CAPITULO XIX

Del mismo modo que una noche cálida de verano se parece a otra noche cálida, igualmente las conversaciones de estos estudiantes eran siempre idénticas o, al menos, parecidas.

Inmediatamente después de una cena devorada con apetito (habían pasado el día bañándose y secándose al sol), fueron llegando a la kapia uno tras otro. Primero, lanko Stikovitch, hijo de un sastre del Meïdan, que había empezado, hacía cuatro semestres, sus estudios de ciencias naturales en Gratz. Era un muchacho flaco, de perfil acusado y cabello negro y liso, vanidoso, susceptible y descontento de sí mismo, pero mucho más de cuanto lo rodeaba. Leía mucho y escribía artículos, bajo un seudónimo que era conocido en la prensa juvenil; también redactaba octavillas revolucionarias que aparecían en Praga y en Zagreb. Y poemas que publicaba con otros seudónimos. Tenía preparada una colección que iba a ser lanzada por La Aurora (casa que se dedicaba a la impresión de ediciones nacionalistas). Era, por añadidura, un buen orador, un polemista inflamado que intervenía en las reuniones de estudiantes. También acudía a la kapia Velimir Stevanovitch, un joven sano y robusto, de padres desconocidos, que fue adoptado por una familia de la ciudad. Era irónico, realista, ahorrativo y aplicado. Estaba terminando sus estudios de medicina en Praga. Y lakov Kherak, hijo de un infeliz cartero muy popular en Vichegrado. Estudiaba leyes, era moreno, menudo, con la mirada penetrante y la palabra rápida, socialista, espíritu discutidor que sentía vergüenza de su buen corazón y disimulaba todos sus sentimientos. Y Ranko Mihailovitch un muchacho silencioso, amable, que estudiaba derecho en Zagreb, y proyectaba hacerse funcionario, una vez concluidos los estudios. Participaba débil, blandamente en las discusiones que entablaban sus amigos sobre el amor, la política, la vida y la organización social. Por línea materna, era biznieto del arcipreste Mihailo, cuya cabeza fue expuesta, con un cigarro en la boca, clavada en una estaca, en la kapia.

También asistían a la tertulia algunos estudiantes de los institutos de Sarajevo, que escuchaban ávidamente a sus compañeros de más edad interesándose por sus relatos sobre la vida de las grandes ciudades. Estos relatos, a causa de la vanidad de los mozos y de sus deseos secretos, brindaban los hechos más grandes y más hermosos de lo que realmente eran. Entre aquellos estudiantes de bachillerato figuraba Nicolás Glasintchanine, un chico pálido y erguido, el cual, a consecuencia de su pobreza, de su salud precaria y de sus escasos éxitos, había tenido que abandonar el instituto, a raíz de terminar el tercer año. De regreso a Vichegrado, se colocó en las oficinas de una firma alemana exportadora de madera. Nicolás procedía de una rica familia de Okolichta, por aquel entonces arruinada. Su abuelo, Milán Glasintchanine, murió, poco después de la ocupación, en un manicomio de Sarajevo, tras haber perdido en su juventud, jugando, la mayor parte de su fortuna. Aquel mismo año falleció también su padre, Pedro Glasintchanine, un hombre enfermizo, sin voluntad y sin energías, que era poco estimado.

Ahora, Nicolás se veía obligado a pasar toda su jornada de trabajo a la orilla del río, junto a los obreros que transportaban pesadas vigas de pino, las cuales ataban y cargaban en los trenes; señalaba los estéreos de madera ya medida y, a continuación, hacía en la oficina las cuentas que, después, pasaba a una lista. Llevaba clavado como un sufrimiento y como una humillación este trabajo monótono, entre gente sin relieve, trabajo sin vuelo ni perspectiva; la ausencia de cualquier esperanza de cambio o de mejora de su situación social hizo de un hombre sensible un ser prematuramente envejecido, amargado y taciturno. Leía mucho durante sus horas libres, pero este alimento espiritual ni le reconfortaba ni elevaba sus ánimos, ya que todo en él adquiría un sabor agrio. Su mala suerte, su soledad, sus sufrimientos le abrieron los ojos y agudizaron su espíritu en muchos aspectos; las ideas más hermosas y los más preciosos conocimientos sólo contribuían a desanimarlo y a amargarlo más aún, ya que le hacían más sensible su fracaso y su vida sin perspectiva dentro de la pequeña ciudad.

Por último, citemos a Vlado Maritch, cerrajero de profesión, mozo alegre, buen chico a quien sus compañeros de las escuelas superiores querían y envidiaban, tanto a causa de su potente y hermosa voz de barítono como de su sencillez cordial y de su bondad. Este muchacho, con su gorra de cerrajero, pertenecía a esa clase de personas modestas que se bastan a sí mismas, que no se miden ni se comparan con nadie, que reciben con agradecimiento y tranquilidad lo que la vida les ofrece y que dan sin más todo lo que tienen y pueden.

También asistían a las reuniones dos maestras nacidas en Vichegrado: Zorka y Zagorka. Todos los muchachos se disputaban sus favores e interpretaban en torno a ellas la comedia del amor ingenuo, complicado, brillante, torturador. Se entregaban a las discusiones como en épocas pasadas los caballeros participaban en los torneos. Por ellas, se sentaban en la kapia y fumaban en las tinieblas y permanecían aislados o, cantaban acompañados por algún grupo que hasta aquel momento había andado bebiendo por la ciudad; por ellas existían entre los compañeros odios secretos, celos torpemente disimulados, conflictos abiertos. Hacia las diez, las muchachas se marchaban. Ellos se quedaban todavía un buen rato, pero el buen humor que reinaba en la kapia decaía y la elocuencia combativa se relajaba.

Stikovitch, que habitualmente llevaba las riendas de la conversación, aquella noche estaba callado y fumaba. Se sentía turbado y, en su fuero interno, descontento; pero ocultaba su mal humor como ocultaba siempre sus verdaderos sentimientos, sin lograr nunca esconderlos del todo. Aquella misma tarde había tenido su primera cita con Zorka la maestra, una muchacha interesante, bien formada, de tez pálida y ojos ardientes. A instancias de Stikovitch, habían hecho lo que, en una pequeña ciudad, resultaba más difícil para un muchacho y una muchacha: reunirse en un lugar escondido sin que nadie lo viera ni lo supiese. Se encontraron en la escuela que, durante las vacaciones, estaba completamente desierta. Él entró por una calle, cruzando el jardín, y ella por la otra, utilizando la entrada principal. Se vieron en una habitación medio a oscuras, polvorienta, en la cual se hallaban apilados, hasta el techo, los bancos de la escuela. Y es que la pasión amorosa se ve obligada a menudo a buscar lugares perdidos y feos. No pudieron sentarse ni tumbarse. Los dos se sentían emocionados y torpes. Inundados por el deseo, fogosos, se besaron y abrazaron sobre uno de aquellos bancos gastados, tan familiares a Zorka. No apreciaron nada de cuanto les rodeaba.

Fue él quien satisfizo primero su deseo. Inmediatamente, de un modo torpe, sin transición, como es corriente entre los muchachos, se puso la ropa y se despidió. La chica empezó a llorar. La desilusión fue recíproca. Cuando Stikovitch logró calmarla como pudo, se marchó, huyó casi, en dirección a la salida excusada.

Al llegar a su casa, se encontró al cartero que le entregaba una revista de la juventud con su artículo "Los Balcanes, Servia y Bosnia-Herzegovina". Leyendo nuevamente el artículo, sus pensamientos se apartaron de la reciente aventura. Halló nuevas razones de descontento. Observó algunas erratas de imprenta, y determinadas frases le parecieron ridiculas. Ahora, que era demasiado tarde para cambiar nada, tuvo la impresión de que muchas cosas podían haber sido dichas más bellamente, con más claridad y concisión.

Y precisamente aquella noche, los jóvenes estaban sentados en la kapia y, en presencia de Zorka, discutieron durante toda la velada el artículo. Su principal detractor era el locuaz y combativo Kherak, que examinaba y criticaba todo desde el punto de vista socialista ortodoxo. Los demás sólo intervenían de vez en cuando, en el debate. Las dos maestras permanecían en silencio e iban tejiendo una invisible corona para el vencedor. Stikovitch se defendía sin energía, en primer lugar porque, de pronto, se había dado cuenta de que su artículo contenía muchos pasajes flojos y faltos de lógica, aunque por nada del mundo lo habría confesado ante sus compañeros; en segundo lugar porque el recuerdo de la tarde, pasada en el aula polvorienta y asfixiante, lo turbaba.

Era un recuerdo intolerable el de aquellas escenas que ahora le parecían grotescas y faltas de belleza, pero que, no obstante, habían sido durante mucho tiempo objeto de sus más ardientes deseos y de sus más vivas súplicas a la hermosa maestra. (En estos momentos la muchacha estaba sentada allí, envuelta en la oscuridad de la noche de verano, contemplándolo con ojos brillantes.) Se sentía deudor y culpable y habría dado algo por no haber ido a la escuela y, en último extremo, porque Zorka no hubiese asistido a la reunión.

En semejante estado de ánimo, le hizo el efecto de que Kherak era una especie de avispa agresiva, de la cual resultaba difícil defenderse. Le parecía que tenía que responder, no sólo de su artículo, sino también de todo lo ocurrido en la escuela durante la tarde. Hubiera querido a toda costa encontrarse solo en aquellos momentos, lejos de allí, y poder reflexionar tranquilamente sobre algo que no fuese ni su artículo ni la muchacha.

Pero el amor propio le impulsaba a mantener su postura. Stikovitch había citado a Tsviitch y a Strossmayer 1, y Kherak, a Kautski y a Bebel.

– Coges el rábano por las hojas – exclamó Kherak, analizando el artículo de Stikovitch -.

Es imposible crear una formación política duradera y sólida, si los campesinos balcánicos continúan hundidos en la miseria y en toda clase de desgracias. Únicamente, la liberación económica previa de las clases explotadas, del campesino y del obrero y, por consiguiente, de la inmensa mayoría del pueblo, puede producir las condiciones necesarias para la formación de Estados independientes. Ese es el proceso natural a seguir, y no a la inversa. Por esta razón, la liberación y la unidad nacional deben realizarse dentro del espíritu de la liberación y de la renovación sociales. Si no, lo que ocurrirá es que el campesino, el obrero y el pequeño burgués llevarán a las nuevas formaciones políticas, contagiándolas de su destino mortal, llevarán, te digo, su indigencia y su naturaleza de esclavos, en tanto que los explotadores, pequeños en número, impregnan todo con su mentalidad de parásitos y de reaccionarios y con sus instintos antisociales.

En esas condiciones, no podrá existir ni un Estado estable ni una sociedad sana.

– Todo eso que acabas de decir, no es más que una serie de ideas extranjeras, demasiado literarias -replicó Stikovitch -. Tu razonamiento se viene abajo ante el impulso vivo de las fuerzas nacionales que se han despertado, primero, entre los servios, y, después, entre los croatas y los eslovenos. Todas esas fuerzas tienen una sola meta. Los acontecimientos no se desarrollan según las previsiones de los teóricos alemanes, sino que, por el contrario, marchan de acuerdo con el sentido profundo de nuestra historia y la vocación de nuestra raza. A partir del momento en que Karageorges dijo: "Que cada uno mate a un soldado turco", las cuestiones sociales se resuelven en los Balcanes mediante guerras nacionales de signo liberador. Y todo va sucediendo de una manera muy lógica: del pequeño al grande, de la región y de la tribu a la nación y al Estado. ¿Es que nuestras victorias en Kumanovo y en Bregalnitsa 1 no han sido al mismo tiempo las mayores victorias del pensamiento progresista y de la justicia social?

– Eso está por ver -replicó Kherak.

– Quien no sea capaz de verlo ahora, no lo verá nunca. Nosotros creemos…

– Vosotros creéis y nosotros creemos, por eso deseamos que nos convenzan con pruebas y con hechos reales -exclamó Kherak.

– Y, ¿el caso de los turcos y el desfallecimiento de Austria-Hungría, primer paso hacia su desaparición, no constituye en realidad victorias de los pequeños pueblos democráticos y de las clases dominadas, en su aspiración por conquistar un lugar iluminado por el sol? -dijo Stikovitch, siguiendo el hilo de su pensamiento.

– Si la realización de las aspiraciones nacionalistas trajese consigo la realización de la justicia social, ya no se presentarían grandes problemas sociales, ni movimientos ni conflictos dentro de los Estados de Europa occidental, los cuales, en su mayoría, han realizado todos sus ideales nacionales y están satisfechos en este aspecto.

Ahora bien, ya hemos podido ver que nacionalismo y justicia social no corren parejas.

– Pues yo te repito -respondió Stikovitch un poco cansado- que si la creación de Estados independientes, establecidos sobre la base de la unidad nacional, y sin la realización de las concepciones contemporáneas sobre la libertad individual y social, no se puede hablar de "liberación social". Porque, como ha dicho un francés, "política ante todo…".

– ¡Ante todo, mi estómago! -interrumpió Kherak.

Llegados a este punto, los demás compañeros empezaron a gritar y la ingenua discusión de estudiantes se transformó en una querella de muchachos en la que todos hablaban a la vez, interrumpiéndose unos a otros; una querella que, cuando se dijeron algunas palabras ingeniosas se disipó, diluyéndose entre risas y gritos.

Fue ésta una buena ocasión para que Stikovitch interrumpiese el debate y se callase, sin dar la impresión de haber sido derrotado ni de abandonar la lucha.

Después de que Zorka y Zagorka se hubieron marchado, hacia las diez, acompañadas por Velimir y por Ranko, todos los demás empezaron también a dispersarse. Al final, se quedaron solos Stikovitch y Nicolás Glasintchanine.

Ambos tenían la misma edad. Habían sido compañeros de instituto y habían vivido juntos en Sarajevo. Se conocían a fondo y, precisamente por eso, no podían apreciarse en su justo valor ni quererse de verdad. Con los años, se abrió entre ellos, de un modo natural, un abismo cada vez mayor y más lamentable.

En la época de las vacaciones, se volvían a encontrar en la pequeña ciudad. Se miraban uno a otro y se contemplaban como inseparables compañeros que por las circunstancias se habían convertido en enemigos. Por si fuera poco, se interpuso entre ellos Zorka, la hermosa e inquieta maestra. En efecto, durante los largos meses del invierno anterior, Zorka empezó a salir con Glasintchanine, el cual ni ocultaba ni podía ocultar hasta qué punto estaba enamorado. Se entregó a aquel amor con todo el ardor de que son capaces los amargados y los descontentos. Pero cuando llegó el verano y los estudiantes hicieron su aparición, Glasintchanine no dejó de darse cuenta de la atención que Zorka prestaba a Stikovitch. De ahí que la tensión que desde hacía algún tiempo existía entre los dos muchachos aumentara durante los últimos meses, aunque la mantuviesen en secreto. Durante aquellas vacaciones, no se habían visto todavía a solas ni siquiera una vez.

Al encontrarse reunidos por casualidad, su primer pensamiento fue el de separarse lo antes posible, sin entablar una conversación que sólo podía resultar desagradable. Pero una consideración absurda, propia de su juventud, les impedía marcharse. En esta situación embarazosa, surgió en su ayuda una circunstancia que alivió por un momento el penoso silencio que los oprimía. En la oscuridad, se oyeren las voces de dos personas que caminaban lentamente y que se detuvieron cerca de la kapia, detrás del ángulo que formaba el parapeto, de manera que Stikovitch y Glasintchanine, sentados en el sofá, no podían verlos ni ser vistos, pero sí escuchar cada una de las palabras que pronunciaban los dos paseantes. Eran voces conocidas. Se trataba de dos de sus compañeros más jóvenes. Tomás Galus y Fekhim Bakhtiarevitch. Ambos se mantenían un poco alejados del grupo integrado por la mayoría de los estudiantes de bachillerato y de los universitarios que, todas las noches, se reunían en la kapia en torno a Stikovitch y Kherak. La razón era que, aunque más joven, Galus era, en tanto que poeta y orador nacionalista, rival de Stikovitch, por quien no sentía estima alguna, y Bakhtiarevitch era extraordinariamente taciturno, orgulloso y salvaje, como correspondía al nieto de un bey.

Tomás Galus era un muchacho de mejillas coloradas y ojos azules. Su padre, Albán Galus (Albán von Galus), era el último descendiente de una vieja familia de Burgenland. Llegó a Vichegrado, como funcionario, inmediatamente después de la ocupación, siendo durante unos veinte años "guarda forestal". Ahora se había retirado. Al poco de llegar a Vichegrado, se casó con la hija de uno de los hombres más ricos de la ciudad, Khadji Tomás Stankovitch. La que fue su esposa era una muchacha robusta, algo madura, de tez morena y fuerte voluntad. Tuvo con ella dos hijas y un hijo, que fueron bautizados en la iglesia servia y que crecieron como verdaderos hijos de Vichegrado y como auténticos nietos de Khadji Tomás. El viejo Galus, hombre alto y, en su juventud, guapo, con una sonrisa noble y una abundante cabellera, completamente blanca, se había convertido en un ciudadano más de Vichegrado. Era "el señor Albo" y los jóvenes no pensaban siquiera que pudiera ser extranjero. Se distinguía por dos pasiones que no molestaban a nadie: la caza y la pipa. Tenía buenos amigos en todo el distrito, tanto entre los servios como entre los campesinos musulmanes, a los que le unía su pasión por la caza. Había asimilado, como si hubiese nacido y crecido entre ellos, muchas de sus particularidades, sobre todo aquella manera especial de mantener un alegre silencio y de conversar tranquilamente, que caracteriza a los fumadores apasionados, y a la gente que ama la caza, el bosque y la vida al aire libre.

El joven Galus había obtenido aquel año su título de bachiller en el instituto de Sarajevo, y para el otoño iría a Viena a continuar sus estudios. Esta cuestión produjo divergencias dentro de su familia. El padre hubiese querido que el muchacho estudiase ciencias técnicas o silvicultura pero el hijo prefería matricularse en la Facultad de Letras. Y es que Tomás Galus sólo se parecía a su padre en el aspecto externo; sin embargo, sus tendencias naturales se dirigían a un campo totalmente distinto al de Albán. Tomás era uno de esos buenos alumnos, modestos y ejemplares en todo, que aprueban sus exámenes con facilidad, pero que sólo se sienten verdadera y sinceramente preocupados por satisfacer sus aspiraciones espirituales un poco desordenadas y confusas; aspiraciones que van más allá del ambiente de la escuela y de los programas oficiales. A esa clase de estudiantes le son desconocidas las lamentables y penosas crisis de la vida sensual y sentimental por las que han de pasar tantos muchachos de su edad, mas, como contrapartida, encuentran difícilmente el modo de apaciguar sus inquietudes intelectuales y son, frecuentemente durante toda su vida, unos enredadores, unos originales interesantes, sin ocupación estable ni dirección determinada.

Dado que todos los jóvenes deben someterse, no solamente a las exigencias naturales de la juventud y de la madurez, sino pagar también su tributo a las corrientes espirituales contemporáneas y a la moda y a las costumbres de su tiempo que reinan momentáneamente sobre la juventud, Galus se vio en la precisión de empezar a escribir versos y de ingresar como miembro activo de las organizaciones revolucionarias de jóvenes nacionalistas. Además, estudió cinco años el francés, como asignatura facultativa, dedicándose especialmente a la literatura y, sobre todo, a la filosofía. Había leído con pasión y sin tregua. En cuanto a libros extranjeros, los muchachos del instituto de Sarajevo disponían principalmente de las obras publicadas por una importante editorial alemana, la Reclam's Universal Bibliothek.

Unos folletos baratos, de portada amarilla y caracteres de imprenta extraordinariamente pequeños, constituían la base del alimento intelectual que podían procurarse los estudiantes de la época. Gracias a ellos, estaban en condiciones de conocer, no sólo la literatura alemana, sino todas las grandes obras de la literatura universal, traducidas al alemán. De estos folletos había sacado Galus sus conocimientos de los filósofos alemanes modernos, sobretodo de Nietzsche y de Stirner, los cuales le habían permitido enzarzarse, en el curso de sus paseos a lo largo del Miliatska 1, en interminables discusiones a propósito de tales filósofos, mostrando una pasión fría y alegre, y sin que, en ningún caso, llegase a mezclar sus conocimientos con su vida personal, como suelen hacerlo los jóvenes.

Este tipo de bachiller, prematuramente maduro y sobrecargado de conocimientos diversos, aunque confusos, no resultaba raro entre los estudiantes de aquella época. Galus, que era un muchacho casto y un buen alumno, no conocía ni la libertad ni el desenfreno de la juventud; estos aspectos sólo llegaban a él a través de su pensamiento audaz y de las exageraciones de los libros.

Fekhim Bakhtiarevitch pertenecía a Vichegrado por la línea materna. Su padre era originario de Rogatitsa, en donde desempeñaba, por aquel entonces, el cargo de juez; en cuanto a su madre, procedía de una gran familia de Vichegrado: los Osmanagitch. Desde su más tierna infancia, Fekhim pasaba una parte de sus vacaciones en Vichegrado, en una casa de la familia de su madre. El joven Bakhtiarevitch era un muchacho esbelto, de formas agradables y de articulaciones finas, pero fuerte.

Todo en él resultaba medido, mate, apagado. Su rostro, que parecía tostado por el sol, estaba enmarcado en un delicado óvalo; sobre su piel, morena y curtida, se destacaban unos delgados hilillos de color azul oscuro; sus movimientos eran breves y escasos; sus ojos, negros, con las pupilas sombreadas de un tono azul. Su mirada, ardiente, pero sin brillo. Tenía unas cejas espesas que se fundían en un solo trazo, y un ligero vello negro cubría su labio superior. Podían verse rostros masculinos semejantes al suyo en las miniaturas persas.

También Fekhim había concluido aquel año su bachillerato, y esperaba ahora que el Estado le concediese una beca para ir a Viena a estudiar lenguas orientales.

Los dos muchachos continuaban el hilo de una conversación anteriormente iniciada, que giraba en torno a la elección de los estudios de Bakhtiarevitch. Galus trataba de demostrarle que había cometido un error inclinándose por el orientalismo. Galus hablaba mucho más y con más animación que su compañero, ya que estaba acostumbrado a que lo escuchasen y a dar discursos. Bakhtiarevitch hablaba poco y brevemente, como un hombre que tiene sus propias convicciones y no siente la necesidad de convencer a los demás. Galus se expresaba como la mayoría de los muchachos instruidos: ingenuamente satisfecho de sus palabras, de sus expresiones y de las comparaciones pintorescas que a menudo empleaba, mostrando una inclinación a generalizar; su compañero, por su parte, se manifestaba con sequedad, valiéndose de frases cortas y en un tono negligente.

Ocultos en la sombra, recostados en los asientos de piedra, Stikovitch y Glasintchanine guardaban silencio como si se hubiesen puesto tácitamente de acuerdo para escuchar, sin ser vistos, la conversación de sus dos amigos en el puente.

Para concluir la discusión, Galus se expresaba con fogosidad:

– Los musulmanes, hijos de beys, os equivocáis a menudo en el momento de elegir. Desconcertados por los nuevos tiempos, no llegáis a sentir con exactitud, de un modo completo, cuál es vuestro lugar en el mundo. Vuestro amor por todo lo oriental no pasa de ser una expresión contemporánea de vuestra "voluntad de poder". Para vosotros, la manera oriental de vivir y de pensar está estrechamente ligada a un orden socialjurídico, que fue la base de vuestro dominio secular. Vuestra posición es perfectamente comprensible. Pero esto no significa de ningún modo que tengáis un sentido del orientalismo como ciencia. Sois orientales, pero os equivocáis cuando pensáis que estáis llamados, por esta razón, a ser orientalistas. No tenéis en general vocación por la ciencia, ni siquiera una verdadera inclinación hacia ella.

– ¡Vaya, vaya!

– No, no la tenéis. Al afirmártelo, no quiero ofenderte ni decirte nada desagradable. Al contrario. Sois los únicos señores de la tierra, o al menos lo habéis sido. A través de los siglos, habéis aumentado, fortificado o defendido vuestra dominación, valiéndoos de la espada y del libro; habéis impuesto vuestra huella en el terreno de lo jurídico, de lo religioso y de lo militar. Esta situación ha hecho de vosotros una especie de guerrero, de administrador y de hombre de Estado; ahora bien, semejante clase de hombres no se ha dedicado nunca al cultivo de las ciencias abstractas. Dejan su estudio para aquellos que no pueden hacer otra cosa ni tienen en qué emplearse. A vosotros os corresponde el estudio del derecho y de la economía política, puesto que sois hombres dotados para los conocimientos concretos. Siempre, en todas partes, han sido así los seres pertenecientes a la clase dominante.

– Eso quiere decir que tenemos que continuar siendo unos incultos.

– No, eso significa que debéis continuar siendo lo que sois o, si lo prefieres, lo que fuisteis. Tenéis esa obligación, porque nadie puede ser, al mismo tiempo, lo que es y lo contrario de lo que es.

– Pero hoy no pertenecemos a la clase dirigente. Hoy somos iguales -replicó nuevamente Bakhtiarevitch con una ligera ironía que encerraba amargura y orgullo.

– No pertenecéis a la clase dirigente; desde luego que no pertenecéis. Las circunstancias que, en otro tiempo, hicieron de vosotros lo que ahora sois, hace mucho que cambiaron; pero esto no significa que vosotros podáis cambiar también con la misma rapidez. No es la primera ni la última vez que una clase social pierde su base, sin que por ello deje de ser la misma. Las condiciones de su vida varían, pero una clase de hombres permanece igual, ya que sólo continuando sin mutación puede seguir viviendo; y sin mutación morirá.

La conversación de los dos jóvenes se interrumpió un instante, como extinguida a causa del silencio de Bakhtiarevitch.

Sobre el sereno cielo de junio, por encima de las montañas que se perfilaban al fondo del horizonte, apareció una luna recortada, huérfana. La estela blanca con la inscripción turca que figuraba sobre el muro brilló de pronto, como una ventana débilmente iluminada, en medio de la oscuridad azul.

Bakhtiarevitch acababa de decir algo, pero en voz tan baja que sólo unas palabras aisladas, sin relación, incomprensibles, llegaron a los oídos de Stikovitch y Glasintchanine. Como suele suceder en las conversaciones entre los muchachos, en las cuales las asociaciones de ideas son rápidas y fugaces, ahora los ocupaba un nuevo tema. Pasaron del estudio de las letras orientales, a la inscripción que rezaba sobre la estela, y hablaban del puente y de quien lo construyó.

La voz de Galus era mucho más fuerte y expresiva. Al mismo tiempo que se mostraba de acuerdo con las alabanzas que Bakhtiarevitch prodigaba a Mehmed-Pachá Sokolovitch y a la administración turca de su tiempo, que hizo posible la creación de tales monumentos, desarropaba con animación sus ideas nacionalistas sobre el pasado y el porvenir del pueblo servio; sobre su cultura y su civilización. (Hay que tener en cuenta que, en las conversaciones de estudiantes, cada uno da libre curso a sus propios pensamientos.)

– Tienes razón -dijo Galus -, debió de ser un hombre genial. No es el primero ni el último de nuestra sangre que se ha distinguido al servicio de un Imperio extranjero. Hemos dado centenares de hombres de su talla, hombres de Estado, guerreros, artistas, y todos ellos han mostrado su valía en Zarigrado, en Roma y en Viena. El sentido de la unificación de nuestros pueblos en un Estado Nacional, grande, poderoso y moderno, consiste precisamente en eso: en que de ahora en adelante nuestras fuerzas quedarán dentro de nuestro país, se desarrollarán en él y contribuirán a la cultura universal bajo nuestro propio nombre y no surgiendo de centros extranjeros.

– Y, ¿crees que esos "centros" han sido constituidos por obra del azar y que podrán crearse otros nuevos, a voluntad, cuando se quiera y donde se quiera?

– Por azar o no, no es el planteamiento de la cuestión de nuestros días. Poco importa cómo empezaron; lo que importa es que, hoy, están desapareciendo, se marchitan, degeneran; lo que importa es dejar lugar a otros nuevos centros a través de los cuales podrán expresarse directamente los pueblos jóvenes, libres, que aparecen en el escenario de la historia.

– Y, ¿te imaginas que si Mehmed-Pachá hubiese continuado siendo un pobre campesino de Sokolovitch, habría llegado adonde llegó y habría, entre otras cosas, elevado este puente en el que ahora mismo estamos hablando?

– En aquella época, desde luego que no. Pero, a fin de cuentas, entonces no era difícil que en Zarigrado se trazasen planes para la construcción de grandes edificios. El gobierno turco se apoderaba, no sólo de nuestros bienes y del fruto de nuestro trabajo, sino también de lo mejor de nuestras fuerzas y de nuestra sangre más pura. Y no éramos las únicas víctimas. Estaban también los demás pueblos avasallados. Si se piensa en el valor y en la importancia de lo que se nos quitó en el curso de los siglos, todas esas construcciones no son más que bagatelas. Pero cuando, de una vez para siempre, hayamos ganado para nuestro pueblo la libertad nacional y la independencia política, nuestro dinero y nuestra sangre serán nuestros bienes y nadie nos los arrebatará. Todo servirá única y exclusivamente para la erección de una cultura nacional que llevará nuestro sello y nuestro nombre y que tendrá como mira la felicidad y el bienestar del más amplio sector de nuestro pueblo.

Bakhtiarevitch guardaba silencio, y aquel silencio, como la más viva y elocuente resistencia, provocaba a Galus y lo impulsaba a elevar la voz y a tomar un tono más agudo. Con la vivacidad que lo caracterizaba y con el vocabulario que estaba en uso dentro de la literatura nacionalista, enumeraba los planes y las tareas de la juventud revolucionaria. "Todas las fuerzas vivas de la raza, al despertarse, serán puestas en movimiento. Ante su ataque, la monarquía austro-húngara, esta prisión de los pueblos, se vendrá abajo como se ha venido abajo el dominio de Turquía en Europa. Todas las fuerzas antinacionales y reaccionarias que, hoy, estorban, dividen y adormecen nuestro ímpetu nacional, serán vencidas y reducidas. Todo esto podrá llevarse a cabo porque el espíritu del tiempo en que vivimos es nuestro mejor aliado, porque los esfuerzos de otros pueblos pequeños y dominados se dirigen en el mismo sentido que los nuestros. El nacionalismo contemporáneo triunfará de las diferencias de credo y de los prejuicios pasados de moda, librará al pueblo de las influencias y de la explotación extranjera. Entonces nacerá un Estado nacional."

A continuación, Galus se puso a describir las ventajas y las bellezas del nuevo Estado nacional que reuniría en torno a Servia, constituido en una especie de Piamonte, a todos los Esclavos del Sur. La base del movimiento sería el derecho a las nacionalidades, la tolerancia religiosa y la igualdad de los ciudadanos. En su discurso, algunas expresiones audaces de sentido indefinido se mezclaban con ciertas palabras que indicaban exactamente las necesidades de la vida contemporánea: los más profundos deseos de una raza, deseos que muchos consideraban que no pasarían de ahí, y las exigencias justificadas y realizables de la vida cotidiana; las grandes verdades que maduran a través de las generaciones, pero que, únicamente, la juventud puede percibir con anticipación, atreviéndose a expresarlas; y, por último, las ilusiones eternas que jamás se extinguen, pero que nunca llegan a realizarse, ya que una generación de jóvenes las transmite a otra, como la antorcha mitológica. En las palabras del muchacho había, desde luego, muchas afirmaciones que no habrían podido sostenerse ante la crítica, y muchas hipótesis que, quizá, no habrían podido resistir la prueba de una experiencia; pero había en ellas un aliento fresco, una savia preciosa, gracias a las cuales se conserva y rejuvenece el árbol de la humanidad.

Bakhtiarevitch continuaba callado.

– Ya verás, Fekhim -insistía Galus, entusiasmado, tratando de persuadir a su compañero y como si todo fuese a suceder aquella noche o al día siguiente -, ya verás cómo levantaremos un Estado que será la más preciosa contribución al progreso de la humanidad; un Estado en el que cada esfuerzo será bendito, cada víctima, santa, cada uno de nuestros pensamientos, original; un Estado en el que cada acción irá marcada por el sello de nuestro nombre. Entonces, realizaremos obras que serán producto de nuestro trabajo libre y expresión del genio de nuestra raza; obras, en comparación de las cuales, todo lo que ha sido creado durante los siglos de administración extranjera, parecerá un revoltillo de juguetes ridículos. Construiremos nuevos puentes sobre los más grandes ríos y los abismos más profundos. Puentes mayores y más hermosos, que no unirán centros extranjeros con regiones dominadas, sino que pondrán en contacto nuestras propias regiones y que vincularán nuestro Estado al resto del mundo. Sobre este punto no cabe duda: nos corresponde realizar aquello a lo que aspiraron las generaciones que nos precedieron: un Estado nacido en la libertad y fundado en la justicia; una parte del pensamiento divino que toma cuerpo en la tierra.

Bakhtiarevitch callaba. La voz de Galus comenzaba a bajar de tono. Del mismo modo que su pensamiento se elevaba cada vez más, así su voz se iba haciendo más baja y más ronca, transformándose en un murmullo fuerte y apasionado hasta perderse en la inmensa calma de la noche. Al final, su silencio se unió al de Fekhim. Sin embargo, era el silencio denso y obstinado de este último el que pesaba en medio de las tinieblas. Se alzaba en la oscuridad, sensible y real, como un muro y, con el peso mismo de su existencia, desmentía resueltamente el razonamiento de Galus, expresando un pensamiento mudo, claro e inmutable.

"Las bases del mundo, los cimientos de la vida y de las relaciones humanas han sido fijados por los siglos de los siglos. Esto no quiere decir que no cambien, pero medidos por la duración de una vida parecen eternos. La relación entre su duración y la longitud de una existencia humana es la misma que la que existe entre la superficie agitada, móvil y rápida de un río, y su fondo estable y sólido, cuyos cambios son lentos e imperceptibles. Y la misma idea de la variación de esos "centros" es malsana e irrealizable. Es como si se quisiese mudar las fuentes de los grandes ríos y el emplazamiento de las montañas. El deseo de cambios bruscos y la idea de su realización por la fuerza aparecen a menudo, entre los hombres, como una enfermedad, y alientan con frecuencia en la cabeza de los muchachos. Lo único que sucede es que esas cabezas no piensan como tienen que pensar y, al final, no conducen a nada y no duran mucho tiempo sobre sus hombros. Pues no es el deseo de los hombres el que engendra la decisión y el que dirige los asuntos del mundo. El deseo es como el viento: lleva el polvo de un sitio a otro, oscurece, a veces, todo el horizonte, pero, al final, se calma y decae y deja tras de sí la vieja y eterna imagen del mundo. Las obras imperecederas de la tierra se realizan por voluntad de Dios, y el hombre no es más que su instrumento ciego y sumiso. Una obra que nace del deseo, del deseo humano, o no llega a cuajar, o no es duradera: en todo caso, no es buena. Todos esos deseos exuberantes y esas palabras atrevidas, pronunciadas bajo el cielo nocturno, en la kapia, no cambiarán nada; pasarán por encima de las grandes y permanentes; realidades del mundo e irán a perderse allá donde se calman los deseos y los vientos. Y, a decir verdad, los grandes hombres, como las grandes construcciones, crecen y crecerán en el lugar que se les ha fijado por el pensamiento divino, independientemente de los deseos vacíos y pasajeros y de la vanidad humana."

Pero Bakhtiarevitch no llegó a pronunciar ninguna de esas palabras. Los que, como el joven musulmán, llevan su filosofía en la sangre, viven y mueren de acuerdo con ella, pero no saben expresarla por medio de palabras ni sienten la necesidad de hacerlo. Tras el largo silencio, Stikovitch y Glasintchanine se dieron cuenta de que uno de los dos amigos, invisible tras el muro, había arrojado un cigarrillo consumido, el cual, como una estrella fugaz, cayó, describiendo una gran curva, desde el puente al Drina. Al mismo tiempo, oyeron que, callados y despacio, los dos muchachos se dirigían hacia la plaza del

mercado. El eco de sus pasos se perdió rápidamente tras ellos.

Nuevamente solos, Stikovitch y Glasintchanine se despertaron sobresaltados y se miraron como si acabaran de encontrarse.

A la débil claridad de la luna, sus rostros ofrecían unas superficies iluminadas y otras oscuras que se quebraban y se recortaban. Parecían mayores de lo que en realidad eran. La brasa de sus cigarrillos había adquirido un resplandor fosforescente. Ambos estaban deprimidos. Sus motivos eran diferentes, pero el abatimiento era el mismo. Se hallaban como clavados al asiento, aún tibio a causa del sol del día. La conversación de sus compañeros, a la que habían asistido por casualidad y sin ser vistos, representó una especie de aplazamiento de las palabras y de la explicación que habían de darse el uno al otro. Pero, ahora, la explicación no podía evitarse.

– ¿Te has dado cuenta? Eran los argumentos de Kherak – empezó diciendo Stikovitch, volviendo a la discusión de unas horas antes, dándose cuenta, de pronto, de la escasa fuerza de su posición.

Glasintchanine, al observar la ventaja momentánea que le proporcionaba su posición de juez, no respondió inmediatamente.

– ¡Por favor! -continuó Stikovitch, con impaciencia -. Es ridículo hablar hoy en día de la lucha de clases y preconizar un trabajo insignificante; hasta para el último de nuestros hombres resulta claro que la unificación y la liberación nacionales realizadas por medios revolucionarios son las tareas más urgentes de nuestra comunidad.

La voz de Stikovitch encerraba preguntas y llamadas a la conversación. Pero Glasintchanine se abstuvo nuevamente de contestar. En medio de la calma de aquel silencio vengador y hostil, llegó a ellos una música que procedía del círculo militar, situado en la orilla. Las ventanas de la planta baja estaban iluminadas y abiertas de par en par. Alguien, acompañado al piano, tocaba el violín. Era el doctor Balach, un médico militar. Regimentsartz 1, el que tocaba y la mujer del coronel Bauer, comandante de la guarnición, la que lo acompañaba. (Están estudiando la segunda parte de una sonatina para violín y piano de Schubert. Empiezan bien y de acuerdo, pero antes de llegar a la mitad del fragmento, el piano se adelanta y el violín interrumpe la música. Tras un corto silencio, durante el cual, probablemente, recapitulan sobre el pasaje difícil, empiezan de nuevo.)

Trabajaban así todas las noches y tocaban hasta pasada la una, mientras que el coronel, en otra habitación, jugaba sus interminables partidas o dormitaba sencillamente junto a un vino de Mostar o fumaba un cigarrillo austríaco, mientras que los jóvenes oficiales bromeaban a costa de los músicos enamorados.

Y es que, efectivamente, entre la señora de Bauer y el joven médico se desarrollaba una historia complicada y difícil. Los oficiales más penetrantes no llegaban a determinar la verdadera naturaleza de sus relaciones. Unos afirmaban que se trataba de un lazo puramente platónico (y, naturalmente, se reían). Otros pretendían que el cuerpo también desempeñaba su papel.

Sea como sea, lo cierto era que los dos seres inseparables contaban con el complejo y paternal consentimiento del coronel, una buena persona, embrutecida a causa del servicio, de los años, del vino y del tabaco.

Toda la ciudad veía en aquellos dos seres una pareja. Ha de tenerse en cuenta que la sociedad de los oficiales vivía completamente aparte, sin mantener ningún contacto, no sólo con los autóctonos y con las gentes de Vichegrado, sino incluso con los funcionarios extranjeros. A la entrada de sus parques, llenos de arriates redondos y en forma de estrella, cuajados de flores raras, había efectivamente un cartel en el que se señalaba la prohibición de entrar a los perros y, al mismo tiempo, a los civiles. Sus distracciones como sus asuntos eran inaccesibles a todos los que no llevasen uniforme. Toda su vida era la vida de una casta gigantesca y encerrada en sí misma; la casta de una gente que cultivaba su exclusivismo como la parte más importante de su poder y que, tras una apariencia exterior brillante y rígida, ocultaba todo lo que la vida proporciona a los demás humanos: grandeza y desdicha, dulzura y amargura.

Pero hay hechos que, por su naturaleza, no pueden permanecer escondidos y que acaban por hacer saltar el caparazón que los envuelve, por sólido que sea, y que atraviesan las fronteras, por muy guardadas que estén.

(Los Osmanlíes decían que hay tres cosas que no pueden permanecer ocultas: el amor, la tos y la pobreza.)

Éste fue el caso de aquella pareja de enamorados. No hubo en la ciudad viejo, niño, mujer u hombre que no se tropezase con ellos durante alguno de sus paseos, cuando entregados a la conversación, completamente ciegos y sordos a cuanto los rodeaba, andaban por los caminos solitarios que circundan Vichegrado. Los pastores se habían acostumbrado a ellos como a esos insectos que por el mes de mayo se suelen ver sobre el follaje que bordea las carreteras: emparejados y amorosamente unidos. Se los encontraba por todas partes y a cualquier hora junto al Drina o al Rzav, entre las ruinas de la vieja fortaleza, por la carretera que sale de la ciudad, alrededor de Strajichta. Porque para los enamorados el tiempo es siempre corto y ningún sendero lo suficientemente largo. Iban a caballo o en un coche ligero, pero las más de las veces a pie, con esos andares que adoptan los seres que sólo existen el uno para el otro, con ese paso que muestra la indiferencia de dos amantes ante todas las cosas del mundo, salvo ante aquellas que se han de decir el uno al otro.

El era un eslovaco magiarizado, hijo de un funcionario pobre, educado a expensas del Estado, joven y músico por vocación, ambicioso y muy sensible, especialmente a causa de su origen, que le impidió considerarse completamente igual a los oficiales alemanes o húngaros procedentes de familias más distinguidas o más ricas. Ella era una mujer que pasaba de los cuarenta años (ocho más que él), alta y rubia, algo marchita, pero con una piel blanca y rosada y unos ojos grandes y brillantes. Se parecía, por su porte, a esos retratos de reinas que hacen las delicias de las muchachas.

Cada uno de estos dos seres tenía sus razones personales, reales o imaginarias, pero profundas, para no estar satisfecho de la vida. Poseían en común algo importante: ambos se sentían desgraciados, como exiliados, en la pequeña ciudad y en la sociedad de los oficiales, en su mayoría gentes frivolas e inútiles. Por eso se aferraban desesperadamente el uno al otro como dos náufragos. Cuando entablaban sus largas conversaciones o se concentraban en la música, como en aquellos momentos, llegaban a perderse y a olvidarse de todo.

Ésta era la pareja que llenaba con el eco de sus melodías el penoso silencio que reinaba entre los dos muchachos.

Llegó el momento en que aquella música que se derramaba en la paz de la noche volvió a embarullarse, interrumpiéndose durante algún tiempo. En medio del silencio que se produjo, empezó a hablar Glasintchanine con una voz sin inflexiones; contestaba a las últimas palabras de Stikovitch.

– ¿ Ridículo? Si queremos ser justos, hemos de admitir que en esa conversación se han dicho muchas cosas ridiculas.

Stikovitch se quitó bruscamente el cigarrillo de la boca, en tanto que Glasintchanine continuaba exponiendo despacio, pero con resolución, su pensamiento, el cual, a todas luces, no databa de aquella tarde, sino de hacía mucho tiempo.

– Escucho con atención todas esas discusiones y os escucho a vosotros y a las demás personas instruidas de la ciudad; leo periódicos y revistas. Y cuanto más os oigo, más me convenzo de que la mayoría de esas discusiones verbales o escritas no tienen ninguna relación con la vida ni con sus exigencias ni con sus problemas reales. Porque la vida, la verdadera vida, la contemplo lo más cerca posible, la veo seguir su curso en los demás y la siento en mí mismo. Quizá me equivoque o no sepa expresarme bien, pero a menudo brota en mí el pensamiento de que el progreso técnico y la paz relativa del mundo han creado una especie de calma chicha, una atmósfera especial, irreal y ficticia en la que una cierta clase de gente, esa que han dado en llamar "los intelectuales", puede entregarse libremente a un juego, despreocupado y divertido, con las ideas y con "la visión de la vida y el mundo", algo así como un invernadero del espíritu en el que se mantiene una flora exótica, pero sin que exista ningún vínculo con la tierra, con ese fondo real y firme en el que se mueven las masas de seres vivos. Creéis que estáis discutiendo sobre el destino de esas masas y sobre el empleo que habéis de darles para que alcancen las metas que tenéis marcadas para ellas; pero en realidad el engranaje que da vueltas en vuestras cabezas no está relacionado en modo alguno con la vida de las masas ni siquiera con la vida en general. Y en este punto, vuestro juego se hace peligroso o al menos puede serlo tanto para vosotros como para ellos.

Glasintchanine se calló. Stikovitch se sintió tan sorprendido ante aquella exposición larga y meditada que no pensó ni en interrumpir a su amigo ni en contestarle. Tan sólo cuando oyó la palabra "peligroso" hizo un gesto irónico con la mano, que tuvo la virtud de irritar a Glasintchanine, el cual prosiguió con más viveza:

– Te juro que cuando se os escucha, podría creerse que todas las cuestiones han sido felizmente resueltas, y que todos los peligros se han desterrado para siempre, y que se han allanado todos los caminos y que ya solamente queda ponerse en marcha. Ahora bien, en la vida no hay nada resuelto ni puede resolverse nada fácilmente; ni existe la esperanza de una solución completa; muy por el contrario: todo es difícil y complicado, todo se paga con creces, y para alcanzar la meta hay que superar una serie de riesgos enormes, desproporcionados; no se ven por ninguna parte huellas de las atrevidas esperanzas de Kherak ni de tus grandes perspectivas. El hombre se tortura durante toda su vida, nunca tiene lo que necesita ni, menos aún, lo que desea. Con teorías como las vuestras se limita a satisfacer su eterna necesidad de juego, a halagar su vanidad, engañándose y engañando a los demás. Ésta es la verdad o, si prefieres, lo que yo creo que es la verdad.

– No; basta con comparar las diferentes épocas históricas para ver el progreso y el sentido de la lucha humana y, consecuentemente, de las teorías que encauzan la lucha.

Glasintchanine pensó que las palabras de Stikovitch encerraban una alusión a sus estudios interrumpidos y, como siempre le ocurría en semejantes casos, se estremeció.

– Yo no estoy estudiando historia -apuntó.

– Ya ves…, si la estudiases te darías cuenta de…

– Tú tampoco la estudias.

– ¿Qué quieres decir? Bueno…, ¡claro que la estudio!

– ¿Además de las ciencias naturales?

Su voz tuvo un temblor que indicaba despecho. Stikovitch se sintió, por un instante, turbado; después continuó con voz apagada:

– Está bien, si te interesa, te diré que además de las ciencias naturales, me ocupo de cuestiones políticas, históricas y sociales.

– Tú sabrás mejor que yo si puedes abarcarlo todo. Porque, que yo sepa, eres también orador, agitador, poeta y amante.

Stikovitch sonrió con aire contrariado. Los instantes que había pasado durante la tarde de aquel día en el aula desierta cruzaron por su memoria como algo lejano y lamentable; únicamente entonces recordó que Glasintchanine y Zorca simpatizaban antes de que él llegase a la ciudad. El hombre que no ama, no es capaz de sentir la grandeza del amor ni la fuerza de los celos ni el peligro que éstos encierran.

La conversación de los dos muchachos se transformó inmediatamente en una cuestión personal y biliosa que desde que empezaron a hablar había flotado en el aire. No intentaron eludirla; eran como los animales jóvenes que se prestan con facilidad a juegos brutales y furiosos entre ellos mismos.

– Lo que soy y en lo que me ocupo, a fin de cuentas, no le importa a nadie. Yo no me meto con tus estéreos ni con tus vigas.

La cólera que se desencadenaba en Glasintchanine cada vez que alguien hacía referencia a su situación le produjo un profundo malestar.

– ¡Deja en paz mis estéreos! Yo vivo de eso, pero no engaño a nadie, ni seduzco a nadie, ni especulo con mi situación.

– Y yo, ¿a quién he seducido?

– A todos aquellos o a todas aquellas que se dejan seducir.

– ¡Eso no es verdad!

– Eso es verdad. Tú sabes que es verdad. Y ya que te empeñas, voy a demostrártelo.

– No soy curioso.

– Pero yo quiero demostrártelo, porque a pesar de pasarme el día metido entre vigas, soy capaz de ver y de darme cuenta de las cosas, de reflexionar y de sentir. Quiero decirte lo que pienso de tus numerosas ocupaciones, y de tu competencia, y de tus teorías audaces, y también de tus versos y de tus amores.

Stikovitch hizo un movimiento como para levantarse, pero siguió sentado. El violín y el piano hacía ya un rato que habían empezado a tocar de nuevo en el círculo militar (estaban interpretando la tercera parte, alegre y animada, de la sonatina). El sonido se perdía, en medio de la noche, absorbido por el ruido del río.

– Gracias, pero ya he oído a otros más inteligentes que tú.

– No, no. Esos otros o no te conocen o te mienten o piensan lo mismo que yo, pero callan. Todas tus teorías, todas tus numerosas ocupaciones espirituales, lo mismo que tus amores y tus amistades, todo eso nace de tu ambición. Y tu ambición es mentirosa y malsana, porque es una ambición surgida de tu vanidad, única y exclusivamente de tu vanidad.

– ¡Vaya, vaya!

– Sí, y esa idea nacionalista que ahora predicas con tanto ardor, no pasa de ser un aspecto particular de tu vanidad. Ya que no puedes querer ni a tu madre, ni a tus hermanas m a tu propio hermano, ni mucho menos una idea, sólo por vanidad podrías ser bueno, magnánimo y devoto de algo. Porque es tu vanidad la principal fuerza motriz que hay en ti; tu única reliquia, aquello a lo que amas más que a ti mismo. El que no te conoce podrá equivocarse fácilmente al ver tu actividad, tu ardor combativo, tu entrega al ideal nacionalista, a la ciencia, a la poesía o a cualquier fin elevado que supere a la personalidad. Pero no puedes servir durante mucho tiempo a la misma causa o permanecer al lado de alguien: tu vanidad no te lo permite. Y a partir del momento en que tu vanidad se quede al margen, todos esos sentimientos te resultarán extraños y alejados, y no te molestarás lo más mínimo por ellos. Te traicionarás a causa de tu vanidad, porque eres un esclavo de ella. Ignoras hasta qué punto eres vanidoso. Yo te conozco a fondo y soy el único que sabe que eres un monstruo de vanidad.

Stikovitch no dijo una sola palabra. Al principio se sintió sorprendido por el ataque calculado y lleno de pasión que le hizo su camarada, el cual se mostró de pronto ante él en un plano insospechado y bajo una nueva luz. A continuación, aquellas palabras cáusticas, pronunciadas en un tono igual, que de entrada lo habían herido, provocado su cólera, empezaron a parecería interesantes, casi agradables. Sin duda, algunas expresiones le habían llegado al alma, haciéndole sufrir, pero el conjunto de todas ellas -aquel sondeo agudo y profundo de su carácter- lo halagaron y le proporcionaron un placer especial. Porque decir a un muchacho como él que es un monstruo, supone regalar su insolencia y su amor propio. Hubiera querido que Glasintchanine continuase aquel buceo furioso dentro de lo más íntimo de su ser; que continuase proyectando luz sobre su personalidad oculta. Stikovitch hallaba en ello una nueva prueba de sus cualidades y de su superioridad. Su mirada dura se posó en la estela blanca del muro que tenía frente a él. La inscripción destacaba al claro de luna sobre la piedra roja.

Contempló fijamente aquellas palabras turcas incomprensibles como si pudiese leer en ellas, como si tratase de descifrar en sus rasgos el sentido profundo y verdadero de lo que le había dicho, de manera penetrante y calculada, aquel perverso compañero.

– Eres diferente a todo y ni amas ni odias, porque para ambas cosas es preciso salir de uno mismo, exponerse, olvidarse de todo, superarse, vencer la vanidad. Ahora bien, esto no puedes tú hacerlo ni existe nada que te impulse a seguir semejante norma de conducta. La miseria de los demás no llega a rozarte ni, mucho menos, a hacerte sufrir, ni siquiera te afecta tu propia miseria, excepto en el caso de que halague tu vanidad. No deseas nada ni disfrutas con nada. Por no ser, no eres ni envidioso; y no es la bondad la que te aleja de la envidia, sino un egoísmo sin límites, ya que no eres capaz de darte cuenta ni de la felicidad ni de la desgracia de cuantos te rodean. Nada puede impresionarte; nada puede ponerte en movimiento. No te detienes ante nada, no porque seas valiente, sino porque en ti los buenos instintos se han secado; para ti, al lado de tu vanidad, no existen ni los lazos de la sangre, ni los sentimientos innatos, ni Dios, ni el mundo, ni la familia, ni los compañeros. No tomas en consideración ni tus propias aptitudes. Únicamente la vanidad herida -en lugar de la conciencia- puede conmoverte, pues es sólo tu vanidad la que habla por tu boca y dicta tus actos.

– ¿Estás refiriéndote a Zorka? -interrumpió Stikovich.

– Está bien: si quieres, hablaremos también de eso. Sí, es a causa de Zorka. No sentías la más ligera inclinación hacia ella. Lo que has hecho es exclusivamente fruto de tu incapacidad para abstenerte y pararte ante una cosa, sea la que sea, que se ofrece en un instante ante tus ojos y que halaga tu vanidad. Sí, te adueñas de la pobre maestra, que es una criatura inconsciente y falta de experiencia, del mismo modo que escribes artículos, y poemas, y redactas discursos y conferencias. Aún no los has terminado, cuando ya te pesan, y tu vanidad bosteza aburrida, y buscas con la mirada ávidamente otra cosa. Tu maldición es que no puedes pararte en ningún sitio, ni saciarte, ni sentirte satisfecho. Sometes todo a tu vanidad, pero eres su primer esclavo y su mayor mártir. Quizás alcances mucha más gloria y éxitos más altos que los que pueda darte la conquista de una mujer débil y engañada, pero en ninguno de esos éxitos hallarás satisfacción, puesto que tu vanidad aspira a llegar más lejos y lo devora todo, incluso los mayores triunfos, olvidándolos inmediatamente, pero se acuerda para siempre de la más mínima ofensa, del más ligero fracaso. Y cuando en torno a ti todo haya desaparecido y esté quebrado, mancillado, humillado, disperso o reducido a la nada, entonces tú te encontrarás solo en medio de un desierto, frente a frente con tu vanidad, y no tendrás nada que ofrecerle y en ese momento te devorarás a ti mismo, pero no te servirá para nada, porque esa misma vanidad, acostumbrada a mejores presas, no te querrá como alimento y te echará a un lado. Eso es lo que tú crees, aunque aparezcas de otro modo ante la mayoría de la gente y aunque tú tengas otro concepto de ti mismo. Pero yo te conozco.

Dichas estas palabras, Glasintchanine se calló.

En la kapia se empezaba a sentir el frescor de la noche y se iba extendiendo la calma, acompañada por el ruido eterno del agua. Los dos muchachos no se habían dado cuenta de que había cesado la música procedente de la orilla. Habían olvidado por completo el lugar en que se encontraban y lo que hacían. Ambos habían sido arrastrados por sus pensamientos, como sólo la juventud puede dejarse arrastrar. El hombre "de los estéreos" había dicho todo lo que su pensamiento albergaba con pasión profunda e intensamente, pero para lo que nunca había logrado hallar las palabras y las expresiones adecuadas. En aquella ocasión había hablado con una elocuencia fácil, lleno de amargura y de exaltación. Stikovitch lo había escuchado sin rechistar, con la mirada fija en la estela blanca que conservaba la inscripción turca. Sus ojos se habían detenido en aquel lugar como si fuese una pantalla cinematográfica. Cada palabra de Glasintchanine había sido como un cuchillo cuya punta hubiera rozado a Stikovitch; pero éste no había encontrado nada insultante ni había visto ningún peligro en lo que su camarada invisible le había dicho. Muy por el contrario, había tenido la impresión, ante cada uno de los dardos de Glasintchanine, de que crecía y de que, llevado por alas impalpables, emprendía un vuelo en silencio, rápida y audazmente, con emoción; había creído que volaba muy por encima de los hombres y de sus lazos, de sus leyes y de sus sentimientos; de que volaba lleno de orgullo y de grandeza, feliz (o en un estado muy parecido a la felicidad). Volaba por encima de todo. Y la voz de su adversario le sonó como el murmullo de las aguas y el ruido del mundo. Y a él no le importaba ni ese mundo, ni lo que pensase, ni lo que dijese: surcaba el cielo sobre sus cabezas como un pájaro.

El silencio que se produjo al terminar de hablar Glasintchanine tuvo la virtud de serenar a los dos muchachos. No se atrevieron a mirarse. Sólo Dios sabe qué giro habría tomado aquella disputa si no hubiesen hecho su aparición sobre el puente algunos borrachos que venían de la plaza, cantando unas canciones deshilvanadas y lanzando sonoras llamadas. Un tenor cubría con la suya las voces de los demás y entonaba, como Dios le daba a entender y en un tono agudo, una antigua melodía:


¡Qué juiciosa eres, qué hermosa,

Hermosa Fata Ardaguina!


Reconocieron por la voz a algunos comerciantes jóvenes y a ciertos muchachos, hijos de familias acomodadas. Unos andaban derechos y despacio, otros describían curvas y daban traspiés. A través de sus bromas sonoras, podía concluirse que venían de un establecimiento conocido por el nombre de "Bajo los Alamos".

En el curso del relato precedente, nos hemos olvidado de señalar una innovación que había sido introducida en la pequeña ciudad. (Ya habrán ustedes observado que olvidamos fácilmente decir aquello de lo que no nos gusta hablar.)

Unos quince años antes de lo que acabamos de narrar, con anterioridad, incluso, al comienzo de la construcción del ferrocarril, se establecieron en Vichegrado un húngaro y su mujer. El apellido de él era Terdik y su mujer se llamaba lulka; ella, por proceder de Novi Sad, hablaba servio. Todo el mundo se enteró en seguida de que habían llegado con la intención de abrir en la ciudad un establecimiento para el cual no existía una denominación exacta en el lenguaje popular. Y, en efecto, inauguraron en un extremo de Vichegrado un local situado bajo los altos álamos que crecen al pie de la montaña de Strajichta. Aprovecharon una vieja casa de beys que transformaron por completo.

Aquel lugar adquirió mala reputación en la ciudad. Las ventanas de la casa estaban cerradas y las cortinas corridas durante todo el día. Pero una vez llegada la noche se encendía en la puerta una luz blanca procedente de una lámpara de minero, la cual ardía toda la noche. En la planta baja resonaban los ecos de las canciones y se dejaban oír las notas de una pianola. Corrían entre los muchachos y los libertinos los nombres de las mujeres que Terdik había llevado y mantenía en su establecimiento. Al principio fueron cuatro: Irma, Ilona, Frida y Aranka.

Todos los viernes podía verse cómo llegaban al hospital, en dos simones, "las muchachas de lulka" que acudían al reconocimiento semanal. Iban vestidas de blanco y de rojo, llevaban flores en el sombrero y se guardaban del sol con unas sombrillas blancas en las que flotaban unos volantes de encaje. Cuando pasaban los dos coches, las mujeres de la ciudad apartaban a sus hijas y volvían la cara con sentimientos mezclados de desagrado, de vergüenza y de piedad.

Cuando se iniciaron los trabajos del ferrocarril y empezaron a llegar obreros y a correr el dinero, aumentó el número de aquellas mujeres. Terdik, siguiendo sus planes, construyó al lado de la vieja casa turca un nuevo edificio, cuyo tejado rojo podía verse de lejos. Había en él tres secciones: una sala común, un Extrazimmer y un offizierssalon 1. Cada uno de aquellos locales tenía su precio y recibía a diferentes clientes. Allí, en "Bajo los Álamos", como decían en la ciudad, podían gastar su dinero, heredado o adquirido, los hijos y los nietos de los que tiempos atrás habían bebido en la taberna de Zarié o, más tarde, en el hotel de Lotika. En el nuevo establecimiento tenían libre curso las bromas más tremendas, y se desarrollaban las riñas más célebres, y podía asistirse a las juergas más desenfrenadas e, incluso, a dramas sentimentales. En "Bajo los Álamos" tuvieron origen innumerables desdichas personales y familiares de la ciudad.

El personaje central de aquella sociedad de borrachos, que pasaba la primera mitad de la noche en el local y que después iba a tomar el fresco a la kapia, era un tal Petsikoza, un buen muchacho, un auténtico pedazo de pan, al que los hijos de los ricos hacían beber para poder jugarle malas pasadas.

Antes de llegar a la kapia los juerguistas se detuvieron junto al parapeto del puente. Podía oírse su sonora disputa de borrachos. Nicolás Petsikoza apostó dos litros de vino a que era capaz de ir por el parapeto hasta el otro extremo del puente.

Aceptada la apuesta, el muchacho se subió al pretil y se puso a andar, con los brazos abiertos, echando un pie, prudentemente, tras el otro, como un sonámbulo. Cuando alcanzó la kapia, vio a los dos muchachos que continuaban en ella; se limitó a seguir, canturreando y vacilando como un borracho, su peligroso camino, mientras que sus alegres camaradas caminaban tras él. Su sombra, al débil claro de luna, bailaba a lo largo del puente y se quebraba sobre la acitara del lado opuesto.

Los borrachos pasaron, en medio del bullicio que producían sus gritos y sus observaciones estúpidas, ante los dos muchachos, que se levantaron y, sin saludarse, volvieron a su casa, cada uno por su sitio.

Glasintchanine desapareció en la oscuridad, por la orilla izquierda del Drina, siguiendo el camino que conducía á su domicilio emplazado arriba, en Okolinchta. Stikovitch tomó la dirección opuesta, hacia la plaza del mercado. Su paso era poco resuelto. No sentía ganas de abandonar aquel lugar en el que había luz y se notaba más fresco que en la ciudad. Se detuvo junto al parapeto del puente. Tenía necesidad de aferrarse a algo, de notar un apoyo.

La luna se había puesto por detrás del monte Vid. Acodado sobre el pretil de piedra, en un extremo del puente, el muchacho miró largo rato las grandes sombras y las escasas luces de su ciudad natal, como si las viese por primera vez. Dos ventanas estaban encendidas en el círculo militar. Ya no se oía ninguna música. Ahora tal vez aquella pareja de desdichados, el médico y la coronela, estarían hablando de música o de amor, o de sus destinos que no llegaban a alcanzar la paz separadamente, ni a encajar el uno en el otro.

Stikovitch podía ver desde el lugar del puente en que se encontraba una ventana encendida en el hotel de Lotika. El muchacho contempló aquellos puntos de luz como si esperase algo. Estaba extenuado y triste. El temerario paseo de aquel insensato de Petsikoza le trajo a la memoria su niñez, cuando yendo un día a la escuela, vio, en medio de la niebla de una mañana invernal, cómo el Tuerto danzaba sobre aquel mismo parapeto. Cada recuerdo de su infancia despertaba en él tristeza y malestar. Aquel sentimiento de una grandeza fatal y seductora, de estar volando por encima de todo y de todos; aquel sentimiento que habían producido en él las palabras ardientes y duras de Glasintchanine se desvaneció como por encanto. Le pareció que había dejado las alturas y que se arrastraba con dificultad por la tierra tenebrosa como se arrastraban todos los demás. También lo torturaba la memoria de todo lo que había pasado con la maestra y que nunca debería haber sucedido (era como si otro hubiese actuado en su nombre); y lo torturaba ei artículo aparecido en la revista, que le parecía flojo lleno de errores (como si otro lo hubiese escrito, publicándolo contra su voluntad y con su firma); y lo torturaba la conversación con Glasintchanine, que, ahora, le parecía cuajada de maldad y de odio, de injurias sangrientas y de peligros reales.

Se estremeció en un escalofrío interior. Del río subía el fresco de la madrugada. Cuando se espabiló, observó que las dos ventanas del círculo militar se habían apagado. Del edificio salían los últimos clientes. A través de la plaza en tinieblas, llegó el sonido que producían los sables al rozar el suelo, y el eco de las palabras bulliciosas y artificiales. Entonces, el muchacho se separó a disgusto del parapeto y después de mirar una vez más la ventana iluminada del hotel -última luz de la ciudad dormida -, se dirigió con paso lento hacia su modesta casa allá en el Meïdan.

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