Imagino que Kenneth Fleming ocultó a su mujer su deseo más profundo y querido, nacido de la conjunción entre la esperanza y la fantasía. Tenía poco que ver con sus vidas cotidianas. El tiempo de Jean estaba ocupado por las tareas domésticas, los niños y su trabajo en el mercado de Billingsgate. Debió tomar como una broma la idea de que Kenneth deseara algo más que hacerse un nombre en Artes Gráficas Whitelaw y llegar a ser un día, tal vez, gerente de planta. La duda no debió nacer de una incapacidad o escasa disposición a creer en su marido, sino de un examen práctico de la realidad inmediata.
Creo que Jean siempre fue el miembro sensato de la pareja. Recuerdo que fue ella quien cuestionó mantener relaciones sexuales sin protección después de tomar la pildora, hace tantos años, y fue quien anunció su embarazo, decidió tener el niño y seguir adelante, independientemente de la decisión que tomara Kenneth.
Por lo tanto, parece razonable concluir que era muy capaz de valorar con realismo los hechos cuando Hal Rashadam apareció en sus vidas por primera vez: Kenneth iba a cumplir veintiocho años muy pronto; solo había jugado al criquet en el colegio, con sus hijos o con los chicos; cuando alguien quería jugar algún día por Inglaterra, había un camino determinado por la tradición.
Kenneth no había seguido este camino. Oh, había dado el primer paso y jugado en el colegio, pero allí se acababa todo.
Jean debió recibir con cierta sorna la idea de que Kenneth fuera a jugar profesionalmente. «Kenny, cariño, tienes la cabeza en las nubes», supongo que dijo. Debió burlarse y preguntar cuánto tiempo pensaba que debería esperar para que el capitán de Inglaterra y los seleccionadores nacionales se presentaran a presenciar el partido del siglo entre Artes Gráficas Whitelaw e Instrumentos Reconstruidos Garantizados Cowper. Claro que no contaba con mi madre.
Quizá Kenneth no habló de sus sueños a Jean a sugerencia de mi madre. O tal vez mi madre dijo, «¿Sabe Jean algo de esto, Ken querido?», cuando él le confesó sus anhelos. Si la respuesta de Kenneth fue negativa, quizá mi madre dijo con prudencia, «Sí. Bien, algunas cosas vale más no decirlas, ¿verdad?», y al hacerlo, estableció el primer vínculo adulto entre ambos.
Si conoces la historia de la ascensión de Kenneth Fleming a la fama y la fortuna, ya conoces el resto. Hal Rashadam esperó su oportunidad, mientras entrenaba a Kenneth en privado. Después, invitó al jefe del comité del equipo de Kent a presenciar una sesión de entrenamiento. Se interesó lo bastante para ir a ver un partido en Mile End Park, donde los chicos de Artes Gráficas Whitelaw le estaban dando una paliza a Fabricantes de Herramientas de Londres Este, S.L. Al final del encuentro, hubo un intercambio de presentaciones entre Kenneth Fleming y el hombre de Kent.
– ¿Vamos a tomar una Guinness? -preguntó el hombre de Kent, y Kenneth le acompañó.
Mi madre se mantuvo a distancia. Al invitar al jefe del comité del equipo de Kent, Rashadam actuaba a instancias de mi madre, pero nadie debía saberlo. Nadie debía pensar que había un Gran Plan en funcionamiento.
Después de unas pintas de Guinness, el capitán de Kent sugirió a Kenneth que fuera a una sesión de prácticas y echara un vistazo al equipo. Y así fue, un viernes por la mañana, acompañado de Rashadam.
– Ve a Canterbury, Ken -dijo mi madre-. Ya recuperarás el tiempo perdido más tarde. No hay problema.
Y le deseó lo mejor. Rashadam le dijo que llevara su equipo de jugar. Kenneth preguntó por qué.
– Tú hazlo, muchacho.
– Pero me sentiré como un tonto -repuso Ken. -Ya veremos quién se siente como un tonto cuando termine el día -contestó Rashadam.
Y cuando el día terminó, Kenneth tenía una plaza en el equipo del condado de Kent, desafiando la tradición y «la forma de hacer las cosas». Habían transcurrido solo ocho meses menos cuarenta y ocho horas desde que Hal Rashadam había visto jugar por primera vez a los chicos dé Artes Gráficas Whitelaw.
El que Kenneth jugara en el equipo de Kent solo representaba dos problemas. El primero era la paga: un poco más de la mitad de lo que ganaba en la imprenta. El segundo era su casa: la Isla de los Perros estaba demasiado lejos de los campos de entrenamiento y juego de Canterbury, sobre todo para un novato sobre el cual el equipo abrigaba dudas. Según el capitán, si quería jugar con el Kent, tenía que trasladarse a Kent.
En esencia, pues, la fase uno del plan de mi madre para Kenneth estaba concluida. La necesidad de mudarse a Kent constituía la fase dos.
Kenneth debió compartir cada momento del drama con mi madre. Primero, porque trabajaban juntos en las horas que él dedicaba a la gerencia. Segundo, porque era gracias a lo que él consideraba sin duda generosidad y confianza en sus capacidades por parte de mi madre que había recibido la oferta de jugar en un equipo regional. Pero ¿qué podía hacer con los problemas derivados de jugar en el equipo de Kent?, debió preguntar a mi madre. No podía trasladar a su familia a Kent. Jean tenía su trabajo en el mercado de Billingsgate, qué cada vez sería más crucial para la supervivencia de la familia si aceptaba la oportunidad. Aunque pudiera pedirle que hiciera el largo viaje (y no podía, no quería, estaba fuera de toda duda), no quería que condujera desde Canterbury a Londres Este en plena noche, al volante de un coche viejo que podía dejarla tirada en cualquier sitio. Era impensable. Además, toda la familia de Jean vivía en la Isla de los Perros. Los amigos de los niños también. Y siempre había que pensar en el problema del dinero. Porque aunque Jean continuara trabajando en el mercado de Billingsgate, ¿cómo sobrevivirían si ganaba menos que en la imprenta? Había demasiados problemas económicos de por medio. Los gastos del traslado, los gastos de encontrar un lugar apropiado para vivir, los gastos del coche… No había suficiente dinero, así de sencillo.
Imagino la conversación entre Kenneth y mi madre. Están en la oficina del tercer piso que antes había ocupado mi padre. Ella está leyendo una serie de contratos, mientras sobre el escritorio una tetera de porcelana blanca con rebordes azules despide un hilo de humo Earl Grey. Ya es tarde, cerca de las ocho de la noche, cuando el silencio reina en el edificio, y cinco guardias inmigrantes manejan escobas, mochos y trapos entre las maquinarias inmóviles del pozo.
Kenneth entra en la oficina con otro contrato para que mi madre lo examine. Se quita las gafas y se frota las sienes. Ha cerrado las luces del techo porque le dan dolor de cabeza. La lámpara del escritorio arroja sombras sobre las paredes, como huellas de manos gigantescas.
– He estado pensando, Ken -dice mi madre.
– He calculado el presupuesto del trabajo para el Ministerio de Agricultura -dice él-. Creo que lo obtendremos.
Le tiende la documentación.
Mi madre deja el presupuesto en una esquina del escritorio. Se sirve otra taza de té. Va a buscar otra para él. Se cuida mucho de no volver a su silla. Nunca se sienta detrás del escritorio cuando él está en la oficina, porque sabe que hacerlo es definir el abismo que existe en su relación.
– He estado pensando en ti -dice-. Y en Kent.
Él levanta las manos y las deja caer en un gesto de resignación.
– Aún no les has contestado, ¿verdad? -pregunta mi madre.
– Lo he ido posponiendo. Me gusta aferrarme al sueño el mayor tiempo posible.
– ¿Cuándo han de saberlo?
– Dije que telefonearía el fin de semana.
Mi madre le sirve el té. Sabe cómo lo toma (con azúcar pero sin leche), y le extiende la taza. Hay una mesa a un lado de la oficina donde las sombras son más profundas, le conduce hasta ella y le dice que se siente. Kenneth aduce que debería marcharse, Jean se estará preguntando qué le ha pasado, hay una cena familiar en casa de sus padres, ya va con retraso, habrá cogido a los chicos y se habrá ido sin él… Pero no hace el menor ademán por marcharse.
– Es muy independiente tu Jean -dice mi madre.
– Lo es -reconoce él. Remueve el té, pero no lo bebe aún. Deja la taza sobre la mesa y se sienta. Es flaco, más que cuando era un muchacho, y da la impresión de que llena una habitación como otros hombres no consiguen. Algo emana de él, una especie de fuerza vital peculiar, como energía desasosegada, pero más que eso.
Mi madre se da cuenta. Está sintonizada con él.
– ¿No hay ninguna posibilidad de que ella pueda encontrar trabajo en Kent? -pregunta.
– Oh, ya lo creo, pero tendría que trabajar en una tienda, o en un bar. No ganaría lo suficiente para compensar nuestros gastos.
– ¿No tiene… ningún talento, Ken?
Mi madre sabe la respuesta a esa pregunta, por supuesto, pero quiere que la diga él.
– ¿Quieres decir talento para el trabajo? -Da vueltas a la taza-. Lo que ha aprendido en el bar de Billingsgate.
Muy poco es la respuesta verdadera. Al igual que Ha servido mesas, llenado facturas, manejado la caja registradora, devuelto cambio.
– Sí, entiendo. Eso complica las cosas, ¿verdad?
– Imposibilita las cosas.
– Las pone… ¿difíciles, digamos?
– Difíciles. Complicadas. Imposibles. Chungas. Todo se reduce a lo mismo, ¿verdad? No hace falta que me lo recuerdes. Yo me lo he buscado.
No es la alusión que mi madre habría elegido, así que se apresura a continuar antes de que él pueda terminarla.
– Quizá haya otra alternativa, que no provoque tantos trastornos en tu vida familiar.
– Podría pedir una oportunidad en Kent. Podría ir y venir y demostrar que no representa ningún problema, pero lo del dinero… -Aparta la taza de té-. No. Ya soy mayor, Miriam. Jean ha renunciado a sus sueños infantiles y ya es hora de que yo haga lo mismo.
– ¿Te lo ha pedido?
– Dice que hemos de pensar en los chicos, lo que es mejor para ellos, no para nosotros. No puedo discutir eso. Podría dejar la imprenta, ir y venir de Kent durante años, y terminar con los bolsillos igual de vacíos que ahora. Ella pregunta si vale la pena correr el riesgo cuando no hay nada garantizado.
– ¿Y si algo estuviera garantizado? Tu trabajo aquí, por ejemplo.
Compone una expresión pensativa. Mira a mi madre con aquel aire sincero, los ojos clavados en su cara como si leyera su mente.
– No podría pedirte que me guardaras el puesto. Sería injusto para con los demás hombres. Aunque lo hicieras por mí, hay demasiadas dificultades que superar.
Mi madre se acerca a su escritorio. Vuelve con una libreta.
– Vamos a hacer la lista, ¿te parece? -dice.
Él protesta, pero sin mucho entusiasmo. Mientras pueda compartir sus sueños con alguien después de trabajar, es como si no hubiera renunciado a ellos. Dice que ha de telefonear a Jean, avisarla de que aún tardará. Y mientras localiza a su familia, mi madre pone manos a la obra, hace una lista y una contralista, y llega a la conclusión a la que sin duda debió llegar la primera vez que le vio enviar una bola fuera de los límites de Mile End Park. Oxford estaba fuera de su alcance, en efecto, pero otras vías se abrían al futuro.
Hablan. Dan vueltas algunas ideas. Ella sugiere. Él protesta. Discuten algunos puntos delicados. Por fin, abandonan la imprenta y van a un chino de Limehou-se, y mientras cenan continúan mareando los datos. Sin embargo, mi madre guarda un as en la manga que procura reservarse para el final: Celandine Cottage, en los Springburns. Y Kent.
Celandine Cottage ha sido de nuestra familia desde 1870, más o menos. Durante un tiempo, mi bisabuelo lo utilizó para alojar a su amante y a sus dos hijos. Pasó a mi abuelo, que se retiró allí. Pasó a mi padre, que lo alquiló a una sucesión de campesinos, hasta que se puso de moda pasar los fines de semana en el campo, íbamos de tanto en tanto cuando era adolescente. Nadie la ocupaba en aquel momento.
¿Y si Kenneth utilizaba Celandine Cottage como base de operaciones?, sugirió mi madre. Así podría quedarse en Kent. ¿Y si renovaba, ajardinaba, pintaba y enyesaba todo cuanto fuera necesario, a cambio del alojamiento? ¿Y si trabajara en la imprenta cuando pudiera y reuniera propuestas para trabajos de imprenta en sus ratos libres? Mi madre le pagaría esa dedicación, lo cual solucionaría en parte sus problemas económicos. ¿Y si Jean y los niños se quedaban en la Isla de los Perros, donde Jean conservaría su trabajo, donde los niños no se alejarían de su familia ni de sus amigos, y Kenneth se los llevaba al campo los fines de semana? Eso minimizaría el cambio en sus vidas, mantendría unida a la familia y daría a los niños la oportunidad de triscar al aire libre. De esa forma, si Ken no conseguía abrirse paso en el mundo del criquet profesional, al menos lo habría intentado.
Mi madre era Mefisto. Fue su momento supremo. Y tenía buena intención. Lo creo firmemente. La mayoría de la gente, en el fondo, siempre tiene buenas intenciones, me parece…
– Livie, ven a echar un vistazo -grita Chris.
Echo la silla hacia atrás y estiro la cabeza para ver el cuarto de trabajo por la puerta de la cocina. Ha terminado la jaula. Félix la está explorando. Da un salto vacilante y olfatea. Otro saltito.
– Necesita un jardín para estar a sus anchas -comento.
– Desde luego, pero como no tenemos jardín, esto le servirá hasta que cambie de alojamiento.
Chris mira a Félix cuando entra, se acerca a la botella de agua y bebe. La botella tintinea contra la jaula como los vagones de un tren contra la vía.
– ¿Cómo saben hacer eso? -pregunto.
– ¿El qué? ¿Beber de la botella? -Devuelve los tornillos a sus estuches correspondientes, por tamaño. Guarda el martillo y tira el serrín acumulado sobre la mesa en un cubo-. Un proceso de observación y exploración, diría yo. Explora el nuevo alojamiento, tropieza con la botella de agua, la examina con el hocico, pero como ya ha estado antes en una jaula, puede que sepa lo que va a encontrar.
Contemplamos al conejo, yo desde mi silla de la cocina, Chris desde detrás de la mesa de trabajo. Al menos, Chris contempla al conejo. Yo contemplo a Chris.
– Ha habido mucha tranquilidad últimamente, ¿verdad? -digo-. Hace días que el teléfono no suena.
Asiente. Ambos hacemos caso omiso de la llamada que ha recibido hace tan solo una hora, porque los dos sabemos de qué estoy hablando. Ni llamadas sociales ni llamadas de negocios. Llamadas del MLA. Pasa la mano sobre la jaula de Félix, encuentra un punto áspero, le aplica papel de lija.
– ¿No hay nada en preparación, pues? -pregunto.
– Solo Gales.
– ¿Qué es?
– Criaderos de pachones. Si nuestra unidad se apodera de ellos, me ausentaré unos días.
– ¿Quién ha de tomar la decisión? Si hay que tomarla, quiero decir.
– Yo.
– Pues tómala.
Me mira. Envuelve el papel de lija alrededor del dedo. Lo tensa, lo suelta, examina el tubo que ha creado y lo desliza sobre su palma atrás y adelante.
– Lo soportaré -digo-. Estaré bien. Estaré perfecta. Dile a Max que se deje caer por aquí. Paseará a los perros. Después, jugaremos a las cartas.
– Ya veremos.
– ¿Cuándo has de decidirlo?
Devuelve el papel de lija a su sitio.
– Hay tiempo.
– Pero los pachones… Chris, ¿los criaderos están preparados para enviarlos?
– Siempre están preparados para eso.
– Entonces, has de…
– Ya veremos, Livie. Si yo no lo hago, alguien me sustituirá. No té preocupes. Los perros no irán al laboratorio.
– Pero tú eres el mejor. Sobre todo con los perros. Los propietarios de los criaderos, si los perros son lo bastante mayores para ser enviados, esperarán problemas. Se necesita a alguien bueno. Al mejor.
Apaga el fluorescente que ilumina la mesa de trabajo. Félix da vueltas en su jaula. Chris entra en la cocina.
– Escucha, no hace falta que cuides de mí -digo-. Lo detesto. Me siento como si fuera un fenómeno de feria.
Se sienta y coge mi mano. Le da vueltas en la suya. Examina mi palma. Cierra los dedos. Me mira cuando los abro. Ambos sabemos que me concentro en realizar los movimientos con suavidad.
Cuando mis dedos están extendidos, cubre mi mano por completo con la suya.
– Hay dos nuevos miembros en la unidad, Livie -dice-. No estoy seguro de que estén preparados para algo como lo de Gales. No pondré en peligro a los perros por mimar a mi ego. -Su mano aprieta la mía-. Es por eso. No tiene nada que ver contigo, o con esto. ¿Entendido?
– ¿Miembros nuevos? No me lo habías dicho.
Antes, me lo decía. Comentábamos la jugada.
– Debí olvidarme. Hace cuatro semanas que están conmigo.
– ¿Quiénes?
– Un tío llamado Paul y su hermana, Amanda.
Sostiene mi mirada con tal firmeza que lo adivino. Es ella. Amanda. Parece que su nombre cuelga entre nosotros como vapor.
Quiero decir «Amanda. Un nombre muy bonito». Quiero seguir con algo así como «Es ella, ¿verdad? Cuéntame. ¿Cómo te enamoraste? ¿Cuánto tiempo pasó antes de que te acostaras con ella?».
Quiero que diga «Livie» y parezca incómodo, para que yo pueda continuar con «¿No estás rompiendo algunas de tus propias reglas?», como si la certeza no me molestara menos. Quiero decir: «¿No prohibe la organización las relaciones sentimentales? ¿No es lo que siempre me has dicho? Y como los miembros de una unidad, por no mencionar los miembros de todo el jodido grupo, solo saben el nombre de pila de los demás miembros, ¿no obstaculiza eso vuestra relación, o es que habéis intercambiado algo más que fluidos corporales? ¿Sabe ella quién eres? ¿Habéis hecho planes?».
Si digo todo eso, a toda prisa, no me los tendré que imaginar juntos. No me tendré que preguntar dónde o cómo lo hacen. No tendré que pensar en ello si me obligo a hacer las preguntas y ponerle a la defensiva.
Pero no puedo. En otro tiempo lo habría hecho, pero al parecer he perdido aquella parte agresiva de mí.
Me está mirando. Sabe que yo sé. Bastará conque diga una sola palabra para que estalle la discusión que, sin duda, ha prometido a Amanda que sostendremos. «Le hablaré de nosotros», debe susurrar cuando han terminado y sus cuerpos están cubiertos de sudor. «Se lo diré. Lo juro.» Besa su cuello, su mejilla, su boca. La pierna de la chica se enrosca alrededor de la suya. «Amanda», dice, o «Mandy», contra su boca, en lugar de un beso. Se duermen.
No. No pensaré en ellos de esa manera. No pensaré en ellos de ninguna manera. Chris tiene derecho a vivir su vida, como yo tengo derecho a vivir la mía. Y yo también violé numerosas normas de la organización cuando era un miembro activo.
Una vez demostré a Chris que estaba en buena forma física (saltar, trepar, arrastrarme, reptar y todo cuanto me ordenó), empecé a asistir a los encuentros abiertos del brazo educativo del MLA. Tenían lugar en iglesias, escuelas y centros comunitarios, donde antiviviseccionistas de media docena de organizaciones abrumaban con información a los ciudadanos. Por su mediación, llegué a conocer los secretos de la investigación con animales: qué hacía Boots en Thurgarton, cómo son las granjas fábrica, cuántos perros de Laundry Farm eran animales domésticos robados, el comportamiento neurótico de visones enjaulados en Halifax, el número de proveedores biológicos que crían animales para laboratorios. Me familiaricé con los argumentos éticos de las dos partes en conflicto. Leí lo que me pasaron. Escuché lo que dijeron.
Desde el primer momento quise formar parte de una unidad de asalto. Me gustaría afirmar que solo ver a Beans la mañana que llegó a la barcaza bastó para que me adhiriera a la causa, pero la verdad es que no quise formar parte de una unidad de asalto porque creyera apasionadamente en la salvación de los animales, sino por Chris. Por lo que deseaba de él. Por lo que quería demostrarle. Oh, no lo admití, por supuesto. Me dije que quería pertenecer a la unidad porque las actividades relacionadas con la liberación de los animales parecían estar henchidas de tensión, del terror de ser capturada con las manos en la masa y, sobre todo, del júbilo resultante de llevar a cabo un asalto con éxito. Hacía meses que me mantenía alejada de las calles. Me sentía inquieta, necesitada de una dosis decente de la excitación que provoca lo desconocido, el peligro y escapar del peligro por un pelo. Participar en un asalto se me antojaba justo lo necesario.
Las unidades de asalto estaban constituidas por especialistas y comandos. Los especialistas preparaban el camino (se infiltraban en el objetivo varias semanas antes, robaban documentos, fotografiaban a los sujetos, dibujaban planos del entorno, descubrían sistemas de alarma y, en última instancia, los desactivaban para los comandos). Los comandos realizaban el asalto por la noche, dirigidos por un capitán cuya palabra era ley.
Chris nunca cometía un error. Se reunía con sus especialistas, se reunía con el núcleo dirigente del MLA, se reunía con los comandos. Los grupos nunca se veían entre sí. Él era el enlace entre todos.
Mi primer asalto con la unidad tuvo lugar casi un año después de que Chris y yo nos conociéramos. Yo había querido adelantarlo, pero él no permitió que abreviara el proceso por el que pasaba todo el mundo. Por lo tanto, ascendí poco a poco en la organización, obsesionada por derribar lo que consideraba las defensas levantadas por Chris contra mí. Se dará cuenta de lo innoble que era, sin duda.
Mi primer asalto fue realizado contra unos experimentos sobre lesiones en la espina dorsal que tenían lugar en una universidad de ladrillo rojo, a dos horas de Londres, donde Chris había infiltrado a un especialista siete semanas antes. Llegamos en cuatro coches y una furgoneta, y mientras los vigilantes eliminaban las luces de seguridad, los demás nos agachamos detrás de un seto de tejo y escuchamos las últimas instrucciones de Chris.
Nuestro objetivo principal era liberar a los animales, nos dijo. Nuestro objetivo secundario era la investigación. Liberar a los primeros. Destruir la segunda. Pero sólo debíamos pasar al segundo objetivo si se alcanzaba plenamente el primero. Liberar a todos los animales. Más tarde, se decidiría cuántos podían conservarse.
– ¿Conservarse? -susurré-. Chris, ¿no hemos venido para salvarlos a todos? No vamos a devolver algunos, ¿verdad?
No me hizo caso y se bajó el pasamontañas.
– Ahora -dijo, en cuanto se apagaron las luces de seguridad, y envió a la primera oleada de la unidad: los libertadores.
Aún los veo, siluetas negras de pies a cabeza que evolucionaban en la oscuridad como bailarines. Cruzaron el patio y aprovecharon las sombras de los árboles para protegerse. Les perdimos de vista cuando doblaron una esquina del edificio. Chris dirigió el haz de una linterna hacia su reloj, mientras una chica llamada Ka-ren protegía la luz con las manos.
Transcurrieron dos minutos. Yo miraba el edificio. Una aguja de luz parpadeó en una ventana de la planta baja.
– Ya están dentro -dije.
– Ahora -dijo Chris.
Yo estaba en la segunda oleada de la unidad: los transportistas. Equipados con contenedores, atravesamos el patio a toda prisa, pegados al suelo. Cuando llegamos al edificio, dos de las ventanas ya estaban abiertas. Unas manos nos ayudaron a entrar. Era un despacho, abarrotado de formas de libros, carpetas, un ordenador y una impresora, gráficos en las paredes, planos. Salimos a un pasillo. Una luz parpadeó una vez a nuestra izquierda. Los libertadores ya habían llegado al laboratorio.
Sólo se oía el sonido de nuestra respiración, el chasquido de las jaulas al abrirse, los débiles maullidos de los gatitos. Las linternas se encendían unos breves segundos y volvían a apagarse, lo justo para comprobar que había un animal en la jaula. Los libertadores sacaron a los gatos. Los transportistas corrieron hacia la ventana abierta con los contenedores de cartón. Y los receptores, la oleada final de la unidad, corrieron en silencio con los contenedores hacia los coches y la furgoneta. Toda la operación se había diseñado para durar menos de diez minutos.
Chris entró el último. Iba cargado con la pintura, la arena y la miel. Mientras los transportistas se fundían con la noche y se reunían con los receptores en los coches, los libertadores y él destruían la investigación. Se permitieron dos minutos entre los papeles, los gráficos, los ordenadores y los archivos. Cuando el tiempo terminó, salieron por la ventana y cruzaron a toda velocidad el patio. La ventana se cerró detrás de ellos, tal como estaba antes. Mientras esperábamos al borde del patio, protegidos de nuevo detrás del seto, los vigilantes se materializaron en una esquina del edificio. Se zambulleron en las sombras más profundas de los árboles. Pasaron de sombra a sombra, hasta reunirse con nosotros.
– Un cuarto de hora -dijo Chris-. Demasiado lentos.
Movió la cabeza y le seguimos entre los edificios, de vuelta a los coches. Los receptores ya habían guardado los animales en la furgoneta de Chris y seguido su camino.
– El martes por la noche -dijo Chris en voz baja-. Maniobras prácticas.
Subió a la camioneta. Se quitó el pasamontañas. Yo le seguí. Esperamos hasta que los coches restantes partieron en direcciones diferentes. Chris puso en marcha el motor. Nos dirigimos hacia el sudoeste.
– Genial, genial, genial -dije. Me incliné hacia delante. Tiré de Chris hacia mí. Le besé. Se enderezó y clavó los ojos en la carretera-. Ha sido genial. Ha sido cojonudo. ¡Dios! ¿Nos has visto? ¿Nos has visto? Éramos invisibles. -Reí y aplaudí-. ¿Cuándo lo volveremos a hacer? Contesta, Chris. ¿Cuándo lo volveremos a hacer?
No contestó. Pisó con más fuerza el acelerador. La camioneta salió disparada hacia adelante. A nuestras espaldas, los contenedores de cartón retrocedieron unos centímetros. Varios gatitos maullaron.
– ¿Qué vamos a hacer con ellos? Chris, contesta. ¿Qué vamos a hacer con ellos? No nos los podemos quedar todos. Chris, no pensarás quedártelos todos, ¿verdad?
Me miró. Desvió la vista hacia la carretera. Las luces del tablero de instrumentos tiñeron de amarillo su cara. Los faros alumbraron la señal de la M 20. Guió la camioneta hacia la izquierda, en dirección a la autopista.
– ¿Ya tienen hogares previstos? ¿Los vamos a entregar por la mañana, como la leche? Quedémonos uno. Será como un recuerdo. Le llamaré Asalto.
Chris dio un respingo. Daba la impresión de que los ojos le escocían.
– ¿Te has hecho daño? -pregunté-. ¿Te has cortado? ¿Te has hecho daño en las manos? ¿Quieres que conduzca yo? Yo conduciré. Frena, Chris. Déjame conducir.
Pisó con más fuerza el acelerador. Vi que la aguja del velocímetro escoraba hacia la derecha. Los gatitos chillaron.
Me revolví en el asiento y acerqué uno de los contenedores.
– Bien, vamos a ver lo que tenemos aquí.
– Livie -dijo Chris.
– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Te alegras de haber escapado de ese lugar feo y horrible?
– Livie -dijo Chris.
Pero yo ya había abierto la tapa y sostenía una bolita de pelo en la mano. Vi que era un gatito atigrado, de color pardogrisáceo y blanco, de orejas y ojos grandes.
– Oh, qué dulzura -dije, y dejé al animal sobre mi regazo. Maulló. Sus diminutas garras se clavaron en mis mallas. Empezó a reptar hacia mis rodillas.
– Ponlo en su sitio -dijo Chris, justo cuando reparé en las patas traseras del gato. Colgaban, inútiles y deformes, detrás de él. Su cola era una masa flaccida. Una incisión larga y delgada corría a lo largo de su espina dorsal, sujetada mediante grapas metálicas incrustadas de sangre. Hacia el lomo, la incisión rezumaba pus, que manchaba el pelaje.
Noté que me encogía.
– ¡Mierda! -dije.
– Ponlo en el contenedor -ordenó Chris.
– Yo… ¿Qué…? ¿Qué le han hecho?
– Le han roto la espina dorsal. Ponlo en su sitio.
No pude. No me atrevía a tocarlo. Apreté la cabeza contra el respaldo del asiento.
– Quítamelo de encima -dije-. Por favor, Chris.
– ¿Qué te pensabas? ¿Qué coño te pensabas?
Cerré los ojos. Sentí las diminutas garras clavadas en mi piel. Vi al gatito entre mis pestañas. Me quemaban. Me ardía la cara. El gatito maulló. Noté que rozaba mi mano con su cabecita.
– Voy a vomitar -dije.
Chris se desvió hacia el arcén. Salió, cerró la puerta de golpe y se acercó a mi lado. Abrió mi puerta con violencia. Le oí maldecir.
Me quitó el gatito y me sacó de la camioneta.
– ¿Qué te pensabas que era? ¿Un juego? ¿Qué te pensabas que era, por el amor de Dios?
Su voz era tensa y ronca. Fue lo que me impulsó a abrir los ojos, más que sus palabras. Parecía que le hubieran dado una patada en el estómago, tal como me sentía yo. Acunó al gatito contra su pecho.
– Ven aquí -dijo. Caminó hacia la parte posterior de la camioneta-. He dicho que vengas aquí.
– No me hagas…
– Maldita sea. Ven aquí, Livie. Ya.
Abrió la puerta de atrás. Empezó a romper las tapas de los contenedores.
– Mira -dijo-. Livie. Ven aquí. He dicho que mires.
– No es necesario.
– Tenemos espinas dorsales rotas.
– No.
– Tenemos cráneos abiertos.
– No.
– Tenemos enchufes montados en los cráneos y…
– ¡Chris!
– … y electrodos suturados en los músculos.
– Por favor.
– No. Mira. Mira.
Y entonces, su voz se quebró. Apoyó la frente contra la camioneta. Y empezó a llorar.
Le miré. No podía moverme. Sus sollozos y los gritos de los animales se fundieron. Solo deseaba encontrarme a cientos de kilómetros de aquel arcén estrecho y oscuro, donde soplaba una brisa fría procedente de un canal lejano. Sus hombros se agitaron. Di un paso hacia él. Supe en aquel instante que no lograría redimirme si no miraba. Los cuerpos semiafeitados y destrozados, los miembros marchitos, los tumores y las suturas, los coágulos de sangre seca.
Sentí calor, y después frío. Pensé en mis palabras. Pensé en todo lo que ignoraba. Me di la vuelta.
– Ven, Chris -dije-. Dámelo. -Aflojé los dedos de Chris, cogí al gatito y lo acuné en mis manos. Lo devolví al contenedor. Cerré las tapas de los demás. Cerré la puerta de la camioneta y cogí el brazo de Chris-. Ven.
Le conduje hacia el asiento del acompañante.
– ¿Dónde nos espera Max? -pregunté cuando estuvimos dentro, porque ahora ya sabía lo que había ocultado durante toda la planificación del asalto-. Chris, ¿dónde hemos de encontrarnos con Max?
Bajamos uno a uno aquellos gatitos. Max administró las inyecciones. Chris y yo los sostuvimos. Los apretamos contra nuestro pecho, para que su última sensación fuera la de un corazón humano que latía al unísono con ellos.
Cuando terminamos, Max me apretó el hombro.
– No ha sido la iniciación que esperabas, ¿verdad?
Negué con la cabeza, aturdida. Dejé el último cadáver en la caja que Max había preparado a tal fin.
– Buen trabajo, muchacha -dijo Max.
Chris se volvió y salió al amanecer. Era justo antes del alba, cuando el cielo se debate entre la oscuridad y la luz, y ambas existen al mismo tiempo. Hacia el oeste, el cielo exhibía un color plomizo. Hacia el este, estaba cubierto de nubes festoneadas de rosa.
Chris estaba al lado de la camioneta, con el puño sobre el techo. Contemplaba la aurora.
– ¿Por qué hace la gente esas cosas? -pregunté.
Meneó la cabeza. Entró en la camioneta. De vuelta a Little Venice, le cogí la mano. Quería consolarle. Quería aliviar su dolor.
Cuando volvimos a la barcaza, Toast y Bean salieron a nuestro encuentro. Lloriquearon y se frotaron contra nuestras piernas.
– Quieren ir a dar un paseo -dije-. ¿Me los llevo?
Chris asintió. Tiró su mochila sobre una silla y se dirigió a su habitación. Oí que cerraba la puerta.
Saqué a los perros y paseamos por la orilla del canal. Persiguieron una pelota, pelearon entre sí y gruñeron, corrieron para depositar la pelota a mis pies, y volvieron a correr en su persecución con un alegre ladrido. Cuando ya se cansaron y la mañana empezó a llenarse de colegiales y trabajadores que se encaminaban a sus respectivas ocupaciones, volvimos a la barcaea. Estaba a oscuras, de modo que abrí las persianas del cuarto de trabajo. Di comida y agua a los perros. Recorrí con sigilo el pasillo y me detuve ante la puerta de Chris. Llamé. No contestó. Giré el pomo y entré.
Estaba tendido en la cama. Se había quitado la chaqueta y los zapatos, pero llevaba el resto de la ropa: tejanos negros, jersey negro, calcetines negros, con un agujero en el talón de cada uno. No dormía. Contemplaba sin parpadear una fotografía que se erguía entre los libros de su estantería. Ya la había visto antes. Chris y su hermano, a los cinco y ocho años de edad respectivamente. Estaban arrodillados en estiércol y sonreían muy contentos, abrazando el cuello de un asno. Chris iba disfrazado de sir Galahad. Su hermano iba vestido de Robin Hood.
Hundí la rodilla en el costado de su cama. Apoyé la mano sobre su pierna.
– Es extraño -dijo.
– ¿El qué?
– Esto. Yo también iba a ser abogado. Como Jeffrey. ¿Te lo he dicho?
– Solo que él sí es abogado.
– Jeff tiene úlcera. Yo no quería tenerla. Quiero cambiar las cosas, le dije, y así no voy a conseguirlo. Los cambios se logran trabajando dentro del sistema, me dijo. Pensé que se equivocaba, pero era yo el que erraba.
– No.
– No lo sé. No lo creo.
Me senté en el borde de la cama.
– No te equivocaste -dije-. Fíjate en cómo me has cambiado.
– La gente se cambia a sí misma.
– No siempre. Ahora no.
Me tendí a su lado, con la cabeza sobre su almohada, mi cara cerca de la suya. Bajó los párpados. Los toqué con mis dedos. Acaricié sus pestañas. Acaricié las marcas de viruela que cubrían sus pómulos.
– Chris -susurré.
Aparte de cerrar los ojos, no se había movido.
– ¿Hum?
– Nada.
¿Ha deseado tanto a alguien que ha llegado a dolerle la entrepierna? A mí me pasó. Mi corazón latía como siempre. Mi respiración no se alteró. Pero me dolía. La necesidad que sentía de él era como un aro al rojo vivo que ciñera mi cuerpo.
Sabía qué debía hacer, dónde poner las manos, cómo moverme, cuándo desabrochar sus ropas y quitarme las mías. Sabía cómo excitarle. Sabía exactamente qué le gustaría. Sabía la forma de ayudarle a olvidar.