Fue así cómo aquel gran suceso que afectó a la ciudad, se presentó sin que nadie padeciese, excepto Alí-Hodja. Al cabo de algunos días, la vida recobró su curso normal y pareció que no había cambiado substancialmente. El mismo Alí-Hodja se recuperó y, como los otros comerciantes, abrió su tienda: únicamente pudo observarse que, a partir de entonces, llevaba el turbante ligeramente inclinado a la derecha para disimular la cicatriz de la oreja. Aquella "bala de plomo" que se clavó en su pecho cuando vio la cruz roja en la manga del austríaco y cuando, a través de las lágrimas, leyó el "discurso del Emperador", no había desaparecido, pero se había hecho tan pequeña corno la cuenta de un rosario, no molestándolo demasiado. No era él solo el que llevaba una "bala" semejante en el corazón.
Bajo la ocupación, comenzó un nuevo período que la gente, al no poder evitarlo, llegó a estimar como algo provisional. ¡Cuántas cosas ocurrieron en aquel puente durante los primeros años de la ocupación! Numerosos convoyes militares lo atravesaron, llevando víveres, vestidos, muebles, instrumentos y equipos hasta entonces desconocidos.
Al principio, sólo se veía al ejército. Los soldados surgían de cada rincón y cada matorral, como el agua brota de la tierra. Llenaban la plaza del mercado y podía encontrárseles en cualquier lugar de la ciudad. A cada instante, vibraban los gritos de una mujer espantada que, en el patio o en el plantío de ciruelos de detrás de su casa, se había dado de narices con un soldado.
Curtidos por dos meses de marchas y combates, felices de estar con vida, ávidos de descanso y de diversiones, deambulaban con sus uniformes azul oscuro por la ciudad y sus alrededores. En el puente, estaban a todas las horas del día. Pocos ciudadanos iban a la kapia, pues se hallaba siempre llena de soldados. Permanecían sentados, cantando en diversas lenguas, bromeando, comprando fruta que metían en sus gorras azules, provistas de una visera de cuero y coronadas por una escarapela de hierro amarillo sobre la que se destacaban las iniciales del nombre de Francisco-José, Emperador.
A partir del otoño, empezaron a irse los soldados. Progresiva e imperceptiblemente, fueron desapareciendo. Sólo quedaron unos destacamentos de policía. Ocuparon sus cuarteles y se instalaron con vistas a una estancia definitiva. Al mismo tiempo, comenzaron a llegar funcionarios, pequeños y grandes empleados con familia y criados y, tras ellos, artesanos y técnicos para ciertos trabajos y oficios que eran ignorados en nuestro país. Había checos, polacos, croatas, húngaros y alemanes.
Primero, parecía que hubiesen caído allí accidentalmente, como si el viento los hubiese llevado, como si hubiesen venido provisionalmente para vivir con nosotros, en mayor o menor grado, la vida tradicional de nuestra tierra, como si las autoridades civiles tuviesen que prolongar por algún tiempo todavía la ocupación que el ejército había iniciado. Sin embargo, según iban pasando los meses aumentaba el número de extranjeros. Pero lo que más sorprendía a la gente de la ciudad, no era tanto su número, como sus inmensos e ininteligibles planes, su actividad infatigable y la perseverancia con que perseguían la culminación de aquellas tareas. Los extranjeros no estaban nunca tranquilos ni permitían que nadie lo estuviese; se habría dicho que con su red invisible, pero cada vez más definida, de leyes, de reglamentos y de ordenanzas, estaban decididos a abarcar toda la vida, las gentes, los animales y las casas, y a cambiar todo, a desplazar cuanto les rodeaba: el aspecto exterior de la ciudad, las costumbres que regían la existencia desde la cuna a la sepultura. Hacían esto tranquilamente, sin muchas palabras, sin violencia ni provocación, de manera que nadie tenía motivo para ofrecer resistencia. Si, por azar, tropezaban con la incomprensión u observaban hostilidad, entonces se detenían inmediatamente, discutían en algún lugar ignorado, modificaban la dirección y el método de su trabajo y, a pesar de los pesares, llevaban a término lo que habían decidido. Cuanto emprendían, parecía inocente, incluso absurdo. Medían un campo en barbecho, marcaban unos árboles en el bosque, inspeccionaban los retretes y las alcantarillas, examinaban los dientes de los caballos y de las vacas, verificaban los pesos y las medidas, se informaban de las enfermedades que padecía el pueblo, del número y nombre dé los árboles frutales, de la raza de las ovejas y de las aves. (Se hubiese dicho que estaban divirtiéndose. Todas aquellas ocupaciones resultaban incomprensibles, fútiles y vanas a ojos del pueblo.) De pronto, todo lo que había sido realizado con tanta atención y tanto celo, quedaba sepultado en algún lugar sin dejar huella, como si hubiese sido condenado para siempre a permanecer en la nada. Pero, algunos meses después, incluso un año entero, cuando el pueblo había olvidado completamente la cuestión, salía a la luz del día el sentido de aquellas medidas, en apariencia absurdas y olvidadas hacía tiempo. Se reunía en el ayuntamiento a los jefes de barrio y se les comunicaba la nueva ordenanza sobre la tala de bosques, la lucha contra el tifus, el modo de vender las frutas y las golosinas o sobre los permisos relativos al ganado. Y así, nacía cada día un nuevo reglamento. Y, con cada reglamento, veían los hombres reducirse en parte su libertad individual o aumentarse sus obligaciones; pero la vida de la ciudad, de los pueblos y de sus habitantes, se agrandaba y adquiría amplitud,
No obstante, en las casas, y no sólo en las de los turcos, sino también en las de los servios, no había cambiado nada. Se vivía, se trabajaba, se holgaba, como antaño; el pan era amasado en la artesa, tostado el café en la chimenea, hervida la ropa blanca en los baldes y lavada en una solución de sosa que abrasaba los dedos de las mujeres; se tejía y se bordaba en los telares y en los bastidores. Las viejas costumbres para las fiestas, el ceremonial para los matrimonios se habían conservado. En cuanto a las nuevas costumbres que habían introducido los extranjeros, las gentes se contentaban con cuchichear, como si se tratase de algo increíble y lejano. En una palabra, dentro de la mayor parte de las casas, se trabajaba y se vivía como siempre y como todavía se trabajaría y viviría quince o veinte años después de la llegada de los ocupantes.
Como réplica, el aspecto exterior de la ciudad cambiaba visiblemente y con rapidez. Y aquellos mismos seres que en sus casas se sujetaban a las viejas tradiciones y no pensaban en cambiar, se acomodaban fácilmente a aquellas transformaciones de la ciudad y las aceptaban después de algún gruñido y de una extrañeza más o menos prolongada. Por supuesto, como sucede siempre en cualquier lugar y en circunstancias análogas, el nuevo modo de vida significaba en realidad una mezcla de lo antiguo y de lo nuevo. Las viejas concepciones y los viejos valores chocaban, se oponían con los nuevos, se combinaban o coexistían como si esperasen ver cuáles de ellos sobrevivirían a los demás. La gente contaba ya tanto en florines y en "kreutzer"¹, como en "groch" y en sueldos, evaluaban ya en archinas, en "oques" y en "dramas", ya en metros, en kilogramos y en gramos, fijaban los plazos para los pagos y las entregas de acuerdo con el nuevo calendario, pero también empleaban a menudo la vieja fórmula: para San Jorge o para San Dimitri. Por ley natural, las gentes se oponían a toda innovación, pero su oposición no era rotunda, pues para la mayoría de las personas, la vida es siempre más importante y más imperativa que la forma que reviste. Sólo algunos individuos excepcionales sentían verdaderamente el drama profundo de la lucha entre lo antiguo y lo moderno. Para ellos, el modo de vida estaba ligado de manera íntima e incondicional a la vida misma.
A esta última categoría pertenecía Chemsibeg Brankovitch de Tsrntcha, uno de los beys más acomodados y más notables de la ciudad.
1. Moneda alemana de vellón. (N. del T.)
Tenía seis hijos de los cuales cuatro estaban ya casados. Sus casas formaban toda una aldea rodeada de campos, de plantíos de ciruelos y de sotos. Chemsibeg era el jefe indiscutible, taciturno y severo de toda aquella gran comunidad. Alto, encorvado por los años, tocado con un enorme turbante blanco, bordado de oro, bajaba sólo los lunes a la ciudad para rezar en la mezquita. Desde el primer día de la ocupación, no se detenía en ningún sitio, no hablaba a nadie ni dirigía una sola mirada en torno suyo. Entre los Brankovitch, no había nadie que se atreviese a introducir ningún nuevo vestido, ningún nuevo calzado, ningún nuevo instrumento, ninguna nueva palabra. Ni uno solo de sus hijos trabajaba con el nuevo régimen, ni uno solo de sus nietos iba a la escuela. Toda la familia padecía a causa de aquel estado de cosas. El descontento producido por la tozudez del anciano reinaba entre los hijos, pero nadie osaba ni nadie podía decir una palabra ni demostrar su disconformidad con una mirada. Los turcos del barrio del comercio que trabajaban con los recién llegados y que se mezclaban con ellos, saludaban a Chemsibeg, cuando atravesaba el mercado, con un respeto mudo en el que había temor, admiración e inquietudes de conciencia. Los turcos más viejos y más destacados de la ciudad acudían a menudo a Tsrntcha, como en peregrinación, para sentarse junto a Chemsibeg y conversar con él. Era la cita de los que, decididos a perseverar hasta el final en su resistencia, no querían inclinarse a ningún precio ante la realidad. Ciertamente, eran aquéllas unas sesiones largas en las que sólo se cambiaban unas pocas palabras y que terminaban sin conclusiones concretas. Chemsibeg, abrigado y abotonado en invierno como en verano, permanecía sentado sobre su pequeña alfombra roja y fumaba rodeado de sus huéspedes. La conversación discurría habitualmente llena de dignidad, hablándose de alguna medida, incomprensible y odiosa, de las autoridades ocupantes o de los turcos que se acomodaban cada vez más con el nuevo estado de cosas.
Ante aquel hombre áspero y digno, todos sentían la necesidad de mostrar su amargura, sus temores, y su perplejidad. Y cada conversación terminaba de esta manera: "¿Adonde vamos a parar? ¿Cómo terminará esto? ¿Quiénes son y qué quieren esos extranjeros que parecen no conocer ni el descanso ni la tregua ni la medida ni los límites? ¿Qué deseos los han traído a estas tierras? ¿De dónde les vienen tantas necesidades y qué harán ellos de todo esto? ¿Cuál es la inquietud que los empuja sin cesar, como una maldición, y que los incita a todos esos nuevos trabajos y empresas que parecen no tener fin?"
Chemsibeg se limitaba a mirarlos y, la mayor parte de las veces callaba. Su rostro estaba sombrío, y no porque el sol lo hubiese bronceado, sino por lo que pasaba por su fuero interno. Su mirada era dura, pero ausente y perdida, sus ojos, turbios con las negras pupilas rodeadas de manchas blanquecinas y grises, como las de una águila vieja. Su boca grande, sin labios aparentes, fuertemente apretada, se movía lentamente como si pesase una palabra, siempre idéntica, que nunca llegaba a pronunciar.
Y, no obstante, la gente salía de su casa con un sentimiento de alivio, ni consolados ni tranquilos, pero tocados y exaltados por un ejemplo de intransigencia dura y desesperada.
Y cuando, al viernes siguiente, Chemsibeg acudía al barrio del comercio, lo esperaba un nuevo cambio operado en los hombres o en los edificios, y que el viernes anterior no existía. Para no verse obligado a contemplarlo, bajaba la vista, y allí, en el barro seco de la calle, observaba las huellas de los cascos de los caballos y veía que al lado de las herraduras redondeadas y llenas de los caballos turcos, abundaban las herraduras curvas, con puntas aceradas en los extremos, de los caballos alemanes. Incluso en el barro, su mirada leía la misma condena despiadada que se revelaba en todos los rostros y en todas las cosas que lo rodeaban; la condena del tiempo que no puede ser detenida.
Al darse cuenta de que ya no podía posar sus ojos en ningún sitio, Chemsibeg dejó por completo de bajar a la ciudad. Se refugió enteramente en Tsrntcha, limitándose a ser un jefe de familia taciturno y, al mismo tiempo, severo e implacable, duro para todos y más duro aún para sí mismo. Los turcos más ancianos y más prestigiosos de la ciudad continuaban visitándolo como a una reliquia viva. (Entre ellos, particularmente, Alí-Hodja Mutevelitch.) Y durante el tercer año de ocupación, Chemsibeg murió sin haber estado enfermo. Se derrumbó no habiendo pronunciado nunca aquella palabra amarga que había rondado sus labios de anciano, y sin haber vuelto a poner los pies en el barrio del comercio donde todo iba adquiriendo una nueva orientación.
Es verdad que la ciudad se metamorfoseaba bruscamente: los extranjeros abatían los árboles, plantaban otros nuevos en distintos lugares, reparaban los caminos, trazaban otros, abrían canales, construían edificios públicos. Desde los primeros momentos, echaron abajo las tiendas del mercado que no estaban alineadas y que, realmente, no habían molestado nunca a nadie. En lugar de las viejas tiendas de postigos de madera, elevaron otras nuevas, bien asentadas, de tejados de teja o chapa y con las puertas guarnecidas de cierres metálicos. (Víctima de aquellas medidas, la tienda de Alí-Hodja debía también haber sido derribada, pero el hodja resistió con decisión, pleiteó y acudió a todos los medios imaginables, hasta que consiguió que su tienda siguiese en el mismo lugar en que se encontraba.) Se amplió y se niveló la plaza del mercado. Fue levantado un nuevo konak, gran construcción en la que tenía que instalarse el tribunal y la administración del distrito. En cuanto al ejército, trabajaba por su cuenta aún más aprisa y con menos miramientos que las autoridades civiles. Se montaban barracas, se roturaba con profundidad, se plantaba, se cambiaba totalmente el aspecto de colinas enteras.
Los viejos ciudadanos no lograban entender y no paraban de manifestar su extrañeza. Y justamente cuando pensaban que aquel ardor incomprensible tocaba a su fin, los extranjeros emprendían un nuevo trabajo más inexplicable todavía. Y los habitantes se detenían para examinar aquellas tareas, pero, no como los niños que gustan de contemplar las obras de las personas mayores, sino, al contrario, como las personas mayores que se paran un instante para echar una mirada a las diversiones de los niños.
Pero aquella necesidad permanente que sentían los extranjeros de hacer y deshacer, de abrir y de edificar, de establecer y de modificar, aquel perpetuo deseo de prever la acción de las fuerzas de la naturaleza, de escapar de ellas o de evitarlas, aquello, nadie lo comprendía ni sabía apreciarlo. Muy por el contrario, todos los habitantes, en particular los de edad avanzada, lo consideraban como un fenómeno malsano y veían en ello un signo de mal augurio. La ciudad, según ellos, conservaría siempre la apariencia de las pequeñas urbes orientales: lo que estuviese gastado se repararía, lo que se hundiese sería apuntalado; pero aparte de esto, nadie, sin necesidad y, mucho menos, trazando planes y proyectos, emprendería trabajos ni tocaría los cimientos de los edificios, variando el aspecto que Dios había dado a la ciudad.
Mas los extranjeros llevaban a buen fin, uno tras otro, sus trabajos, con celeridad y consecuencia, según sus planes desconocidos y cuidadosamente estudiados, ante la sorpresa cada vez mayor de la gente de la ciudad.
Así, de manera completamente inesperada, le tocó el turno a aquel parador abandonado y decrépito que todavía formaba un todo, como tres siglos antes, con el puente. A decir verdad, lo que se llamaba la hostería de piedra no pasaba de ser desde hacia mucho tiempo un montón de ruinas. Las puertas estaban podridas, las rejas de piedra festoneada, situadas en las ventanas, estaban rotas, el techo se había venido abajo, en el interior de la construcción había crecido una gran acacia y un montón de arbustos y de malas hierbas, pero los muros exteriores seguían estando íntegros y erguían su rectángulo de piedra blanca, regular y armoniosa. A los ojos de los habitantes de la ciudad, desde su nacimiento hasta su muerte, aquello no se les aparecía como unas ruinas triviales, sino como el acabado del puente, como parte integrante de la ciudad, con el mismo derecho que su casa natal, y nunca nadie llegó a imaginar, ni siquiera en sueños, que se llegara a tocar la vieja hostería y que se cambiase algo que el tiempo y la naturaleza no habían cambiado. Pero un buen día, le llegó su vez. Primeramente, unos ingenieros tomaron con detalle medidas alrededor de las ruinas, después, llegaron los obreros y los peones, que comenzaron a quitar, una tras otra, las piedras y a espantar y a arrojar a los pájaros de todas clases y a los animaluchos que habían anidado allí.
Rápidamente, el terraplén situado por encima de la plaza del mercado, junto al puente, quedó vacío, y el único signo que pudo observarse de la hostería fue un montón de piedras cuidadosamente apiladas.
Poco después de un año, en lugar del parador de piedra, se irguió un cuartel de un piso, alto y macizo, pintado de azul pálido, cubierto de chapa gris y flanqueado de aspilleras.
Sobre el terraplén ampliado, los soldados hacían ejercicio durante todo el día y, como mártires, desplegaban sus miembros o caían de cabeza en el polvo, los pobres desgraciados, a las órdenes tronantes de los cabos. Y de noche, a través de las numerosas ventanas de aquel feo edificio, podía oírse los acentos de unas canciones guerreras incomprensibles que eran acompañadas por los acordes de una armónica. Aquello duraba hasta que el sonido penetrante de la trompeta se dejaba oír, con su aire triste que hacía aullar a todos los perros de la ciudad, cesando inmediatamente todos los ruidos y apagándose las últimas luces de las ventanas. Así desapareció la hermosa fundación pía del visir, y así comenzó su vida sobre el terraplén, junto al puente y en completo desacuerdo con cuanto lo rodeaba, el cuartel al que las gentes, fieles a sus costumbres, seguía llamando la hostería de piedra. El puente quedó completamente aislado.
Verdaderamente, fue sobre el puente donde sucedieron los hechos que llevaron las costumbres inalterables de las gentes del lugar a chocar con las novedades que los extranjeros y su régimen habían introducido. Y resultó que todo lo que era viejo, todo lo que pertenecía al país, se vio regularmente condenado a un retroceso y a una adaptación.
La vida sobre el puente, en la medida en que dependía de nuestras gentes, continuó discurriendo sin variación. Se observó únicamente que los servios y los judíos acudían cada vez con mayor libertad a la kapia, aumentando progresivamente su número. Se los veía a cualquier hora del día, sin tener en cuenta, como antaño, a los turcos ni sus costumbres ni sus privilegios.
Se sentaban en aquel lugar algunos activos hombres de negocios que iban al encuentro de los campesinos y que compraban lana, aves y huevos; cerca de ellos, podía verse a los paseantes, gente ociosa que, siguiendo el curso del sol, se desplazaba de un extremo a otro de la ciudad. Al atardecer, los otros ciudadanos, hombres de negocios y de trabajo, iban allí también para hablar un poco, o para contemplar en silencio el gran río bordeado de sauces enanos y de bancos de arena.
La noche pertenecía a la juventud y a los borrachos.
La vida nocturna, por lo menos en los primeros momentos, se vio sometida a unos cambios que engendraron desacuerdos. Las nuevas autoridades instalaron un alumbrado permanente en la ciudad. Durante los primeros años, en las calles principales y en las encrucijadas, fueron colgadas, a unos postes verdes, linternas en las que ardían lámparas de petróleo. (El gran Ferkhat estaba encargado de limpiarlas, de llenarlas y de encenderlas; era un pobre tunante cuya casa estaba llena de crios y que hasta entonces había sido criado de la administración, encargándose de tirar los petardos durante el ramadán y desempeñando tareas de ese género, sin salario fijo.)
El puente fue iluminado de esa forma en varios puntos y también en la kapia. El poste que sostenía la linterna estaba clavado a una viga de roble, perteneciente a la pared del antiguo reducto.
La linterna de la kapia tuvo que mantener una lucha contra las costumbres de los guasones, de aquellos a quienes gustaba acudir allí para cantar en la oscuridad, para fumar o para discutir, y también se enfrentó con los instintos de vandalismo de los muchachos en quienes se mezclaban y chocaban la melancolía amorosa, la soledad y el aguardiente. Aquella luz parpadeante los irritaba, y muchas veces, linterna y lámpara saltaron hechas pedazos. Fue aquella linterna causa de muchas multas y condenas.
Hubo incluso un momento en que un agente de policía fue encargado de vigilar. Los visitantes nocturnos de la kapia tuvieron entonces un testigo vivo todavía más desagradable que la linterna. Pero el tiempo ejerció su influencia y las nuevas generaciones se acostumbraron progresivamente y se acomodaron hasta el punto de dar libre curso a sus sentimientos nocturnos bajo la débil luz de la linterna municipal y de no acribillarla de piedras ni de golpearla con palos o con lo que caía en sus manos. Aquella adaptación fue tanto más fácil cuanto que, durante las noches de plenilunio, en el momento en que la kapia se veía especialmente frecuentada, no se encendían por regla general las linternas.
Sólo una vez al año el puente era totalmente iluminado. La víspera del 18 de agosto, con motivo del cumpleaños del Emperador, las autoridades adornaban el puente con guirnaldas hechas de ramaje y con filas de pinos jóvenes, y, a la caída de la noche, se encendían unos rosarios de linternas y de velas: centenares de latas de conserva del ejército, llenas de sebo y de estearina, eran dispuestas en largas filas, proyectando su luz desde ambos lados del puente. Iluminaban el centro, mientras que los extremos y los pilares se perdían en la oscuridad, pareciendo que la parte alumbrada flotaba en el espacio. Mas todas las lámparas se consumían rápidamente y todas las solemnidades pasaban. A partir del día siguiente, el puente volvía a ser lo que era antes. A los niños de aquella generación sólo les quedaba la imagen reciente y poco habitual de un efímero juego de luces, visión animada e impresionante, pero corta y fugitiva, como un sueño.
Además de la iluminación permanente, las nuevas autoridades implantaron la limpieza de la kapia; más exactamente: un género de limpieza verdaderamente particular que estaba de acuerdo con sus concesiones. Las mondas de las frutas, las pepitas de las calabazas y las cascaras de las avellanas y de las nueces ya no tapizaban las losas de piedra, en espera de que el viento y la lluvia las arrastrasen. Aquella zona era limpiada todas las mañanas por un barrendero municipal, especialmente destinado a tal servicio. Esta medida no molestó a nadie, pues la gente se acomoda a la limpieza, incluso cuando no procede de sus necesidades ni de sus costumbres, siempre y cuando no sea ella la que tenga que observarla.
La ocupación introdujo una novedad más: por primera vez desde que la kapia existía, las mujeres comenzaban a acudir a ella. Las esposas y las hijas de los funcionarios, las criadas y las niñeras se paraban allí para charlar o iban a sentarse en el sofá los días de fiesta, acompañadas de caballeros militares y civiles. No era esto muy frecuente, pero bastaba para alterar el humor de los viejos que acudían a fumar su chibuquí en paz y en silencio, desconcertando y excitando a los jóvenes.
Había existido siempre, por supuesto, una cierta relación entre la kapia y las mujeres de la ciudad, pero esta relación se limitaba a las palabras acariciadoras que los muchachos dirigían a las muchachas, cuando éstas pasaban por el puente, o a las manifestaciones de entusiasmo y de las penas del corazón e, incluso, a las discusiones de las cuales las mujeres eran la causa. Eran muchos los solitarios que se quedaban allí sentados durante horas y días, cantando con dulzura "solamente por su alma", fumando o contemplando simplemente, mudos, las aguas rápidas: era la manera de pagar su diezmo a esa exaltación de la cual todos somos tributarios y a la que pocos pueden escapar. Allí se decidió y fue zanjado el destino de muchos jóvenes rivales, allí se imaginaron numerosas intrigas amorosas. Se habló en la kapia incesantemente de mujeres, de amor; en la kapia se soñó. Fue el escenario de múltiples pasiones ardientes; otras fueron a apagarse en ella. Sea como sea, nunca las mujeres se habían sentado ni siquiera detenido en la kapia; ni las cristianas ni, mucho menos, las musulmanas. En la actualidad, todo había cambiado.
El domingo y los días de fiesta, se veía en la kapia a algunas cocineras de cara rubicunda, ceñido talle, con rodetes de grasa desbordándose por encima y por debajo de su corsé, el cual les cortaba la respiración. Junto a ellas, estaban sus sargentos con los uniformes bien cepillados, los botones de metal resplandecientes, con sus galones rojos y. sus borlas de tiradores en el pecho. En los días laborables, al atardecer, los funcionarios y los oficiales salían a pasearse en compañía de sus esposas, deteniéndose en la kapia, conversando en su lengua incomprensible, riendo ruidosamente y caminando a su gusto.
Aquellas mujeres ociosas, desenvueltas y joviales, constituían un espectáculo más o menos chocante para todo el mundo. La gente estaba extrañada y ofuscada, pero no tardó en acostumbrarse como ya se había acostumbrado a tantas otras novedades, aunque no las hubiese aceptado.
Puede decirse que, en general, todos aquellos cambios acaecidos en el puente eran insignificantes, superficiales y de corta duración. Muchas de las variaciones importantes que se habían operado en el espíritu y en las costumbres de los ciudadanos y en el aspecto exterior de la ciudad, parecían haber pasado junto al puente sin rozarlo. Daba la impresión de que el viejo puente blanco que durante tres siglos había sido franqueado sin que quedasen en él huellas o cicatrices, permanecía idéntico, incluso con el nuevo emperador, y que triunfaba de aquel diluvio de novedades y de cambios, como siempre había resistido a las mayores inundaciones, resurgiendo cada vez, intacto y blanco, regenerado, de la masa desencadenada de sombrías olas que lo habían sumergido.