CAPÍTULO XXIV

Durante la noche, el cielo se cubrió de nubes y parecía que era otoño; las nubes se enganchaban a las montañas y se mezclaban unas con otras en el cielo. Los austríacos se aprovechaban de la noche negra para retirar sus últimos destacamentos. Al amanecer, todas las tropas se encontraban, no sólo al otro lado del Drina, sino incluso en las alturas situadas detrás de la falda de la montaña de Liehta, fuera del alcance de la mirada y lejos del fuego de los cañones servios.

Cuando iba a apuntar el día, una lluvia fría, otoñal, empezó a caer. Bajo la lluvia, las últimas patrullas dieron una vuelta por las casas y por las tiendas más cercanas al puente, para ver si quedaba alguien. Parecía que todo estaba muerto: el círculo de oficiales, el hotel de Lotika, el cuartel destruido y las tres o cuatro tiendas que se encontraban a la entrada de la ciudad. Únicamente pudieron sorprender a Alí-Hodja que acababa de llegar y que estaba abriendo su negocio. Los guardias, que sabían que el hodja era bastante original, le ordenaron insistentemente que cerrase en seguida la tienda y que abandonase la plaza del mercado, ya que quedaba prohibido permanecer cerca del puente y el que lo hiciese corría peligro de perder la vida.

El hodja los miró como si integrasen una partida de borrachos que no sabían lo que se decían, y estuvo a punto de replicarles que ya hacía tiempo que su vida estaba en peligro y que, de cualquier modo, todo el mundo estaba muerto, aunque sólo se enterrase a la gente cuando le llegaba el turno, pero se contuvo, recordando la cruel experiencia de los últimos días, y les dijo con aire tranquilo y natural, que había ido únicamente a recoger unas cosas de la tienda y que volvía inmediatamente a casa. Los guardias, que sin duda tenían prisa, le repitieron la orden de abandonar el barrio lo antes posible y cruzaron la plaza del mercado, en dirección al puente. Alí-Hodja los vio alejarse, con paso silencioso, por el polvo que la lluvia había transformado en un tapiz espeso y húmedo. Miró cómo atravesaban el puente, ocultos por el parapeto de piedra de modo que sólo se les veía de los hombros para arriba: la cabeza y las bayonetas de los fusiles. Sobre las cumbres de las Rocas de Butko apareció el resplandor del sol.

"Todas aquellas medidas eran severas y, en el fondo, absurdas", pensó Alí-Hodja, sonriendo para sus adentros como un niño que ha engañado a su maestro. Levantó el cierre lo justo para poder pasar dentro de la tienda, y luego lo dejó caer, de modo que, desde fuera, parecía que el local estaba cerrado. Y en la oscuridad, se retiró a su rinconcito de la trastienda adonde tantas veces había acudido huyendo de los importunos, de las conversaciones que envenenan y que fatigan, de su familia y de sus inquietudes íntimas. Se sentó en una sillita dura y baja, con las piernas cruzadas debajo de él, y lanzó un suspiro de alivio. Su espíritu, trastornado por tantas impresiones externas, vacilaba todavía; poco después, se tranquilizó y recobró su equilibrio, como las buenas balanzas. El reducido rincón se llenó de pronto con el calor de su cuerpo y experimentó la dulzura de la soledad, de la paz y del olvido, una dulzura que convertía su retiro sombrío y polvoriento en un jardín invisible, infinito, paradisíaco, de orillas verdes y aguas que susurraban suavemente.

Se sentía penetrar en las tinieblas el fresco de la mañana lluviosa y del nacimiento del sol. Fuera, también reinaba un silencio poco corriente, que, por un raro milagro, no se veía turbado por ningún crujido, por ninguna voz humana, por ningún paso. Un sentimiento de felicidad y de agradecimiento llenó el corazón de Alí-Hodja. "He aquí" pensó "que, gracias a Dios, estas pocas tablas bastan para proteger y salvar a un defensor de la verdadera fe, dé todos los males y de todas las miserias, de las preocupaciones que no tienen solución y de los cañones que escupen fuego y con los que combaten dos enemigos, infieles ambos y a cual peor. Desde el principio de la guerra, no ha habido un momento de tanta tranquilidad, continuó pensando el hodja, y el silencio es dulce y bueno; con ese silencio vuelve, al menos por un instante, algo de aquella vida verdadera y humana que hace tiempo ha empezado a debilitarse y que va desapareciendo bajo el fragor de los cañones cristianos. El silencio favorece la oración y es, en sí mismo, como una oración."

En aquel instante, el hodja sintió que su silla emprendía el vuelo, llevándolo a él encima; su "dulce" silencio fue roto y se transformó en un trueno sordo, para convertirse después en un estrépito enorme que llenó el cielo y le desgarró los tímpanos; fue un estrépito universal, superior a la capacidad de audición humana. Las estanterías del muro opuesto crujieron y las mercancías saltaron hacia él, al mismo tiempo que el hodja era proyectado hacia las mercancías. "¡Oh!", gimió. Para ser más exactos, fue su pensamiento el que gimió, pues él había perdido la voz y el oído y su lugar en la tierra. Todo quedó ahogado, aplastado por un estrépito ensordecedor. El mundo se desarraigó, lanzándose como una piedra contra él. Tuvo la sensación de que la estrecha lengua de tierra que existía entre los dos ríos y sobre la que se encontraba la ciudad, había sido arrancada del suelo con un rugido formidable, y arrojada al espacio, por el que continuaba volando; le pareció como si los dos ríos se hubiesen salido de madre, replegándose hacia el cielo y cayendo en aquel momento en el vacío, arrastrados por el peso de su masas de agua, semejantes a dos cascadas a las que nada se opone. ¿No habría llegado quizá la hora del Juicio Final, el momento trágico del que hablan los libros y las gentes instruidas, ese momento en el que, en un abrir y cerrar de ojos, el mundo embustero se consumirá por completo como una chispa que se apaga? Pero, ¿qué puede representar ese caos para Dios, Quien, con una mirada, enciende y apaga los mundos? No, no es obra de Dios. Sin embargo, ¿es posible que la mano del hombre posea una fuerza tal?

Cómo iba a contestar el hodja a aquella pregunta, estando tan sorprendido, sintiéndose tan engañado, tan harto a causa de aquel golpe traidor que lo abatió, quebrantándolo y ahogando todo en él, incluso el pensamiento. Desconocía aquella potencia que se lo llevaba a un lugar ignorado. Lo único que sabía era que él, Alí-Hodja, había tenido siempre razón en todo. "¡Oh!", gimió una vez más. Su dolor era más intenso, pues la potencia que lo había levantado, lo dejaba brutalmente en el suelo, entre el muro de madera y la silla caída. Sintió un golpe sordo en la cabeza, un dolor en las rodillas y en la espalda. Sólo pudo distinguir por el oído, como un sonido separado de aquel escándalo universal, un pesado choque sobre el tejado de su tienda y, detrás del tabique, el tintineo de los objetos metálicos que chocaban, el chasquido de las maderas. Parecía que todos los artículos de la tienda hubiesen cobrado vida e iniciado un vuelo, entrando en colisión unos con otros. A continuación, cayó una lluvia de piedrecillas sobre el techo y el pavimento. Pero el hodja había perdido el conocimiento y yacía en su rincón, del cual las circunstancias habían hecho su ataúd.

Fuera, ya era de día. Alí-Hodja no habría podido decir cuánto tiempo permaneció tendido. Fue sacado de su desvanecimiento por una luz y por el sonido de unas voces humanas. Volvió en sí con dificultad. Sabía que se encontraba envuelto por la oscuridad. No obstante, en aquel momento le llegó una luz procedente de la tienda. Recordó entonces que el mundo había sido invadido por un estrépito ensordecedor, capaz de hacer desfallecer el corazón humano. Mas de nuevo remaba un silencio, un silencio que no se parecía a aquel tan dulce con el que había soñado hacía un rato; el nuevo silencio era el de la muerte. Comprendió hasta qué punto era profundo, al oír una vocecilla que parecía venir de lejos y que lo llamaba por su nombre.

Dándose cuenta de que seguía vivo y de que continuaba en su rincón, el hodja se liberó del montón de mercancías que habían caído sobre su cabeza. Se levantó gimiendo y sin dejar de repetir su "¡oh!" doloroso. Podía oír con toda claridad unas voces y algunas llamadas que llegaban de la calle. Se inclinó, deslizándose por el estrecho acceso que conducía a su tienda. En ella sólo pudo distinguir una pila de objetos, de escombros que destacaban a la luz del día. La tienda estaba abierta de par en par. El cierre había saltado con el impacto. En medio de aquella confusión, de aquel desorden de mercancías dispersas y de objetos proyectados en todas las direcciones, se encontraba, en el centro del local, una pesada piedra del tamaño de una cabeza humana. El hodja alzó los ojos. Por arriba entraba la luz del sol. Sin duda, la piedra había perforado el techo frágil, construido con madera. Miró de nuevo aquella piedra blanca, porosa, lisa y tallada por dos de sus caras, cortante por las otras. "¡Ah, el puente!", pensó el hodja. Pero la voz procedente de la calle continuaba llamándole cada vez con más fuerza y no le permitió seguir pensando.

Maltrecho, sin haber recobrado del todo el conocimiento, se halló ante un grupo de cinco o seis hombres jóvenes, sin afeitar, cubiertos de polvo, vestidos con uniformes grises, tocados con gorros de campaña y calzados con opanti. Todos ellos estaban armados y llevaban, cruzadas sobre el pecho, unas cartucheras repletas de balas pequeñas y brillantes. Con ellos se encontraba Vlado Maritch, el cerrajero. A diferencia de sus compañeros, llevaba un gorro de pieles. Uno de aquellos hombres, sin duda el jefe, un muchacho de bigotes negros y finos, cara regular, de rasgos acusados y ojos brillantes, se dirigió inmediatamente al hodja. Llevaba su fusil al hombro, como los cazadores, y tenía en la mano derecha una varita de avellano. Empezó a jurar colérico e inmediatamente alzó la voz:

– ¿Te parece bien dejar tu tienda así, abierta de par en par? Y luego, si te falta algo, dirás que mis soldados te han robado. ¿Es que voy a tener que guardar yo tus cosas?

La cara de aquel hombre, casi inmóvil, revelaba tranquilidad, pero su voz sonaba irritada, mientras que, en su mano, la varita se levantaba amenazadora. Vlado Maritch se acercó a él y le dijo algo en voz baja.

– Me parece muy bien que sea bueno y honrado, pero si vuelvo a encontrar su tienda abierta y sin vigilancia, tendrá que lamentarlo.

Y los hombres siguieron su camino. "Éstos son los otros", se dijo el hodja siguiéndolos con la mirada. "No han hecho más que llegar, y ya me han encontrado. No puede pasar nada en esta ciudad sin que yo pague las consecuencias." Se mantenía en pie, delante de su tienda arruinada. Estaba con la boca abierta y sentía la cabeza pesada y el cuerpo quebrantado. Ante su vista, se extendía el mercado, que, con las primeras luces del sol, parecía un campo de batalla, cubierto de piedras grandes y chicas, de tejas y de trozos de árboles. Su mirada se dirigió al puente. La kapia seguía en su sitio, pero inmediatamente después, el puente quedaba cortado. El séptimo pilar ya no existía; entre el sexto y el octavo se abría un vacío a través del cual, mirando en diagonal, podía verse el agua verde del río. A partir del octavo pilar, seguía el puente y alcanzaba la otra orilla; se mostraba tan liso, tan regular, tan blanco como siempre.

El hodja parpadeó varias veces, sin poder creer en aquella desgracia; después, cerró los ojos. Por su mente cruzó la imagen de los soldados que, cinco o seis años antes, al amparo de una tienda de campaña verde, perforaron aquel mismo pilar; volvió a su memoria la compuerta de hierro que, desde entonces, cerró el paso al pilar minado; y recordó el rostro enigmático, pero elocuente, el rostro sordo, ciego, mudo del suboficial Brankovitch. Se estremeció y abrió nuevamente los ojos, pero se le presentó la misma visión: el mercado cubierto de piedras y el puente privado de uno de sus pilares y, entre dos de los ojos brutalmente seccionados, un vacío. Tales cosas sólo pueden ocurrir en sueños. Sólo pueden verse en sueños. Mas cuando dio la espalda a aquel espectáculo increíble, se encontró frente a su tienda, en la que pudo distinguir una piedra enorme, un trozo del séptimo pilar que aparecía mezclado con las mercancías. Si se trataba de un sueño, era un sueño que aparecía en todas partes.

En el centro de la ciudad se oyó una llamada, una orden pronunciada en voz alta en lengua servia; y a continuación pasos precipitados que se acercaban. Alí-Hodja cerró rápidamente los postigos, puso el candado y se dirigió a su casa.

Ya le había ocurrido algunas veces que, cuando subía, se le cortaba el aliento y el corazón empezaba a latirle de una manera extraña. Hacía algún tiempo, poco después de cumplir los cincuenta años, que aquella colina empezó a hacerse cada vez más escarpada y más largo el camino que conducía a su casa. Pero nunca como aquel día, precisamente cuando hubiera querido alejarse lo más deprisa posible del centro de la ciudad y llegar pronto a su domicilio. El corazón se le sobresaltó de un modo anormal, sintió que el aliento se le cortaba y se vio forzado a detenerse.

Le pareció que alguien cantaba abajo, allá, donde estaba el puente demolido, cortado en dos de un modo espantoso y cruel. No sintió necesidad de volverse (por nada del mundo se volvería) para contemplar la escena: al fondo, se encontraba el pilar cortado con limpieza, como un tronco gigantesco; mil trozos de piedra estaban desperdigados en torno; los ojos, a la izquierda y a la derecha del pilar, aparecían brutalmente segados. Entre ellos, había un vacío de quince metros. Y los extremos rotos de los ojos trataban dolorosamente de reunirse.

No, no se volvería por nada del mundo. Pero no podía seguir subiendo; su propio corazón le ahogaba y sus piernas no le obedecían. Se puso a hacer aspiraciones profundas, de un modo lento, regular. Eso le sentaba bien antes y le seguía sentando bien ahora. Notó un alivio en su pecho. Se había creado una especie de equilibrio entre sus aspiraciones profundas y regulares y los latidos de su corazón. Continuó su camino; el pensamiento de su casa y de su cama consiguieron impulsarlo, darle ánimos. Andaba con dificultad, despacio; ante su mirada se desplegaba sin cesar, como si fuese desplazado delante de él, la visión del puente destruido. No es suficiente volver la espalda a una cosa para que deje de perseguirnos y de atormentarnos. Aun cuando hubiese cerrado los ojos, sólo habría visto aquel espectáculo.

"Sí", pensó el hodja con viveza, respirando con algo más de facilidad, "ahora puede comprenderse lo que era, para qué servían todo su equipo y su mecanismo, toda aquella prisa y aquella actividad." (Siempre había una razón, en todos los casos y contra todos. Pero, en aquellos momentos, aquella certeza no podía colmarlo de satisfacción. Por primera vez un sentimiento semejante le resultaba indiferente. Tenía razón para pensar así.) Los había visto, durante muchos años, ocupados siempre con el puente: lo habían limpiado, embellecido, reparado sus cimientos, habían instalado conducciones de agua, luz eléctrica; y después, en un instante, habían hecho saltar todo por los aires, como si se hubiese tratado de una roca y no de una fundación pía, útil y hermosa. Ahora comprendía quiénes eran aquellas gentes y lo que buscaban. Ya lo había intuido desde el primer momento, pero, en aquel día, el más imbécil de los imbéciles podía verlo. Habían empezado atacando lo que era mucho más sólido y más duradero; habían tomado lo que pertenecía a Dios. Y, ¡quién sabe dónde se detendrían! El puente del visir había quedado destrozado; una vez que habían empezado, nadie podría detenerlos.

El hodja se detuvo de nuevo. Volvía a faltarle el aliento y la pendiente se irguió súbitamente ante él. Otra aspiración profunda y su corazón se tranquilizó. Recobró fuerzas, sintió que la vida le volvía y caminó más de prisa.

"Quizá", pensó, "aquí se destruye y en otros sitios se edifica. Tal vez existan todavía regiones apacibles y gentes razonables que respeten la voluntad de Dios. Si Él ha abandonado a esta desdichada ciudad, probablemente no habrá dejado de su mano al mundo entero. Y estos seres no seguirán haciendo lo mismo hasta el fin de los siglos. Pero, ¡quién sabe! (¡Ay, si pudiera respirar mejor!) ¡Quién sabe! Puede ser que esta fe impura que se pone a ordenar, que limpia, que repara y perfecciona para, a continuación, devorarlo y destruirlo todo de un golpe, puede ser que esta fe impura llegue a extenderse por la tierra, puede ser que convierta este mundo de Dios en un campo desierto aniquilado por sus construcciones insensatas y por sus ruinas dignas de un verdugo; puede ser que transforme el suelo en pasto para saciar su hambre sin fin y sus apetitos incomprensibles. Todo es posible, pero hay una cosa que no lo es: no llegarán a desaparecer del todo y para siempre los hombres grandes, prudentes y de alma elevada que construyen en honor a Dios monumentos eternos con los que se embellece la tierra y el hombre alcanza una vida mejor y más fácil. Si esos hombres desapareciesen significaría que el amor de Dios se habría extinguido y borrado del mundo. Eso es un absurdo."

Ocupado por estos pensamientos, el hodja caminaba cada vez con más dificultad, más despacio.

De la ciudad subía claramente el eco de unas canciones. Si, por lo menos, pudiese absorber algo más de aire, si el camino no fuese tan escarpado y lograse llegar a su casa y tenderse sobre el diván; si viese y oyese a alguno de los suyos… No deseaba nada más. Pero era imposible. No lograba hacer coincidir el ritmo de su respiración con los latidos de su corazón; le faltaba el aliento, como ya le había pasado a veces cuando dormía. Sólo que, en esta ocasión, ya no se anunciaba un despertar salvador.

Abrió la boca y sintió que los ojos se le salían de sus cuencas. La cuesta, que se había ido haciendo más pronunciada a cada paso que daba, se aproximó a su cara. Todo su campo visual se vio ocupado por el camino duro y seco que se transformaba en tinieblas y se apoderó totalmente de él.

En la pendiente que conduce al Meïdan, yacía Alí-Hodja. En medio de breves convulsiones entregó su alma a Dios.


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