El agente detective Winston Nkata entró en el despacho de Lynley, con la chaqueta del traje colgada al hombro, y se frotó con aire pensativo la ancha cicatriz que cruzaba su piel de color café, en forma de cimitarra, desde el ojo derecho a la comisura de la boca. Era un recuerdo de sus días en las calles de Brixton (consejero de guerra principal de los Guerreros de Brixton), que le había obsequiado un miembro de una banda rival, quien en la actualidad estaba a la sombra en Scrubs.
– Hoy sí que he vivido como un señor. -Nkata dejó la chaqueta sobre el respaldo de una silla, frente al escritorio de Lynley-. Primero, Shepherd's Market, echando el ojo a unas damas muy finas. Después, Berkeley Square, para darme un garbeo por el Cherbourg Club. ¿Será mejor todavía cuando llegue a sargento?
– No lo sé -dijo Havers, y acarició la tela de la chaqueta a modo de experimento. Estaba claro que Nkata había tomado como modelo al inspector detective para el cual trabajaban los dos-. He pasado la tarde en la Isla de los Perros.
– Aún no has conocido a la gente adecuada, Sargento de mis Sueños.
– Es evidente.
Lynley había llamado al superintendente a su casa del norte de Londres. Estaban repasando la lista de turnos, y Lynley informaba a su superior sobre los agentes detectives a quienes cancelaría el permiso de fin de semana (lo que quedaba) para que colaboraran en la investigación del asesinato.
– ¿Qué vas a hacer con la prensa, Tommy? -preguntó el superintendente.
– Estoy reflexionando sobre la mejor forma de utilizarla. Arden en deseos de meterle mano a la historia.
– Ve con cuidado. A esos bastardos les encantan los escándalos. Procura no darles la pista que perjudique al caso.
– De acuerdo. -Lynley colgó. Apartó la silla unos centímetros del escritorio-. ¿Dónde estábamos? -preguntó a Havers y Nkata.
– Patten está limpio como un bebé después de un baño -dijo Nkata-. Estuvo en el Cherbourg Club el viernes por la noche, jugando a cartas en una habitación privada con los peces gordos. No se marchó hasta que los camiones de la leche salieron a la calle a la mañana siguiente.
– ¿Están seguros de que fue el miércoles?
– Los miembros firman en una lista. La lista se guarda seis meses. Al portero le bastó con repasar las de la última semana y allí estaba él, el miércoles por la noche, con una invitada femenina. Aunque no tuvieran las listas, yo diría que se acordarían muy bien de Patten.
– ¿Por qué?
– Según un tallador con quien charlé, Patten se deja de una o dos mil libras en las mesas cada mes. Todo el mundo le conoce. Es un caso de «Entre, tome asiento y en qué podemos complacerle mientras le desplumamos».
– Dijo que el miércoles por la noche iba ganando.
– Eso dijo el tallador, pero suele perder, no ganar. También le gusta beber. Lleva una petaca. No hay bebidas en la sala de juegos, por lo que me dijeron, pero el tallador tiene instrucciones de mirar hacia el otro lado cuando echa un trago.
– ¿Quiénes eran los peces gordos que estuvieron con él aquella noche? -preguntó Havers.
Nkata consultó su libreta. Era marrón y minúscula, y solía escribir en ella con un lápiz mecánico que producía una escritura delicada y microscópica, en contraste con su cuerpo larguirucho y grande. Recitó los nombres de dos miembros de la Cámara de los Lores, un industrial italiano, un consejero real muy conocido, un empresario cuyos negocios incluían desde la realización de películas hasta restaurantes de comida a domicilio, y un mago de la informática californiano, que se encontraba de vacaciones en Londres y había pagado con mucho gusto la cuota de doscientas cincuenta libras como miembro temporal, para poder decir que le habían desplumado en un casino privado.
– Patten no dejó de jugar en toda la noche -continuó Nkata-. Bajó una vez a la una de la mañana para acompañar a su dama a un taxi, pero se limitó a darle una palmada en el culo, entregarla al portero y volver a la partida. Y allí se quedó.
– ¿Fue después a Shepherd's Market, en busca de acción? -preguntó Lynley.
Un barrio de putas muy famoso en otra época, Shepherd's Market estaba muy cerca de Berkeley Square y el Cherbourg Club. Si bien había experimentado un renacimiento durante los últimos años, aún era posible pasear por su red de agradables calles peatonales, pasar ante sus licorerías, floristerías y farmacias, y establecer contacto visual con alguna mujer sola y desocupada, que vendía una mercancía evidente.
– Tal vez -contestó Nkata-, pero el portero dijo que Patten conducía su Jag aquella noche y pidió que se lo trajeran cuando ya estuvo preparado para irse. Habría ido a pie al mercado. No habría podido aparcar en ningún sitio. Claro que podría haber ido en coche, recogido a la furcia y marchado a casa, pero no es en eso donde encaja Shepherd's Market. -Saboreó el momento previo a la noticia, se reclinó en la silla y dedicó otra caricia a su cicatriz-. Dios bendiga al cepo -dijo con ardor-. A los que los ponen y a las benditas víctimas. En este caso, sobre todo a las víctimas.
– ¿Qué tiene que ver eso con…? -empezó Havers.
– El coche de Fleming -dijo Lynley-. Has encontrado el Lotus.
Nkata sonrió.
– Es usted rápido, tío. Lo reconozco. Debo dejar de pensar que se ganó el cargo deprisa por su cara bonita.
– ¿Dónde está?
– Donde no debería estar, según los tíos del cepo. Está en un paso cebra. En Curzon Street. Tirado allí como si pidiera a gritos que viniera el cepo.
– Joder -gruñó Havers-, en pleno Mayfair. La tía podría estar en cualquier sitio.
– ¿Nadie ha telefoneado para que, quitaran el cepo? ¿Nadie ha pagado la multa?
Nkata negó con la cabeza.
– El coche ni siquiera estaba cerrado. Las llaves estaban tiradas en el asiento del conductor, como invitando a alguien a afanarlo. -Dio la impresión de que había descubierto una mancha en su corbata, porque frunció el entrecejo y pasó los dedos sobre la seda-. Si quiere saber mi opinión, hay alguien por ahí metido en un fregado, y se llama Gabriella Patten.
– Puede que tuviera prisa -sugirió Havers.
– No dejaría las llaves de esa forma. Eso no es prisa. Es premeditación. Es decir: «¿cómo voy a poner a ese bastardo en un auténtico aprieto?».
– ¿No hay rastro de ella?
– Toqué timbres y llamé a puertas desde Hill Street a Piccadilly. Si está allí, se ha escondido y nadie habla al respecto. Podríamos ordenar a alguien que vigile el coche, si quiere.
– No -dijo Lynley-. De momento, no tiene la menor intención de volver a por él. Por eso dejó las llaves. Que lo embarguen.
– De acuerdo.
Nkata apuntó una nota del tamaño de una cabeza de alfiler en su libreta.
– Mayfair. -Havers introdujo la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un paquete de galletas, que abrió con los dientes. Se metió una en la boca y pasó el paquete. Comió con aire pensativo-. Podría estar en cualquier sitio. Un hotel. Un piso. La casa de alguien. A estas alturas, ya sabe que ha muerto. ¿Por qué no sale a la luz?
– Yo diría que se alegra de ello. -Nkata señaló una hoja de su libreta-. Fleming recibió lo que ella quería darle en persona.
– ¿El pasaporte? Pero ¿por qué? Él quería casarse con ella. Ella quería casarse con él.
– Has de estar muy cabreado para querer matar a alguien a quien no quieres matar en realidad -dijo Nkata-. Te pones como una moto y dices, «Podría matarte, tío, ojalá estuvieras muerto», y lo dices en serio en aquel momento. Lo que no esperas es que aparezca de repente el hada buena-mala y te conceda el deseo.
Havers se tiró del lóbulo, como si meditara sobre las palabras de Nkata.
– Debe de haber un buen puñado de hadas bueñas-malas en la Isla de los Perros. -Contó lo que había averiguado, con especial énfasis en la antipatía de Derrick Cooper hacia su cuñado, la débil coartada de Jean Cooper para la noche en cuestión («dormida en la cama desde las nueve y media sin que ni un mosquito pueda corroborarlo, señor»), y la desaparición de Jimmy después de la cancelación del crucero-. Su mamá afirma que por la mañana estaba arrebujado en su camita como Christópher Robin, pero apuesto uno de cinco a que no volvió a casa, y he hablado con tres tíos de la comisaría de Manchester Road que lo consideran carne de reformatorio desde los once años.
Jimmy era un camorrista, le había dicho la policía. Grafitis en el club de remo, rotura de ventanas en el antiguo edificio de Transportes Brewis, a unos trescientos metros de la comisaría, hurto de cigarrillos y dulces cerca de Canary Wharf, acoso sistemático a cualquiera que considerara el favorito de alguien, invasión de la nueva mansión yuppy cerca del río, abrir un agujero en la pared de la clase de cuarto, dos o tres novillos por semana.
– Nada susceptible de ser subrayado en la hoja de acusaciones diaria -comentó con sequedad Lynley.
– Exacto. Ya me he dado cuenta. El jdelincuente en ciernes que todavía podría salvarse si alguien lo tomara a su cargo, pero hubo algo más que me interesó sobre él. -Mordió otra galleta mientras pasaba las páginas de su libreta. Era más grande que la de Nkata, comprada en Ryman's, con la cubierta de cartón azul arrugado y encuademación en espiral. La mayoría de las páginas tenían las puntas dobladas, y algunas estaban manchadas de mostaza-. Era un pirómano. -dijo mientras masticaba-. Cuando tenía…, joder…, ¿dónde he…? Aquí está. Cuando tenía once años, nuestro Jimmy pegó fuego a la papelera, en la escuela primaria de Cubitt Town. En el aula, por cierto, a la hora de comer. Estaba añadiendo algunos textos de ciencias a las llamas cuando le pillaron.
– Debía tener algo contra Darwin -murmuró Nkata.
Havers resopló.
– El director llamó a la policía. Un magistrado se vio implicado. Jimmy tuvo que acudir a una asistenta social durante…, veamos…, unos diez meses.
– ¿Continuó con los incendios?
– Parece que fue flor de un día.
– Tal vez relacionado con la separación de sus padres -dijo Lynley.
– Y otro incendio podría estar relacionado con su divorcio -añadió Havers.
– ¿Sabía que el divorcio era inminente?
– Jean Cooper dice que no, pero es lógico, ¿no? El chico tiene medios y oportunidad en cantidades industriales, y ella lo sabe muy bien, de modo que no nos ayudará a encontrar también el móvil.
– ¿Cuál es el móvil? -preguntó Nkata-. ¿Si te divorcias de mamá pego fuego a tu casa? ¿Sabía que su padre estaba allí?
Havers cambió de dirección con agilidad.
– Puede que no tenga nada que ver con el divorcio. Puede que estuviera enfadado porque su padre suspendió las vacaciones. Habló con Fleming por teléfono. No sabemos qué dijeron. Si sabía que Fleming se marchaba a Kent, tal vez se presentó allí, vio el coche de su padre en el camino particular, oyó la discusión que ese tío… ¿Cómo se llama, inspector, el granjero que paseaba cerca de la casa?
– Freestone.
– Eso. Oyó la misma discusión que Freestone. Vio que Gabriella Patten se marchaba. Se coló dentro y sufrió una regresión a un acto de desquite de los once años.
– ¿No ha hablado con el chico? -preguntó Lynley.
– No estaba en casa. Jean no me dijo adonde había ido. Recorrí un rato la A 1206, pero aún estaría allí si hubiera mirado en cada calle. -Se metió otra galleta en la boca y se revolvió el pelo-. Necesitamos más personal, señor. Me gustaría tener a alguien en Cárdale Street, para que nos avise cuando el chico aparezca. Cosa que hará, tarde o temprano. En este momento, sus hermanitos le acompañan. Eso dijo su madre, al menos. No van a estar fuera toda la noche.
– He hecho algunas llamadas. Tendremos ayuda. -Lynley se reclinó en la silla y sintió la necesidad de un cigarrillo. Algo que hacer con sus manos, sus labios, sus pulmones… Alejó el pensamiento escribiendo «Kensington», «Isla de los Perros» y «Little Venice» junto a la lista de agentes a quienes Dorothea Harriman, en aquel preciso momento, estaba comunicando su mala suerte.
Havers echó un vistazo a la libreta de Lynley.
– ¿Qué hay de la hija? -preguntó.
Minusválida, explicó Lynley. Olivia Whitelaw no podía caminar sin ayuda. Explicó los espasmos musculares que había presenciado y lo que Faraday había hecho para calmarlos.
– ¿Parálisis de algún tipo? -preguntó Havers.
Era algo que, al parecer, solo afectaba a sus piernas. Una enfermedad antes que un estado congénito. La chica no había dicho de qué se trataba. Él no había preguntado. Lo que padecía no parecía relacionado, al menos de momento, con la muerte de Kenneth Fleming.
– ¿De momento? -preguntó Nkata.
– Ha descubierto algo -dijo Havers.
Lynley estaba mirando los nombres de los agentes, mientras decidía cómo dividirlos y cuántos enviar a cada punto.
– Algo -dijo-. Puede que no sea nada, pero me ha dado ganas de verificarlo. Olivia Whitelaw afirma que pasó todo el miércoles por la noche en la barcaza. Faraday había salido. Bien, si Olivia hubiera tenido que marcharse de Little Venice, habría sido complicado. Alguien habría tenido que llevarla en brazos, o ella tendría que haber utilizado el andador. En cualquier caso, el proceso habría sido lento. Por lo tanto, si salió el miércoles por la noche después de que Faraday se largara, es posible que alguien se haya fijado.
– Pero no pudo matar a Fleming, ¿verdad? -protestó Havers-. No habría podido llegar ni al jardín, si su estado es tan delicado como dice usted.
– No habría podido hacerlo sola -replicó Lynley. Rodeó con un círculo rojo las palabras «Little Venice». Apuntó una flecha hacia ellas-. Faraday y ella guardan una pila de periódicos en la cubierta de la barcaza. Les eché un vistazo antes de irme. Han comprado todos los de hoy, incluidos los sensacionalistas.
– ¿Y qué? -dijo Havers, en su papel de abogado del diablo-. Es prácticamente una inválida. Quería leer. Envió a su novio a buscar los diarios.
– Y todos los diarios estaban abiertos por la misma noticia.
– La muerte de Fleming -apuntó Nkata.
– Sí. Me pregunté qué estaba buscando.
– Pero ella no conocía a Fleming, ¿verdad? -preguntó Havers.
– Dice que no, pero si me gustara apostar, me jugaría el dinero a que sabe algo, sin duda alguna.
– O quiere saber algo -dijo Nkata.
– Sí. Eso también.
Había que trenzar un hilo más en la tela de la investigación, y el hecho de que fueran casi las ocho de la noche de un sábado no obviaba su obligación de acometer la tarea, pero bastaría con dos de ellos. Por lo tanto, en cuanto Nkata se puso la chaqueta, sacudió con todo cuidado las solapas y salió en busca de los placeres que había demorado aquel sábado por la noche, Lynley se dirigió a la sargento Havers:
– Hay algo más.
La sargento estaba a punto de tirar el envoltorio de las galletas a la papelera. Bajó el brazo y suspiró.
– Adiós cena, supongo.
– En Italia, muy pocas veces cenan antes de las diez, sargento.
– Jesús, estoy viviendo la dolce vita y ni siquiera me había dado cuenta. ¿Tengo tiempo de comprar un bocadillo, al menos?
– Si se da prisa.
Havers se fue en dirección a la cantina de oficiales. Lynley descolgó el teléfono y marcó el número de Helen. Ocho timbrazos, y escuchó por segunda vez aquel día su contestador automático. No podía ponerse al teléfono; si era tan amable de dejar un mensaje.No quería dejar un mensaje. Quería hablar con ella. Esperó con impaciencia al maldito pitido.
– Sigo trabajando, Helen -dijo con los dientes apretados-. ¿Estás ahí?
Esperó. Estaría ansiosa por recibir su llamada. Estaba en el salón. Tardaría un momento en descolgar. Se estaba poniendo en pie, flotando hacia la cocina, encendiendo la luz, extendiendo la mano hacia el teléfono, dispuesta a murmurar, «Tommy, querido», expectante. Esperó. Nada.
– Son casi las ocho -dijo, mientras se preguntaba dónde estaba ella y reprimía sin éxito una sensación de agravio porque Helen no estaba esperando su llamada, y él se dedicaba a esbozar unos planes más imposibles a cada minuto que transcurría-. Pensé que acabaría antes, pero temo que no va a ser posible. He de hacer otra visita. No sé a qué hora acabaré. ¿Nueve y media? No estoy seguro. Habría preferido que no me esperaras, pero ya veo que no lo has hecho, ¿eh? -Dio un respingo cuando se le escapó el comentario. Transmitía su despecho. Se apresuró a continuar-. Escucha, siento muchísimo que este fin de semana se haya ido al carajo, Helen. Te llamaré en cuanto sepa…
La voz de androide de la máquina le agradeció el mensaje, recitó la hora (que él ya sabía) y desconectó.
– Mecagüen la leche -dijo Lynley, y colgó el teléfono con violencia.
¿Dónde estaría Helen a las ocho de la noche de un sábado, cuando se suponía que debía estar con él, cuando habían planeado pasar juntos el fin de semana? Repasó las posibilidades. Con sus padres en Surrey, con su hermana en Cambridge, con Deborah y Simón St. James en Chelsea, con una antigua compañera de clase que acababa de comprar una casa en uno de los barrios más finos de Fulham. Y después, estaba toda una colección de antiguos amantes, pero prefirió no pensar que uno de ellos hubiera surgido del pasado el mismísimo fin de semana en que su futuro debía resolverse de una vez por todas.
– Mierda -exclamó.
– Lo mismo pensaba yo -dijo Havers cuando entró en el despacho, bocadillo en ristre-. Otro sábado por la noche, en que habría podido embutirme en un traje de spandex con lentejuelas para bailar como una maníaca, y aquí estoy, currando como una descosida, con los dientes clavados en algo que la cantina llama un croque-monsieur.
Lynley examinó el bocadillo que la sargento le tendía.
– Parece jamón a la plancha.
– Pero si le dan un nombre francés, pueden aumentar el precio, hijo. Espere y verá. La semana que viene, nos tragaremos pommes frites y pagaremos una enormidad con sumo placer.
Masticó como una ardilla, con ambos carrillos henchidos, mientras Lynley devolvía las gafas al bolsillo de la chaqueta y sacaba las llaves del coche.
– ¿Nos vamos, pues? -preguntó Havers-. Pero ¿adonde?
– A Wapping. Guy Mollison ha efectuado su declaración a los medios de comunicación. Los noticiarios de la radio la han retransmitido esta tarde: «Una tragedia para Inglaterra, un brillante bateador segado en la flor de la vida, un golpe demoledor para nuestras esperanzas de arrebatar las Cenizas a los australianos, un problema casi irresoluble para los seleccionadores».
Havers embutió en su boca el último triángulo de la primera mitad de su bocadillo.
– Un detalle interesante, ¿verdad, señor? -dijo mientras masticaba-. No lo había pensado antes. Fleming estaba seguro de que sería seleccionado otra vez para Inglaterra. Ahora, tendrán que sustituirle. Por lo tanto, la suerte acaba de sonreír a alguien.
Subieron en el coche la rampa del aparcamiento subterráneo. Havers dirigió una mirada nostálgica al restaurante italiano que había al norte del Yard, mientras Lynley se adentraba en Broadway y pasaba frente al parque situado al final de la calle, donde las farolas se encendieron de repente, filtraron luz por entre los altos plátanos y la proyectaron sobre el Suffragette Scroll.
Lynley condujo en dirección a Parliament Square. A aquellas horas de la noche, las hileras de autocares turísticos habían desaparecido, y la estatua de Winston Churchill podía contemplar en paz el río.
Se desviaron hacia el norte justo antes del puente de Westminster, doblaron por Victoria Embankment y corrieron paralelos al río. La mayor parte del tráfico iba en dirección opuesta, y una vez dejaron atrás el Hungerford Footbridge, la ruta les condujo hacia la City, adonde nadie iba un sábado por la noche. Tenían jardines a un lado, el río al otro, y tiempo suficiente para meditar sobre lo que estaba haciendo la arquitectura de posguerra, en la orilla sur del río, para demoler la línea del horizonte de la ciudad.
– ¿Qué sabemos sobre Mollison? -preguntó Havers. Había terminado la otra mitad del emparedado y estaba desenterrando algo del bolsillo de los pantalones. Era una cajita de pastillas de menta. Sacó una y extendió la caja hacia Lynley-. ¿Le apetece un postre después de comer, señor? -preguntó con el tono jovial de una azafata agotada.
– Gracias -dijo Lynley, y se metió una en la boca. Sabía a polvo, como si Havers la hubiera recogido del suelo y decidido que no podía desperdiciarla.
– Sé que juega por Essex cuando no juega por Inglaterra, pero eso es todo -explicó Havers.
– Ha jugado por Inglaterra durante los últimos diez años-dijo Lynley.
Refirió los datos adicionales que Simón St. James, amigo, científico forense y aficionado al criquet le había proporcionado por teléfono. Habían hablado a la hora del té, con diversas interrupciones mientras St. James añadía cuatro o cinco terrones de azúcar a su taza, acompañados de fondo por las continuas objeciones de su mujer.
– Tiene treinta y siete años…
– No le quedan muchos años de jugar ya.
– …y se casó con una abogada llamada Allison Hepple. El padre de ella había sido en otro tiempo patrocinador de un equipo, por cierto.
– Estos tíos brotan como setas, ¿no?
– Mollison es un graduado de Cambridge, del Pembroke College, con un discretísimo tercer puesto en ciencias naturales. Jugó al criquet en Harrow, y después consiguió representar a la universidad. Siguió jugando después de terminar sus estudios.
– Parece que la carrera fuera una excusa para jugar al criquet.
– En efecto.
– Por tanto, sus intereses son los del equipo, sean cuales sean.
– Sean cuales sean.
Guy Mollison vivía en una parte de Wapping que había experimentado una renovación urbanística considerable. Era una zona de Londres en que enormes almacenes Victorianos se cernían sobre las estrechas calles adoquinadas que corrían paralelas al río. Algunos todavía se utilizaban, aunque un vistazo al camión con la inscripción FRUIT OF THE LOOM ACTIVE WEAR en letras brillantes explicaba en parte la historia de la metamorfosis de Wapping. Ya no era el muelle bullicioso, pasto de delincuentes, donde estibadores vociferantes se apretujaban sobre pasarelas, mientras se pasaban de uno a otro toda clase de productos, desde pigmentos a conchas de carey. Donde en otro tiempo fardos, barriles y sacos atestaban las calles y muelles, ahora reinaba la renovación. Los piratas del siglo XVIII, condenados a ser encadenados en aguas poco profundas y a morir ahogados en las mareas cercanas al pub Town of Ramsgate, se habían convertido en jóvenes profesionales del siglo xx. Vivían en los mismos almacenes y muelles que, al ser considerados edificios históricos, no podían ser demolidos y sustituidos por los mamotretos de la orilla sur, que se extendían como monolitos desde Royal Hall, en Southwark, hasta el Puente de Londres.
La casa de Guy Mollison estaba en China Silk Wharf, un edificio de seis pisos, construido de ladrillo color canela, que se alzaba en la confluencia de Garnett Street y Wapping Wall. Su cancerbero era un portero que, cuando Lynley y Havers llegaron, montaba guardia de una manera inconexa, espatarrado ante un televisor en miniatura dentro de una oficina que tenía el tamaño de una caja de embalaje, y que se abría a la entrada, cerrada con llave y con suelo de ladrillo.
– ¿Mollison? -preguntó, cuando Lynley tocó el timbre, extrajo su tarjeta y explicó adonde iba-. Esperen aquí, los dos. ¿Comprendido?
Señaló un punto del suelo y volvió a la oficina, con la tarjeta de Lynley en la mano. Descolgó el teléfono y tecleó algunos números, mientras el público del programa televisivo aullaba de placer cuando cuatro concursantes se introducían en sendos barriles de gelatina roja.
Volvió con la tarjeta y lo que parecía un pedazo de anguila gelatinosa pinchada en un tenedor, su aperitivo de la cena.
– Cuatrocientos diecisiete -dijo-. Cuarta planta. Giren a la izquierda al salir del ascensor. Avísenme antes de salir. ¿Comprendido?
Asintió, se metió la anguila en la boca y les dejó pasar. Descubrieron que sus instrucciones eran innecesarias. Cuando las puertas se abrieron en la cuarta planta, el capitán de Inglaterra les estaba esperando en el pasillo. Estaba apoyado contra la pared opuesta al ascensor, con las manos hundidas en los bolsillos de sus arrugados pantalones de hilo y los pies cruzados sobre los tobillos.
Lynley reconoció a Mollison debido a su característica principal: la nariz rota dos veces, achatada en el puente y nunca arreglada por completo. Tenía la cara rubicunda a causa de la exposición al sol, y la frente, que empezaba a perder pelo, sembrada de pecas. Bajo el ojo izquierdo, un morado del tamaño de una pelota de criquet (o de un puño) empezaba a virar del púrpura al amarillo desde los bordes.
Mollison extendió la mano.
– ¿Inspector Lynley? La policía de Maidstone dijo que pediría ayuda a Scotland Yard. Supongo que ha sido usted el elegido.
Lynley le estrechó la mano. El apretón de Mollison fue fuerte.
– Sí-dijo, y presentó a la sargento Havers-. ¿Ha estado en contacto con Maidstone?
Mollison dedicó un cabeceo a la sargento Havers.
– He intentado arrancar algo definitivo a la policía desde ayer por la noche, pero son muy escurridizos, ¿verdad?
– ¿Qué clase de información le interesa?
– Me gustaría saber qué pasó. Ken no fumaba. ¿Qué es esa tontería sobre una butaca quemada y un cigarrillo? ¿Cómo es posible que una butaca quemada y un cigarrillo se conviertan en «posible homicidio» al cabo de doce horas? -Mollison se recostó contra la pared. Era de ladrillo pintado de blanco. La luz del techo bañaba su cabello de color arena, veteado de oro-. La verdad, supongo que es mi reacción al hecho de que no pueda creer que haya muerto. Hablamos el miércoles por la noche. Charlamos. Nos despedimos. Tan normal como siempre. Y luego, esto.
– Precisamente nos gustaría hablar con usted sobre la llamada telefónica.
– ¿Sabe que hablamos? -Las facciones de Mollison se afilaron. Después, dio la impresión de que se calmaba con sus propias palabras-. Ah, Miriam. Por supuesto. Ella contestó. Lo había olvidado. -Introdujo las manos en los bolsillos de nuevo y se recostó con más indolencia contra la pared, como si estuviera decidido a quedarse un rato-. ¿Qué puedo decirles?
Les miró con aire inocente, como si fuera normal sostener la conversación en el pasillo.
– ¿Podemos ir a su piso? -preguntó Lynley.
– Es un poco difícil. Me gustaría hablar aquí, si es posible.
– ¿Por qué?
Ladeó la cabeza en dirección a su piso.
– Mi mujer -dijo en voz baja-. Allison. No me gustaría darle un disgusto, si puedo evitarlo. Está embarazada de ocho meses y no está en muy buena forma. La cosa está al caer.
– ¿Conocía a Kenneth Fleming?
– ¿A Ken? No. Bueno, hablaba con él, sí. Charlaban un rato cuando se veían en las fiestas y tal.
– Por lo tanto, no estará muy impresionada por su muerte, ¿verdad?
– No, no. Nada por el estilo. -Mollison sonrió y dio un golpecito suave en la pared con su cabeza, casi con humildad-. Estoy preocupado, inspector. Es nuestro primer hijo. Un chico. No quiero que nada salga mal.
– Lo tendremos en cuenta -contestó Lynley con placidez-, y a menos que su mujer tenga alguna información sobre la muerte de Kenneth Fleming que quiera comunicarnos, no será necesario que se quede en la habitación.
Mollison curvó la boca, como si fuera a hablar. Utilizó los codos para apartarse de la pared.
– Muy bien. Vengan conmigo, pero recuerden su estado.
Les guió por el pasillo hasta la tercera puerta, que cuando abrió reveló una enorme sala con ventanas de marco de roble que daban al río.
– Allie -llamó, mientras cruzaba el suelo de abedul en dirección a una zona de estar que formaba tres lados de un cuadrado. El cuarto lado comprendía puertas de cristal que, al abrirse, dejaban al descubierto una de las pasarelas originales del muelle, por donde en otro tiempo se habían introducido productos en el almacén.
Una fuerte brisa agitaba las páginas de un periódico, abierto sobre una mesita auxiliar de la zona de estar. Mollison cerró las puertas y dobló el periódico.
– Siéntense, por favor -dijo, y volvió a llamar a su mujer.
Una voz de mujer contestó.
– Estoy en el dormitorio. ¿Ya te has librado de ellos?
– No del todo -dijo Mollison-. Cierra la puerta, querida, y así no te molestaremos.
En respuesta, oyeron los pasos de la mujer, pero en lugar de encerrarse, Allison salió a la sala, con un fajo de papeles en una mano y la otra apretada contra la zona lumbar. Su embarazo estaba muy avanzado, pero no parecía encontrarse mal, al contrario de lo que su marido había insinuado. Daba la impresión de que la habían sorprendido trabajando, con las gafas sobre la cabeza y un rotulador sujeto al cuello de su bata.
– Deja ya el escrito -dijo su marido-. No te necesitamos. -Dirigió una mirada angustiada a Lynley-. ¿Verdad?
Antes de que Lynley pudiera contestar, Allison habló.
– Tonterías. No necesito mimos, Guy. Te los puedes ahorrar. -Dejó los papeles sobre una mesa de cristal que separaba la zona de estar de la cocina. Se quitó las gafas y el rotulador-. ¿Quieren tomar algo? -preguntó a Lynley y Havers-. ¿Un café, quizá?
– Demonios, Allie. Sabes que no debes…
La mujer suspiró.
– No pensaba tomar uno.
Mollison hizo una mueca.
– Lo siento. Demonios, me alegraré cuando haya terminado.
– No serás el único.
Su mujer repitió la invitación a los dos policías.
– Un vaso de agua para mí -dijo Havers.
– Nada, gracias -dijo Lynley.
– ¿Guy?
Mollison pidió una cerveza y clavó los ojos en su mujer cuando entró en la cocina, donde las luces encastadas brillaron sobre encimeras moteadas de granito y alacenas de cromo bruñido. Volvió con una lata de Heineken y un vaso de agua en el que flotaban dos cubitos de hielo. Los dejó sobre la mesita auxiliar y se acomodó en una mullida butaca. Lynley y Havers ocuparon el sofá.
Mollison siguió en pie, sin hacer caso de la cerveza que había pedido. Se acercó a las puertas que había cerrado antes y abrió una.
– Pareces acalorada, Allie. Está un poco cerrado esto, ¿no?
– Está bien. Estoy bien. Todo está bien. Bebe la cerveza.
– De acuerdo.
Sin embargo, en lugar de reunirse con ellos, se agachó junto a la puerta abierta, donde un cesto de mimbre se alzaba frente a un par de palmeras plantadas en tiestos. Introdujo la mano en la cesta y sacó tres pelotas de criquet.
Lynley pensó en el capitán Queeg y casi esperó que las hiciera rodar sobre su palma, pese al tamaño.
– ¿Quién sustituirá a Ken Fleming en el equipo? -preguntó.
Mollison parpadeó.
– Eso presupone que Ken habría sido elegido para jugar por Inglaterra otra vez.
– ¿Habría sido elegido?
– ¿Qué tiene que ver eso con lo ocurrido?
– Aún no lo sé. -Lynley recordó la información que St. James le había proporcionado-. Fleming sustituyó a un tío llamado Ryecroft, ¿verdad? ¿No fue justo antes de la gira de invierno de hace dos años?
– Ryecroft se rompió el codo.
– Y Fleming ocupó su lugar.
– Si quiere decirlo así.
– Ryecroft nunca volvió a jugar por Inglaterra.
– Nunca recuperó la forma. Ya no juega para nadie.
– Estuvieron juntos en Harrow y Cambridge, ¿no es cierto?
– ¿Qué tiene que ver con Fleming mi amistad con Brent Ryecroft? Le conozco desde que tenía trece años. Fuimos al colegio juntos. Jugamos al criquet juntos. Fuimos padrinos de nuestras respectivas bodas. Somos amigos.
– Me atrevería a decir que también ha sido su protector.
– Cuando podía jugar, sí, pero ahora que está imposibilitado, no. Se terminó. -Mollison se enderezó, con dos pelotas en una mano y una en la otra. Hizo malabarísmos durante medio minuto antes de continuar-. ¿Por qué? ¿Piensan que me deshice de Fleming para que Brent volviera al equipo inglés? Habría sido un mal negocio. En este momento, hay cien jugadores mejores que Brent. Él lo sabe. Yo lo sé. Los seleccionadores lo saben.
– ¿Sabía que Fleming iba a Kent el miércoles por la noche?
Mollison meneó la cabeza, concentrado en las pelotas que saltaban en el aire.
– Por lo que yo sabía, se iba de vacaciones con su hijo.
– ¿No dijo que había suspendido, o aplazado, el viaje?
– Ni la menor insinuación.
Mollison saltó hacia adelante cuando una pelota se le escapó. Cayó al suelo y rebotó sobre una alfombra de color espuma marina, que servía de frontera a la zona de estar. Rodó hasta la sargento Havers, que la cogió y dejó a su lado, de forma deliberada.
Al menos, la mujer de Mollison comprendió el mensaje con claridad.
– Siéntate, Guy -dijo.
– No puedo -contestó él, con una sonrisa infantil-. Estoy pletórico de energías. He de quemarlas.
– Cuando llegue el bebé -les dijo Allison con una sonrisa de cansancio-, será mi segundo hijo. ¿Quieres la cerveza o no, Guy?
– La tomaré, la tomaré.
Jugó con dos pelotas en lugar de tres.
– ¿Por qué estás tan nervioso? -preguntó su mujer-.Guy estuvo aquí conmigo el miércoles por la noche, inspector -añadió, con un leve gruñido, cuando cambió de posición para mirar a Lynley-. Por eso ha venido a hablar con él, ¿verdad? Para verificar su coartada. Si vamos directos a los hechos, dejaremos las conjeturas de lado. -Curvó la mano sobre su estómago, como para recordar su estado-. Ya no duermo bien. Dormito cuando puedo. Estuve despierta casi toda la noche. Guy estuvo aquí. Si se hubiera marchado, yo me habría enterado. Y si, por algún milagro, yo me hubiera dormido durante su ausencia, el portero habría estado al acecho. Han conocido al portero de noche, ¿verdad?
– Caramba, Allison. -Mollison volvió a guardar por fin las pelotas en la cesta de mimbre. Se encaminó hacia una butaca, se sentó y abrió la lata de cerveza-. Él no cree que yo matara a Ken. ¿Por qué iba a hacerlo, para empezar? Sólo estaba diciendo tonterías.
– ¿Cuál fue el motivo de su pelea? -preguntó Lynley. No esperó a que Mollison contraatacara con «¿Qué pelea?»-. Miriam Whitelaw oyó el principio de su conversación con Fleming. Dijo que usted habló de una pelea. También dijo algo acerca de olvidar la pelea y seguir adelante.
– La semana pasada, durante una competición de cuatro días en el Lord's, tuvimos una discusión. La situación estaba tensa. Middlesex estaba muy necesitado de puntos. Tenían que trabajar como demonios para ganar. Uno de sus mejores bateadores se había fracturado el dedo, y no estaban muy contentos. El tercer día, en el aparcamiento, hice un comentario sobre uno de sus jugadores paquistaníes. Tenía que ver con el partido, no con el tío, pero Ken no lo vio así. Lo consideró racista. Ahí empezó todo.
– Se pelearon -clarificó con calma Allison-. En el aparcamiento. Guy se llevó la peor parte. Dos costillas contusionadas, un ojo morado.
– Es raro que no saliera en la prensa -observó Havers-, sabiendo cómo es la prensa sensacionalista.
– Ocurrió tarde -explicó Mollison-. No había nadie.
– ¿Sólo estaban ustedes dos? -preguntó Lynley.
– Exacto.
Mollison bebió su cerveza.
– ¿No contó a nadie que se había peleado con Fleming? ¿Por qué?
– Porque fue una estupidez. Habíamos bebido demasiado. Nos comportamos como bravucones. Ninguno de los dos deseaba que se supiera.
– ¿Hizo las paces con él después?
– Enseguida, no. Por eso le telefoneé el miércoles. Suponía que le seleccionarían para el equipo inglés de este verano. Suponía lo mismo sobr.e mí. Por mi parte, no era necesario que fuéramos uña y carne cuando los australianos llegaran, pero sí que nos lleváramos bien, como mínimo. Yo fui quien hizo el comentario. Consideré justo que también fuera yo quien hiciera las paces.
– ¿De qué más hablaron el miércoles por la noche?
Mollison dejó la cerveza sobre la mesa, se inclinó hacia delante y enlazó las manos entre las piernas.
– Del principal lanzador australiano. Del estado de los campos del Oval. De cuántas series de cien más conseguirá Jack Pollard. Ese tipo de cosas.
– Durante la conversación, ¿Fleming no mencionó que iba a Kent aquella noche?
– En ningún momento.
– ¿Mencionó a Gabriella Patten?
– ¿A Gabriella Patten? -Mollison ladeó la cabeza, perplejo-. No. No mencionó a Gabriella Patten.
Miró tan directamente a Lynley mientras hablaba que la misma seriedad de su mirada le delató.
– ¿La conoce? -preguntó Lynley.
Los ojos continuaron firmes.
– Claro. La mujer de Hugh Patten. Patrocina las series de este verano, pero usted ya lo sabrá a estas alturas.
– Ella y su marido se han separado. ¿Lo sabía?
Mollison desvió la vista un momento hacia su mujer y la clavó de nuevo en Lynley.
– No lo sabía. Me sabe mal. Siempre pensé que estaban locos el uno por el otro.
– ¿Les veía a menudo?
– De vez en cuando. Fiestas, partidos internacionales. Durante la competición de invierno. Seguían el criquet muy de cerca. Bueno, supongo que es lógico, ya que son los patrocinadores del equipo. -Mollison ievantó la cerveza, vació la lata. Utilizó los pulgares para hundir los costados-. ¿Hay más? -preguntó a su mujer-. No, no te levantes. Yo iré a buscarla. -Se puso en pie como impulsado por un resorte y entró en la cocina, donde rebuscó en la nevera-. ¿Quieres algo, Allie? No has cenado casi nada. Estos muslos de pollo tienen buen aspecto. ¿Quieres uno, cariño?
Allison contemplaba con aire pensativo la lata deformada que su marido había dejado sobre la mesa. Él la volvió a llamar.
– No me interesa, Guy -contestó-. La comida.
Mollison volvió y utilizó el pulgar para abrir la Heineken.
– ¿Seguro que no quieren una? -preguntó a Lynley y Havers.
– ¿Y los partidos regionales? -preguntó Lynley.
– ¿Cómo?
– ¿Patten y su mujer iban a esos? ¿Veían alguna vez un partido de Essex, por ejemplo? ¿Tenían debilidad por un equipo, cuando no jugaba Inglaterra?
– Yo diría que apoyaban a Middlesex. O a Kent. Los condados de casa, ya sabe.
– ¿Y Essex? ¿Fueron a verle jugar alguna vez?
– Es probable. No podría jurarlo, ya le he dicho, seguían el juego.
– ¿Hace poco?
– ¿Hace poco?
– Sí. Me preguntaba cuándo les vio por última vez.
– Vi a Hugh la semana pasada.
– ¿Dónde?
– En el Garrick. Para comer. Es parte de mi trabajo: tener contento al patrocinador del equipo.
– ¿No le habló de la separación?
– Joder, no. No le conozco. O sea, sí que le conozco, pero superficialmente. Hablamos de deportes, del equipo, de los jugadores que piensan seleccionar.
Levantó su cerveza y bebió. Lynley esperó a que Mollison bajara la cerveza.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a la señora Patten?
Mollison desvió la vista hacia un enorme lienzo estilo Hockney que colgaba detrás del sofá, como si fuera un gigantesco calendario de mesa en el que estuviera examinando las actividades de los días anteriores.
– No me acuerdo, si quiere que le diga la verdad.
– Estaba en una cena -dijo Allison-.A finales de marzo. -Como su marido pareció sorprendido por la información, añadió-: El River Room. El Savoy.
– Qué memoria, Allie. Eso es. A finales de marzo. Un miércoles…
– Jueves.
– Un jueves por la noche, eso es. Llevabas aquella cosa africana púrpura.
– Era persa.
– Persa, eso es, y yo…
Lynley interrumpió a Gingold y Chevalier * antes de que llegaran al estribillo.
– ¿No la ha visto desde entonces? ¿No la ha visto desde que vive en Kent?
– ¿En Kent? -repitió Mollison, sin la menor expresión en su rostro-. No sabía que estaba en Kent. ¿Qué está haciendo en Kent? ¿Dónde vive?
– Donde murió Kenneth Fleming. En la misma casa.
– Caramba.
Tragó saliva.
– El miércoles por la noche, cuando habló con Kenneth Fleming, ¿le dijo que iba a Kent para ver a Gabriella Patten?
– No.
– ¿No sabía que estaba liado con ella?
– No.
– ¿No sabía que estaba liado con ella desde otoño?
– No.
– ¿Ni que pensaban divorciarse de sus respectivos cónyuges y casarse?
– No. En absoluto. No sabía nada de eso. -Se volvió hacia su mujer-. ¿Tú sabías algo, Allie?
Ella le había observado durante todo el interrogatorio de Lynley.
– Es difícil que yo me entere de algo -dijo sin cambiar de expresión.
– Pensé que quizá te habría dicho algo en marzo. Durante la cena.
– Estaba con Hugh.
– Bueno, en el lavabo, o algo por el estilo.
– No nos quedamos solas en ningún momento, y aun en ese caso, revelar que estás follando con alguien fuera del matrimonio no es una conversación de lavabo, Guy. Entre mujeres, quiero decir.
Su cara y tono desmentían la elección de vocabulario. Sus palabras sirvieron para que Mollison clavara la vista en ella. Un silencio se creó entre ellos, y Lynley dejó que se dilatara. Al otro lado de la puerta abierta, un barco que surcaba el río emitió un solo bocinazo. La brisa arrancó susurros de las hojas de palmera y apartó de las mejillas de Allison las mechas de cabello castaño que habían escapado de la cinta color melocotón que lo sujetaba en la base de la nuca. Guy se levantó a toda prisa y cerró la puerta.
Lynley también se levantó. La sargento Havers le dirigió una mirada de incredulidad. Abandonó de mala gana el mullido sofá. Lynley extrajo su tarjeta.
– Por si se le ocurre algo, señor Mollison -dijo, y se la dio cuando Mollison se volvió hacia él.
– Ya se lo he contado todo -dijo Mollison-. No sé qué más…
– A veces, algo estimula la memoria. Un comentario casual. Una conversación escuchada sin querer. Una fotografía. Un sueño. Telefonéeme si eso pasa.
Mollison guardó la tarjeta en el bolsillo de la camisa.
– Claro, pero no creo…
– Si pasa -dijo Lynley. Saludó con un movimiento de cabeza a la mujer de Mollison y dio por concluida la entrevista.
Havers y Lynley no hablaron hasta que llegaron al ascensor. Las puertas del ascensor se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo. El portero salió de su despacho y les acompañó a la puerta con la seriedad de un carcelero que liberara a unos reclusos. Lynley no dijo nada cuando salieron a la noche.
– Está bailando una jiga con la verdad -dijo Havers.
– Sí -contestó Lynley.
Havers encendió un cigarrillo mientras caminaban hacia el Bentley.
– Señor, ¿por qué no hemos…? -empezó.
– No hace falta que hagamos lo que su mujer puede hacer por nosotros -contestó Lynley-. Es abogada. Eso es una bendición.
Al llegar al coche, se quedaron en lados opuestos. Lynley miró en dirección al Panorama de Whitby, del que habían salido algunos clientes. Havers dio otra calada a su cigarrillo y acumuló nicotina para el largo viaje hasta casa.
– Pero no se pondrá de nuestro lado -repuso-. Ahora que está a punto de parir, y si Mollison está complicado.
– No la necesitamos de nuestra parte. Bastará con que le diga lo que ha olvidado preguntar.
Havers paralizó el cigarrillo a unos centímetros de su boca.
– ¿Lo que olvidó preguntar?
– ¿Dónde está Gabriella? El incendio ocurrió en la casa que ocupaba Gabriella. Los polis han encontrado un cadáver, pero es el de Fleming. Así que, ¿dónde cono está Gabriella? -Lynley desconectó el sistema de seguridad del coche-. Interesante, ¿verdad? -dijo, mientras abría la puerta y entraba-. Lo que la gente revela al no decir nada.