos y aquellas preguntas sin respuesta la envenenaron y la abatieron más que una enfermedad. Todos habían observado en ella algunos cambios molestos y se apresuraron a preocuparse y a aconsejarle que se cuidase. En este sentido le hablaron sus parientes, su jefe, un hombre alegre que tenía muchos hijos, y sus amigas.

Una feliz casualidad quiso que precisamente entonces tuviesen lugar los ensayos para el concierto, lo cual le brindó la oportunidad de volver a hablar con Glasintchanine. Hasta entonces, el muchacho había evitado todo encuentro y toda conversación con ella. Pero la animación cordial que habitualmente reina en las pequeñas localidades con ocasión de esos ingenuos, aunque sinceros, divertimientos teatrales y musicales, al mismo tiempo que la claridad y el frescor de las noches en las que volvían a casa después de los preparativos, todo aquello hizo que los dos muchachos, reñidos hasta entonces, se aproximasen uno al otro. Ella se sentía impulsada por la necesidad de aliviar su sufrimiento, y él por el amor, que, cuando es sincero y profundo, perdona y olvida fácilmente.

Sus primeras palabras fueron, desde luego, frías, desafiantes, equívocas; y sus primeras conversaciones una serie de explicaciones largas que no conducían a ninguna parte. Sin embargo, incluso aquello producía en la muchacha un descanso. Por vez primera podía hablar con alguien de su sufrimiento íntimo, de aquel sufrimiento que la hacía ruborizarse; y podía hablar sin verse obligada a confesar los detalles más vergonzosos y que más le dolían. Glasintchanine se expresaba largamente, con viveza, empleando términos cálidos y hermosos, dominando al mismo tiempo su orgullo. No hablaba de Stikovitch con más mordacidad de la necesaria. Sus explicaciones se aparecían a las que expuso durante aquella famosa noche en la kapia, breves, seguras y despiadadas. Stikovitch era un egoísta y un monstruo nato, un hombre incapaz de amar, que, durante toda su vida, movido por la tortura y su descontento, no dejaría de torturar a todos los que se dejasen engañar e intentasen aproximarse a él. Glasintchanine hablaba poco de su amor, pero éste se revelaba en cada una de sus palabras, en cada movimiento, en cada mirada. La muchacha lo escuchaba, las más de las veces en silencio. Le gustaba todo lo que le manifestaba en aquellas conversaciones. Tras ellas sentía cómo su alma se serenaba y recobraba la tranquilidad. Por vez primera después de tantos meses, conoció instantes de tregua en medio de su íntima preocupación; por vez primera logró no considerarse como un ser indigno. Porque las palabras del muchacho, llenas de amor y de respeto, le mostraban que no estaba irremediablemente perdida y que su desesperación no era más que una ilusión, como ilusión había sido su sueño de amor de verano. Aquellas frases la alejaban del mundo sombrío en el que había empezado a perderse, y la conducían a la realidad humana y viva que ofrece una solución y un remedio para todo o para casi todo.

Las conversaciones continuaron después de la fiesta de San Sava. Y pasó el invierno y la primavera. Los dos jóvenes se veían casi todos los días. Con el tiempo, la muchacha se repuso, recobró fuerzas, se curó y se transformó con esa rapidez que es tan propia de la juventud. En esta situación llegó aquel año fecundo y alterado. La gente se había acostumbrado a considerar a Zorka y Glasintchanme como dos muchachos "que salen juntos".

Ahora, a decir verdad, las largas historias de Glasintchanine, que ella escuchaba antaño con atención, bebiendo sus palabras como un remedio, le resultaban menos interesantes. Sentía por momentos que le pesaba aquella necesidad de confiarse y de confesarse mutuamente. Se preguntaba, llena de temor y de una sincera extrañeza, cómo había podido nacer aquella intimidad entre ellos, pero se acordaba entonces de que él le había salvado el alma durante el invierno y, dominando su aburrimiento, lo escuchaba con tanto interés como le era posible, considerándose deudora y queriendo demostrarle su agradecimiento.

Aquella noche de verano, Glasintchanine tenía la mano de la muchacha entre las suyas (límite extremo de su casto atrevimiento). A través del contacto sentía cómo le penetraba la tibieza de la noche. En tales instantes veía claramente la bondad que encerraba aquella mujer y al mismo tiempo notaba que la amargura y el descontento de su vida se transformaban en fuerzas fecundas, suficientes para conducir a dos seres hasta la más alejada de las metas, siempre que el amor los uniese y los sostuviese.

Embargado por estos pensamientos, en medio de la oscuridad, dejaba de ser el Glasintchanine del día, aquel empleadillo de una gran empresa de Vichegrado, y se convertía en otro hombre, fuerte y seguro de sí mismo, que organizaba su vida libremente, mirando al porvenir. Porque quien experimenta un amor sincero, grande y desinteresado, incluso cuando no es correspondido, ve abrirse horizontes, posibilidades y caminos que permanecen cerrados a tantos hombres hábiles, ambiciosos y egoístas, los cuales ni siquiera tienen idea de su existencia. Dijo a la muchacha:

– Creo que no me equivoco. Y por eso mismo no podría engañarte a ti. Mientras que algunos hablan y deliran, y otros se dedican a los negocios y a las inversiones, yo los sigo y los observo, y veo cada vez con más claridad que en este lugar no hay vida posible. Durante mucho tiempo no tendremos ni paz, ni orden, ni trabajo que rinda. Ni los Stikovitch ni los Kherak conseguirán nada. Al contrario, será peor. Hay que huir de aquí como de una casa en llamas.

Esa cantidad de redentores inquietos que aparecen a cada paso representa la señal más segura de que vamos de cabeza a una catástrofe. Cuando no se puede hacer nada hay que intentar salvarse.

La muchacha permanecía callada.

– Nunca te he hablado de lo que te voy a contar ahora, aunque he pensado en ello con mucha frecuencia y hasta me he ocupado de ello. Ya sabes que Bodgan Djurivitch, mi compañero de Okolichta, está desde hace tres años en América. Mantengo correspondencia con él desde el año pasado. Ya te enseñé la foto que me envió. Me dice que me vaya con él y me ofrece un trabajo seguro y un buen salario. Ya sé que no es fácil ni sencillo llevar a cabo este proyecto, pero me parece que no es imposible. He reflexionado y he calculado todo. Venderé todo lo que tengo en Okolichta. Y si tú estás de acuerdo, nos casaremos lo antes posible y, sin decir nada a nadie, nos iremos a Zagreb. Allí existe una compañía que arregla las cosas para que los emigrantes puedan marcharse a América. Esperaríamos un mes o dos hasta que Bodgan me mandase un afiadávit. Y mientras tanto aprenderíamos el inglés. Si no me dejasen salir a causa de mis obligaciones militares, nos pasaríamos a Servia y nos marcharíamos desde allí. Yo lo arreglaría todo para que tú no tuvieses molestias. Y una vez en América, trabajaríamos los dos. Allí hay escuelas para las que necesitan maestras. Y yo también encontraría trabajo, porque en América existen posibilidades para todo el mundo. Seríamos libres y felices. Desde luego, todo esto lo haría si tú quieres y estás de acuerdo.

Dicho esto, el muchacho dejó de hablar. Zorka, en vez de contestarle, le cogió las manos. Glasintchanine percibió en aquel gesto la manifestación de un gran agradecimiento. Pero no obtuvo una contestación, ni afirmativa ni negativa. Le agradecía su solicitud y su atención; reconocía su infinita bondad y, apelando a aquella bondad, le pedía que la dejase un mes de darle una respuesta definitiva: hasta el final del curso.

– Gracias, Nicolás, gracias. Eres muy bueno -murmuró la muchacha, apretándole las manos.

Desde la kapia subió hasta ellos una canción que entonaban unos muchachos. Eran los chicos de Vichegrado, quizás estudiantes del instituto de Sarajevo. Dentro de quince días llegarían también los universitarios.

La muchacha no tomaría ninguna determinación hasta la fecha que había dicho. Todo la hacía sufrir y, especialmente, la bondad de Glasintchanine, pero en aquel instante, aunque la hubiesen cortado en pedazos, no habría podido decir "sí". No esperaba nada, pero quería volver a ver "al hombre incapaz de amar". Volver a verlo y, después, que fuera lo que Dios quisiera. Sabía que Nicolás esperaría. Se levantaron, cogidos de la mano, y tomaron el camino abrupto que bajaba hacia el monte, de donde les llegaba la canción.

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