CAPÍTULO XV

Existen varias maneras conforme a las cuales el cliente turbulento que ha sido tan hábilmente expulsado -si no ha sido llevado directamente del hotel a la prisión- puede volver en sí y recuperarse tras el penoso trance por el que acaba de pasar. Puede irse titubeando hacia la kapia y refrescarse con el viento que viene del agua y de las colinas próximas. Y puede también cambiar de cabaret, o ir a la posada de Zarié que está casi al lado, en la plaza del ayuntamiento, y allí rechinar los dientes con entera libertad y a gusto, y amenazar e injuriar a la mano invisible que tan pérfida e irresistiblemente lo ha arrojado del hotel. En la posada, cuando cae la primera oscuridad, cuando los padres de familia se dispersan y la gente laboriosa que no va allí más que para beber un trago, vuelve a sus casas, no puede haber escándalo, porque los que se quedan beben lo que quieren y en la medida en que pueden pagar, y cada uno hace lo que le parece y habla como le viene en gana. Porque, en este lugar, no se exige de los clientes que gasten su dinero y se emborrachen, comportándose al mismo tiempo como si no hubiesen bebido. En fin, si alguien se pasa de la raya, aquí está Zarié, pesado y silencioso, quien, con cara hosca y de mal humor, desarma y desalienta a los borrachos y a los pendencieros más furibundos. Los calma con un movimiento lento de su robusto brazo, diciendo en voz baja:

– ¡Vamos, no sigas! ¡No juegues con fuego! ¡Deja de hacer tonterías!

Pero las nuevas costumbres se mezclan furiosamente con las antiguas, incluso en esa vieja taberna donde no existe ni una sala aparte, ni camarero, ya que siempre se ocupa del servicio algún muchacho originario de Sandjak, vestido con su traje de campesino.

Los bebedores de rakia más notables y más inveterados guardan silencio, retirados en los rincones más oscuros. Detestan el tumulto y el desorden. Les gusta la sombra y el silencio del lugar en el que se encuentran sentados ante su vaso de rakia, que para ellos es algo sagrado. Con el estómago ardiendo, el hígado inflamado, los nervios de punta, sin afeitar y vestidos de cualquier modo, indiferentes hacia todo en el mundo, hastiados de sí mismos, permanecen sentados y beben, y mientras beben, esperan que se encienda por fin en su conciencia esa luz milagrosa con la que la bebida alumbra a aquellos que se abandonan a ella completamente, esa luz por la que es dulce sufrir, caer y morir y que, desgraciadamente, con los años, brota cada vez menos y cada vez más débilmente.

Los que empiezan son más locuaces y ruidosos, sobre todo los hijos de los ricos, los muchachos que pasan por la edad peligrosa, que dan sus primeros pasos en el camino del mal, pagando así el tributo que todos entregan a los vicios de la bebida y de la ociosidad, unos, durante cierto período, otros, por mucho más tiempo. Sin embargo, la mayoría, pasados algunos años, se desvía en ese sendero, funda una familia y se entrega a la búsqueda del dinero y al trabajo, a la vida burguesa, a los vicios ocultos y a las pasiones mediocres. Y, únicamente, una insignificante minoría de réprobos y de predestinados continúa para siempre por ese camino, escogiendo, en lugar de la vida, el alcohol que, en la existencia humana, breve y engañosa, constituye la más corta y la más falaz de las ilusiones; esos seres viven para el alcohol y se consumen en él, hasta que se convierten en unos hombres oscuros, embrutecidos y abotagados, como esos que están sentados en los rincones de la taberna de Zarié.

Desde que se han adoptado las nuevas costumbres -vida sin disciplina ni consideraciones, comercio más animado, beneficios más altos- además de Sumba el Cíngaro que hace treinta años que acompaña con su flauta primitiva todas las orgías de la ciudad, acude ahora a menudo a la taberna de Zarié, Frantz Furlane con su acordeón. Es éste un hombre delgado y pelirrojo, carpintero de profesión, pero demasiado aficionado a la música y al vino; lleva un pendiente de oro en la oreja derecha. A los soldados y a los obreros extranjeros les gusta oírlo.

Sucede con frecuencia que se encuentra en la taberna un guzla 1, generalmente un montenegrino delgado como un asceta, pobremente vestido, pero de buen porte y mirada clara, hambriento, pero reservado, orgulloso, pero forzado a vivir de limosnas. Permanece sentado un rato en un rincón, ostensiblemente alejado de todos, sin mendigar, la mirada ausente, aparentando no saber nada de nada y simulando indiferencia. No obstante, se ve que tiene otros pensamientos y otras intenciones muy diferentes de los que sugiere su aspecto externo.

Se enfrentan en él, de manera invisible, numerosos sentimientos contrarios e irreconciliables y, sobre todo, la grandeza de cuanto lleva en sí con la miseria y la debilidad de lo que puede descubrir y expresar ante los demás. Por esta razón, siempre se muestra un poco confuso y poco seguro ante la gente.

Paciente y orgulloso, espera que alguien le pida una canción e, incluso entonces saca, vacilante, la guzla de su estuche, sopla dentro de ella, se asegura de que el arco no se ha aflojado con la humedad y afina el instrumento, deseando a todas luces atraer lo menos posible la atención sobre sus preparativos técnicos. Cuando pasa por primera vez el arco por la cuerda, sólo se oye un sonido tembloroso y desigual, como un ruido de pasos sobre un camino empapado por la lluvia. A continuación, con la boca cerrada, cantando de nariz, empieza a acompañar dulcemente el sonido de la guzla, completándolo e igualándolo con su propia voz. Y cuando las dos voces, la suya y la de la guzla se funden enteramente en un lamento regular que teje un fondo oscuro a la canción, entonces, aquel pobre diablo, como por arte de magia, se transforma: desaparece su dolorosa timidez, se calman y se borran todas sus contradicciones interiores, y sus dificultades externas pasan al olvido.

El guzla levanta de pronto la cabeza como un hombre que arrojase su máscara de modestia, al no tener necesidad de ocultar por más tiempo lo que es y lo que hace. Comienza con una voz que nadie podría imaginar tan fuerte; para ser más exactos, grita unos versos de introducción:


El pequeño basilisco se ha puesto a llorar:

¿Por qué no caes sobre mí, dulce rocío?


Los clientes, que hasta aquel momento habían permanecido ajenos a todo, limitándose a hablar entre ellos, se callan súbitamente. No han acabado de oír esos primeros versos, cuando un escalofrío recorre el cuerpo de turcos y de cristianos; un escalofrío de deseo indefinido por aquel rocío que vive en la canción y en ellos mismos, sin diferencia ni distinción de credo.

Pero cuando, inmediatamente después, el guzla continúa en voz baja:

No era el pequeño basilisco,


y, descubriendo el sentido de su comparación, empieza a enumerar los deseos y los destinos reales, turcos y servios, que se esconden tras las imágenes del rocío y del basilisco, los sentimientos de los oyentes se dividen y toman caminos diferentes, según lo que cada uno lleve dentro de sí, según lo que desee y crea. Sin embargo, de acuerdo con una ley no escrita, todos escuchan tranquilamente la canción hasta el final y, pacientes y reprimidos, no manifiestan en ningún aspecto su estado de ánimo. Se limitan a mirar el vaso que tienen ante ellos, en el que creen ver reflejada sobre la superficie clara de la rakia, la anhelada victoria, e imaginar los combates, los héroes, la gloria y el resplandor que no existen en ningún lugar del mundo.

La animación en la taberna adquiere su punto álgido cuando los jóvenes acomodados y los hijos de los ricos se quedan un buen rato bebiendo. Entonces, Sumba y Frantz Furlane y el Tuerto y Chakha la Cíngara tienen trabajo.

Chakha es una cíngara bizca, un marimacho descarado que bebe con todos los que pueden pagar, sin emborracharse nunca. No es posible imaginar una juerga sin su presencia y sin sus bromas atrevidas.

La gente que se divierte con ellos no es siempre la misma, pero el Tuerto, Sumba y Chakha no faltan en ninguna ocasión. Viven de música, bromas y rakia. Su trabajo se apoya en la indolencia de los demás y sus ganancias en el dinero que derrochan los manirrotos. Y su verdadera vida discurre a lo largo de la noche, precisamente durante esas horas insólitas en las que la gente sana y feliz duerme, en tanto la rakia y los instintos, contenidos hasta esos precisos momentos, crean una disposición de espíritu borrascosa y brillante, y originan una serie de entusiasmos inesperados que son siempre iguales pero que siempre parecen nuevos y más bellos que antes. Ese trío constituye un testigo silencioso y retribuido, en cuya presencia cada uno se atreve a mostrarse tal como es (o, según la expresión servio-croata, "mostrar la sangre que llevamos bajo la piel") sin necesidad de tener que arrepentirse ni avergonzarse después. Con ellos y en su presencia, se permite todo lo que creía escandaloso ante el mundo, y culpable e imposible dentro del seno de la propia familia. A cubierto de nombre y sin la responsabilidad de esos tres bufones, todos aquellos padres y aquellos hijos, ricos, considerados, pertenecientes a buenas familias, pueden ser por un momento tal y como no se atrevían a aparecer ante nadie, tal y como son, al menos de vez en cuando, en lo más íntimo de su ser. Los crueles pueden burlarse de los tres desdichados y atacarlos, los miedosos pueden injuriarlos, los pródigos hacerles regalos; los vanidosos comprar sus alabanzas; los melancólicos y los caprichosos, sus chistes y sus extravagancias; los libertinos, sus audacias o sus servicios. Son una necesidad eterna y no reconocida por las gentes de la ciudad cuya vida anímica está contenida y deformada. Se parecen un poco a unos artistas que se hallasen en medio de un ambiente donde el arte es desconocido. Siempre hay en la ciudad algunos de esos hombres o mujeres, cantantes, chuscos, originales o payasos. Cuando alguno de ellos se acaba y muere, otro lo reemplaza; y es que, junto a aquellos que son conocidos e incluso famosos, se desarrollan y crecen unos noveles que, en su día, harán pasar el tiempo y alegrarán la vida de las futuras generaciones. Pero tendrán que correr muchos años antes de que aparezca un hombre como Salko el Tuerto.

Cuando, después de la ocupación, llegó el primer circo a la ciudad, el Tuerto se enamoró de una muchacha que bailaba en la cuerda floja y, a causa de ella, hizo tantas tonterías y tantas excentricidades que fue detenido y le dieron una paliza, y se impusieron fuertes multas a los ricos sin escrúpulos que lo habían trastornado, impulsándolo a cometer aquellas locuras.

Ya han pasado algunos años desde entonces. La gente se ha habituado a muchas cosas y la llegada de músicos, de acróbatas y de prestidigitadores extranjeros no suscita ninguna sensación general y contagiosa, corno ocurrió con la aparición del primer circo, pero se sigue hablando, sin embargo, del amor del Tuerto por la bailarina.

Hace tiempo que se ocupa de servir durante el día a todos y para cualquier cosa, y de noche, a los ricos y los beys para distraerlos, alborotando entre copa y copa. Y así, de generación en generación. Cuando unos dejan de hacer locuras y sientan la cabeza y se casan y se calman, llegan otros más jóvenes, decididos a seguir el mismo camino que aquéllos dejaron libre. El Tuerto, en estos momentos, está agotado y prematuramente envejecido; pasa más tiempo en la taberna que en el trabajo y vive menos de un jornal que de limosnas, de bebida y de sobrantes de comida que le ofrecen los acaudalados.

Durante las noches lluviosas del otoño, la gente que se reúne en la taberna de Zarié se muere de tedio. Algunos ricos están sentados ante una mesa. Su pensamiento es lento y gira incansablemente alrededor de cosas tristes y desagradables; su conversación es monótona e irritante, y suena a vacía; sus rostros, fríos, ausentes y desconfiados. Ni la rakia consigue levantar sus ánimos ni avivar su humor. El Tuerto, vencido por la fatiga, por el calor húmedo y por los primeros vasos de rakia, dormita sobre un banco en un rincón de la taberna: hoy, se ha empapado hasta los huesos de agua cuando llevaba, por encargo, unas cosas a Okolichta.

Uno de los clientes de la mesa de los ricos, como por casualidad, menciona el antiguo y desgraciado amor del Tuerto con la bailarina. Todos dirigen sus miradas hacia el rincón, pero el Tuerto continúa inmóvil y simula dormitar. Que digan lo que quieran. Aquella misma mañana, en medio de un fuerte dolor de cabeza, decidió que no volvería a responder a sus burlas ni a sus amargas bromas y que no permitiría que le jugasen tan crueles pasadas como aquellas de que le habían hecho víctima durante la tarde del día anterior, en aquella misma taberna.

– Me parece que siguen escribiéndose -dice uno.

– Date cuenta, ese bastardo mantiene una correspondencia amorosa con una mujer, mientras tiene a otra a su lado -añade otro.

El Tuerto se esfuerza por permanecer inmóvil, pero aquella conversación que se refiere a él, lo hiere y lo subleva, como si el sol le hiciese cosquillas en la cara. Sus ojos intentan abrirse y los músculos se relajan en una sonrisa feliz. No puede seguir quieto y silencioso. Primero hace un gesto indiferente con la mano, pero termina por decir:

– Todo eso ya pasó.

– ¿De verdad que ya pasó? Fijaos, ese Tuerto es un criminal la mar de curioso. A una la tiene lejos, languideciendo por él, y la otra, aquí, se vuelve loca por su culpa. La primera ha pasado, la segunda pasará, y después vendrá una tercera. ¿No piensas, miserable, dónde irá a parar tu alma si continúas trastornando a unas y a otras?

El Tuerto está ya de pie y se acerca a la mesa. Ha olvidado el sueño, la fatiga y su resolución de la mañana de no dejarse arrastrar a una conversación. Asegura a los ricos, con la mano en el corazón, que él no es el enamorado, el seductor que todos creen. Su ropa está todavía húmeda, su cara empapada y sucia (pues su fez rojo es de mala calidad y destiñe), pero inundada por una sonrisa de beatitud emocionada. Se sienta junto a la mesa de los ricos.

– ¡Un ron para el Tuerto! -grita Santo Papo, un judío regordete y despierto, hijo de Mentó y nieto de Mordo Papo, todos ellos quincalleros muy conocidos.

Durante los últimos tiempos, el Tuerto toma, siempre que puede, ron en vez de rakia. Esta bebida ha sido creada, por decirlo de algún modo, para gentes como él: es más fuerte, actúa más rápidamente y ofrece una agradable diferencia con respecto a la rakia. Se presenta en botellitas de dos decilitros, figurando en las etiquetas la imagen de una muchacha mulata de labios gruesos y ojos de fuego, tocada de un gran sombrero de paja y que lleva en las orejas unos enormes pendientes de oro. Encima reza una inscripción en letras rojas: Jamaica. (Este producto exótico que beben los bosníacos que se encuentran en la última fase de alcoholismo, la inmediatamente anterior al delirium tremens, se fabrica en las destilerías Eisler, Sirowatka y Cía., de Slavonski Brod.) Al ver el rostro de la mulata, el Tuerto siente el fuego y el aroma de la nueva bebida e inmediatamente piensa que, "si se hubiese muerto un año antes, no habría llegado a conocer ese don de la tierra. (¡Y cuántas maravillas como ésta existen en el mundo!") Ante ese pensamiento, se enternece y por eso, cuando abre una botella de ron, se detiene siempre unos instantes, meditabundo. Y, tras el placer que le produce el pensamiento, llegan las delicias de la propia bebida.

También ahora mantiene la estrecha botella ante sus ojos, como si le hablase en un lenguaje acariciador que nadie oyese. El que ha iniciado la broma, consiguiendo enzarzarle en la conversación, le pregunta severamente:

– ¿Qué piensas hacer con esa muchacha? ¿Vas a tomarla por esposa o juegas con ella como con las demás?

Se refiere a una tal Pacha de Duchtchá. Es la muchacha más hermosa de la ciudad, huérfana de padre y bordadora, como su madre.

Los muchachos, en el curso de las numerosas excursiones del verano anterior, hablaban a menudo y hacían muchas canciones a propósito de Pacha y de su inaccesible belleza. Poco a poco e insensiblemente, sin saber por qué ni cómo, el Tuerto se contagió de su entusiasmo. Así empezaron las bromas.

Un viernes, unos muchachos, en plan de juerga, lo llevaron a un arrabal. Tras las puertas y los enrejados, podían oírse la risa ahogada y los murmullos de unas muchachas invisibles. Desde un patio en el que se encontraba Pacha con sus amigas, arrojaron a los pies del Tuerto un ramo de tanacetas.

El pobre hombre se detuvo, conmovido, para no pisar las flores, sin atreverse a recogerlas. Los jóvenes que lo habían llevado con ellos, empezaron a darle palmadas en la espalda y a felicitarlo por su buena suerte. Pacha lo había escogido, precisamente a él, entre otros muchos, y le mostraba una atención que nadie había recibido de ella.

Aquella noche se bebió en el Mezalín, a orilla del río, bajo los nogales, hasta el amanecer. El Tuerto estaba sentado junto al fuego, erguido y solemne, ya alegre y lleno de ansia, ya preocupado y pensativo. No permitieron que se ocupase ni del servicio, ni del café, ni de los alimentos.

– ¿Sabes lo que significa un ramo de tanacetas arrojado por una muchacha? -le dijo uno de ellos.

– Pacha quiere decirte, de esta manera, que se muere por ti como una flor separada de la rama; y se lamenta porque tú no la pides en matrimonio ni permites que se case con otro. Eso es lo que quiere decirte.

Y todos le hablaban de Pacha, de aquella criatura, hija única, casta, de piel blanca, que caminaba cimbreándose, como una fruta madura que cuelga por encima de una tapia y que espera la mano que acuda a recogerla, la mano que espera. Y esa mano era la del Tuerto.

Los ricos fingían enfadarse y se lamentaban ruidosamente: ¿cómo puede ser que ella haya puesto sus ojos en él? Otros, lo defendían. Y el Tuerto bebía. A ratos, creía en ese milagro, a ratos, lo rechazaba como algo imposible. Trataba de oponerse con sus palabras a las bromas de los ricos, intentaba hacerles comprender que ese amor no iba dirigido a él, que sólo era un pobre diablo, envejecido y poco seductor. Pero cuando se hacía el silencio, soñaba con Pacha, con su belleza y con la felicidad que podría recibir de ella, sin preguntarse si le era posible llegar a la muchacha o no. Ahora bien, todo resultaba factible en aquella maravillosa noche de verano en la que la kapia, las canciones y el fuego que ardía sobre la hierba, se integraban en una inmensidad infinita. Nada era real, pero nada parecía inverosímil. Los ricos se burlaban de él y lo ponían en ridículo; se daba cuenta; los señores no pueden vivir sin risas; tienen que meterse con alguien, conseguir un bufón: siempre han sido así y así continúan siendo.

Pero si todo esto no dejaba de ser una broma, lo que no era una broma era aquella mujer maravillosa y aquel amor imposible con el cual había soñado siempre y con el que seguía soñando. Ni tampoco eran bromas las canciones en las que el amor era a la vez real e irreal, en las que la mujer aparecía tan próxima y tan lejana, como en su imaginación. Para los ricos, todo era burla; pero, para él, no había otra verdad más que aquélla. Se trataba de algo sagrado que había llevado siempre en él y que existía, independientemente de las diversiones de los ricos, de la bebida y de las canciones; independientemente de todo, incluso de Pacha. Lo sabía aunque llegase a olvidarlo, pues su alma se diluía y su razón se escapaba como el agua.

Fue así cómo el Tuerto, tres años después de su gran amor y de su escandalosa historia con la alemana que bailaba en la cuerda floja, volvió a ser víctima de un embrujo sentimental en el que la gente rica y los ociosos encontraron un nuevo juego, cruel y excitante, que les proporcionó distracción durante meses y años.

Esto sucedió a mediados del verano. Pasó el otoño y llegó el invierno, y las bromas sobre el amor del Tuerto hacia la hermosa Pacha llenaban las noches y acortaban los días de la gente del centro de la ciudad. No se llamaba al Tuerto más que "el muchacho que está para casarse" y "el enamorado". Durante el día, en tanto que, a pesar de su dolor de cabeza y su sueño constante, se ocupaba de hacer encargos más o menos importantes, por las tiendas, o se entregaba a mil trabajos distintos, o llevaba trastos de un sitio para otro, el Tuerto se extrañaba y se irritaba al oír que lo llamaban de aquel modo y se limitaba a encogerse de hombros. Pero, cuando llegaba la noche, y encendían las lámparas en la taberna de Zarié, alguien gritaba:

– ¡Un ron para el Tuerto!

Y otro se ponía a cantar en voz baja, como por casualidad:


Y llega la hora de la oración de la tarde; el sol se pone Y deja de brillar sobre tu cara.


Entonces, de pronto, todo cambiaba. Se acabaron las fatigas y el encogimiento de hombros, y la ciudad y la taberna, y el propio Tuerto tal y como era: era un hombre transido de frío, sin afeitar, envuelto en harapos, en los desechos de la ropa de los demás. Ya sólo existía un balcón alto, iluminado por el sol poniente y adornado por una parra, y una muchacha que miraba y esperaba al hombre que iba a recibir de sus manos un ramo de tanacetas. Probablemente, continuarían las carcajadas, las observaciones de todas clases, las bromas vulgares, pero todo esto quedaba lejos, como envuelto en la niebla, mientras que el cantante estaba a su lado, junto a su oído:

Si pudiese sentir el primer calor

De la mañana, junto a ti.

Y el Tuerto se calentaba al sol poniente, como si nunca hubiese sentido el fuego del verdadero sol que todos los días sale y se pone en Ia ciudad.

– ¡Un ron para él Tuerto!

Así pasaron las noches de invierno. Y al final del invierno, Pacha se casó. La pobre bordadora de Duchtchá, con su belleza y sus diecinueve años aún no cumplidos, contrajo matrimonio con Khadji Omer, hombre rico y considerado que tenía cincuenta y cinco años y que vivía detrás de la fortaleza. La muchacha ocupó el puesto de segunda esposa del harén.

Khadji Omer estaba casado hacía treinta años. Su mujer pertenecía a una gran familia; era célebre por su habilidad y por su inteligencia. Las propiedades de ambos, situadas detrás de la fortaleza, formaban una verdadera aldea próspera y llena de toda clase de riquezas; sus comercios en la ciudad estaban construidos con materiales sólidos y constituían un ingreso seguro y considerable. Todo ello era obra de la mujer de Khadji Omer, despierta, lista y siempre sonriente, y no de su marido, apacible y lento, que se limitaba a cabalgar dos veces al día de la fortaleza a la ciudad y de la ciudad a la fortaleza. Para todas las mujeres turcas de la ciudad y de los alrededores, la opinión de la esposa de Khadji constituía en muchas ocasiones la última palabra.

Era, en todos los conceptos, la mejor familia y la más considerada. Pero aquellas dos personas de edad avanzada no tenían hijos. Habían vivido, durante mucho tiempo, con la esperanza de conseguirlo. Khadji Omer fue incluso a la Meca. Su mujer repartía limosnas entre los pobres y entre los monasterios musulmanes. Pasaron los años, su fortuna aumentó, sus bienes prosperaron, pero no consiguieron la bendición deseada. Khadji Omer y su esposa, que era una mujer inteligente, soportaron con cordura y paciencia su mala fortuna. Pero llegaron a desesperar de tener descendencia. La mujer había cumplido cuarenta y cinco años.

Se encontraba en juego la rica herencia que dejaría Khadji Omer después de su muerte. Esta cuestión preocupaba no sólo a sus numerosos parientes y a los de su mujer, sino a casi toda la ciudad. Unos deseaban que el matrimonio no tuviese hijos, otros eran de la opinión de que sería una lástima que semejante hombre muriese sin heredero y que sus bienes fuesen repartidos y se dispersasen entre algunos parientes. Y, por esta razón, trataban de persuadirlo para que tomase otra mujer más joven, antes de que fuese demasiado tarde y se perdiese la esperanza de alcanzar una descendencia. Los turcos de la ciudad, en esta cuestión, estaban divididos en dos bandos.

La propia mujer estéril de Khadji Omer fue la que resolvió el problema. Abiertamente, con decisión y sinceridad, como hacía en todo, dijo a su marido, que vacilaba:

– Dios, que alabado sea, nos ha dado todo; la comprensión, la salud y la riqueza; pero no nos ha concedido lo que los pobres tienen: un hijo. Él heredaría nuestros bienes. Pero si, por voluntad de Dios, yo he de soportar tu desgracia, tú no debes hacerlo. He visto que la ciudad se ha empeñado en casarte, tomando a su cargo nuestras preocupaciones. Pues bien, ya que ellos quieren casarte, prefiero hacerlo yo misma, ya que soy tu mejor amiga.

Y le expuso su plan. Puesto que no existía la posibilidad de tener un hijo, debería tomar otra esposa más joven que podría darle familia. La ley le otorga el derecho. Y ella, desde luego, seguiría en la casa como ama, vigilando para que todo se mantuviese en orden.

Khadji Omer se resistió durante mucho tiempo, afirmando que no deseaba más esposa que ella, que no tenía necesidad de una mujer más joven. Pero Khadji Omerovitsa no sólo perseveró en su proyecto, sino que le hizo saber cuál era la mujer que le había escogido. Ya que tenía que casarse de nuevo para tener hijos, lo mejor era elegir una muchacha sana, bonita y pobre, que le diese hijos fuertes y que, mientras viviese, estuviera agradecida a su feliz destino. Su elección recayó sobre la hermosa Pacha, la hija de la bordadora de Duchtchá.

Y así sucedió. De acuerdo con la voluntad de su esposa y con su concurso, Khadji Omer contrajo matrimonio con Pacha. Y, once meses después, Pacha dio a luz un precioso niño. Quedó, pues, resuelta la cuestión del heredero de Khadji Omer y desaparecieron las esperanzas de sus parientes. La gente de la ciudad cesó en sus comentarios. Pacha era feliz, la primera esposa estaba contenta y ambas vivían en perfecta armonía, como madre e hija.

Este venturoso final fue para el Tuerto el principio de grandes sufrimientos. Durante aquel invierno, su dolor a causa del matrimonio de Pacha fue el principal entretenimiento de los desocupados que acudían a la taberna de Zané. El pobre enamorado bebía como nunca; los ricos le pagaban unas copas y, por muy pocas monedas, podían hartarse de reír. Los guasones le daban recados imaginarios de parte de Pacha, le afirmaban que lloraba de día y de noche, que se marchitaba por él sin decir a nadie la verdadera razón de su sufrimiento. Y el Tuerto se volvía loco, cantaba, lloraba, contestaba serio y con detalles a todas las preguntas que le hacían, se lamentaba de su destino que lo había hecho tan poco atractivo y tan pobre.

– Bueno, Tuerto, ¿cuántos años te lleva Khadji Omer? Así comenzó algún rico la conversación.

– No lo sé. Y, ¿de qué me sirve ser más joven? -contestaba amargamente el Tuerto.

– ¡Ah!, si se juzgase de acuerdo con el corazón y el amor, Khadji Omer no tendría lo que tiene y nuestro Tuerto no estaría donde está -añadía alguien.

No hacía falta mucho para que la emoción embargase al Tuerto ni para que se enterneciese. Le servían una copa de ron tras otra y le aseguraban que no sólo era más joven, más atractivo y más estimado por el corazón de Pacha, sino que no era en definitiva tan pobre como se creía y aparentaba. Los ociosos, ante sus vasos de rakia, durante la noche, inventaron toda una historia. Su padre había sido un oficial turco, desconocido, a quien nunca llegó a ver. Habría dejado a su hijo ilegítimo de Vichegrado, que era su único heredero, un buen número de grandes propiedades en Anatolia, pero algunos de sus parientes impidieron la ejecución del testamento. Sin embargo, bastaría que el Tuerto se presentase en la lejana y rica ciudad de Brussa, para echar por tierra las conspiraciones y las astucias de aquellos falsos herederos, pudiendo tomar lo que le pertenecía. Entonces podría comprar al propio Khadji Omer y su pretendida riqueza, únicamente con el producto que obtendría de la venta de paja que darían sus cosechas.

El Tuerto los escuchaba, bebía y se limitaba a suspirar. Todas estas palabras le afligían, pero, al mismo tiempo, le resultaba agradable comportarse como un hombre a quien habían engañado y defraudado aquí, en la ciudad, y en algún lugar del hermoso y lejano país de donde procedía su desconocido padre. Y las gentes que mariposeaban alrededor de él, preparaban fingido viaje a Brussa. Las bromas se prolongaban, y eran crueles y elaboradas hasta en el más mínimo detalle.

Una noche, aparecieron con un pasaporte falso listo para su marcha. Colocaron al Tuerto en medio de la taberna, le hicieron dar unas vueltas, anotaron en el pasaporte sus señas personales. Otro día, se pusieron a calcular cuánto dinero le sería necesario para llegar a Brussa, cómo viajaría y dónde pasaría la noche. Y de este modo transcurrió una buena parte de la velada.

Mientras no bebía, el Tuerto podía defenderse: creía y no creía en todo lo que le decían. Sus dudas eran mayores que su certeza. Más exactamente: en su sobriedad, llegaba a no creer nada en absoluto; pero, en el momento en que se emborrachaba, se conducía como si todo fuese cierto. Llevado por el alcohol, no se preguntaba lo que sería verdad y lo que sería broma o mentira. Lo cierto es que, llegado a la segunda botella de ron, sentía un aire perfumado procedente de Brussa y veía, veía perfectamente sus jardines verdes y sus edificios blancos. En realidad, lo habían engañado, había sido desgraciado desde su nacimiento, en todas las cosas, con su familia, con sus bienes y con el amor, le habían hecho daño, tanto daño que Dios y los hombres estaban en deuda con él. Tenía la certeza de que no era!o que parecía ni lo que las gentes suponían. A medida que iba bebiendo, le torturaba cada vez más la necesidad de decir la verdad a cuantos le rodeaban, aunque se daba cuenta de lo difícil que era demostrar algo que para él resultaba claro y evidente, pero contra lo que hablaba todo cuanto había en él. No obstante, a partir del primer vasito de rakia, empezaba a justificarse con palabras entrecortadas, con gestos grotescos que surgían a través de sus lágrimas de borracho. Hablaba durante toda la noche, y cuantas más explicaciones daba, mayores eran las risas y las burlas de los que le rodeaban. Se reían tanto y tan a gusto, que sus pechos se hinchaban y sus mandíbulas crujían con esas carcajadas contagiosas e irresistibles que son más agradables que cualquier alimento o cualquier bebida. Riendo, olvidaban la crudeza de la noche de invierno y bebían sin medida en compañía del Tuerto.

– ¡Mátate! -le dijo Mekhaga Saratch, quien con su apariencia fría y seria, sabía provocar y excitar mejor que nadie al Tuerto -. Puesto que no has sido capaz de quitar a Pacha de los brazos de ese lisiado de Khadji Omer, no mereces vivir. ¡Mátate, Tuerto, es un consejo!

– ¡Mátate, mátate…! ¿Crees que no lo he pensado? -se lamentaba el Tuerto -. He ido más de cien veces a tirarme al Drina desde la kapia y más de cien veces he vuelto sobre mis pasos.

– ¿Qué es lo que te ha hecho volver? ¡El miedo! ¡Te pesaban demasiado los pantalones, Tuerto!

– ¡No! ¡Os juro por Dios que no ha sido por miedo, no ha sido por miedo!

En medio del bullicio y de la risa general, el Tuerto saltó, se golpeó en el pecho, partió un trozo de pan que tenía delante y lo acercó a la cara inmóvil y fría de Mekhaga.

– ¿Ves esto? Pues te juro por este pan y por la prosperidad que no ha sido por miedo, sino…

En este momento, alguien se puso de pronto a cantar débilmente:

Y deja de brillar sobre tu cara

Todos entonaron a coro la canción y taparon la voz de Mekhaga, que gritó al Tuerto:

– ¡Mátate!

Y la canción los llevó al estado de excitación al que querían conducir al pobre desgraciado. Al final, todo se transformó en una loca orgía.

Fue así cómo en una noche de febrero esperaron la aurora, presa de una demencia que alcanzó, al mismo tiempo que a su víctima, a ellos mismos. Ya era de día cuando salieron de la taberna. Calientes, zozobrantes, con la sangre hirviendo por el alcohol, se dirigieron al puente que estaba casi desierto y cubierto por una capa de hielo.

En medio de grandes clamores y de ruidosas carcajadas, sin prestar atención a los escasos transeúntes matinales, hicieron una apuesta: ¿quién se atrevía a cruzar el puente caminando por encima del estrecho parapeto de piedra sobre el que brillaba el hielo?

– El Tuerto tendrá valor suficiente -gritó uno de los borrachos.

– ¿El Tuerto? ¡Qué va!

– ¿Quién es el que no se atreverá? ¿Yo? Vas a ver cómo hago lo que ningún hombres es capaz de hacer -protestó el Tuerto, golpeándose el pecho.

– ¡Te falta valor! ¡Hazlo si te atreves!

– ¡Por Dios que sí!

– Sí. El Tuerto puede hacerlo.

– No. Nos está tomando el pelo.

Aquellos hombres borrachos rivalizaban en sus clamores y en sus fanfarronadas, sin tener en cuenta que ellos mismos sé mantenían en pie sobre el ancho puente: todos titubeaban, daban traspiés y se agarraban unos a otros.

No se dieron cuenta del momento en que el Tuerto se subió al parapeto de piedra. Súbitamente, lo vieron balancearse por encima de ellos. Completamente borracho y despechugado, trataba de guardar el equilibrio y de avanzar a lo largo de las losas que remataban el muro.

El parapeto de piedra tenía dos palmos de anchura. El Tuerto caminaba inclinándose ya a la izquierda, ya a la derecha. A la izquierda estaba el puente, y en el puente, por debajo de él, se agitaba una masa de hombres ebrios que acompañaban cada uno de sus pasos, gritándole unas palabras que apenas distinguía y que sonaban como un rumor incomprensible.

Pero a la derecha estaba el vacío y, en el vacío, sumergido en la profundidad, susurraba el río invisible; subía de él un espeso vapor y una especie de humo blanco que se elevaba en la mañana helada.

Los escasos peatones se detenían espantados, y, con los ojos abiertos de par en par, miraban al borracho, que, en vez de andar por el puente, lo hacía por el parapeto estrecho y resbaladizo que se levantaba por encima del abismo. Y observaban cómo agitaba desesperadamente los brazos para guardar el equilibrio. Algunos de los juerguistas que se mantenían un poco más serenos, conservando su presencia de ánimo, permanecían fijos al suelo igual que si saliesen de un sueño, y lívidos de pánico, contemplaban aquel juego peligroso. Pero los demás, que no llegaban a ver el peligro, seguían a lo largo del parapeto y acompañaban con sus clamores al Tuerto, que se balanceaba y danzaba sobre el abismo, intentando mantener el equilibrio.

A consecuencia de su peligrosa posición, el Tuerto se encontró impensadamente, separado de sus compañeros. Se sentía como un monstruo gigantesco, situado por encima de ellos. Sus primeros pasos fueron precavidos y lentos. Sus zapatos se escurrían a cada instante sobre las losas cubiertas por la helada. Le parecía que sus pies corrían independientemente de él, que la profundidad lo atraía irresistiblemente, que iba a caerse, que se caía.

Mas la extraña posición en que se encontraba y la proximidad de un gran peligro le dieron nuevas fuerzas y un poder insospechado. Mientras luchaba por mantener el equilibrio, daba saltitos cada vez más vivos y se iba inclinando hasta alcanzar el nivel de su cintura, con su rodilla. En vez de andar, se puso, sin saber cómo, a bailar con paso corto, sin preocuparse, como si se encontrase en medio del claro de un bosque y no sobre una superficie estrecha y escurridiza. De pronto se sintió ligero y flexible, como a veces nos sentimos en sueños. Su cuerpo macizo y extenuado estaba libre de peso. El Tuerto, ebrio, bailaba y flotaba sobre el precipicio, igual que si tuviese alas. Notaba que de su cuerpo escapaba una fuerza alegre que le daba seguridad y equilibrio. Al mismo tiempo, oía la música que acompañaba su danza. Y el baile lo llevaba allí donde jamás habría podido llegar andando normalmente. Y, sin pensar ya en el peligro ni en la posibilidad de una caída, saltaba con una pierna y luego con la otra y cantaba, haciendo gestos con las manos como si se acompañase con un tamboril.

– Parram, parram, parrampampam…

El Tuerto cantaba e iba creando un ritmo con la ayuda del cual franqueaba el peligroso camino, seguro, sin dejar de bailar. Doblaba las rodillas y se inclinaba a la derecha, a la izquierda.

– Parram, parram, parrampampam…

En esta posición excepcional y arriesgada, alzado por encima de todos, ya no era el Tuerto jocoso que conocían en la ciudad y en la taberna. No existía el parapeto de piedra. Había desaparecido. Y había desaparecido el puente en el cual comió tantas veces su pobre alimento, mientras pensaba en una muerte dulce entre las olas. Todo había desaparecido, todo se había quedado dormido en la sombra de la kapia.

Y había llegado aquel viaje lejano e irrealizable del cual le hablaban todas las noches en la taberna, entre burlas groseras y risas irónicas. Por fin se había puesto en camino. Se encontraba en el claro sendero -tan deseado- de las grandes empresas, y allá, al final del sendero, estaba la ciudad imperial de Brussa, con las riquezas que le pertenecían y con su legítima herencia, con el sol poniente y la hermosa Pacha con su hijo; su esposa y su hijo. Sumido en una especie de éxtasis, recorrió bailando la parte volada del parapeto que rodeaba el sofá; a continuación, la otra mitad del puente. Cuando hubo llegado al final, saltó a la calzada y, traspasado de emoción, miró alrededor de él, sorprendido de que la aventura hubiese terminado de aquel modo y extrañado de encontrarse en el camino familiar de Vichegrado. Los que hasta entonces lo habían acompañado con sus clamores, con sus palabras de estímulo y con sus chanzas, acudieron a su encuentro. También llegaron corriendo los que se habían detenido aterrorizados. Lo abrazaron, le dieron palmadas en la espalda, en la cabeza, que cubría su fez descolorido. Todos gritaban a la vez:

– ¡Bravo, Tuerto; eres un verdadero halcón!

– ¡Bravo, vencedor!

– ¡Un ron para el Tuerto! -chilló Santo Papo con su voz ronca y acento español, abriendo los brazos como si lo crucificasen. Se creía que estaba en la taberna.

Alguien propuso, en medio de la bulla y de la confusión general, que aquella noche no se separasen, que nadie volviese a casa, que continuasen bebiendo en honor a la hazaña del Tuerto.

Los escolares que cruzaban aquella mañana el puente, apresurándose para llegar a tiempo a la apartada escuela, se pararon a contemplar la curiosa escena. Sorprendidos, abrían sus boquitas, de las que salía un vapor blanco. Aquellas criaturas menudas, bien arropadas, con sus pizarras y sus libros debajo del brazo, no podían comprender el juego de las personas mayores, pero en su memoria quedó grabada para toda la vida, junto al perfil de su puente natal, la imagen del Tuerto, de aquel hombre conocidísimo en la ciudad, el cual, tras una extraña transformación, ligero, transportado como por arte de magia, caminaba, dando saltitos atrevidos y alegres, por un sitio que no era precisamente el más adecuado para andar.

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