Capítulo 12

El roce de las sábanas le despertó, pero Lynley mantuvo los ojos cerrados un momento. Escuchó la respiración de Helen. Es curioso, pensó, que encuentre tanto placer en algo tan normal.

Se volvió de costado para mirarla, con cuidado de no despertarla, pero ya estaba despierta, tendida de espaldas con una pierna levantada y la vista clavada en las hojas de acantoides que describían bucles de yeso en el techo.

Encontró su mano debajo de las sábanas y sus dedos se entrelazaron. Ella le miró, y Lynley vio que se había formado una pequeña línea vertical en su entrecejo. La borró con la otra mano.

– He comprendido-. dijo Helen.

– ¿Qué?

– Anoche me distrajiste, para no tener que contestar a mi pregunta.

– Si no recuerdo mal, tú me distrajiste. Me prometiste pollo y alcachofas, ¿no? ¿No bajamos para eso a la cocina?

– Y fue en la cocina donde te lo pregunté, ¿verdad? Pero tú no me contestaste.

– Estaba ocupado. Tú me ocupabas.

Una sonrisa se dibujó en su boca.

– No creo -dijo.

Lynley lanzó una risita queda. Se inclinó para besarla. Siguió con el dedo la curva de su oreja, donde su cabello se apartaba.

– ¿Por qué me quieres? -preguntó Helen.

– ¿Qué?

– Esa es la pregunta que te hice anoche. ¿No te acuerdas?

– Ah, esa pregunta.

Rodó sobre su espalda y se puso también a contemplar el techo. Retuvo la mano de Helen contra su pecho y pensó en los motivos escurridizos del amor.

– No estoy a tu altura en educación y experiencia -observó Helen. Lynley enarcó una ceja escéptica. Ella sonrió-. De acuerdo. No estoy a tu altura en educación. No tengo carrera. Ni siquiera tengo empleo remunerado. No poseo las habilidades propias de una esposa, y aún menos aspiraciones. Soy casi la frivolidad personificada. Nuestro medio social es similar, en efecto, pero ¿qué tiene que ver esa similitud con entregar el corazón a la otra persona?

– Todo tenía que ver con el matrimonio, en un tiempo.

– No estamos hablando de matrimonio. Estamos hablando de amor. Muy a menudo, se trata de conceptos mutuamente excluyentes y muy diferentes. Catalina de Aragón y Enrique VIII se casaron, y mira qué pasó. Ella tuvo hijos y le cosía las camisas. Él iba de pendoneo y se cargó a seis esposas. Ya ves de qué sirven las similitudes de medio social.

Lynley bostezó.

– ¿Que podía esperar, casándose con un Tudor? El propio hijo de Richmond. La mujer estableció un vínculo genealógico con la sopa primordial. Cobarde. Tacaño. Asesino. Políticamente paranoico Y con muy buenas razones para lo último.

– Oh, cariño. No vamos a hablar de la línea sucesoria ni de los príncipes de la Torre, ¿verdad, querido? Eso nos desviaría un poco de nuestro objetivo.

– Lo siento. -Lynley levantó la mano de Helen y besó sus dedos-. Solo oír hablar de Enrique Tudor me pone como una moto.

– Es una excelente manera de evitar la pregunta.

– No la estaba evitando. Solo contemporizaba mientras pensaba.

– ¿Por qué? ¿Por qué me quieres? Porque si eres incapaz de explicar o definir el amor, tal vez sea mejor admitir que el amor verdadero no existe.

– Si ese es el caso, ¿qué es lo que nos une?

Helen hizo un movimiento de impaciencia, pariente cercano de un encogimiento de hombros.

– Lujuria. Pasión. Lascivia. Algo agradable, pero efímero. No lo sé.

Lynley se incorporó sobre un codo y la miró.

– A ver si he entendido bien. ¿Hemos de pensar que nuestra relación se fundamenta en la lujuria?

– ¿No quieres admitir que es una posibilidad? Sobre todo, si piensas en lo de anoche. Cómo nos pusimos.

– ¿Cómo nos pusimos? -repitió Lynley.

– En la cocina. En el dormitorio. Admito que yo fui la instigadora, Tommy, no pretendo sugerir que tú fuiste el único absorto por la química y cegado a la realidad.

– ¿Qué realidad?

– Que no existe nada entre nosotros, aparte de química.

La miró durante un largo rato antes de moverse o hablar. Notó que los músculos de su estómago se tensaban. Notó que su sangre empezaba a hervir. Esta vez, no era lujuria lo que empezaba a sentir. Pero era pasión, de todos modos.

– Helen -dijo con calma-, ¿qué demonios te pasa?

– ¿Qué clase de pregunta es esa? Solo quiero señalar que lo que tú consideras amor tal vez sea un mero fogonazo. ¿No se trata de una posibilidad que considerar? Porque si nos casáramos y luego descubriéramos que nuestros sentimientos nunca habían sido nada más que…

Lynley apartó las sábanas, saltó de la cama y forcejeó con su bata.

– Escúchame por una vez, Helen. Escucha esto con claridad de principio a fin. Te quiero. Tú me quieres. Nos casamos o no nos casamos. Eso es todo. ¿Entendido?

Cruzó la habitación sin dejar de mascullar maldiciones. Apartó las cortinas para que la brillante luz del sol primaveral inundara la habitación. La ventana ya estaba abierta en parte, pero la abrió del todo para respirar a pleno pulmón el aire de la mañana.

– Tommy -dijo Helen-, solo quería saber…

– Basta -la interrumpió Lynley, y pensó, mujeres. Mujeres. Sus mentes retorcidas. Las preguntas. El sondeo. La infernal indecisión. Dios de los cielos. El monacato era mejor.

Un golpecito vacilante sonó en la puerta del dormitorio.

– ¿Qué pasa? -gritó Lynley.

– Lo siento, señor -dijo Denton-. Hay alguien que quiere verle.

– Alguien… ¿Qué hora es?

Mientras formulaba la pregunta, se acercó a la me-sita de noche y se apoderó del despertador.

– Casi las nueve -dijo Denton, mientras Lynley miraba la hora y blasfemaba al mismo tiempo-. ¿Le digo…?

– ¿Quién es?

– Guy Mollison. Le dije que telefoneara al Yard y hablara con el oficial de guardia, pero insistió. Dijo que usted querría oír lo que venía a decirle. Dijo que había recordado algo. Le dije que dejara su número, pero insistió en que debía verle. ¿Le echo?

Lynley ya se encaminaba al baño.

– Dale café, desayuno, lo que le apetezca.

– ¿Le digo…?

– Veinte minutos. Y telefonea a la sargento Havers, Denton, por favor. Dile que venga cuanto antes.

Blasfemó de nuevo y cerró la puerta del cuarto de baño a su espalda.

Ya se había bañado, y estaba afeitándose, cuando Helen entró.

– No digas ni una palabra más -dijo Lynley a su reflejo en el espejo, mientras pasaba la navaja por su mejilla enjabonada-. No pienso soportar más tonterías. Si eres incapaz de aceptar el matrimonio como la consecuencia normal del amor, hemos terminado. Si eso -indicó con el pulgar el dormitorio- solo es para ti la posibilidad de un buen revolcón, ya lo tengo claro. ¿De acuerdo? Porque si eres tan obtusa que no ves… ¡Ay! Mecagüen la leche.

Se había cortado. Cogió un pañuelo de papel y lo apretó contra el punto de sangre.

– Vas demasiado deprisa -dijo Helen.

– No me vengas con esas. Ni te atrevas. Nos conocemos desde que teníamos dieciocho años. Dieciocho. Dieciocho. Hemos sido amigos. Hemos sido amantes. Hemos sido… -Agitó la navaja hacia el reflejo-. ¿A qué estas esperando, Helen? ¿A qué…?

– Me refería al afeitado -interrumpió Helen.

Con la cara medio cubierta de jabón, Lynley la miró sin comprender.

– El afeitado -repitió.

– Te afeitas demasiado deprisa. Te volverás a cortar.

Lynley bajó la vista hacia la navaja que sostenía en la mano. También estaba cubierta de espuma. La puso bajo el grifo, dejó que el agua la limpiara de jabón y pelos.

– Soy una distracción excesiva -observó Helen-. Tú mismo lo dijiste el viernes por la noche.

Sabía hacia dónde apuntaba su afirmación, pero por un momento no la disuadió de continuar. Reflexionó sobre la palabra «distracción», lo que explicaba, lo que prometía, lo que implicaba. Por fin, sabía la respuesta.

– Esa es la cuestión.

– ¿Cuál?

– La distracción.

– No entiendo.

Terminó de afeitarse, se enjuagó la cara y se secó con la toalla que ella le tendió. No contestó hasta después de aplicarse loción a la cara.

– Te quiero -dijo-, porque cuando estoy contigo no he de pensar en lo que, de lo contrario, me vería obligado a pensar. Veinticuatro horas al día. Siete días a la semana.

Entró en el dormitorio y empezó a tirar sus ropas sobre la cama.

– Te necesito para eso -dijo mientras se vestía-. Para que suavices mi mundo. Para ofrecerme algo que no sea negro ni repugnante. -Ella escuchaba. Él se fue vistiendo-. Adoro volver a casa y preguntarme qué voy a encontrar. Me encanta esa intriga. Adoro tener que preguntarme si has volado la casa con el microondas, porque cuando me preocupo por eso, durante esos cinco, quince o veinticinco segundos de preocupación, no he de pensar en el crimen que me devano los sesos por investigar, en cómo fue cometido, en quién es el responsable. -Se puso a la búsqueda de un par de zapatos-. Es eso, ¿de acuerdo? -dijo sin volverse-. Oh, hay lujuria de por medio. Pasión. Lascivia. Lo que quieras. Hay mucha lujuria, siempre ha existido, porque la verdad es que me gusta acostarme con mujeres.

– ¿Mujeres?

– Helen, no me tiendas trampas, ¿vale? Ya sabes a qué me refiero. -Encontró los zapatos que buscaba debajo de la cama. Se los calzó y los ató con tal firmeza que el dolor ascendió hasta sus rodillas-. Y cuando la lujuria que siento por ti se desvanezca por fin, como ocurrirá a la larga, supongo que me quedará el resto. Todas esas distracciones. Las cuales constituyen la razón de que te quiera.

Se acercó a la cómoda y se cepilló el pelo cuatro veces. Volvió al cuarto de baño. Helen seguía junto a la puerta. Apoyó la mano sobre su hombro y la besó, con fuerza.

– Esa es la historia -dijo-. De principio a fin. Ahora, decide lo que quieras y terminemos de una vez.


Lynley encontró a Guy Mollison en el salón que daba a Eaton Terrace. Denton había proporcionado al jugador de criquet un entretenimiento, además de café, cruasanes, fruta y mermelada: Rachmaninoff sonaba en el estéreo. Lynley se preguntó quién habría seleccionado la música y decidió que debía de ser Mollison. Denton, si podía escoger, se decantaba por temas famosos de comedias musicales.

Mollison estaba inclinado sobre la mesita auxiliar, con una taza de café y el platillo en la mano, y leía el Sunday Times. Estaba abierto al lado de la bandeja, sobre la cual había dispuesto Denton el desayuno. Sin embargo, no estaba leyendo un artículo sobre deportes, como cabría esperar de un capitán del equipo inglés que pronto se enfrentaría a Australia, sino sobre la muerte de Fleming y la investigación consiguiente. Cuando Lynley pasó junto a la mesa con la intención de silenciar el estéreo, vio que estaba examinando un artículo con un encabezamiento, ya anticuado, que rezaba «Se busca coche de estrella del criquet».

Lynley paró la música. Denton asomó la cabeza por la puerta.

– ¿Dónde quiere que le sirva el desayuno, milord? ¿Aquí? ¿En el comedor?

Lynley se encogió mentalmente. Odiaba que utilizaran su título en situaciones relacionadas con el trabajo.

– Aquí-contestó con brusquedad-. ¿Has localizado a la sargento Havers?

– Viene hacia aquí. Estaba en el Yard. Me pidió que le dijera que los tíos están de ronda. Usted sabe qué quiere decir, ¿no?

En efecto. Havers se había encargado de asignar tareas a los agentes de guardia. La decisión era irregular (habría preferido hablar con ellos en persona), pero el hecho de que la sargento hubiera asumido la responsabilidad se debía a que él no había puesto el despertador antes de caer en la cama con Helen.

– Sí. Gracias. Lo sé perfectamente.

Cuando Denton desapareció, Lynley se volvió hacia Mollison, que se había levantado para seguir el diálogo con nada disimulado interés.

– ¿Quién es usted exactamente? -preguntó.

– ¿Qué?

– Vi el escudo de armas junto al timbre de la puerta, pero pensé que era una broma.

– Lo es -replicó Lynley. Tuvo la impresión de que Mollison iba a discutir su afirmación. Lynley sirvió al jugador de criquet otra taza de café.

– Anoche, enseñó al portero una identificación -dijo Mollison, más para sí que para Lynley-. Al menos, eso me dijo.

– Le informó bien. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor Mollison? Tengo entendido que me trae cierta información.

Mollison paseó la vista por el salón, como si calculara el valor de su contenido y lo comparara con lo que sabía acerca del sueldo de un policía. De pronto, adoptó una expresión cautelosa.

– Me gustaría echarle un vistazo, si no le importa. A su identificación.

Lynley extrajo su tarjeta. Mollison la examinó. Después de un largo escrutinio, debió quedarse satisfecho, porque le devolvió la tarjeta.

– De acuerdo. Prefiero ser prudente. Por el bien de Allison. Gente de todo tipo husmea en nuestras vidas. Suele pasar, cuando eres famoso.

– No me cabe duda -dijo con sequedad Lynley-. En cuanto a su información…

– Anoche no fui del todo sincero. Lo siento, pero hay cosas… -Se mordisqueó la uña del dedo índice. Hizo una mueca, cerró el puño y apoyó la mano sobre el muslo-. Es esto -anunció-. Hay cosas que no puedo decir delante de Allison. Pese a las consecuencias legales. ¿Comprendido?

– Por eso quiso que celebráramos la entrevista en el pasillo, en lugar del piso.

– No me gusta disgustarla. -Mollison levantó la taza y el platillo-. Está de ocho meses.

– Ya lo dijo anoche.

– Pero adiviné cuando usted la vio… -Dejó el café sobre la mesa, intacto-. Escuche, no voy a decirle nada que no sepa ya. El niño está bien. Allison está bien. Pero cualquier disgusto podría complicar las cosas, a estas alturas.

– Entre ustedes dos.

– Lamento haber exagerado la verdad cuando dije que se encontraba mal, pero no se me ocurrió otra manera de impedir que usted hablara delante de ella. -Se dedicó a la uña de nuevo. Indicó el periódico con un cabeceo-. Está buscando su coche.

– Ya no.

– ¿Por qué no?

– Señor Mollison, ¿quiere decirme algo?

– ¿Han encontrado el Lotus?

– Pensaba que había venido a proporcionarnos información.

Denton entró con otra bandeja en las manos. Por lo visto, había decidido que debían tomarse medidas heroicas después de los fettuccine a la mer de anoche. Había preparado cereales y plátanos, huevos y salchichas, tomates y champiñones a la plancha, pomelo y tostadas. Había añadido una rosa en un jarrón y una tetera de Lapsang Souchong. Mientras disponía el desayuno, sonó el timbre.

– Será la sargento -dijo.

– Yo abriré.

Denton tenía razón. Lynley encontró a Havers en la puerta.

– Mollison está aquí.

Cerró la puerta.

– ¿Qué nos ha traído?

– Hasta el momento, solo excusas y evasivas. No obstante, ha demostrado cierto interés por Rachmaninoff.

– Lo cual habrá confortado su corazón. Supongo que le habrá tachado de la lista de sospechosos al instante.

Lynley sonrió. Havers y él pasaron al lado de Denton, que ofreció café y cruasanes a Havers.

– Solo café -dijo la mujer-. A esta hora hago régimen.

Denton lanzó una carcajada y siguió su camino. En el salón, Mollison se había trasladado desde el sofá a la ventana, donde se dedicaba a mordisquearse pedacitos de uñas y padrastros. Saludó con un cabeceo a Havers, mientras Lynley volvía a su desayuno. No dijo nada hasta que Denton regresó con otra taza y su platillo, sirvió café a Havers y salió de nuevo.

– ¿Están buscando su coche? -preguntó Mollison.

– Lo hemos encontrado -contestó Lynley.

– Pero el periódico decía…

– Siempre que podemos, preferimos ir un paso por delante de los periódicos -explicó Havers.

– ¿Y Gabbie?

– ¿Gabbie?

– Gabriella Patten. ¿Han hablado con ella?

– Gabbie.

Lynley musitó el diminutivo mientras atacaba los cereales. Anoche, no había logrado cenar de una manera decente. No recordaba la última vez que la comida le había sabido tan buena.

– Si han encontrado el coche, eso…

– ¿Por qué no nos cuenta lo que ha venido a decirnos, señor Mollison? -interrumpió Lynley-. La señora Patten es la principal sospechosa o un testigo material del homicidio. Si sabe dónde está, debería darnos la información. Como su esposa ya le habrá dicho, sin duda.

– Allison no debe mezclarse en esto. Ya se lo dije anoche. Lo dije en serio.

– Lo sé.

– Si me asegura que lo que diga no saldrá de aquí… -Mollison, nervioso, recorrió su dedo índice con el pulgar, como si examinara la textura de la piel-. No puedo hablar con usted si no me da esa garantía.

– Me temo que eso es imposible, pero puede llamar a un abogado, si quiere.

– No necesito un abogado. Yo no he hecho nada. Solo quiero asegurarme de que mi mujer… Escuche, Allison no sabe… Si llegara a descubrir que… -Volvió a la ventana y miró hacia Eaton Terrace-. Mierda. Solo estaba ayudando. No. Solo intentaba ayudar.

– ¿A la señora Patten?

Lynley dejó los cereales y atacó los huevos. La sargento Havers sacó su libreta arrugada del bolso.

Mollison suspiró.

– Me telefoneó.

– ¿Cuándo?

– El miércoles por la noche.

– ¿Antes o después de que usted hablara con Fleming?

– Después. Horas después.

– ¿A qué hora?

– Debió de ser… No sé… Un poco antes de las once, o un poco después. Algo así.

– ¿Dónde estaba?

– En una cabina de Greater Springburn. Dijo que Ken y ella se habían peleado. Que todo había terminado entre ellos. Necesitaba un sitio adonde ir.

– ¿Por qué le telefoneó a usted y no a otra persona? A una amiga, tal vez.

– Porque Gabbie no tiene amigas. Y aunque las tuviera, me telefoneó porque yo había sido el motivo de la riña. Se lo debía, dijo. Y tenía razón.

– ¿Se lo debía? -preguntó Havers-. ¿Ella le había hecho favores?

Mollison se volvió hacia ellos. Su rostro rubicundo estaba adquiriendo un rubor desagradable, que había empezado por el cuello y ascendía a toda velocidad.

– Ella y yo… En una época. Los dos. Ya saben.

– No -dijo Havers-. ¿Por qué no nos lo cuenta?

– Nos divertimos juntos. Esas cosas.

– ¿La señora Patten y usted fueron amantes? -aclaró Lynley. El rubor de Mollison aumentó de intensidad-. ¿Cuándo fue eso?

– Hace tres años. -Volvió al sofá y levantó la taza de café. La vació como un hombre desesperado por encontrar algo que le proporcionara fuerzas o calmara sus nervios-. Fue una estupidez. Casi me costó el matrimonio. Nosotros… Bien, malinterpretamos las señales mutuas.

Lynley pinchó con el tenedor un trozo de salchicha. Añadió huevo. Comió y contempló impasible a Molli-son, mientras este le observaba. La sargento Havers escribía. El lápiz rascaba sobre el papel de la libreta.

– Las cosas son así -dijo Mollison-. Cuando eres famoso, siempre hay mujeres que se encaprichan de ti. Quieren… Están interesadas en… Tienen estas fantasías. Sobre ti. O sea, eres parte de sus fantasías. Ellas también. Por lo general, no descansan hasta encontrar la oportunidad de comprobar si su fantasía se acerca mucho a la verdad.

– De manera que Gabriella Patten y usted se arrumacaron como serpientes de cascabel.

Havers siempre iba al grano. Incluso miró su Timex, por si Mollison no lo había entendido.

Mollison la miró con el entrecejo fruncido, como diciendo: ¿qué sabes tú? Continuó.

– Pensé que quería lo mismo que las demás… -Hizo otra mueca-. Escuche, no soy un santo. Si una mujer me hace una oferta, suelo aceptarla, pero solo es una hora de diversión. Siempre lo sé. La mujer siempre lo sabe.

– Gabriella Patten no lo sabía -dijo Lynley.

– Pensó que cuando ella y yo…, cuando nosotros…

– Se arrumacaron -terminó la sargento Havers.

– Lo difícil era que tuviera continuidad -dijo Mollison-. O sea, lo hicimos más de una vez. Tendría que haber cortado cuando me di cuenta de que ella estaba dando más importancia al…, a la relación… de lo que debería.

– Había depositado esperanzas en usted -dijo Lynley.

– Al principio, no lo entendí. Lo que ella deseaba. Cuando lo hice, estaba entrampado en…, en ella. Es… ¿Cómo decirlo, para que no suene tan mal? Tiene algo. En cuanto has estado con ella… O sea, una vez has experimentado… Las cosas se ponen… Joder, esto suena horrible.

Extrajo un pañuelo arrugado del bolsillo y se lo pasó por la cara.

– Le conmueve las entretelas -dijo Havers.

Mollison la miró sin expresión.

– Hace que la tierra tiemble.

Ninguna reacción.

– Es un tamal caliente entre las sábanas.

– Oiga… -empezó Mollison, irritado.

– Sargento -dijo Lynley con placidez.

– Solo intentaba… -empezó Havers.

Lynley enarcó una ceja. Inténtalo menos, decía. Havers gruñó y preparó el lápiz.

Mollison guardó el pañuelo en el bolsillo.

– Cuando descubrí lo que quería en realidad, pensé que podría continuar el juego un poco más. No quería perderla tan pronto.

– ¿Qué quería, exactamente? -preguntó Lynley.

– A mí. Ó sea, quería que dejara a Allison, para que ella y yo pudiéramos estar juntos. Quería casarse.

– Pero en aquel tiempo estaba casada con Patten, ¿no?

– Las cosas iban mal entre ellos. No sé por qué.

– ¿No se lo dijo?

– No lo pregunté. O sea, si es una cuestión de diversión, un asunto de cama, no preguntas cómo va el matrimonio de tu pareja. Asumes que podría ir mejor, pero no tienes ganas de meterte en líos, así que vas a divertirte. Copas. Tal vez una comida, cuando es posible. Después…

Carraspeó.

La boca de la sargento Havers formó las palabras «nos arrumacamos», sin decirlas.

– Solo sé que no era feliz con Hugh. No era… ¿Cómo puedo decirlo sin parecer…? No era feliz con él sexualmente. Él no era siempre capaz de… No… Cuando lo hacían, ella nunca… O sea, solo sé lo que me dijo, y ya me doy cuenta de que como me lo dijo cuando lo estábamos haciendo, tal vez mintiera, pero dijo que nunca… Ya saben. Con Hugh.

– Creo que comprendemos -dijo Lynley.

– Claro. Bien, eso me dijo, pero cuando lo estábamos haciendo, de modo que… Ya sabe cómo son las mujeres. Si quería que yo me sintiera como el único que había conseguido… Era una especialista en eso. Me sentí así, pero no quería casarme con ella. Era una aventura, una diversión. Porque yo amo a mi mujer. Amo a Allie. La adoro. Son cosas que suelen ocurrir cuando eres famoso.

– ¿Está enterada su mujer de esa relación?

– Así me salí de ella. Tuve que confesar. Disgusté muchísimo a Allison, y aún lo lamento, pero al menos pude terminar la relación con Gabbie. Juré a Allison que nunca volvería a ver a Gabbie. Excepto cuando tenía que verla con Hugh, cuando el equipo inglés y los posibles patrocinadores se reunían.

– Una promesa que no ha mantenido, ¿verdad?

– Se equivoca. Cuando terminó la relación, nunca volví a ver a Gabbie sin Hugh. Hasta que telefoneó el miércoles por la noche. -Contempló el suelo con aire desdichado-. Necesitaba mi ayuda. Y yo se la di. Se mostró… muy agradecida.

– ¿Es necesario preguntar cómo le demostró su gratitud? -preguntó con educación la sargento Havers.

– Maldita sea -susurró Mollison. Parpadeó rápidamente-. No ocurrió el miércoles por la noche. No la vi entonces. Fue el jueves por la tarde. -Levantó la cabeza-. Estaba trastornada. Prácticamente histérica. Fue culpa mía. Quería ayudarla como fuera. Sucedió. Prefiero que Allie no lo sepa.

– Respecto a la ayuda que le prestó el miércoles por la noche -dijo Lynley-. ¿Fue un lugar donde quedarse?

– En Shepherd's Market. Tengo un piso con tres tíos más de Essex. Lo utilizamos cuando…

Volvió a agachar la cabeza.

– Quieren arrumacarse con alguien sin que sus mujeres lo sepan -terminó Havers en tono cansado.

Mollison no reaccionó.

– Cuando telefoneó el miércoles por la noche -dijo, con el mismo tono de cansancio-, le dije que me las arreglaría para que pudiera utilizar el piso.

– ¿Cómo entró?

– El portero del edificio. Tiene las llaves. Para que nuestras mujeres… Ya sabe.

– ¿La dirección?

– Yo les acompañaré. Lo siento, pero de lo contrario ella no les dejará entrar. Ni siquiera contestará al timbre de la puerta.

Lynley se levantó. Mollison y Havers le imitaron.

– Su pelea con Fleming -dijo Lynley-, la causa de que le llamara el miércoles por la noche. No tenía nada que ver con el jugador paquistaní de Middlesex, ¿verdad?

– Fue por Gabbie. Por eso Ken fue a los Spring-burns para verla.

– Usted sabía que iba.

– Lo sabía.

– ¿Qué pasó allí?

Mollison tenía las manos caídas a los costados, pero Lynley vio que los pulgares arañaban la piel de las uñas.

– Eso se lo dirá Gabbie -contestó.

Lo que Mollison deseaba añadir a su historia era la causa de su pelea con Kenneth Fleming. Había inventado el cuento del jugador paquistaní para engañar a Allison, dijo. De haber hablado en el pasillo de China Silk Wharf la noche anterior, habría sido sincero, pero no podía serlo en presencia de Allison. También corría el riesgo de conducirles a descubrir lo sucedido el jueves por la tarde. Además, había utilizado la pelea con el jugador paquistaní para explicar las heridas a su mujer.

Fueron en dirección a Mayfair, cruzaron Eaton Square, donde los jardines centrales eran una explosión de colores en que colaboraban toda clase de flores, desde pensamientos a tulipanes. Cuando doblaron por Grosvenor Place y corrieron paralelos al muro que protegía los jardines del palacio de Buckingham de las miradas de los curiosos, Mollison continuó.

Lo que había pasado entre Fleming y él, dijo, había tenido lugar, ciertamente, después de la tercera jornada de la competición de cuatro días entre Middlesex y Kent. Y tuvo lugar en el aparcamiento del Lord's. Pero empezó en el bar…

– … el del Pabellón…, detrás de la Sala Larga… El camarero corroborará la historia, si quieren.

… donde Mollison y Fleming, junto con otros seis o siete jugadores, tomaban unas copas juntos.

– Yo estaba bebiendo tequila. Los viajes que te pega son alucinantes. Se te sube a la cabeza antes de saber qué ha pasado. Te suelta la lengua más de lo conveniente. Dices cosas ante los compañeros que no deberías.

Mollison les dijo que había oído rumores, habladurías que vinculaban a Fleming con Gabriella Patten. Nunca había visto ni oído nada en persona.

– Eran discretos, como le gusta a Gabriella. No pone anuncios cuando tiene un nuevo amante.

Sin embargo, cuando la relación empezó a apuntar en dirección al matrimonio, descuidaron la vigilancia. La gente vio. La gente especuló. Mollison oyó.

No sabía qué le había impulsado a hablar, les dijo Mollison. No…, bien, no había hecho nada con Gabriella durante los dos últimos años. Cuando su relación terminó (vale, vale, cuando él confesó sus pecados a Allison, de forma que debería terminar la relación o perder a su mujer), se sintió aliviado y comprometido con su matrimonio, y aquel sentimiento había durado dos meses, durante los cuales fue absolutamente fiel a Allison. Nada de jueguecitos, ni siquiera para divertirse. Sin embargo, pasado ese tiempo empezó a echar de menos a la señorita Gabbie. La echaba tanto de menos que la mitad de las veces que estaba con Allison no tenía ganas de… Intentaba fingir, pero hay cosas que un tío no puede falsificar… Bueno, ya sabían a qué se refería, ¿verdad? Se consolaba con la idea de que Gabbie también debía echarle de menos. Lo suponía porque Hugh siempre bebía como un marinero de permiso, y luego era un desastre entre las sábanas. Y ella no se estaba acostando con otros. Al menos, eso creía él. Pasado un tiempo, el dolor de la pérdida se suavizó un poco. Se divirtió con algunas mujeres, lo cual le permitió funcionar mucho mejor con Allison, lo cual le permitió creer que su aventura con Gabbie solo había sido eso, buena diversión mientras duró, pero aventura al fin y al cabo.

Y entonces, llegaron a sus oídos las especulaciones sobre Fleming. Las circunstancias vitales de Fleming siempre habían sido peculiares, pero él, Mollison, había supuesto que, a la larga, Fleming volvería con su mujer. Es lo que suelen hacer los tíos, ¿no? Pero cuando corrió la voz de que Fleming había contratado a un abogado caro para solucionar la situación y encargarse del papeleo, y también se esparció el rumor de que Hugh y Gabriella Patten ya no vivían bajo el mismo techo, y cuando él en persona fue testigo de un cariñoso besuqueo entre Fleming y Gabriella en el vestíbulo del Lord's, a un tiro de piedra del Pabellón, donde cualquiera habría podido verles… Bien, Mollison no era idiota, ¿verdad?

– Tuve celos -admitió.

Había dirigido a Lynley hasta una calle estrecha y adoquinada que formaba la frontera sur de Shepherd's Market. Aparcaron delante de un pub llamado Ye Gra-pes, cubierto de hiedra. Salieron del coche y Mollison se recostó contra él, al parecer decidido a concluir su historia antes de conducirles hacia la protagonista de ella. La sargento Havers siguió tomando notas de la conversación. Lynley se cruzó de brazos y escuchó con aire impasible.

– Yo habría podido quedarme con ella, casarme con ella, mejor dicho, y no lo había hecho. Pero ahora que otro la tenía…

– Ni mía ni de nadie.

– Exacto. Eso, y el tequila, y verme obligado a recordar aquellos momentos en que estábamos juntos. Pensar en que ella estaba haciendo lo mismo con otro tío. Un tío al que yo conocía, además. Pensé en lo idiota que había sido al añorarla tanto. Se había conseguido otro enseguida. Yo debía ser uno más en la ristra de amantes que cerraba Fleming, el fenómeno al que había cazado.

Así que hizo un comentario en forma de pregunta el día después del partido de criquet. Era grosero, demostraba una familiaridad con Gabriella que llevaba el sello inconfundible de la autenticidad. Prefería callarlo, si no les importaba. No le gustaba nada la desagradable pasión que lo había inspirado, ni la falta de galantería que le había permitido decirlo.

– Ken se mostró completamente indiferente al principio -dijo Mollison-, como si estuviéramos hablando de dos personas diferentes.

Así que abundó más en la cuestión, con una alusión al número de jugadores de criquet que habían probado lo que Gabriella Patten paseaba a la vista de todos.

Fleming salió del bar, pero no se fue del Lord's. Cuando Mollison fue al aparcamiento, el otro le esperaba.

– Se me tiró encima -dijo Mollison-. No sé si estaba defendiendo el honor de su amada o quería vengarse de mí. En cualquier caso, me pilló desprevenido. Si el vigilante no nos hubiera separado, creo que ahora estarían investigando mi asesinato.

– ¿De qué habló con él el miércoles por la noche? -preguntó Lynley.

– Le conté la verdad sobre mis motivos. Quería disculparme. Era probable que fuéramos a jugar juntos cuando eligieran al equipo que debía competir por las Cenizas. No quería malos rollos entre nosotros.

– ¿Cuál fue su reacción?

– Dijo que daba igual, que estaba olvidado, que en cualquier caso iba a aclarar las cosas con Gabbie aquella noche.

– ¿Ya no parecía molesto?

– Supongo que estaba muy molesto, pero yo debía ser la última persona del mundo en enterarse, ¿no? -Mollison se apartó del coche-. Gabbie les podrá decir lo molesto que estaba. Se lo demostrará.

Les guió hasta Shepherd Street, a pocos metros de donde habían aparcado' el Bentley. En la acera opuesta a una floristería que tenía el escaparate lleno de lirios, rosas, narcisos y claveles, apretó el timbre de un piso señalado con el número 4, sin ninguna identificación más. Esperó un momento y lo oprimió dos veces más. Como marido y mujer, pensó Lynley con sarcasmo.

Al cabo de un momento, un ruido de estática surgió del pequeño altavoz metálico situado junto al panel de botones.

– Soy Guy -dijo Mollison.

Pasó un momento antes de que se oyera el zumbido. Mollison abrió la puerta.

– No sean duros con ella -dijo-. Ya verán que no es necesario.

Les condujo por un pasillo hasta la parte posterior del edificio, y subieron por un breve tramo de escalera hasta un entresuelo. Una puerta estaba entornada. Mollison entró.

– ¿Gabbie?

– Aquí -fue la respuesta-. Jean-Paul está descargando su agresividad sobre mí. ¡Huy! Ve con cuidado. No estoy hecha de goma.

«Aquí» era la sala de estar. Sus muebles recargados habían sido empujados contra la pared para dejar sitio a una mesa de masajes, sobre la cual estaba tendida sobre el estómago una mujer algo bronceada. Era menuda pero de proporciones voluptuosas. Cubría en parte su desnudez con una sábana. Tenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, de cara a las ventanas que daban al patio.

– No me has telefoneado antes de venir -dijo con voz amodorrada, mientras Jean-Paul, ataviado de blanco desde el turbante a los pies, manipulaba su muslo derecho-. Hummm. Es maravilloso -susurró.

– No pude.

– Vaya. ¿Por qué no? ¿Allison te ha vuelto a dar el coñazo?

La cara de Mollison se inflamó.

– He traído a alguien -dijo-. Has de hablar con él, Gabbie. Lo siento.

La cabeza, coronada por una mata de pelo del color del trigo segado, se volvió poco a poco en su dirección. Los ojos azules de espesas pestañas oscuras resbalaron sobre Mollison, Havers y Lynley, y se detuvieron en este último. Dio un respingo cuando los hábiles dedos de Jean-Paul encontraron un músculo de su muslo que aún no se había sometido a sus esfuerzos.

– ¿Y quiénes son estas personas a las que has traído?-preguntó.

– Tienen el coche de Ken, Gabbie -dijo Mollison. Sus pulgares recorrieron nerviosos los otros dedos-. Te han estado buscando. Ya han empezado a peinar Mayfair. Será mejor para todos que…

– Quieres decir que es mejor para ti. -Los ojos de Gabriella Patten seguían clavados en Lynley. Levantó un pie y lo hizo girar. Jean-Paul, creyendo tal vez que se trataba de una directriz, lo cogió y empezó a trabajar con suavidad los dedos, las yemas, el arco-. Maravilloso -murmuró-. Me reduces a mantequilla derretida, Jean-Paul.

Jean-Paul era todo diligencia. Sus dedos ascendieron por la pierna de la mujer, y desde allí al muslo.

– Vous avez tort -la contradijo-. Fíjese en esto, madame Patten. Lo tenso que se ha puesto en un instante. Como piedra retorcida. Más que antes. Mucho más. Y aquí, y aquí.

Chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

Lynley sintió que sus labios se torcían en una sonrisa que procuró controlar. Jean-Paul era más eficiente que un polígrafo.

De pronto, Gabriella apartó las manos del masajista de su cuerpo.

– Creo que ya tengo bastante por hoy -dijo.

Se incorporó y pasó las piernas por encima de la mesa. La sábana cayó hasta su cintura. Jean-Paul se apresuró a cubrir sus hombros con una toalla de un blanco inmaculado. Ella se la puso a modo de sarong sin la menor prisa. Mientras Jean-Paul plegaba la mesa de masaje y volvía a poner los muebles en su sitio, Gabriella se acercó a una mesa plegable, a medio metro de donde sus visitantes esperaban. Sobre ella descansaba un cuenco de cristal lleno de fruta. Eligió una naranja y hundió las uñas de manicura en la piel. El perfume de la carne impregnó el aire. Empezó a pelarla.

– Gracias, Judas -dijo en voz baja a Mollison.

Mollison gruñó.

– Por favor, Gabbie. ¿Qué podía hacer?

– No lo sé. ¿Por qué no le preguntas a tu abogada particular? Seguro que estará más que contenta de aconsejarte.

– No puedes quedarte aquí para siempre.

– Tampoco era mi intención.

– Han de hablar contigo. Han de saber lo que pasó. Han de llegar al fondo del asunto.

– ¿De veras? ¿Cuándo decidiste convertirte en soplón de la policía?

– Gabbie, diles lo que pasó cuando Ken llegó a la casa. Cuéntales lo que te dijo. Es lo único que quieren saber. Después, se irán.

Gabriella miró con aire desafiante a Mollison un buen rato. Por fin, bajó la cabeza y dedicó su atención a la naranja. Un segmento de piel resbaló de su mano, y Mollison y ella se agacharon al mismo tiempo para recogerlo. El lo cogió antes. La mano de Gabriella se cerró sobre la suya.

– Guy -dijo en tono perentorio.

– Todo saldrá bien -dijo Mollison con suavidad-. Te lo prometo. Solo diles la verdad. ¿Lo harás?

– Si hablo, ¿te quedarás?

– Ya lo hemos hablado antes. No puedo. Lo sabes.

– No me refiero a después. Ahora. Mientras estén aquí. ¿Te quedarás?

– Allison cree que he ido al centro deportivo. No podía decirle adonde… He de volver, Gabbie.

– Por favor. No me dejes sola. No sé qué decir.

– Solo la verdad.

– Ayúdame a contarla, por favor. -Los dedos de Gabriella ascendieron por su brazo-. Por favor -repitió-. No tardaré mucho, Guy. Te lo prometo.

Dio la impresión de que Mollison apartaba los ojos de ella solo gracias a un esfuerzo de voluntad.

– No estaré más de media hora -dijo.

– Gracias -contestó Gabriella en un suspiro-. Voy a ponerme algo.

Desapareció en un dormitorio y cerró la puerta a su espalda.

Jean-Paul se esfumó con discreción. Los demás se adentraron en la sala de estar. La sargento Havers se dirigió a una de las dos butacas situadas bajo las ventanas que daban al patio. Se dejó caer, tiró el bolso al suelo y apoyó un pie en la rodilla opuesta. Se encontró con la mirada de Lynley y alzó los ojos hacia el techo. Lynley sonrió. Hasta el momento, la sargento se había controlado de una forma admirable. Gabriella Patten era la clase de mujer que a Havers le habría gustado abofetear hasta cansarse.

Mollison se acercó a la chimenea y acarició las hojas sedosas de una aspidistra artificial. Se examinó en la pared encristalada. Después, se encaminó a la librería empotrada y recorrió con el dedo una colección de libros dedicados a Dick Francis, Jeffrey Archer y Nelson DeMille. Se mordisqueó la uña unos instantes, antes de volverse hacia Lynley.

– No es lo que parece -dijo impulsivamente.

– ¿El qué?

Torció la cabeza hacia la puerta.

– Ese tipo. El que estuviera aquí. No quiere decir lo que está pensando.

Lynley se preguntó a qué conclusión creía Mollison que había llegado después de la breve pero impresionante interpretación de Gabriella. Decidió optar por el silencio y ver adónde conducían las reflexiones verbales de Mollison. Caminó hasta la ventana e inspeccionó el patio, donde dos pajaritos correteaban alrededor de la fuente.

– Lo siente.

– ¿El qué? -preguntó Havers.

– Lo sucedido a Ken. Actúa como si no, a causa de lo que ocurrió el miércoles por la noche. A causa de lo que él le dijo. A causa de lo que hizo. Está dolida. No quiere demostrarlo. ¿Lo haría usted?

– Creo que me comportaría con mucha prudencia en una investigación por asesinato -dijo Havers-, sobre todo si yo fuera la última persona conocida que había visto el cadáver antes de ser un cadáver.

– Ella no hizo nada. Se largó a toda prisa. Y tenía buenos motivos para ello, si quieren saber la verdad.

– Eso es lo que buscamos.

– Estupendo, porque estoy dispuesta a contársela.

Gabriella Patten se erguía enmarcada en la puerta de la sala de estar, ataviada con un mono negro, una blusa de tirantes estampada con flores tropicales y una chaquetilla transparente negra que onduló cuando se acercó al sofá. Desabrochó las delicadas hebillas doradas de las sandalias negras que calzaba y se las quitó. Recogió los pies (de pedicura, con las uñas pintadas de rosa, como las de los dedos de la mano) debajo del cuerpo cuando se acomodó en un extremo del sofá y dirigió una fugaz sonrisa a Mollison.

– ¿Quieres algo, Gabbie? ¿Té? ¿Café? ¿Coca-Cola?

– Me basta con que estés aquí. Tener que revivirlo de nuevo será como una pesadilla. Gracias por quedarte. -Posó la palma de la mano sobre el sofá-. ¿Vienes?

En respuesta, Mollison se alejó de las estanterías y se sentó a unos calculados veinte centímetros de ella, lo bastante cerca para comunicarle su apoyo y, al mismo tiempo, lejos de su alcance. Lynley se preguntó a quién iba dirigido el mensaje de aquellos veinte centímetros: a la policía o a Gabriella Patten. Ella pareció no darse cuenta. Enderezó los hombros y la espalda, y devolvió la atención a los otros, con un movimiento de los suaves rizos, que cayeron sobre sus hombros.

– Quieren saber lo que pasó el miércoles por la noche -dijo.

– No está mal para empezar -dijo Lynley-, pero luego continuaremos.

– Hay poco que decir. Ken vino a los Springburns. Tuvimos una pelea espantosa. Me marché. No tengo ni idea de lo que pasó después. A Ken, quiero decir. -Apoyó la cabeza en el sofá (la sien sobre las yemas de los dedos, el brazo extendido sobre el respaldo del sofá) y vio que la sargento Havers pasaba las páginas de su libreta-. ¿Es necesario? -preguntó.

La sargento Havers siguió pasando las páginas. Encontró la que buscaba, lamió el extremo del lápiz y se puso a escribir.

– He dicho… -empezó Gabriella.

– Se peleó con Fleming. Se marchó -murmuró Havers mientras escribía-. ¿A qué hora fue?

– ¿Tiene que tomar notas?

– Es la mejor manera de no cometer equivocaciones.

Gabriella pidió con la mirada a Lynley que interviniera.

– ¿A qué hora, señora Patten? -preguntó el inspector.

La mujer vaciló, frunció el entrecejo, con la atención todavía concentrada en Havers, como si deseara telegrafiarle su desagrado por el hecho de que el lápiz de la sargento inmortalizara sus palabras.

– No lo sé con exactitud. No miré el reloj.

– Me telefoneaste alrededor de las once, Gabbie -intervino Mollison-. Desde la cabina de Greater Springburn. La pelea tuvo que ocurrir antes.

– ¿A qué hora llegó Fleming para verla? -preguntó Lynley.

– ¿A las nueve y media? ¿A las diez? No lo sé con exactitud, porque había ido a dar un paseo y cuando volví, ya había llegado.

– ¿No sabía que iba a venir?

– Pensé que iba a Grecia. Con ese… -Se ajustó con cuidado la chaquetilla negra-. Con su hijo. Dijo que era el cumpleaños de James y que intentaba reconciliarse con él, así que se iban a Atenas. Y desde allí harían el crucero.

– ¿Intentaba reconciliarse con él?

– Existía una considerable anomia entre ambos, inspector.

– ¿Perdón?

– No se llevaban bien.

– Ah. -Lynley vio que la boca de Havers formaba la palabra «anomia», mientras escribía con diligencia. Solo Dios sabía qué haría con el despropósito cuando redactara el informe-. ¿Cuál era el origen de su… anomia?

– James no se adaptaba a la realidad de que Ken había dejado a su madre.

– Fleming se lo dijo.

– No hizo falta. James era la hostilidad personificada contra su padre, y no son necesarios conocimientos en psicología infantil para comprender el por qué. Los hijos siempre se áf erran a la tenebrosa esperanza de que los padres separados volverán a juntarse. -Se llevó la mano al pecho para subrayar sus palabras-. Yo representaba a la intrusa, inspector. James sabía que yo existía. Sabía lo que implicaba mi presencia en la vida de su padre. No le gustaba, y comunicó a su padre de todas las maneras posibles que no le gustaba.

– La madre de Jimmy dice que él ignoraba las intenciones de su padre de casarse con usted -dijo Havers-. Dice que ninguno de sus hijos lo sabía.

– Entonces, la madre de James miente. Ken se lo dijo a los niños. Y también a Jean.

– Eso cree usted.

– ¿Qué insinúa?

– ¿Estaba usted presente cuando se lo dijo a su mujer y a sus hijos? -preguntó Lynley.

– Yo no tenía el menor deseo de revelar públicamente que Ken iba a terminar su matrimonio para estar conmigo. Tampoco necesitaba estar presente para verificar el hecho de que había informado a su familia.

– ¿Y en privado?

– ¿Qué?

– ¿Lo deseaba en privado?

– Hasta el miércoles por la noche, estaba loca por él. Quería casarme con él. Mentiría si dijera que no estaba contenta de que estuviera dando pasos en su vida personal para poder estar juntos.

– ¿En qué cambió las cosas el miércoles por la noche?

La mujer volvió la cabeza y apoyó la frente en los dedos.

– Hay ciertas cosas que, cuando se dicen entre un hombre y una mujer, causan daños irreparables en una relación. Estoy segura de que me entiende.

«Más materia con menos arte», pensó Lynley.

– Debo pedirle que sea más concreta, señora Patten, Fleming llegó a las nueve y media o las diez. ¿La pelea empezó enseguida, o él la suscitó de alguna manera?

La mujer levantó la cabeza. Un círculo de color perfecto, del tamaño de una moneda de diez peniques, había aparecido en cada una de sus mejillas.

– No entiendo en qué va a cambiar lo que vino a continuación una descripción minuciosa de la velada.

– Eso lo juzgaremos nosotros -replicó Lynley-. ¿Empezó la pelea enseguida?

Gabriella no contestó.

– Díselo, Gabbie -intervino Mollison-. No te va a perjudicar.

La mujer lanzó una breve carcajada gutural.

– Porque no te lo conté todo. No podía, Guy. Y tener que contarlo ahora…

Se pasó los dedos sobre los ojos y sus labios temblaron convulsivamente bajo la protección de la mano.

– ¿Quieres que me marche? -preguntó Mollison-. Si quieres, puedo esperar en la otra habitación. O fuera…

Gabriella se inclinó hacia él y se apoderó de su mano. Mollison avanzó un par de centímetros hacia ella.

– No -dijo Gabriella-. Tú eres mi fuerza. Quédate, por favor. -Retuvo su mano entre las suyas. Respiró hondo-. De acuerdo.

Había salido a dar un largo paseo. Era parte de su rutina, dos paseos largos al día de ejercicio aeróbico, uno por la mañana y otro por la noche. Por las noches, realizaba un circuito parcial de los Springburns, que abarcaba unos nueve kilómetros a buen paso. Volvió a Celandine Cottage y vio el Lotus de Ken Fleming aparcado en el camino particular.

– Como ya he dicho, pensaba que había ido a Grecia con James, de modo que me sorprendió ver su coche, pero me alegré al mismo tiempo, porque no habíamos estado juntos desde el sábado anterior y, antes de comprender en aquel momento que había venido a Kent guiado por un impulso, no confiaba en verle antes de que volviera de Grecia el domingo por la noche.

Entró en la casa y le llamó. Le encontró en el retrete de arriba. Estaba arrodillado en el suelo y rebuscaba en la basura. Había hecho lo mismo en la cocina y en la sala de estar, y había dejado los cubos de basura volcados.

– ¿Qué buscaba? -preguntó Lynley.

Eso era lo que Gabriella quería saber, y Fleming no se lo dijo al principio. De hecho, no dijo ni una palabra. Se limitó a remover la basura, y cuando terminó, entró como una tromba en el dormitorio y rasgó el cubrecama. Examinó las sábanas. Después, bajó al comedor, sacó las botellas de licor del antiguo palanganero que las albergaba, las alineó sobre la mesa y examinó el nivel del líquido de cada una. Cuando acabó (Gabriella seguía preguntándole qué buscaba, qué pasaba), volvió a la cocina y removió la basura de nuevo.

– Le pregunté si había perdido algo. Repitió la pregunta y rió.

Después, se levantó, apartó el cubo de una patada y la agarró del brazo. Preguntó quién había estado en la casa. Gabriella había estado sola desde el domingo por la mañana, dijo, estaban a miércoles por la noche, no habría podido sobrevivir cuatro días enteros sin una buena dosis de compañía masculina (nunca lo había hecho, ¿verdad?), de modo que, ¿quién se la había proporcionado? Antes de que ella pudiera contestar o protestar, salió disparado de la casa y se precipitó hacia el montón de abono del jardín, donde se puso a escarbar también.

– Estaba como loco. Nunca había visto nada semejante. Le supliqué que me dijera lo que buscaba, para poder ayudarle, y dijo…

Llevó la mano prisionera de Mollison a su mejilla y cerró los ojos.

– No pasa nada, Gabbie -dijo Mollison.

– Sí que pasa -susurró ella-. Su rostro estaba tan deformado que era irreconocible. Retrocedí. Dije: «Ken, ¿qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Por qué no me lo dices? Has de decírmelo», y entonces… Se levantó de un salto. Como impulsado por un resorte.

Fleming describió el tiempo que habían estado separados. Domingo por la noche, dijo, lunes por la noche, martes por la noche, Gabriella. Por no mencionar las mañanas y las tardes. Eso era mucho tiempo, afirmó. Gabriella le preguntó tiempo para qué, para qué. Él rió y dijo que había tenido suficiente tiempo para homenajear a todo el equipo de Middlesex y la mitad de Kent. Y era muy lista, ¿verdad? Había destruido las pruebas, si es que existían pruebas. Porque tal vez no pedía a los demás que tomaran las mismas precauciones, por protección y seguridad, que a Fleming. Tal vez los demás gozaban de su entusiasta cono sin el impedimento del látex. ¿Era así, Gabriella? Pides a Ken que utilice condones para hacerte la precavida, mientras te cepillas a los otros sin tantas exigencias, ¿verdad?

– De modo que había estado buscando en la basura… Había buscado… Como si yo…

La voz de Gabriella se quebró.

– Creo que hemos captado la idea. -Havers dio unos golpecitos con el lápiz en la suela de su zapato-. ¿La pelea fue fuera de la casa?

Ahí había empezado, dijo Gabriella. Primero, Fleming acusó y Gabriella negó, pero sus negativas solo sirvieron para enfurecerle más. Gabriella le dijo que se negaba a discutir unas acusaciones tan groseras, y volvió a la casa. Él la siguió. Ella intentó dejarle fuera, pero Ken tenía su llave. Gabriella cruzó la sala de estar y trató sin éxito de atrancar la puerta con una silla apoyada bajo el pomo. El esfuerzo fue inútil. Fleming cargó contra la puerta con el hombro. La silla cayó al suelo. Entró. Gabriella retrocedió hasta un rincón, con un atizador en la mano. Le advirtió que no se acercara. Él no hizo caso.

– Pensé que iba a pegarle -dijo Gabriella-, pero solo pude imaginar la sangre y la herida, y el aspecto que tendría si lo hacía. -Vaciló cuando Fleming se acercó. Volvió a advertirle. Levantó el atizador-. Y de pronto, recuperó la razón.

Pidió disculpas. Pidió que le diera el atizador. Prometió que no le haría daño. Dijo que había oído rumores. Le habían dicho cosas, confesó, y daban vueltas en su cabeza como avispas. Ella preguntó: ¿qué cosas, qué rumores? Quiso saberlo, para poder defenderse o explicarse. Ken preguntó si querría explicarse. Si le decía un nombre, ¿le diría la verdad?

– Casi daba pena -dijo Gabriella-. Parecía indefenso, destrozado. Solté el atizador. Le dije que le quería y que haría cualquier cosa por ayudarle a superar aquel bache.

Mollison, dijo entonces. Primero, quería saber lo de Mollison. Ella repitió la palabra «primero». Preguntó qué significaba aquel «primero». Y aquella sola palabra volvió a encenderle.

– Sospechaba que había tenido montones de amantes. Sus acusaciones no me gustaron, así que dije cosas feas sobre él. Sobre Miriam. Se puso hecho una fiera. La pelea fue aumentando de intensidad a partir de ese momento.

– ¿Qué la impulsó a marcharse?

– Esto. -Sacudió de los hombros la espesa masa de cabello. A cada lado del cuello se veían morados en la piel, como manchas de tinta aguada-. Pensé que iba a matarme. Estaba fuera de sí.

– ¿En defensa de la señora Whitelaw?

No. Consideró las acusaciones de Gabriella una absoluta estupidez. Su principal preocupación residía en el pasado de Gabriella. ¿Cuántas veces había sido infiel a Hugh? ¿Con quién? ¿Dónde? ¿Cómo? Porque no me digas que solo ha sido Mollison, advirtió. Esa respuesta no sirve. Me he pasado estos tres días preguntando por ahí. Tengo nombres. Tengo sitios. Y lo mejor que puedes hacer por ti en este momento es lograr que los nombres y los sitios coincidan.

– Yo tuve la culpa -dijo Mollison. Con la mano libre, devolvió el pelo de Gabriella a su sitio, para que ocultara los morados.

– Y yo también. -Gabriella levantó la mano de Mollison por segunda vez y habló con la boca pegada a ella-. Porque después de que lo nuestro terminara, Guy, me volví como loca. Hice exactamente lo que él me acusó de hacer. Oh, todo no, porque nadie habría tenido tiempo de hacer todo lo que él deseaba creer sobre mis hazañas. Pero algunas sí. Y con más de un amante. Porque estaba desesperada. Porque mi matrimonio era un chiste. Porque te echaba tanto de menos que quería morir, y me daba igual lo que me sucediera.

– Oh, Gabbie -gimió Mollison.

– Lo siento.

Dejó caer las manos sobre su regazo. Levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa trémula. Mollison extendió la mano libre hacia su mejilla. Una lágrima brotó de su ojo. La secó con la mano.

Havers interrumpió la tierna escena.

– O sea, él la estaba estrangulando, ¿no? Usted se soltó y huyó..

– Sí, exacto.

– ¿Por qué cogió su coche?

– Porque estaba bloqueando el mío.

– ¿No la persiguió?

– No.

– ¿Cómo cogió las llaves?

– ¿Las llaves?

– Las del coche.

– Las había dejado sobre la encimera de la cocina. Las cogí para impedir que me siguiera. Después, cuando salí, vi que el Lotus me cerraba el paso, así que cogí su coche. No volví a verle ni a saber de él.

– ¿Y los gatitos? -preguntó Lynley.

– ¿Los gatitos? -preguntó Gabriella, desorientada.

– ¿Qué hizo con ellos? Creo que tiene dos.

– Oh, Dios, me había olvidado por completo de los gatos. Estaban durmiendo en la cocina cuando salí a dar el paseo. -Pareció verdaderamente apesadumbrada por primera vez-. Tenía que cuidar de ellos. Me lo prometí cuando les encontré junto a la fuente. Prometí que no les abandonaría. Me marché y…

– Estabas aterrorizada -dijo Mollison-. Huías para salvar la vida. No podías tener en cuenta todo.

– Esa no es la cuestión. Estaban indefensos y los abandoné, porque solo podía pensar en mí.

– Ya aparecerán -la consoló Mollison-. Alguien los habrá recogido, si no están en la casa.

– ¿Adonde fue cuando logró escapar? -preguntó Lynley.

– Conduje sin parar hasta Greater Springburn. Telefoneé a Guy.

– ¿Cuánto se tarda en coche?

– Quince minutos.

– ¿Su pelea con Fleming duró más de una hora?

– ¿Más de…?

Gabriella miró a Mollison, confusa.

– Si él llegó a las nueve y media o las diez y usted no telefoneó a Mollison hasta las once, eso hace más de una hora -explicó Lynley.

– Bien, puede que durara tanto, sí -. ¿No hizo nada más?

– ¿Qué quiere decir?

– Había un paquete de Silk Cut en un aparador de la cocina. ¿Es usted fumadora, señora Patten?

Mollison se removió en el sofá, inquieto.

– No estará pensando que Gabriella…

– ¿Fuma, señora Patten?

– No.

– Entonces, ¿de quién son esos cigarrillos? Nos han dicho que Fleming no fumaba.

– Son míos. Antes fumaba, pero lo dejé hace casi cuatro meses. Por Ken, sobre todo. Se empeñó. Pero siempre guardaba un paquete cerca por si lo necesitaba. Creo que se aguanta mejor si los tienes a mano. No parece tanto un sacrificio.

– ¿No tenía otro paquete, ya abierto?

Gabriella miró a Lynley, y después a Havers. Luego, volvió la vista hacia Lynley. Dio la impresión de que estaba situando la pregunta en su contexto.

– No estará pensando que le maté. No estará pensando que provoqué el incendio. ¿Cómo habría podido? Él estaba en casa. Estaba furioso. ¿Cree que me habría dejado…? ¿Qué tendría que haber hecho?

– ¿Tiene aquí también un paquete de cigarrillos, para facilitar la resistencia?-preguntó Lynley.

– Tengo un paquete. Sin abrir. ¿Quiere verlo?

– Sí, antes de irnos. -Gabriella se encrespó, pero Lynley continuó-. Después de telefonear a Mollison y quedar para venir a este piso, ¿qué hizo?

– Subí al coche y vine aquí.

– ¿Había alguien aquí?

– ¿En el piso? No.

– Por lo tanto, nadie puede verificar la hora en que llegó.

Los ojos de Gabriella destellaron de indignación.

– Desperté al portero. Me dio la llave.

– ¿El portero vive solo?

– ¿Qué tiene eso que ver, inspector?

– ¿Terminó Fleming su relación el miércoles por la noche, señora Patten? ¿Fue uno de los motivos de la discusión? ¿Se vieron frustrados sus planes de un nuevo matrimonio?

– Espere un momento -se alteró Mollison.

– No, Guy. -Gabriella soltó la mano de Mollison. Cambió de posición. Seguía con las piernas dobladas debajo del cuerpo, pero se puso de cara a Lynley. La indignación casi la impedía hablar-. Ken dio por terminada la relación. Yo di por terminada la relación. ¿Qué más da? Estaba terminada. Me fui. Telefoneé a Guy. Vine a Londres. Llegué alrededor de la medianoche.

– ¿Puede confirmarlo alguien, además del portero?

El cual estaría más que complacido de corroborar cualquier cosa que Gabriella dijera, pensó Lynley.

– Ya lo creo. Alguien más puede confirmarlo.

– Necesitamos el nombre.

– Y créame, me alegra mucho facilitárselo. Miriam Whitelaw. No habían pasado ni cinco minutos desde que llegué a este piso, y ya estábamos hablando por teléfono.

Una sonrisa de triunfo iluminó su cara cuando leyó la sorpresa momentánea en la de Lynley.

Doble coartada, pensó el inspector. Una para cada una.

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