La vida en la ciudad se animaba cada vez más, parecía más ordenada y más rica, adquiría una marcha armoniosa y ofrecía un equilibrio desconocido hasta entonces, ese equilibrio al que aspiran todos los seres en cualquier parte y en cualquier época, y que alcanzan muy raramente, de modo parcial y sólo por algún tiempo.
En las ciudades lejanas y desconocidas para nosotros, desde las que se gobernaba nuestro país, se había establecido por aquel entonces -en el último cuarto de siglo XIX- uno de esos escasos y breves períodos tranquilos que surgen en las relaciones humanas y en los acontecimientos sociales. Llegaba un poco de esta tranquilidad a nuestras regiones perdidas, de igual modo que el gran silencio del mar se hace sentir en las bahías más distantes.
Fueron las tres décadas de relativa prosperidad y de paz aparente -al estilo Francisco José-, durante las cuales muchos europeos creyeron haber encontrado la fórmula infalible para la realización del sueño secular del desenvolvimiento completo y feliz de la persona humana dentro de la libertad universal y del progreso. El siglo XIX ofrecía a los ojos de millones de hombres sus múltiples e ilusorios beneficios y creaba un espejismo de confort, de seguridad y ventura para todos, por medio de precios asequibles y de ventas a plazos. Pero a aquella ciudad perdida de Bosnia no llegaban, de toda la vida del siglo XIX, más que unos ecos apagados, y aun éstos, en la medida y bajo la forma en que un medio oriental atrasado podía recibirlos, comprendiéndolos y aplicándolos a su manera.
Después que hubieron pasado los primeros anos de desconfianza, de incertidumbre, de duda y de inseguridad, la ciudad empezó a encontrar su sitio en el nuevo orden de cosas. El pueblo hallaba en él paz, beneficios y seguridad. Y eso bastaba para que la vida, la vida exterior, empezase también a marchar por la vía del perfeccionamiento y del progreso. Todo lo demás quedaba relegado a ese segundo plano oscuro del conocimiento, en el que habitan y bullen los sentimientos elementales, las creencias imprescindibles de las diversas razas, religiones y castas, creencias que, aun pareciendo muertas y enterradas, preparan para épocas ulteriores y lejanas cambios y catástrofes inesperados, de los cuales, según parece, no pueden prescindir los pueblos y, sobre todo, el pueblo de este país.
Tras los primeros errores y los primeros conflictos, el nuevo gobierno produjo en las gentes una impresión neta de firmeza y de continuidad. (El mismo estaba impregnado por esa ilusión sin la cual no existe un poder permanente y fuerte.) Era impersonal, ejercía su poder de un modo indirecto y, en consecuencia, resultaba más fácilmente soportable que el antiguo régimen turco. Todo lo que en él había de crueldad y de rapacidad, estaba cubierto por una capa de decoro, por el esplendor y por las formas tradicionales. La gente temía a las autoridades, pero del mismo modo que se teme a la muerte o a la enfermedad, y no como se tiembla ante la maldad, la desgracia y la violencia. Los representantes del nuevo gobierno, tanto militares como civiles, eran en su mayoría extranjeros y no conocían al pueblo de nuestro país. Resultaban insignificantes, pero se veía que eran los minúsculos engranajes de un gran mecanismo, y que cada uno tenía tras de sí, formando largas filas constituidas por innumerables escalones, una serie de hombres más poderosos y de instituciones más altas. Aquello les daba un carácter que excedía en mucho a su personalidad, y una influencia mágica a la cual todos se sometían fácilmente. A causa de sus títulos, que en la ciudad parecían importantes, de su impasibilidad y de sus costumbres europeas, inspiraban a aquel pueblo, del que eran tan diferentes, confianza y respeto, y no provocaban ni envidia ni críticas, aunque, en el fondo, no resultasen simpáticos ni se los quisiese.
Por otra parte, al cabo de cierto tiempo, aquellos extranjeros llegaron a sentir, de algún modo, la influencia del extraño medio oriental en el cual tenían que vivir. Sus hijos introducían entre los niños de la ciudad expresiones y nombres extranjeros y llevaban al puente juegos nuevos y nuevos juguetes; pero, en su contacto con los chiquillos del país, adoptaban nuestras canciones, nuestro modo de hablar y de jurar y nuestros antiguos juegos, tales como el salto a piola, etc. Lo mismo ocurría con los adultos. Ellos también ofrecían un orden diferente de cosas, expresiones y costumbres desconocidas; sin embargo, al mismo tiempo, se iba introduciendo en su lenguaje y en su manera de vivir algo que era propio de los indígenas. En verdad es que nuestras gentes, sobre todo los cristianos y los judíos, comenzaron a parecerse, cada día más, en sus vestidos y en su comportamiento, a los extranjeros que había traído la ocupación; pero también es verdad que los extranjeros no dejaban de sentir la influencia del medio en que vivían. Muchos de aquellos funcionarios, el enérgico magiar, el polaco altivo, cruzaban el puente con angustia y penetraban con disgusto en la ciudad en la que, al principio, formaban grupo aparte, como las gotas de aceite en el agua.
Pero, algunos años después, pasaban largas horas sentados en la kapia, fumaban con sus gruesas boquillas de ámbar y, como viejos habitantes de la ciudad, veían desvanecerse el humo, que se perdía bajo el cielo azul en el aire inmóvil del crepúsculo, o bien esperaban la llegada de la tarde en compañía de nuestros notables y de nuestros beys, situados todos en una verde meseta y teniendo ante ellos un manojo de albahaca; y, en el curso de una conversación lenta, sin gravedad ni sentido particular, bebían despacio y tomaban de vez en cuando un poco de albahaca, como sólo saben hacerlo las gentes de Vichegrado. Y entre aquellos extranjeros, hubo algunos funcionarios o artesanos que se casaron en nuestra ciudad, firmemente decididos a no abandonarla jamás.
Este sistema de vida no significaba la realización de lo que cada uno de los vichegradeses llevaba en la sangre ni de lo que deseaba con toda su alma desde siempre; al contrario, todos, musulmanes y cristianos, entraban en aquella existencia con reservas diversas y absolutas, pero aquellas reservas quedaban en secreto y permanecían ocultas, mientras que la vida era visible y potente, brindando sus nuevas posibilidades que parecían grandes. Y tras algunas dudas más o menos acentuadas, la mayoría de la gente se dejaba arrastrar por la corriente, realizando negocios y adquisiciones, viviendo según las nuevas ideas y los nuevos métodos que aportaban un mayor impulso y ofrecían más oportunidades a cada individuo.
Esta existencia no resultaba en absoluto menos condicionada ni menos estrecha que la antigua, cuando tenían el poder los turcos; pero ahora era más fácil y más humana, y la estrechez y las condiciones estaban establecidas desde lejos y con habilidad, hasta el punto de que el individuo no las sentía directamente. Por eso, cada uno creía que todo se había hecho más amplio y más aireado, más diverso y más rico.
El nuevo Estado, con su correcto aparato administrativo, conseguía sin dolor, sin brutalidad, sin sacudidas, que la gente pagase unos impuestos y unas contribuciones que los turcos lograban con métodos groseros y absurdos, o recurriendo sencillamente al pillaje; ahora se conseguía tanto dinero o quizá más que antaño, y las recaudaciones se hacían con mayor rapidez y seguridad.
De igual modo que tras el ejército había llegado la policía, y tras la policía, los funcionarios, tras los funcionarios se presentaron los negociantes. Se inició la tala del bosque y aparecieron empresarios extranjeros, ingenieros y obreros que ofrecieron a los humildes y a los comerciantes la oportunidad de hacer negocio; al mismo tiempo introdujeron nuevas costumbres y cambios en el vestido y el lenguaje del pueblo. Se construyó el primer hotel del cual hablaremos más adelante. Surgieron cantinas y tiendas. Al lado de los judíos españoles, los sefarditas, que vivían en la ciudad desde hacía siglos, ya que se habían establecido en ella poco tiempo antes de la construcción del puente, hicieron su aparición los judíos de Galitzia, los askenazi. El dinero, como savia nueva, empezó a circular por el país en cantidades hasta entonces desconocidas, y lo que es más importante, circulaba públicamente, con osadía y sin trabas. Al amparo de esta circulación de oro, de plata y de papel moneda, circulación que, por otra parte, no dejaba de provocar emociones, todos podían alcanzar algún beneficio, pues incluso en el hombre más pobre hacía nacer la ilusión de que su miseria era sólo temporal y, por consiguiente, llevadera.
También antaño hubo dinero y gentes ricas, pero eran sólo unos pocos hombres los que gozaban de una situación ventajosa y escondían su dinero, exhibiendo y ostentando su nobleza sólo como un medio de tener poder y de procurarse una defensa. Su situación les resultaba abrumadora a ellos mismos y a cuantos los rodeaban. Pero ahora, la riqueza, o lo que se consideraba como tal, era pública y se manifestaba bajo la forma de goces y de placeres personales; y por esto la mayor parte de la gente podía obtener algo de su resplandor o de sus sobrantes.
En los demás aspectos, todo seguía la misma norma. Los deleites que, hasta entonces, habían sido gozados a escondidas y furtivamente, podían ser adquiridos ahora y podían mostrarse abiertamente, lo que aumentaba la fuerza de su atractivo y el número de aquellos que corrían en su busca. Lo que en otro tiempo fue inaccesible, lejano, caro, prohibido por las leyes y por las consideraciones todopoderosas, se hizo, en muchos casos, viable y accesible para todos los que tenían dinero o eran unos tunantes. Muchas pasiones, apetitos y exigencias que hasta entonces se ocultaban en lugares perdidos o permanecían totalmente insatisfechos, podían ahora atreverse a buscar a plena luz una satisfacción completa o, al menos, parcial.
En realidad, había en ello más disciplina, más orden y más obstáculos legales; los vicios eran castigados y los placeres se conseguían con más dificultad y a más precio que antes; ahora bien, las leyes y los métodos eran distintos y dejaban a la gente, en este terreno como en los demás, la ilusión de que, inesperadamente, la vida se había hecho más amplia, más lujosa y más libre.
No había muchos más goces ni, sobre todo, mucha más felicidad que antaño, pero era indudablemente más fácil alcanzar el placer y parecía haber en todas partes un hueco para la felicidad de cada uno. La vieja inclinación innata de los vichegradeses hacia una vida despreocupada y hacia el deleite, encontraba ahora un estimulante y una posibilidad de realización dentro de las nuevas costumbres y de las nuevas fórmulas de comercio y de beneficio introducidas recientemente por los extranjeros. Los judíos polacos emigrados que tenían a su cargo familias numerosas, fundaban sobre este estado de cosas todas sus actividades. Schreiber tenía un bazar y una tienda de comestibles, Guntenplan había abierto una cantina para los soldados, Tsaler había instalado un hotel, los Sperling montaron una fábrica de sosa y un laboratorio de fotografía, Tsveher era relojero y joyero.
Tras la edificación del cuartel que había reemplazado a la hostería de piedra, se había levantado, aprovechando los materiales que sobraban, un edificio en el que se instaló la administración regional y el tribunal. La casa más grande de la ciudad, si no se tienen en cuenta las dos últimas, era el hotel de Tsaler.
Se alzaba en la orilla, al lado del puente. Esta orilla estaba fortificada por un antiguo muro que contenía el ribazo a ambos lados del puente y que había sido construido al mismo tiempo que él. Por tanto, a derecha e izquierda del puente, se extendían dos llanos, como dos terrazas que dominasen el río. En estos solares que el pueblo llamaba campos de carreras, jugaban de generación en generación los niños de la ciudad. Ahora, las autoridades del distrito habían ocupado el llano de la izquierda, cerrándolo con una empalizada, y habían plantado en él árboles frutales y algunos arbustos, haciendo del solar una especie de vivero del distrito.
En el llano de la derecha se edificó el hotel. Hasta entonces, la primera construcción que se encontraba a la entrada del barrio del comercio era la posada de Zarié. Estaba bien situada, pues el viajero fatigado y sediento que entraba en la ciudad por el puente iba a parar directamente a ella. Ahora había sido completamente eclipsada por el nuevo hotel. La antigua posada parecía cada día más baja y más humilde, como si fuese hundiéndose en el suelo.
Oficialmente, el nuevo hotel llevaba el nombre del puente, junto al que se había edificado. Pero el pueblo bautiza todos los objetos según su lógica particular y según el significado real que tiene para él. La inscripción Hotel zur Brücke 1 que figuraba en la fachada del edificio de Tsaler palideció rápidamente.
Había sido trazada con letras rígidas, a acuarela, por un soldado experto en la materia. La gente le dio el nombre de Hotel de Lotika y con aquel nombre se quedó. Porque, aunque el hotel era propiedad de Tsaler, un judío grueso y flemático que tenía una mujer enfermiza y dos hijas pequeñas, Mina e Irene, la verdadera patrona y alma de la empresa era la cuñada de Tsaler, una mujer de una gran hermosura, viuda, de palabra franca y dotada de una energía viril, que se llamaba Lotika.
En el piso superior del hotel se hallaban seis habitaciones limpias y en buen orden para los clientes; en la planta baja había dos salas, una espaciosa y otra pequeña. La grande era frecuentada por personas modestas y vulgares: suboficiales y artesanos. La pequeña estaba separada de la grande por una puerta de cristales opacos con dos hojas: en una de ellas estaba escrita la palabra "Extra" y en la otra "Zimmer" 2. Allí se encontraba el centro de la vida social de los funcionarios, los oficiales y los ricos de la ciudad. En el hotel de Lotika se bebía, se jugaba a las cartas, se cantaba, se bailaba, se mantenían conversaciones serias, se concluían negocios, se comía bien y se dormía en cama limpia. Ocurría a menudo que los beys, los negociantes y los funcionarios esperaban bebiendo la noche, y, después el día y continuaban de fiesta hasta que caían bajo la acción del alcohol y del sueño, y tan fatigados por el juego de naipes que llegaban a perder la vista.
(Ya no se jugaba a las cartas clandestina y secretamente en el cuartito oscuro y asfixiante de la taberna de Ustamuitch.) Y Lotika cortésmente despedía a los que habían bebido demasiado o a los que habían perdido todo, y recibía a los que llegaban todavía serenos y deseosos de alcohol y de juego.
Nadie sabía ni nadie se preguntaba cuándo descansaba, cuándo dormía, cuándo comía aquella mujer, cuándo encontraba tiempo para vestirse y para arreglarse. Porque estaba siempre allí (al menos lo parecía) a disposición de todos, amable, comportándose igual con todo el mundo y mostrando con todos la misma osadía y el mismo ingenio.
De buena estatura, corpulenta, la piel marfileña, el cabello negro, los ojos ardientes, tenía una manera perfectamente segura de conducirse con los clientes que dejaban en el hotel mucho dinero, pero que, llevados por la bebida, eran a menudo agresivos e impertinentes. Conversaba con todos de un modo dulce, atrevido, espiritual, excitante, acariciador y sosegado.
(Su voz era ronca y desigual, pero, en determinados momentos, se transformaba en un arrullo profundo y suave. Cometía faltas, porque nunca había aprendido bien el servicio y hablaba un idioma sabroso y figurado en el que los casos nunca estaban en su sitio y el género de los sustantivos no resultaba seguro, pero que, a pesar de todo, por la entonación y el sentido, correspondía perfectamente a la manera popular de expresarse.)
Cada uno de los clientes disfrutaba con su presencia. Daban por bien empleado su dinero y el tiempo que pasaban en el hotel, por poder cortejarla y poner en juego sus deseos. Pero esas dos cosas -gastar el dinero y perder el tiempo- eran las únicas constantes y seguras. Todo lo demás parecía existir, aunque su existencia no fuese conocida. Lotika fue para dos generaciones de derrochadores, ricos o beys, como una especie de espejismo, una aparición brillante, costosa y fría que engañaba sus sentidos. Se citaba en las anécdotas a algunos pocos individuos que habían conseguido sus buenas gracias, pero ni ellos mismos podían decir en qué medida las habían alcanzado ni en qué consistían exactamente esas gracias.
No era sencillo ni fácil luchar con aquellos hombres ricos y borrachos, en quienes se despertaban a menudo unos instintos inesperados y brutales. Pero Lotika, mujer infatigable, hábil, fría, de razón rápida y corazón viril, domaba los furores, calmaba los apetitos de aquellos hombres desencadenados, valiéndose del juego misterioso de su cuerpo perfecto, de su astucia profunda y de una osadía que no le iba a la zaga, y lograba siempre y en cada caso mantener entre ellos y ella la distancia necesaria, lo cual inflamaba aún más los deseos y aumentaba su valor. Manejaba a aquellos hombres, incluso los más groseros y los más peligrosos, burlando su embriaguez y su rabia como el torero burla al toro. Había llegado a conocer enseguida aquel mundo, y había encontrado holgadamente el secreto de sus apetitos en apariencia complejos. Conocía todos los puntos débiles de aquellos seres sentimentales, crueles y llenos de sensualidades. Les ofrecía todo, prometía mucho, pero daba poco o, para ser más exactos, nada, pues sus deseos, por su naturaleza misma, eran tales que no podían ser saciados y, al final, aquellos individuos debían contentarse con poca cosa. Se comportaba con la mayoría de los clientes como si fuesen enfermos, como si se tratase de gentes que tenían de vez en cuando crisis y preocupaciones. En suma, podía decirse de ella que, a pesar de su oficio, ni demasiado bonito ni demasiado honesto, era una mujer de buen sentido, buen corazón y buen carácter, que sabía consolar y socorrer a los que gastaban más de lo necesario en beber o que perdían su dinero jugando a las cartas. Los volvía locos, porque, por naturaleza, eran locos; los engañaba, porque deseaban ser engañados y, en fin, se limitaba a tomar lo que ellos, de cualquier modo, estaban dispuestos a dilapidar y a perder. Es cierto que había ganado mucho dinero, que vigilaba sus cuartos y que así, desde los primeros años, había logrado acumular todo un capital, pero también es cierto que sabía borrar una deuda u olvidar generosamente y sin frases un dinero perdido. Socorría a los mendigos y a los enfermos y con mucho tacto y precaución, sin ruido, delicadamente, ayudaba a las familias ricas arruinadas, a los huérfanos y a las viudas de las mejores casas, a todos esos pobres vergonzosos que no saben pedir, y se sienten molestos y vacilan antes de aceptar una limosna.
Y eso lo hacía con la misma habilidad con que administraba el hotel y mantenía a distancia a los clientes borrachos, lúbricos e impertinentes, recibiendo de ellos lo que podía, sin darles nada, pero no rechazándolos nunca de un modo definitivo.
La gente, que conocía el mundo y sabía su historia, opinaba a menudo que era una lástima que el destino hubiese designado a aquella mujer un radio de acción tan reducido y tan bajo. Si no hubiese sido lo que era y en el lugar que lo era, quién sabe en qué se habría convertido, y lo que habría dado de sí aquella mujer lista y humana que no pensaba en ella y que, siendo a la vez ávida y desinteresada, hermosa y seductora, pero al mismo tiempo casta y fría, administraba un hotel de provincia y vaciaba los bolsillos de los juerguistas de la ciudad. Quizá hubiese llegado a ser una de esas mujeres ilustres de las que habla la historia y que gobiernan el destino de grandes familias, de cortes y de Estados, dirigiendo todos los asuntos hacia la más elevada meta.
Por aquella época, hacia 1875, cuando Lotika estaba en el cénit de su fuerza, había algunos muchachos, hijos de familias ricas, que se pasaban en el hotel día y noche, encerrados en aquella Extrazimmer de puertas de cristal opaco y lechoso. Allí, a la hora del crepúsculo, junto a la estufa, dormitaban, fatigados todavía a causa de la bebida de la noche anterior, olvidando en medio de su cansancio y de su somnolencia el lugar en que se hallaban y lo que estaban esperando. Aprovechando aquellos minutos de calma, Lotika se retiraba a una habitación del primer piso, que estaba destinada al servicio, pero de la que ella había hecho su despacho y en la que no dejaba entrar a nadie. El cuarto estaba atestado de muebles de todas clases, de fotografías y de objetos de oro, de plata y de cristal. Allí, oculta tras una cortina, se encontraba su caja de caudales de acero pintada de verde, así como una mesita cubierta de papeles, de convocatorias, de recibos, de cuentas, de periódicos alemanes, de recortes con las cotizaciones de Bolsa y de listas de lotería.
En aquella habitación estrecha, repleta y asfixiante, cuya única ventana, más chica que las demás del edificio, daba directamente al primer ojo del puente, el más pequeño, Lotika pasaba sus ratos de ocio y vivía aquella parte secreta de su vida que sólo le pertenecía a ella.
En su rincón, Lotika, durante los momentos de libertad que robaba a su trabajo, leía las noticias de la Bolsa, estudiaba las circulares, ponía sus cuentas en regla, respondía a las cartas de los bancos, tomaba decisiones, daba órdenes, disponía del dinero que tenía colocado y enviaba nuevas remesas. Éste era para la gente del primer piso y para todo el mundo el aspecto desconocido del trabajo de Lotika, el lado invisible y verdadero de su vida. En tales momentos, se quitaba la máscara sonriente y su cara se volvía rígida y su mirada penetrante y oscura. Desde aquella habitación, mantenía correspondencia con su numerosa familia, los Apfelmayer de Tarnowo, con sus hermanos y hermanas casadas, con sus distintos parientes, todos ellos judíos pobres originarios de Galitzia oriental y que se encontraban dispersos por Galitzia, por Austria y por Hungría.
Dirigía el destino de una docena de familias judías, penetraba en los menores detalles de sus vidas, concertaba matrimonios, enviaba a los niños a la escuela o a talleres para que aprendiesen un oficio, se preocupaba por la salud de los enfermos, poniendo los medios para que la recuperasen, amonestaba y reñía a los perezosos y a los derrochadores, y alababa a los ahorrativos y a los emprendedores. Zanjaba sus disputas familiares, daba consejos cuando se producía algún desacuerdo, incitaba a todos a un género de vida más razonable, mejor y más digno y, al mismo tiempo, hacía posible que lograsen tal grado de vida, poniendo a su alcance los medios necesarios. A cada una de sus cartas, seguía un giro que tenía la virtud de conseguir que sus consejos fuesen tenidos en cuenta, que se observasen sus recomendaciones. Cubriendo sus necesidades materiales o espirituales, evitaba que la desgracia hiciese presa de ellos.
(Lotika encontraba, levantando a toda la familia y colocando a cada uno en su sitio, su único verdadero placer y la recompensa a todas las cargas y a todas las renuncias de esta vida. Cuando uno de los miembros de la familia Apfelmayer conseguía ascender un peldaño de la escala social, Lotika sentía como si fuese ella misma la que se había elevado, hallando en ello una compensación a sus pesados trabajos y una nueva energía para sus futuros esfuerzos.)
A veces sucedía que cuando terminaba su trabajo en el Extrazimmer, estaba tan cansada o tan asqueada, que no tenía fuerzas ni para escribir ni para leer sus cartas y sus cuentas; entonces, se limitaba a ir a la ventana para respirar a pleno pulmón el aire fresco que subía del río, un aire muy diferente del que se respiraba abajo. Su mirada iba a parar a la masa de piedra, poderosa y esbelta, que tapaba todo el horizonte o se detenía en el curso rápido de las aguas. El ojo del puente no cambiaba ni a la luz del sol, ni con el crepúsculo, ni con la aurora, ni al claro de luna del invierno, ni con la dulce luz de las estrellas. Sus dos lados se tendían uno hacia el otro, reuniéndose en una cima aguda, y se sostenían mutuamente en un equilibrio perfecto e inquebrantable. El arco se convirtió con los años en su horizonte único y familiar, en el testigo mudo al que se dirigía aquella judía de doble vida en los minutos en que buscaba reposo y frescura, cuando los negocios y las preocupaciones familiares que ella tenía que zanjar llegaban a un punto muerto sin solución.
Aquellos momentos de descanso no duraban nunca demasiado: a menudo, llegaba, procedente del café, un clamor que rompía el encanto. Eran nuevos clientes que reclamaban su presencia o un borracho que, habiéndose despertado y recobrado en parte la serenidad, exigía más bebida, o quería que se encendiesen las lámparas, o que se hiciese acudir a los músicos. Entonces Lotika abandonaba su refugio y, cerrando cuidadosamente la puerta con una llave especial, bajaba para recibir al cliente o para tranquilizar al borracho con su sonrisa y su lenguaje particular, tratándolo como a un niño y llevándolo a una mesa para iniciar otra vez la fiesta y volver a dar curso a la bebida, a la conversación, a las canciones y a los gastos.
Durante su ausencia, todo marcha mal en la planta baja. Los clientes disputan. Un bey de Tsrntcha, joven, pálido, de mirada huraña, tira al suelo las bebidas que le han llevado, encuentra respuestas para todo, busca discusión con los criados y con los clientes. Salvo contadas excepciones, hace ya días que acude al hotel, que suspira junto a Lotika. Pero bebe de tal modo que se nota que hay algo que le impulsa, un dolor más profundo y mucho más grande -cuyas causas él mismo ignora- que su amor no correspondido y sus celos infundados por la bella judía de Tarnowo.
Lotika se acerca a él ligera, sin temor, con naturalidad.
– ¿Qué te ocurre, Eiub? ¿Por qué gritas?
– ¿Dónde estabas? Quiero saber dónde estabas -balbucea el borracho con una voz más tranquila.
La mira parpadeando, como una aparición.
– Me están dando veneno, pero no saben que yo, si yo…
– Quédate sentado tranquilamente -dice la mujer para calmarlo, mientras sus manos blancas juegan cerca del rostro del bey-. Quédate sentado; por ti, yo haré lo que haga falta; voy a buscarte algo para beber.
Llama al camarero y le dice unas palabras en alemán.
– No hables delante de mí en ese idioma que no comprendo, no chapurrees: Firtzen-Fuftzen; yo… ya me conoces.
– Si te conozco, te conozco, Eiub; no conozco a nadie que sea mejor que tú; pero, a ti sí te conozco…
– ¡Hum! ¿Con quién estabas? ¡Di!
Y la conversación del borracho con la mujer continúa sin fin, sin razón, ni resultado, frente a una botella de vino caro y dos vasos: uno, el de Lotika, que está siempre lleno; otro, el de Eiub, que se vacía y se llena sin cesar.
Mientras aquel vago balbucea con la lengua torpe por el alcohol toda clase de desafíos sobre el amor, la muerte, la enfermedad de amor que no tiene cura y otras cosas parecidas que Lotika sabe de memoria, porque todos los borrachos del país cuentan la misma historia y en los mismos términos, la mujer se levanta, se acerca a las demás mesas en las que se encuentran otros clientes que acuden regularmente al hotel al atardecer.
En una mesa se hallan unos muchachos ricos que acaban de empezar a frecuentar los cafés y a beber, snobs de provincia para quienes la posada de Zarié se ha convertido en algo demasiado elemental y aburrido, y que todavía se sienten intimidados en el hotel. En otra mesa están sentados algunos funcionarios extranjeros y un oficial que ha abandonado hoy el círculo militar y que, impulsado por la necesidad de pedir a Lotika un préstamo urgente, se ha rebajado hasta el extremo de ir a ese hotel para civiles. En una tercera mesa se hallan los ingenieros que construyen, a través del bosque, el ferrocarril que en su día será destinado a la exportación de madera.
En un rincón se encuentran hablando Pavlé Rankovitch, uno de los más jóvenes y ricos propietarios del lugar, y un austríaco, un empresario que trabaja para los ferrocarriles. Pavlé está vestido a la moda turca y lleva un fez rojo. Tiene unos ojos minúsculos que parecen dos rendijas de luz, negras y oblicuas, sobre su gruesa cara pálida, pero que pueden ensancharse enormemente y hacerse grandes, brillantes y diabólicamente rientes en algún raro momento de alegría y de triunfo. El empresario lleva un traje gris de sport, unas botas altas, amarillas, atadas con cordones, que le llegan hasta la rodilla. Escribe con un lápiz dorado de cadenita de plata, mientras que Pavlé maneja un lápiz grueso y corto que hace cinco años dejó olvidado en su tienda un carpintero, artesano militar que fue a comprar clavos y goznes. Están concluyendo un acuerdo para el suministro de alimentos a los obreros que trabajan en el ferrocarril.
Completamente sumergidos en sus asuntos, multiplican, dividen, suman, alinean cifras, unas, visibles, que trazan sobre un papel con el que intentan convencerse y engañarse el uno al otro, otras, invisibles, que conservan en la cabeza, calculando con esfuerzo y rapidez, cada uno para sí mismo, las posibilidades secretas y los beneficios.
Lotika halla para cada uno de los clientes la palabra adecuada, la sonrisa generosa o, sencillamente, una mirada muda, llena de comprensión. Después, vuelve otra vez junto al joven bey que empieza a mostrarse de nuevo turbulento y agresivo.
En el curso de la noche, cuando el vino corra, con todas sus fases borrascosas, exaltadas, llorosas o brutales, que la judía conoce bien, encontrará un momento de tranquilidad durante el cual podrá ir a su alcoba y, a la luz blanquecina de su lámpara de porcelana, continuará su descanso o se entregará a su correspondencia hasta que estalle abajo otra escena que reclame su presencia.
Y, al día siguiente, se repetirá la misma historia, volverá el mismo bey juerguista, borracho y caprichoso, u otro, y se le plantearán a Lotika las mismas preocupaciones que tendrá que abordar sonriente, y habrá de hacer trente al trabajo que, en ella, parece siempre un juego ligero y desenfrenado.
Resulta incomprensible que Lotika haya podido desenvolverse y mantener su posición en medio de esa variedad de asuntos que llenan sus días y sus noches, y que le exigen más astucia de la que normalmente tiene una mujer, y más fuerzas de las que puede poner en movimiento un hombre. Y, sin embargo, consigue hacer todo, sin quejarse nunca, sin dar explicaciones a nadie, sin hablar. Y, a pesar de todo eso, en la distribución de su tiempo, encuentra todos los días una hora al menos para dedicarla a Alí-Bey Pachitch.
Es el único hombre del que se dice en la ciudad que ha conseguido obtener, al margen de todo cálculo, la simpatía de Lotika. Pero es al mismo tiempo el hombre más replegado en sí mismo y el más silencioso de toda la ciudad. Es el mayor de los cuatro hermanos Pachitch, no está casado (en la ciudad piensan que es a causa de Lotika), no se ocupa de negocios ni participa en la vida pública. No bebe ni va de juerga con los amigos de su edad.
Está siempre del mismo humor, igualmente amable e igualmente reservado para todos, sin distinción. Plácido y encerrado en sí mismo, no huye de la sociedad ni de la conversación y, sin embargo, nadie puede recordar ninguna opinión suya ni en ningún sitio se repite lo que él ha dicho. Se basta por sí solo y está enteramente satisfecho de lo que es y de lo que significa a ojos de los demás hombres.
No tiene necesidad de ser o de parecer de otro modo del que realmente es y nadie espera ni exige de él otra cosa. Es uno de esos hombres que llevan su nobleza como un título pesado y digno que llena por completo su vida; una nobleza innata, grande y respetable cuya justificación se halla en sí misma, y que no puede ser ni explicada, ni negada, ni imitada.
Lotika no se ocupa de los clientes de la sala grande. Ése es el dominio de Maltchika, la camarera, y de Gustavo, el camarero… Maltchika es conocida en toda la ciudad como una húngara muy lista que se parece a la mujer de un domador de fieras, mientras que Gustavo es un alemán de Bohemia, pelirrojo, bajito, con los ojos inyectados en sangre, patizambo y con los pies planos. Conocen a todos los clientes y, en general, a todos los habitantes de la ciudad; saben quién paga regularmente, de qué manera se comporta cada uno cuando está borracho; están al corriente de quiénes son los que han de ser recibidos con frialdad, a quién hay que acoger cordialmente y de quéllos que ni siquiera hay que dejar entrar, porque no son aptos "para el hotel". Vigilan a los que beben mucho y tienen cuidado de que nadie se vaya sin pagar, e, igualmente, de que todo termine con corrección y como Dios manda, según las instrucciones de Lotika: Nur Kein Skandal 1. Pero, a veces, sucede, excepcio-nalmente, que alguien, de manera inesperada, demuestra que tiene mal beber, o bien que un individuo, tras haberse emborrachado en otros cabarets de segunda categoría, entra por la fuerza en el hotel; entonces, hace su aparición un criado, Milán, un muchacho alto, ancho de espaldas y huesudo. Originario de Lika, es un hombre de fuerza hercúlea que habla poco, pero que puede ocuparse de cualquier trabajo. Está siempre vestido como conviene a un camarero de hotel (Lotika no deja pasar un detalle). Va siempre sin chaqueta, con un chaleco oscuro encima de una camisa blanca, y un delantal largo, de paño verde.
En invierno como en verano, lleva las mangas remangadas hasta el codo, de suerte que pueden verse sus enormes antebrazos velludos y negros como dos cepillos. Tiene un bigotito recortado y el pelo moreno y tieso untado con una pomada olorosa como la que usan los militares.
Milán es el que se encarga de sofocar cualquier posible escándalo.
Existe para esa clase de trabajo desagradable y poco atractivo una táctica que desde hace tiempo ha sido perfeccionada, logrando consagrarse. Gustavo entretiene al cliente brusco y borracho, mientras espera la llegada de Milán. Cuando éste aparece, se acerca al perturbador por la espalda, el camarero se aparta y el hombre de Lika coge al borracho con una mano por la cintura y con la otra por el cuello; todo esto, con tanta habilidad y rapidez, que nunca ha habido nadie que haya visto cómo pone Milán en práctica su "llave".
Entonces el borracho en cuestión, aunque sea el tipo más fuerte de la ciudad, sale volando, como un muñeco de paja, hacia la puerta que Maltchika abre en el momento preciso; a continuación, va a parar directamente a la calle. Al mismo tiempo, Gustavo arroja el gorro, el bastón o las prendas que hayan quedado del inoportuno. Milán se arroja hacia el cierre metálico de la puerta y, cargando con todo el peso de su cuerpo, lo hace bajar. Todo esto se realiza en un abrir y cerrar de ojos, en perfecta armonía, y, antes de que los clientes hayan tenido tiempo de volverse, el indeseable está ya en la calle y no puede, por muy loco que esté, sino golpear al cierre con su cuchillo o con una piedra, como lo demuestran algunas huellas. Pero entonces ya no es un escándalo en el hotel, sino en la calle y, por consiguiente, asunto de la policía que, de todas las maneras, siempre está cerca del hotel.
A Milán no le ocurre lo que a otros hoteleros, es decir, que el cliente a quien se quiere expulsar, arrastre o tire mesas y sillas o se agarre a la puerta con pies y manos de tal modo que ni un par de bueyes conseguirían tirar de él. Milán no demuestra en estos casos ni ser exagerado, ni mal humor, ni combatividad apasionada, ni vanidad personal; por esto, sin duda, efectúa la operación tan bien y con tanta velocidad. Un minuto después de haber echado al cliente, ya está en su sitio en la cocina o en el "office", como si no hubiese pasado nada.
Gustavo pasa como por casualidad por el Extrazimmer y, mirando a Lotika que se encuentra sentada en una mesa con los clientes más distinguidos, cierra de pronto los dos ojos, lo que significa que ha ocurrido algo, pero que todo ha sido ya puesto en orden. Entonces Lotika, sin interrumpir su conversación ni abandonar su sonrisa, guiña también, sin que nadie se dé cuenta, los dos ojos al mismo tiempo, lo que quiere decir: "De acuerdo, gracias, y no dejéis de estar atentos ni un instante".
Sólo queda por arreglar la cuestión de lo que haya bebido o roto el clieate expulsado. Lotika dispensa de esta suma a Gustavo, cuando, tras un biombo rojo, avanzada la noche, hacen las cuentas del día.