He tenido calambres en las piernas. He dejado caer cuatro lápices durante los últimos veinte minutos, y no he tenido energías para recogerlos. Saco otro de la lata. Sigo escribiendo e intento ignorar cómo ha evolucionado mi caligrafía durante estos últimos meses.
Chris entró hace un momento. Se quedó detrás de mí. Apoyó las manos sobre mis hombros y masajeó mis músculos como a mí me gusta. Apoyó la mejilla sobre mi cabeza.
– No has de escribirlo todo de una sentada -dijo.
– Eso es justo lo que he de hacer.
– ¿Por qué?
– No preguntes. Ya lo sabes.
Me dejó sola. Ahora está en el cuarto de trabajo, preparando una jaula para Félix.
– Dos metros de largo -me dijo-. La mayoría de la gente no sabe la cantidad de espacio que necesita un conejo.
Suele trabajar con música, pero tanto la radio como el estéreo están apagados, porque quiere que piense y escriba con claridad. Yo también lo deseo, pero el teléfono suena y le oigo descolgarlo. Oigo el tono suave que adopta su voz, tierno alrededor de los bordes, como el coñac si el coñac estuviera compuesto de sonidos. Intento no hacer caso del «Sí… No… Ningún cambio real… No podré… No… No, no es eso…». Un silencio largo y terrible, después del cual dice «Lo comprendo», con una voz que me hiere con su dolor. Espero oír más, palabras reveladoras susurradas como «amor», como «deseo», «añoranza», «si pudiera», sonidos reveladores, como suspiros. Me esfuerzo por oír incluso mientras recito el alfabeto al revés en mi mente para bloquear su voz. Le oigo decir «Solo paciencia», y las palabras se vuelven borrosas ante mis ojos. El lápiz resbala y cae al suelo. Cojo otro.
Chris entra en la cocina. Enchufa la tetera. Saca una taza del aparador, té de la despensa. Apoya las manos sobre la encimera y agacha la cabeza, como si estuviera examinando algo.
Noto que el corazón me late en la garganta y quiero decir, «Ve con ella. Puedes ir, si quieres», pero no lo digo porque tengo miedo de que lo haga.
La tetera hierve y se desconecta. Chris vierte el agua.
– ¿Quieres una taza, Livie?
– Sí.
– ¿Oolong?
– No. ¿Tenemos Gunpowder?
Busca la lata en un aparador.
– No sé cómo lo soportas -dice-. A mí solo me sabe a agua.
– Se necesita un paladar sutil. Algunos gustos son más delicados que otros.
Se vuelve. Nos miramos unos segundos. Nos decimos en silencio todo lo que no nos atrevemos a decir en voz alta.
– He de terminar esa jaula -dice por fin-. Félix necesita un sitio donde dormir esta noche.
Asiento, pero noto la cara tensa. Cuando pasa a mi lado, su mano roza mi brazo y tengo ganas de asirla y apretarla contra mi mejilla.
– Chris -digo, y se para detrás de mí. Respiro y duele más de lo que suponía-. Creo que voy a estar ocupada en esto unas cuantas horas más. Si quieres salir…, sacar a pasear a los perros o… ir al pub…
– Supongo que los perros están bien -dice en voz baja.
Contemplo esta libreta de rayas amarilla, la tercera desde que empecé a escribir.
– Ya no puede faltar mucho -digo.
– Tómatelo con calma.
Vuelve al trabajo.
– Dime, hijo -dice a Félix-, ¿quieres que tu nuevo alojamiento esté orientado hacia el este o el oeste?
Empieza el martilleo, golpes rápidos, uno-dos para cada clavo. Chris es fuerte y hábil. No comete errores.
Solía preguntarme por qué me había recogido.
– ¿Fue el impulso de un capricho momentáneo? -le preguntaba.
Para mí, carecía de sentido ligar con una puta, invitarla a dos tazas de café y un rollo de primavera, llevarla a casa, ponerla a trabajar en carpintería y acabar invitándola a quedarse, cuando él no tenía la menor intención (por no mencionar el deseo) de tirársela. Al principio, pensé que tenía la intención de ser mi chulo. Pensé que debía pagarse una adicción y esperé a que aparecieran las agujas, las cucharas y los paquetes de polvos.
– ¿De qué va todo este rollo? -pregunté.
– ¿Qué rollo? -preguntó el, y paseó la vista alrededor de la barcaza, como si mi pregunta se refiriera a ella.
– Este lugar. Tú. Yo.
– ¿Tiene que ir de algo?
– Un tío y una tía. Suelen estar juntos por algo, diría yo.
– Ah. -Empujó con el hombro una tabla y ladeó la cabeza-. ¿Dónde habrá ido a parar el martillo?
Y se puso a trabajar, y yo también.
Mientras terminábamos la barcaza, dormíamos en dos sacos, a la izquierda de la escalera, en el extremo opuesto a los animales. Chris dormía en ropa interior. Yo, en pelotas. A veces, por la mañana, apartaba las sábanas y me acostaba de lado para que mis pechos parecieran más llenos. Fingía dormir y esperaba a que algo sucediera entre ambos. Le sorprendí mirándome una vez. Vi que sus ojos resbalaban poco a poco a lo largo de mi cuerpo. Tenía una expresión pensativa en la cara. Ya está, pensé. Me estiré para arquear mi espalda, un movimiento seductor, como sabía por experiencia.
– Tienes una musculatura notable, Livie -dijo-. ¿Haces ejercicio con regularidad? ¿Corres?
– Joder -dije-. Sí, supongo que puedo correr si es preciso.
– ¿Muy deprisa?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– ¿Cómo te desenvuelves en la oscuridad?
Apoyé la mano sobre su pecho.
– Depende para qué sea.
– Correr. Saltar. Trepar. Esconderse.
– ¿Como para jugar a la guerra?
– Algo por el estilo.
Introduje los dedos bajo sus calzoncillos. Me cogió la mano.
– Vamos a verlo -dijo.
– ¿Qué?
– Si eres buena en algo, además de esto.
– ¿Eres marica? ¿Es eso? ¿La tienes pequeña? ¿Por qué no quieres hacerlo?
– Porque eso no va a ocurrir entre nosotros. -Enrolló el saco y se levantó. Cogió los tejanos y la camisa. Se vistió en menos de un minuto, de espaldas a mí y con el cuello doblado, para ofrecerme su nuca, donde parecía más vulnerable-. No has de ser así con los hombres. Hay otras formas de ser.
– Ser ¿qué?
– Lo que eres. Valiosa. Lo que sea.
– Ah, vale.
Me incorporé en la cama, envuelta con la manta. A través de las pilas de tablas y el marco sin acabar del interior de la barcaza, vi a los animales al otro extremo. Toast estaba despierto y mordisqueaba una pelota de goma, al igual que un pachón al que Chris llamaba Jam. Una de las ratas estaba corriendo en la rueda de ejercicios de su jaula. Producía un sonido raro, como el rat-a-tat-tat de una ametralladora en la distancia.
– Continúa -dije.
– ¿Con qué?
– Con el sermón que tantas ganas tenías de darme, pero ve con cuidado, porque yo no soy como ellos. -Extendí el brazo hacia los animales-. Puedo marcharme cuando me dé la gana.
– ¿Por qué no lo haces?
Le traspasé con la mirada. No pude responder. Tenía un estudio en Earl's Court. Tenía clientes habituales. Tenía oportunidades diarias de ampliar mi negocio callejero. Mientras quisiera hacer cualquier cosa y probarlo todo, tendría una fuente de ingresos constante. ¿Por qué me quedé?
En aquel tiempo, pensé que lo hacía para demostrarle lo que era bueno. Antes de que esto termine, desgraciado, te arrastrarás a mis pies con tal de poder lamerme el tobillo.
Y para lograr eso, tenía que quedarme con él en la barpaza, claro.
Cogí mis ropas, tiradas en el suelo entre los sacos. Me vestí. Doblé mi manta. Me pasé la mano por el pelo para peinarlo.
– De acuerdo -dije.
– ¿Qué?
– Te lo enseñaré.
– ¿Qué?
– Lo rápido que puedo correr, y todo lo que te de la gana.
– ¿Trepar?
– Bien.
– ¿Arrastrarte?
– Bien.
– ¿Deslizarte sobre el estómago?
– Comprobarás que soy una experta en eso.
Se ruborizó. Fue la primera y única vez que conseguí avergonzarle. Apartó con el pie un trozo de madera.
– Livie -dijo.
– No iba a cobrarte -dije.
Suspiró.
– No es porque seas una puta. No tiene nada que ver con eso.
– Ya lo creo que sí. Para empezar, no estaría aquí si no fuera una puta.
Subí a cubierta. Chris se reunió conmigo. El día era gris, y soplaba el viento. Las hojas volaban sobre la superficie del camino de sirga. En aquel momento, las primeras gotas de lluvia empezaron a levantar pequeñas explosiones en el canal.
– Muy bien -dije-. Correr, trepar, arrastrarse, deslizarse.
Y salí como una bala, seguida de cerca por Chris, para enseñarle lo que era caz dé hacer.
Estaba poniendo a prueba mis habilidades. Ahora es evidente, pero en aquel tiempo supuse que estaba experimentando estrategias para evitar ceder ante mí. No sabía que tenía otros intereses. Durante las primeras semanas que estuvimos juntos, trabajó en la barcaza, se encontró con clientes que necesitaban su experiencia para renovar sus casas, cuidó de ios animales. Se quedaba por las noches, dedicado sobre todo a leer, si bien escuchaba música y hacía docenas de llamadas telefónicas que yo suponía (por su tono formal y las referencias a la ciudad y planos militares) relacionadas con sus trabajos en yeso y madera. Unas cuatro semanas después de recogerme, salió de noche por primera vez. Dijo que iba a una reunión (dijo que una vez al mes se encontraba con cuatro antiguos compañeros de colegio, y en cierta manera era verdad, como averigüé más tarde) y que no volvería tarde. Cumplió su palabra. Pero luego salió una segunda noche, y una tercera, en la misma semana. La cuarta, no volvió hasta las tres, y cuando entró, me despertó con sus ruidos. Le pregunté dónde había estado.
– He bebido demasiado -contestó. Se derrumbó sobre su saco y se sumió en un sueño aletargado.
Una semana después, el proceso comenzó de nuevo. Salía con sus amiguetes, dijo. Pero esta vez, la tercera noche no volvió.
Me senté en la cubierta con Toast y Jam y le esperé. A medida que pasaban las horas, mi preocupación por él empezó a disiparse. Muy bien, me dije, yo también puedo jugar. Me vestí con spandex, lentejuelas, medias negras y tacones. Fui a Paddington. Me ligué a un montador de cine australiano que estaba trabajando en un proyecto en los estudios Shepperton. Quería ir a su hotel, pero eso no me convenía. Quería llevarle a la barcaza.
Aún seguía allí, dormido y espatarrado en pelotas, con un brazo doblado sobre los ojos y una mano sobre mi cabeza, que descansaba sobre su pecho, cuando Chris llegó por fin, silencioso como un ladrón, a las seis y media de la mañana. Abrió la puerta y bajó la escalera con la chaqueta en los brazos. Por un momento, no le vi con claridad. Forcé la vista, y luego me estiré muy contenta, cuando reconocí el halo de su cabello. Bostecé y acaricié de arriba abajo la pierna del australiano. El tío gruñó.
– Buenos días, Chris -dije-. Este es Bri. Un australiano. Adorable, ¿verdad?
Me volví para darle un sobo, lo cual aumentó el volumen de los gruñidos de Brian. Me hizo un favor cuando gimió:
– Otra vez no. No puedo. Estoy hecho trizas, Liv.
Creo que ni siquiera abrió los ojos.
– Deshazte de él, Livie -dijo Chris-. Te necesito.
No le hice caso y continué con Brian.
– ¿Eh? ¿Quién? -dijo, y se enderezó sobre sus codos. Cogió una manta y la tiró sobre su regazo.
– Este es Chris -dije. Acaricié el pecho de Brian-. Vive aquí.
– ¿Quiénes?
– Nadie. Solo Chris. Ya te lo he dicho. Vive aquí. -Tiré de la manta. Brian la agarró. Con la otra mano, empezó a buscar su ropa a tientas. La aparté de una patada-. Está ocupado. No le molestaremos. Vamos. Bien que te gustó anoche.
– He comprendido el mensaje -dijo Chris-. Sácale de aquí.
Y entonces oí otro sonido, un plañido suave, y vi que Chris no sujetaba su chaqueta. Era una vieja manta marrón que envolvía algo grande. Chris lo llevó a la zona de los animales. La, cocina ya estaba terminada, al igual que la zona de los animales y el retrete, y no supe qué estaba haciendo allí. Oí el ladrido de jam.
– ¿Has dado de comer a los animales, al menos? -gritó Chris sin volverse-. ¿Has sacado a pasear a los perros? Oh, mierda. Olvídalo. Tranquilo -en voz mucho más baja-, no pasa nada. Estás bien. Estás estupendo.
Miramos en la dirección que había tomado.
– Yo me abro -dijo Brian.
– De acuerdo -dije, pero mis ojos estaban clavados en la puerta de la cocina. Me puse una camiseta. Oí que Brian subía los peldaños. La puerta se cerró a su espalda. Corrí hacia Chris.
Estaba inclinado sobre la mesa de trabajo larga de la zona de los animales. No había encendido la luz. El tenue sol de la mañana se filtraba por la ventana.
– Estás bien decía-. Tranquilo, tranquilo -con voz tierna-. Una noche movida, ¿verdad?, pero ya ha terminado.
– ¿Qué has cogido? -pregunté, y miré por encima de su hombro-. Dios bendito -exclamé, y el estómago se me revolvió-. ¿Qué ha pasado? ¿Estabas borracho? ¿De dónde ha salido? ¿Le atropellaste con un coche?
Fue lo primero que se me ocurrió cuando vi al pachón, aunque si hubiera estado menos aturdida por la bebida, habría comprendido que las suturas que corrían desde el punto situado entre los ojos del perro hasta la parte posterior de su cabeza no eran lo bastante recientes para indicar una operación quirúrgica de urgencia realizada durante la noche. Estaba tendido de costado y respiraba con mucha lentitud. Cuando Chris tocó con el dorso de sus dedos la mandíbula del perro, su cola se agitó un poco.
Aferré el brazo de Chris.
– Tiene un aspecto espantoso. ¿Qué le has hecho?
Me miró y, por primera vez, reparé en lo pálido que estaba su rostro.
– Lo he robado -dijo-. Eso es lo que hago.
– ¿Robado? ¿Eso? ¿De…? ¿Qué demonios te pasa? ¿Forzaste la consulta de un veterinario?
– No estaba en una consulta de veterinario.
– Entonces, ¿dónde…?
– Le quitaron parte del cráneo para dejar al descubierto su cerebro. Les gusta utilizar pachones porque es una raza amigable. Es fácil ganarse su confianza. Que es lo que necesitan antes de…
– ¿Quiénes? ¿De qué estás hablando?
Me estaba asustando, como la primera noche que le conocí.
Cogió una botella y una caja de algodón. Impregnó las suturas. El perro le miró con ojos tristes y nublados. Las orejas colgaban fláccidas de su cráneo destrozado. Chris cogió con delicadeza un poco de piel entre el índice y el pulgar. Cuando la soltó, la piel se quedó comprimida.
– Deshidratado -dijo-. Necesitamos una intravenosa.
– No tenemos…
– Lo sé. Vigílale. No dejes que se levante.
Fue a la cocina. Abrió el agua. Los ojos del perro se cerraron. Su respiración se hizo más lenta. Sus patas empezaron a agitarse. Bajo los párpados, parecía que sus ojos fluctuaban.
– ¡Chris! -grité- ¡Deprisa!
Toast se acercó y empujó con el hocico mi mano. Jam se había retirado a un rincón, donde mordisqueaba un trozo de cuero.
– ¡Chris! -Volvió con un cuenco de agua-. Se está muriendo. Creo que se está muriendo.
Chris dejó el agua en el suelo y se inclinó sobre el perro. Lo examinó y apoyó una mano sobre su flanco.
– Está dormido -dijo.
– Pero mira sus patas, sus ojos.
– Está soñando, Livie. Los animales sueñan, como nosotros. -Hundió los dedos en el agua y los acercó a la nariz del pachón. Se agitó. El perro abrió un poco los ojos. Lamió los dedos de Chris. Su lengua estaba casi blanca-. Sí, hazlo así. Poco a poco. Tranquilo.
Volvió a meter los dedos en agua, los alzó otra vez, miró cómo el perro le lamía la mano. La cola del perro golpeó el banco. Tosió. Chris siguió dándole agua con paciencia. Duró una eternidad. Cuando terminó, bajó el perro con delicadeza y lo depositó sobre unas mantas extendidas en el suelo. Toast se acercó para olisquear los bordes de las mantas. Jam se quedó donde estaba, mordisqueando.
– ¿Dónde has estado? -pregunté-. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde lo sacaste?
Entonces, una voz masculina gritó desde el otro extremo de la barcaza.
– ¡Chris! ¿Estás ahí? Acabo de recibir el mensaje. Lo siento.
– Estoy aquí, Max -gritó Chris sin volverse.
Un tipo mayor apareció. Era calvo, con un parche en el ojo. Iba vestido impecablemente con traje azul marino, camisa blanca y corbata a topos. Llevaba un maletín negro de médico. Me miró, después a Chris. Vaciló.
– Es de confianza -dijo Chris-. Te presento a Livie.
El tío me saludó con un cabeceo y pasó de mí al instante.
– ¿Qué habéis conseguido? -preguntó a Chris.
– Me llevé este. Robert se llevó otros dos. Su madre tiene el cuarto. Este es el que está peor.
– ¿Algo más?
– Diez hurones. Ocho conejos.
– ¿Dónde?
– Sarah. Mike.
– ¿Y este? -Se agachó para mirar al perro-. Da igual. Ya lo veo. -Abrió el maletín-. Saca a los otros, ¿quieres? -sugirió, señalando a Toast y Jam.
– No irás a matarle, ¿verdad, Max? Yo lo cuidaré. Dame lo que necesito y yo haré el resto.
Max levantó la vista.
– Llévate a los perros, Chris.
Cogí sus correas de los clavos que había en la pared.
– Vamonos -dije a Chris.
No pasamos del camino de sirga. Vimos que los perros tiraban de las correas para ir hacia el puente. Olfatearon el muro, se detuvieron a menudo para bautizarlo. Se acercaron al agua y ladraron a los patos. Jam se sacudió, como si estuviera mojado. Toast hizo lo mismo, perdió el equilibrio, cayó sobre su hombro y volvió a levantarse. Chris silbó. Se volvieron, corrieron en nuestra dirección.
– ¿Y bien? -dijo Chris cuando Max se reunió con nosotros.
– Le concederé cuarenta y ocho horas. -Max abrió el maletín-. Te he dejado pildoras. Dale de comer arroz hervido y cordero picado. Media taza. Veremos qué pasa.
– Gracias -dijo Chris-. Le llamaré Beans.
– Yo le llamaría «afortunado».
Max acarició la cabeza de Toast cuando los perros volvieron con nosotros. Tiró con suavidad de las orejas de Jam.
– Este ya está preparado para ir a casa -dijo a Chris-. Hay una familia en Holland Park.
– No lo sé. Ya veremos.
– No puedes quedártelos todos.
– Lo sé.
Max consultó su reloj.
– Justo a tiempo. -Rebuscó en su bolsillo. Los dos perros aullaron y retrocedieron unos pasos. El hombre sonrió y tiró una galleta a cada uno-. Duerme un poco -dijo a Chris-. Buen trabajo.
Me saludó con un cabeceo por segunda vez y se encaminó en dirección al puente.
Chris trasladó su saco a la zona de los animales. Pasó la mañana durmiendo al lado de Beans. Me llevé a Toast y Jam al cuarto de trabajo y, mientras se distraían con un juguete, intenté organizar las cajas, las herramientas, las tablas. Cada dos por tres, tomaba nota de mensajes telefónicos. Todos era críticos, como «Dile a Chris que sí sobre Vale de las perreras de March», «A la espera en Laundry Farm», «Cincuenta palomas en Lancashire P-A-L», «Nada todavía sobre Boots. A la espera de noticias de Sonia». Cuando Chris se despertó a las doce y cuarto, ya había comprendido lo que antes no conseguía.
Me ayudaron las noticias de la BBC, cuando informaron que el Movimiento de Liberación Animal había actuado en Whitechapel la noche anterior. Cuando Chris entró en el cuarto de trabajo, estaban entrevistando a alguien que decía, con voz airada:
– … han destruido sin el menor escrúpulo quince años de investigaciones médicas por culpa de su ciega estupidez.
Chris se detuvo en el umbral con una taza de té en la mano.
Le examiné.
– Robas animales -dije.
– Eso hago.
– ¿Toast?
– Sí.
– ¿Jam?
– Exacto.
– ¿Las ratas de capuchón?
– Y gatos, pájaros y ratones. Algún poni de vez en cuando. Y monos. Montones de monos.
– Pero… es ilegal.
– ¿De veras?
– ¿Por qué…? -Era inconcebible. Chris Faraday, el más sumiso de los ciudadanos. ¿Quién era, en realidad?-. ¿ Qué hacen con ellos?
– Lo que quieren. Descargas eléctricas, ceguera, cráneos fracturados, úlceras de estómago, les cortan la médula espinal, les prenden fuego. Lo que quieren. Solo son animales. No sienten dolor. Pese a tener un sistema nervioso central como nosotros. Pese a tener receptores de dolor y conexiones nerviosas entre esos receptores y el sistema nervioso. Pese a… -Se pasó el dorso de la mano sobre los ojos-. Lo siento. Estoy predicando. Ha sido una noche larga. He de ver a Beans.
– ¿Sobrevivirá?
– Haré todo lo posible.
Se quedó con Beans todo el día y toda la noche, Max regresó a la mañana siguiente. Sostuvieron una tensa conversación.
– Escucha, Christopher -oí que decía Max-, no puedes…
– Sí -le interrumpió Chris-. Lo haré.
Al final, ganó Chris porque llegó a un compromiso. Jam marchó a la casa que Max le había encontrado en Holland Park; nosotros nos quedamos con Beans. Y cuando la barcaza estuvo terminada, se convirtió en un hogar para otros animales arrebatados en la oscuridad, el núcleo de donde Chris extraía su poder clandestino.
El poder. Cuando vimos las fotos de lo que había ocurrido en el río el martes pasado por la tarde, Chris dijo que había llegado el momento de que yo dijera la verdad.
– Tú puedes parar esto, Livie -dijo-. Tú tienes el poder.
Me resultó extraño escuchar aquellas palabras, porque era lo que siempre había deseado.
En eso, supongo, soy más parecida a mi madre de lo que me gustaría. Mientras aprendía a cuidar de los animales, asistía a mis primeras reuniones del Movimiento y me situaba en un empleo que podía ser útil para nuestro fines (era el técnico de menor categoría en el hospital para animales del zoo de Londres), mi madre ponía en marcha sus planes para Kenneth Fleming.
En cuanto supo que abrigaba el sueño secreto de jugar al criquet por Inglaterra, tuvo acceso a la brecha que buscaba en su matrimonio con Jean Cooper. Habría sido incomprensible para mi madre que Kenneth y Jean hubieran sido no solo compatibles, sino también felices mutuamente y con la vida que había forjado para ellos y sus hijos. Al fin y al cabo, Jean era inferior a Kenneth, desde un punto de vista intelectual. Al fin y al cabo, le había tendido una trampa para casarse, a la que él, al fin y al cabo, se había sometido en nombre del deber y la responsabilidad, pero no en nombre del amor. Para mi madre, estaba atado a un arado atascado en el barro desde hacía mucho tiempo. El criquet sería su medio de liberación.
No actuó con precipitación ni imprudencia. Kenneth todavía era un miembro del equipo de criquet de la imprenta, así que empezó asistiendo a los partidos. Al principio, los hombres se quedaron patidifusos por su aparición, silla plegable en mano y sombrero para protegerse del sol en la cabeza, al borde de su campo, en Mile End Park. Ella era la «Señora» para los chicos del pozo, y tanto ellos como sus familias se mantuvieron alejados.
Mi madre no se arredró. Ya estaba acostumbrada. Sabía que era una figura impresionante, con sus trajes de verano, los zapatos y bolsos a juego. También sabía que mucho más que Hyde Park, Green Park y la City de Londres separaban su vida y experiencia de las de sus empleados. No obstante, esperaba ganarse su confianza a la larga. En cada partido, iba confraternizando cada vez más con las esposas de los jugadores. Hablaba con sus hijos. Se convirtió en una de ellas, pero alejada un paso al mismo tiempo. Gritaba «¡Oh, bien jugado! ¡Bien jugado!» desde las líneas laterales, al lado de las jarras de té y las galletas que siempre traía consigo; hacía comentarios en los descansos, después del partido, o más tarde, en el trabajo, sobre una entrada especialmente buena. Los jugadores y sus familias llegaron a aceptar, e incluso desear, su presencia. Por fin, estableció reuniones regulares del equipo, alentó estrategias, espió a otros equipos y buscó consejo.
Hasta efectuó incursiones en los recelos de Jean Cooper por su presencia en los partidos. Sabía que una de las claves del futuro de Kenneth consistía en ganarse la confianza de Jean, y se dedicó a ello en cuerpo y alma. Se mostró interesada en los estudios de los dos niños mayores. Se sumergió en conversaciones sobre la salud y el desarrollo del menor, un niño de tres años llamado Stan que era lento en hablar y caminaba con torpeza, cuando ya habría debido moverse con seguridad sobre sus pies.
– Olivia era como Stan a su edad -confesó mi madre-, pero a los cinco años, no se estaba quieta en ninguna parte y habría tenido que ponerle un bozal para que dejara de hablar. -Mi madre rió con elegancia al recordar sus angustias pretéritas-. Cómo nos preocupamos por ellos, ¿verdad?
Un toque simpático, ese «nos».
Era como si aquel desafortunado día en el mercado de Billingsgate nunca hubiera existido entre Jean y mi madre. Su lugar fue ocupado por discusiones sobre el coste del cuidado de los hijos, sobre el notable parecido de Jimmy con su padre, sobre el instinto maternal de Sharon, que empezó a demostrar el mismo día que Jean llegó a casa con el pequeño Stan del hospital. Mi madre evitó cualquier tema en el que Jean se hubiera sentido inferior. Si iban a ser cómplices en el renacimiento personal de Kenneth, tenían que ser iguales. Jean tendría que acceder a la larga a lo que antes era impensable, y mi madre era lo bastante lista para saber que solo podría ganarse la aceptación de Jean si esta pensaba que la idea era suya, al menos en parte.
Me he preguntado si mi madre llevó a la práctica sus planes de una manera sistemática, o si dejó que siguieran una pauta orgánica. También me he preguntado si decidió sus objetivos en el mismo momento que vio a Kenneth Fleming en el pozo. Lo más notable y audaz de sus maquinaciones es que parecen (incluso a mí, ahora que sé la verdad) incuestionablemente naturales, una secuencia de acontecimientos que es imposible analizar, desde cualquier punto de vista, con la esperanza de encontrar un Maquiavelo en su raíz.
¿De dónde surgió la idea de que el equipo necesitaba un capitán? De la lógica, por supuesto. De una pregunta, cortés y perpleja, que dejaba caer de vez en cuando: díganme, el equipo inglés tiene un capitán, ¿verdad? Los equipos regionales tienen un capitán, ¿verdad? De hecho, el primer equipo de cada colegio del país debe de tener un capitán. Tal vez los chicos de Artes Gráficas Whitelaw también deberían tener un capitán.
Los chicos habían elegido un capataz. ¿Quién mejor para dirigir el juego que el mismo chico que supervisaba su trabajo? Claro que tal vez no era una buena idea, después de todo. La habilidad necesaria para gestionar el pozo de Artes Gráficas Whitelaw no era la misma que para organizar el campo de criquet, ¿verdad? Y aunque fuera así, debería hacerse cierta distinción entre el tiempo dedicado al trabajo y el tiempo dedicado al placer. ¿Cómo podía efectuarse dicha distinción, si el capataz de la empresa era el capitán del equipo? ¿No sería mejor que el capitán fuera uno de los chicos del equipo, en lugar del capataz? ¿No sería más positivo para la camaradería de los empleados que el capitán fuera uno cualquiera de los chicos?
Sí, sí. Los chicos lo vieron así, y también el capataz. Se reunieron para dirimir una segunda elección, alguien que conociera el juego, que hubiera jugado en el colegio, alguien que inspirara confianza en el campo, bateador o lanzador. Tenían dos lanzadores muy decentes: Shelby, el cajista, y Franklin, el encargado de mantenimiento. Y tenían a un bateador estelar: Fleming, que trabajaba media jornada en una de las prensas, y otra media en tareas de gestión. Bien, ¿qué les parecía Fleming? ¿Serviría? Si le elegían, ni Shelby ni Franklin podrían pensar que el equipo consideraba al otro mejor lanzador. ¿Por qué no darle una oportunidad a Fleming?
Y así, Kenneth se convirtió en capitán del equipo. No iba a ganar más dinero, y el prestigio sería más o menos el mismo, pero eso daba igual porque la cuestión era estimular su apetito por el juego, alentar su imaginación sobre el futuro y engatusarle para que olvidara el sórdido presente.
Nadie se sorprendió, y mucho menos mi madre, cuando Kenneth tuvo un gran éxito en su papel de capitán. Disponía a los jugadores con inteligencia y precisión, los cambiaba de posición hasta situarlos donde jugaban mejor. Veía el juego como una ciencia, en lugar de una oportunidad de ganar popularidad entre los chicos. Sus prestaciones eran las de siempre. Con un bate en la mano, Kenneth Fleming era mágico.
Nunca jugó al criquet para conseguir la adulación del público. Jugaba al criquet porque amaba el juego. Y demostraba ese amor, desde la deliberación con que montaba guardia en la línea de base, hasta la sonrisa que iluminaba su rostro un segundo después de golpear la bola. Por lo tanto, fue el primero en acceder con entusiasmo cuando un anciano caballero llamado Hal Rashadam, que había asistido a tres o cuatro partidos, ofreció sus servicios como entrenador del equipo. Por echar una cana al airé, dijo Rashadam. Me encanta el juego. Yo también jugaba cuando estaba én forma. Siempre me gusta ver jugar bien al criquet.
¿Un entrenador para un equipo de criquet de una imprenta? ¿Dónde se había visto algo semejante? Los chicos le habían visto al borde del campo, acuclillado, acariciándose la barbilla, asintiendo, hablando solo sin parar. Pensaban que era un chiflado del vecindario, y como tal le habían catalogado. De modo que, cuando Rashadam les abordó después de un partido particularmente difícil contra una fábrica de neumáticos de Hag-gerston, y les explicó su opinión sobre cómo habían jugado, la primera idea de los chicos fue decirle que se metiera en sus asuntos.
Fue mi madre quien dijo:
– Esperen un momento, caballeros. Hay algo… ¿De qué está hablando, señor?
Y debió decirlo con tal ingenuidad que nadie sospechó el tiempo que había tardado en convencer a Hal Rashadam de que echara un serio vistazo a los chicos de Artes Gráficas Whitelaw, y sobre todo a uno de ellos. Porque, no os llaméis a engaño, mi madre estaba detrás de la aparición de Rashadam, como cualquiera con un gramo de cerebro habría adivinado en cuanto se presentó.
– Rashadam-dijo Kenneth Fleming-. ¿Rashadam? -Se dio una palmada en la frente y rió-. Caray, palurdos -dijo a sus compañeros-. ¿No sabéis quién es?
Harold Rashadam. ¿Os suena el nombre? Seguro que no, si no seguís el juego con la pasión de Kenneth Fleming. Rashadam fue apartado del criquet unos treinta años antes por culpa de un hombro lesionado que se negó a curar bien, pero cuando jugó durante dos breves años por Derbyshire e Inglaterra, se destacó como un jugador versátil y dotado.
La gente cree lo que quiere creer, y por lo visto, los chicos de Artes Gráficas Whitelaw quisieron creer que Hal Rashadam se había dejado caer, por su campo casualmente, cuando iba a visitar a alguien que vivía en las cercanías de Mile End Park. Pasaba por aquí, les dijo, y se tragaron la información como gatos ansiosos de nata. También quisieron creer que, como había dicho, ofrecía sus servicios gratis, por amor al juego y nada más. Jubilado, dijo, con todo el tiempo del mundo, tengo ganas de hacer algo que aparte mi mente de estos huesos. Además, querían confiar en el hecho de que Rashadam estaba interesado por el grupo, no por los individuos, y que el grupo se beneficiaría de su presencia de alguna manera oscura, solo relacionada en parte con el criquet.
Mi madre les alentó.
– Le ruego que nos deje pensar en su oferta, señor Rashadam -dijo. Se reunió con los chicos e interpretó el papel de la señora Cautela-. ¿Es cierto lo que dice?
¿Y quién era Rashadam cuando era alguien?
Alguien llevó a cabo la investigación, desenterró viejos recortes de periódicos y le llevó un ejemplar del Wisden Cricketers' Almanack para que lo viera con sus propios ojos. Mi madre viró de la señora Cautela a la señora Interés, exaltada sin duda para sus adentros al ver cuánto había emocionado la aparición de Rashadam en el Mile End Park a Kenneth Fleming.
¿Cómo conoció a Rashadam?, os estaréis preguntando. ¿Os estáis preguntando cómo demonios pudo Miriam Whitelaw, ex maestra, sacarse de la chistera un jugador de criquet genial?
Debéis pensar en los años de su vida que consagró a trabajos voluntarios, y lo que esos años significaron en términos de contactos, de gente que conocía, de organizaciones que le debían uno u otro favor. Solo necesitaba un amigo de un amigo. Si conseguía que alguien como Rashadam visitara Mile End Park un domingo por la tarde y paseara a lo largo del campo detrás de los espectadores, sus sillas plegables y sus cestas de la merienda, el talento de Kenneth Fleming haría el resto. Estaba segura.
Naturalmente, había dinero de por medio. Rashadam no lo habría hecho por pura bondad, y mi madre no se lo habría pedido. Era una mujer de negocios. Aquello formaba parte del negocio. Ofreció una cantidad a la hora por la visita, la conversación, el entrenamiento. Pagó.
Y os estáis preguntando por qué. Casi os puedo oír. ¿Por qué se tomó la molestia? ¿Por qué hizo el sacrificio?
Porque, para mi madre, no representaba ni molestia ni sacrificio. Era lo que deseaba hacer. Ya no tenía marido. Habíamos destruido mutuamente nuestra relación. Necesitaba a Kenneth Fleming. Llamadlo como queráis: un foco de atención y preocupación, un recipiente en potencia de su afecto, una causa por la que podía luchar y vencer, un sustituto del hombre que había muerto, un hijo que reemplazaría al que había desterrado de su vida. Tal vez pensaba que le había fallado cuando fue alumno suyo, diez años antes. Tal vez consideraba su relación renovada una oportunidad de no fallarle por segunda vez. Siempre había creído en sus capacidades. Tal vez sólo buscaba una forma de demostrar que no había errado. No sé exactamente qué pensaba, esperaba, soñaba o planeaba cuando empezó. Sin embargo, creo que su corazón no se equivocaba. Deseaba lo mejor para Kenneth. Pero también deseaba ser ella quien dijera qué era lo mejor.
Rashadam pasó a formar parte del equipo de la imprenta. No tardó en concentrar su atención en Kenneth. Esta atención empezó en Mile End Park, cuando Rashadam trabajó la habilidad de Kenneth con el bate. Al cabo de dos meses, el antiguo jugador de criquet sugirió que contrataran algunas sesiones en los campos del Lord's.
Más intimidad, en cierto sentido, informó a Kenneth Fleming. No queremos que ningún espía de otro equipo se entere de lo que estamos preparando, ¿verdad?
Y al Lord's fueron, al principio los domingos por la mañana, y ya podéis imaginaros lo que debió sentir Kenneth Fleming cuando las puertas de la escuela de criquet se cerraron a su espalda y oyó el crujido de los bates al golpear las pelotas y oyó el siseo de las pelotas al ser lanzadas. Lo que debió sentir cuando caminó a lo largo de los recintos protegidos por redes. Los nervios revolvieron su estómago, la angustia cubrió de sudor sus palmas, la exaltación ofuscó cualquier pregunta sobre los motivos de Hal Rashadam para dedicar tanto tiempo y energías a un joven cuyo auténtico futuro no estaba en el criquet (¡Santo Dios, si ya tenía veintisiete años!), sino en la Isla de los Perros, en una casa adosada, con una esposa y tres hijos, en Cubitt Town.
¿Qué fue de Jean?, os preguntaréis. ¿Dónde estaba, qué hacía, cómo reaccionó a las atenciones que Kenneth recibía de Rashadam?. Imagino que al principio no se dio cuenta. Al principio, la atención fue sutil. Cuando Kenneth volvía a casa y decía «Hal esto» o «Hal lo otro», sin duda se daba cuenta y observaba que el cabello de su marido se estaba aclarando gracias a la exposición al sol, que su piel parecía más saludable que en muchos años, que sus movimientos eran más ágiles que antes, que su rostro irradiaba un entusiasmo por la vida que ella ya había olvidado. Todo esto se traducía en deseo. Y cuando estaban en la cama y sus cuerpos trabajaban rítmicamente al unísono, la cuestión menos importante era preguntarse adónde iba a llevarles aquella pasión por el criquet, por no mencionar qué potencial de desdicha residía en el simple amor de un hombre por un deporte.