La sargento Havers, parada ante el Bentley en Shepherd's Market, partió en dos un panecillo de arándanos. Mientras Lynley telefoneaba al Yard, había entrado en el Express Café y regresado con dos tazas de plástico humeantes, que dejó sobre el capó del coche, y una bolsa de papel de la que sacó su tentempié de media mañana.
– Un poco temprano para refrigerios, pero qué diablos -comentó, mientras ofrecía a Lynley una porción.
– Tenga cuidado con el coche, sargento, por el amor de Dios -diijo el inspector, y rechazó la invitación.
Estaba escuchando el informe del agente Nkata, que hasta el momento consistía en los esfuerzos de los agentes enviados a la Isla de los Perros y Kensington por esquivar a los periodistas, los cuales, en palabras de Nkata, «acechaban como una bandada de buitres a la espera de un accidente de carretera». No había ninguna noticia importante procedente de ambos lugares, ni tampoco de Little Venice, donde otro equipo de agentes investigaba los movimientos de Olivia Whitelaw y Chris Faraday el miércoles por la noche.
– Sin embargo, toda la familia está en Cardale Street -dijo Nkata.
– ¿El chico también? -preguntó Lynley-. ¿Jimmy?
– Por lo que sabemos, sí.
– Bien. Si se marcha, síganle.
– Lo haremos, inspector. -Se oyó un crujido cerca del micrófono, como si Nkata estuviera estrujando papeles.
– Ha llamado Maidstone -dijo-. Una pájara, diciendo que la telefonee cuando pueda.
– ¿La inspectora Ardery?
Más crujidos.
– Exacto, Ardery. Dígame, ¿es tan zorra como insinúa la voz?
– Es demasiado vieja para ti, Winston.
– Joder. Siempre igual.
Lynley cortó la comunicación y se reunió con Ha-vers en la acera. Probó el café que le había traído.
– Esto es espantoso, Havers.
– Pero es líquido -contestó la sargento, mientras masticaba el panecillo.
– También el lubricante para motores, y prefiero no beberlo.
Havers masticó y movió la taza en la dirección de la que habían venido.
– ¿Qué opina?
– Esa es la pregunta del momento -dijo Lynley, mientras reflexionaba sobre la entrevista con Gabriella Patten.
– La señora Whitelaw podrá corroborar la llamada. Si Gabriella telefoneó a Kensington alrededor de la medianoche del miércoles, lo hizo desde el piso, puesto que el portero ha confirmado la hora en que recogió la llave. Lo cual la coloca fuera de juego. No pudo estar en dos sitios a la vez, provocando un incendio en Kent y sosteniendo una charla amistosa con la señora Whitelaw en Londres. Supongo que sobrepasa los poderes de Gabriella.
Pero tenía otros, como ambos habían comprobado. Y no se paraba en barras a la hora de utilizarlos.
– Me quedaré un rato -les había confesado Guy Mollison, sin dar muestras de embarazo, al concluir la entrevista, cuando salió con Lynley y Havers al entresuelo y entornó la puerta a su espalda-. Lo ha pasado muy mal. Necesita un amigo. Si puedo hacer algo… Soy en parte culpable. Si no hubiera provocado a Ken… Se lo debo. -Miró hacia la puerta. Asomó la lengua y se humedeció los labios-. Su muerte la ha destrozado. Querrá hablar con alguien, es evidente.
Lynley se preguntó si la capacidad de autoengaño del hombre era ilimitada. Era curioso pensar que habían presenciado la misma actuación. Desde el sofá, con la cabeza y los hombros echados hacia atrás, las manos enlazadas, Gabriella les había contado la conversación con Miriam Whitelaw.
– Esa mujer es una hipócrita redomada. Se mostraba impasible cuando nos veía juntos a Kenneth y a mí, pero me odiaba, no quería que se casara conmigo, pensaba que yo no era lo bastante buena para él. Nadie era lo bastante bueno para Ken, en opinión de Miriam. Nadie, excepto Miriam, claro.
– Ella niega que fueran amantes.
– Pues claro que no eran amantes. No por falta de ganas, créame.
– ¿Fleming se lo dijo?
– No hacía falta. Bastaba con tener los ojos bien abiertos. Cómo le miraba ella, cómo le trataba, cómo estaba pendiente de sus palabras. Era repugnante. Y siempre criticando. A mí. A nosotros. Todo por el bien de Ken. Y todo con esa sonrisa empalagosa en la cara. «Perdona, Gabriella, no quiero cohibirte…», y se lanzaba a discursear.
– ¿Por qué cohibirla?
– «¿Estás segura de que esa es la palabra que quieres utilizar, querida?» -Hizo una excelente imitación de la voz meliflua de la señora Whitelaw-. «¿No querrás decir "mí" en lugar de "yo"?» «Qué punto de vista más…, hum…, intrigante acabas de expresar. ¿Has leído mucho sobre el tema? Ken es un lector verbacio, ¿sabes?»
Lynley dudó que Miriam Whitelaw se hubiera atrevido a inventar palabras, pero captó la idea general. La imitación de Gabriella continuó.
– «Estoy segura de que, cuando Ken y tú os caséis, desearéis que la unión sea duradera, ¿no? Por tanto, debo señalarte la importancia de que un hombre y una mujer coincidan en un plano intelectual, además del físico.» -Gabriella sacudió la masa de su cabello, un movimiento brusco que dejó de nuevo al descubierto sus morados-. Ella sabía que Ken me quería. Sabía que me deseaba. No podía soportar la idea de que Ken sintiera algo por otra mujer, así que debía quitarle importancia. «Ya sabes que la pasión es efímera, por supuesto. Tiene que existir algo más entre los amantes, si su relación ha de superar la prueba del tiempo. Estoy segura de que Ken y tú ya lo habréis hablado, ¿verdad, querida? No querrá cometer el mismo desafortunado error que con Jean.»
Si había dicho eso en la cara de Gabriella, ¿qué imaginaba la policía que diría a espaldas de Gabriella? A Ken. Todo ello lo decía con infinito cuidado, con infinita delicadeza, sin la menor indicación de que la señora Whitelaw sintiera algo más que preocupación maternal por el joven al que conocía desde que tenía quince años.
– De modo que cuando llegué a Londres la telefoneé -dijo Gabriella-. Había dedicado tanto tiempo a intentar separarnos que me pareció justo informarla de su triunfo final.
– ¿Cuánto duró la conversación?
– Lo suficiente para comunicar a esa zorra que había conseguido lo que deseaba.
– ¿Y la hora?
– Ya se lo he dicho. Alrededor de la medianoche. No lo comprobé, pero vine desde Kent sin parar, así que no podían ser más tarde de las doce y media.
Cosa que también podría confirmar la señora Whi-telaw, pensó Lynley. Bebió otro sorbo de café, hizo una mueca y vertió el resto en el arroyo, donde formó un charco sospechosamente grasiento. Tiró la taza a un cubo de basura y volvió al coche.
– ¿Y bien? -dijo Havers-. Si descartamos a Gabriella, ¿quién tiene más números?
– La inspectora Ardery tiene algo para nosotros -contestó Lynley-. Hemos de hablar con ella.
Entró en el coche. Havers le siguió, y dejó un rastro de migas como la hermana de Hansel. Cerró la puerta, apoyó el café y el panecillo sobre las rodillas, y se abrochó el cinturón.
– Una cosa está clara, para mí al menos -dijo.
– ¿Cuál?
– Lo que he estado pensando desde el viernes por la noche. Lo que usted insinuó cuando dijo que la muerte de Fleming no era un suicidio, un asesinato o un accidente: Gabriella Patten como la presunta víctima del crimen. Está descartada. ¿No le parece?
Lynley no contestó enseguida. Meditó sobre la pregunta, mientras observaba a una mujer bien peinada, ataviada con un vestido negro sospechosamente ceñido, que pasaba al lado del Bentley y se apoyaba con aparente naturalidad contra una farola, no lejos de Ye Grapes. Compuso una máscara sobre su cara que comunicaba sensualidad, aburrimiento e indiferencia al mismo tiempo.
Havers siguió la dirección de la mirada de Lynley. Suspiró.
– Joder. ¿Llamo a la brigada del vicio?
Lynley negó con la cabeza y giró la llave del encendido, aunque no puso en marcha el coche.
– Aún es temprano. Dudo que tenga muchos clientes.
– Debe de estar desesperada.
– Yo diría que sí. -Lynley apoyó la mano sobre el cambio de marchas con aire pensativo-. Quizá la desesperación sea la clave de todo esto.
– ¿Quiere decir de la muerte de Fleming? Y es la muerte de Fleming, premeditada y todo, la que nos tiene ocupados. No es la de Gabriella -. Havers tomó un sorbo de café y abundó en el tema antes de que Lynley pudiera discrepar-. Solo había tres personas susceptibles de querer matar a Gabriella, y que sabían dónde estaba el miércoles por la noche. El problema es que los tres presuntos asesinos tienen coartadas a prueba de bomba.
– Hugh Patten -dijo Lynley en tono pensativo.
– Que según todos los testigos estaba donde afirma, en la sala de juego del Cherbourg Club.
– Miriam Whitelaw.
– Cuya coartada ha sido inconscientemente confirmada por Gabriella Patten, no hace ni diez minutos.
– ¿Y la última?
– El propio Fleming, que perdía la chaveta al descubrir el desagradable pasado de su amante. Y es el que tiene la mejor coartada de todos.
– Se está olvidando de Jean Cooper. Y del chico, Jimmy.
– No sabían dónde estaba Gabriella. No obstante, si Fleming fue la víctima elegida desde el primer momento, nos encontramos con un partido de criquet nuevo, ¿no? Porque Jimmy debía saber que su padre pretendía llevar el divorcio adelante. Y habló con su padre la misma tarde. Puede que supiera adónde se dirigía Fleming. Tal como yo lo veo, Fleming había herido a la madre del chico, había herido al chico, había herido a sus hermanos, había hecho promesas que no cumplía…
– No estará insinuando que Jimmy asesinó a su padre porque canceló el crucero, ¿verdad?
– El crucero cancelado era un simple síntoma. No la enfermedad. Jimmy decidió que ya habían aguantado bastante, así que se fue a Kent el miércoles por la noche y administró la única medicina capaz de curarla. Al mismo tiempo, repitió un comportamiento anterior. Provocó un incendio.
– Un método muy sofisticado para un chico de dieciséis años, ¿no cree?
– En absoluto. Ya había provocado incendios antes…
– Uno.
– Uno que nosotros sepamos. El hecho de que el incendio de la casa fuera tan descarado sugiere falta de sofisticación, no lo contrario. Señor, hemos de meterle mano a ese chico.
– Primero, necesitamos algo con qué.trabajar.
– ¿Por ejemplo?
– Una sola prueba. Un testigo que sitúe al chico el miércoles en el lugar de los hechos.
– Inspector…
– Havers, entiendo su razonamiento, pero no nos vamos a precipitar. Lo que ha dicho sobre Gabriella tiene sentido: las personas susceptibles de desear matarla y que sabían dónde estaba tienen coartadas, mientras que las personas con motivos pero sin coartada no sabían dónde estaba. Lo acepto.
– Entonces…
– Ha descuidado otros puntos.
– ¿Por ejemplo?
– Los morados de su cuello. ¿Se los hizo Fleming? ¿Se los hizo ella misma para apoyar su historia?
– Pero alguien, el tío que paseaba, el granjero, oyó la pelea. Existe una confirmación de su historia. Y ella aportó la mejor pregunta: ¿qué hacía Fleming mientras ella prendía fuego a la casa?
– ¿Quién sacó a los gatos?
– ¿Los gatos?
– Los gatitos. ¿Quién sacó a los gatitos? ¿Fleming? ¿Por qué? ¿Sabía que estaban en la casa? ¿Se tomó la molestia?
– ¿Qué quiere decir? ¿Que Fleming fue asesinado por un amante de los animales?
– Vale la pena pensarlo, ¿no?
Lynley puso el coche en marcha y arrancó en dirección a Piccadilly.
Desde la cubierta de la barcaza, donde el sol de media mañana, después de lograr rozar las copas de los árboles, derramaba por fin franja tras franja de calor confortable sobre su pecho dolorido, Chris Faraday vio a los dos policías y notó un nudo en el estómago. No iban vestidos de policías (uno llevaba chaqueta de cuero y tejanos, el otro pantalones de algodón y una camisa con el cuello abierto), de manera que en otras circunstancias Chris habría creído que eran cualquier otra cosa, desde paseantes a Testigos de Jehová que buscaban conversos por el canal. Sin embargo, dadas las circunstancias, cuando les vio subir de barcaza en barcaza, cuando vio que los propietarios de las barcazas volvían la cabeza en su dirección y desviaban la vista a toda prisa si se daban cuenta de que estaba mirando, Chris supo quiénes eran los hombres y qué hacían. Su trabajo consistía en interrogar a los vecinos y conseguir confirmación o no de sus movimientos el miércoles por la noche, y empleaban un método profesional y sistemático. Lo hacían de forma descarada, con el fin de alterar los nervios del que los observaba.
Bingo, les saludó mentalmente. Sus nervios estaban alterados.
Había que tomar medidas, hacer llamadas telefónicas y entregar informes. Pero no conseguía reunir fuerzas para ello. Esto no tiene nada que ver conmigo, se repetía, pero la verdad era que sí estaba relacionado con él y lo que había hecho durante los últimos cinco años, desde la noche en que había recogido a Livie de la calle y considerado su rehabilitación y regeneración como un desafío personal. Idiota, pensó. El orgullo me ha traído hasta aquí.
Hundió los dedos en los músculos irritados de la base del cráneo. Estaban tensos, como una maraña de cables. Reaccionaban en parte a la visión de la policía, pero también a una noche de insomnio.
La desdicha y la ironía eran malos compañeros de cama, decidió Chris. No solo le habían mantenido despierto, sino que estaban convirtiendo su vida en una continua espera. El que acecharan en las cercanías de su conciencia había provocado que abriera los ojos aquella mañana, los clavara en los agujeros de nudos del techo de pino de su habitación, y se sintiera como un puritano acusado de brujería, con el peso de un yunque sobre el pecho. Debió dormir en algún momento, pero no lo recordaba. Y las sábanas y las mantas (tan arrugadas y retorcidas que parecían ropa recién sacada de la lavadora) eran testigos silenciosos de la inquietud que había sustituido al sueño.
El primer movimiento le arrancó un gruñido de dolor. Tenía el cuello y los hombros como petrificados, y si bien necesitaba tanto mear que su polla buscaba el lavabo casi por cuenta propia, le dolían la espalda y las extremidades. Salir de la cama se le antojaba un esfuerzo que tardaría un mes en realizar.
Lo que le había mantenido despierto era pensar en Livie, el «así es como se sentirá ella», que inyectaba cantidades equivalentes de energía y culpabilidad en su organismo. Gruñó, rodó de costado y sacó los pies de la cama para comprobar la temperatura de la habitación. Una lengua suave lamió un dedo. Beans estaba tendido en el suelo, y esperaba con paciencia el desayuno y un paseo.
Chris dejó caer la mano por el costado de la cama, y el pachón se estiró un poco hacia delante para acercar ia cabeza a las inminentes caricias. Chris sonrió.
– Buen chico -murmuró-. ¿Te apetece una taza de té? ¿Has venido para tomar nota de mi desayuno? Quiero huevos, tostadas, una lonja de bacon, poco hecha, y un cuenco de fresas. ¿Lo has apuntado, Beans?
El perro meneó la cola. Su respuesta consistió en un agradable plañido. Livie llamó desde el otro lado del pasillo.
– ¿Estás levantado, Chris?
– Ya voy.
– Te has dormido.
Su tono no era de reproche. Nunca hablaba en tono de reproche. Pero Chris se sintió reprochado.
– Lo siento -dijo.
– Chris, no quería…
– Lo sé. No es nada. Una mala noche.
Salió de la cama. Permaneció sentado un momento, con la cabeza entre las manos. Intentó no pensar pero fracasó, como había fracasado durante casi toda la noche.
Los hados se lo estarán pasando en grande, pensó. Había vivido siempre sin ceder a los impulsos. Solo se había desviado una vez de aquella norma. Y ahora, por culpa de aquel momento en que había visto a Livie esperando a su cliente de los domingos por la tarde, con aquellas bolsas llenas de artilugios sexuales a los pies, por culpa de aquel instante en que se había preguntado si sería posible suavizar sus aristas duras pero quebradizas, iba a pagar. De una manera u otra, si no se le ocurría una dirección en la que desviar a la policía, iba de cabeza hacia unas consecuencias como jamás había sonado. Y en el fondo, era una broma de mal gusto. Porque, por primera vez, no era culpable de nada…, y era culpable de todo.
– Mierda -gimió.
– ¿Estás bien, Chris? -llamó Livie-. ¿Te encuentras bien, Chris?
Recogió el pijama del suelo y se lo puso. Entró en la habitación de Livie. A juzgar por la colocación del andador, había intentado levantarse de la cama, y sintió otra oleada de culpabilidad.
– ¿Por qué no me has llamado, Livie?
Ella le dedicó una pálida sonrisa. Había conseguido ponerse todas sus joyas, excepto el aro de la nariz, que descansaba sobre un ejemplar de algo titulado Esposas de Hollywood. Frunció el entrecejo al ver el libro y, no por primera vez, se asombró de su capacidad para absorber lo vulgar e insignificante.
– Estoy haciendo acopio de información -dijo Livie a modo de respuesta-. Dedican horas y horas al sexo acrobático.
– Espero que se lo pasen bien -contestó Chris.
Se sentó en la cama y apartó a Panda, mientras los perros se congregaban en la habitación. Se desplazaron desde la cama a la cómoda, y de la cómoda al armario de la ropa, que se abrió y escupió una cascada negra en dirección al suelo.
– Quieren ir a pasear -dijo Livie.
– Vagabundos mimados. Los sacaré dentro de un momento. ¿Preparada?
– Preparada.
Livie le cogió del brazo y Chris apartó las sábanas. Dio la vuelta a su cuerpo y depositó sus pies en el suelo. Colocó el andador delante de ella y la levantó.
– Ya puedo ir sola -dijo Livie.
Empezó el tortuoso avance hacia el lavabo, centímetro a centímetro. Levantaba el andador, arrastraba los pies en lo único parecido a caminar que conseguía a estas alturas. Estaba empeorando, comprendió Chris, y se preguntó cuándo había sucedido. Ya no podía plantar los pies en el suelo. Caminaba, si sé podía llamar así a aquel perezoso movimiento, sobre lo primero que tocaba el suelo, fuera el tobillo, el empeine, el talón o los dedos.
Necesitaba ir al lavabo. Podría haber ido y vuelto en el tiempo que ella emplearía en trasladarse desde la habitación al lavabo, pero se quedó donde estaba y se obligó a esperar. Un castigo muy leve, decidió.
La dejó en la cocina, preparando el desayuno de los dos, que consistía en verter cereales en los cuencos y derramar una cuarta parte del contenido en el suelo. Sacó a pasear a los perros y volvió con el Sunday Times. Livie hundió la cuchara en su cuenco sin decir nada y empezó a leer el periódico. Chris retenía el aliento cada vez que ella abría un periódico desde el jueves por la noche. Se dará cuenta, pensaba, empezará a hacer preguntas, no es tonta. Pero hasta el momento no se había dado cuenta ni formulado preguntas. Tan absorta estaba en lo que ponía el periódico que no se daba cuenta de lo que omitía.
La dejó mientras recorría con el dedo un artículo sobre la búsqueda de un coche.
– Estaré en la cubierta -dijo-. Pega un grito si me necesitas.
Ella murmuró algo a modo de respuesta. Chris subió la escalera, desplegó una silla de lona descolorida, se dejó caer en ella con un respingo, y trató de pensar y no pensar al mismo tiempo. Pensar en qué hacer. No pensar en lo que había hecho.
Llevaba una hora dando vueltas a las posibilidades y exponiendo al sol sus músculos doloridos, cuando vio por primera vez a la policía. Estaban en la cubierta de la barcaza de Scannel, la más cercana al puente de Warwick Avenue. John Scannel se erguía frente a un caballete. Su mujer posaba, semirrecostada y prácticamente desnuda, sobre el tejado de la cabina. Scannel ya había alineado en el paseo previos retratos de las amplias curvas de su mujer, a la espera de los compradores potenciales, y sin duda había albergado la esperanza equivocada de que los dos hombres fueran expertos en el cubismo que él practicaba.
Chris había contemplado la escena, sin apenas prestar atención, pero cuando Scannel miró en su dirección y se inclinó con aire de conspirador hacia sus visitantes, el interés de Chris se despertó. Desde aquel momento, observó las evoluciones de los hombres, de una barcaza a la siguiente. Vio a sus vecinos hablar, imaginó que les oía y escuchó los clavos que se hundían en su ataúd.
La policía no iba a interrogarle, y lo sabía. Entregarían el informe a su superior, aquel tío con el corte de pelo de veinte libras y el traje a medida. Sin duda, el inspector volvería a verle. Solo que esta vez sus preguntas serían muy concretas. Y si Chris no era capaz de contestar a ellas de una forma convincente, las consecuencias serían desastrosas.
Los policías continuaron con su tarea. Por fin, subieron a la barcaza más cercana a la de Chris, tan cercana que Chris oyó a uno de ellos carraspear y al otro llamar a la puerta cerrada de la cabina. Los Bidwell (un novelista alcohólico y una antigua modelo convencida todavía de que la portada de Vogue estaba a su alcance, con tal de que consiguiera adelgazar doce kilos) tardarían una hora en despertarse, como mínimo. Una vez despertados rudamente por la policía o por quien fuera, no serían nada cooperativos. Tal vez los Bidwell le proporcionaran un poco más de tiempo. Porque tiempo era lo que necesitaba para salir indemne de la ciénaga de los últimos cuatro días y escapar sin hundirse hasta el cuello.
Esperó hasta que oyó los gruñidos de Henry Bidwell.
– ¿Qué cojones…? ¿Quién es, maldita sea?
No esperó a oír la respuesta de los polis. Cogió su taza de té, frío e imbebible desde hacía rato, y llamó a los perros que, como él, estaban aprovechando el sol. Se pusieron en pie y saltaron desde el techo de la cabina. Sus ansiosas cabezas ladeadas preguntaban: «¿Correr? ¿Pasear? ¿Comer? ¿Qué?», y sus colas frenéticas indicaban su voluntad de colaborar en lo que fuera.
– Abajo -dijo Chris.
Toast cojeó hasta el costado de la barcaza. Beans le siguió, siempre la ovejita obediente.
– No. Ahora no. Ya habéis corrido antes. Id con Livie. Abajo.
Pese a las palabras de Chris, Toast puso una pata sobre el costado de la barcaza, en preparación a saltar a la escalera, de allí al camino, y de allí, sin la menor duda, a Regent's Park.
– Eh -gritó Chris, y señaló la cabina. Toast se lo pensó mejor y decidió obedecer. Beans le siguió. Chris cerró la marcha.
Livie estaba donde la había dejado, sentada a la mesa de la cocina. Su cuenco de cereales estaba rodeado de pieles de plátano, la tetera el azucarero y una jarra de leche. El periódico del domingo seguía desplegado ante ella, abierto por la página que leía una hora antes. Y daba la impresión de que continuaba examinándola, con la cabeza inclinada sobre el papel, la frente apoyada en una mano y los dedos de la otra, con su hilera de anillos de plata, curvados alrededor de la primera página del encabezamiento: CRÍQUET. El único cambio que advirtió Chris fue la presencia de Panda, que había saltado sobre la mesa, terminado la leche y los cereales mojados de un cuenco, y estaba lamiendo los restos del otro. La gata estaba acuclillada con aire de felicidad ante él, los ojos cerrados como en éxtasis, y la lengua trabajaba con furia para terminar antes de que la sorprendieran.
– ¡Tú! -gritó Chris-. ¡Panda! ¡Fuera!
Livie pegó un bote. Agitó las manos, que golpearon los platos, y un cuenco cayó de la mesa, en tanto el otro volcaba. La leche, plátano y cereales restantes se desparramaron ante las patas delanteras de la gata. Panda se quedó impertérrita. Siguió lamiendo.
– Lo siento -dijo Chris. Recogió los platos, mientras la gata saltaba al suelo con sigilo y huía por el pasillo para evitar el castigo-. ¿Estabas dormida?
Había algo raro en su cara. Sus ojos parecían desenfocados, y tenía los labios exangües.
– ¿No has visto a Panda? -preguntó Chris-. No me gusta que se suba a la mesa, Livie. Lame los platos, y no es muy…
– Lo siento. Estaba distraída.
Livie pasó la mano sobre el periódico, la apartó manchada de tinta, y ordenó las páginas. Lo hizo con sumo cuidado. Reordenó, alineó las esquinas, alisó, dobló, guardó. Chris la observó. Su mano derecha se puso a temblar, de modo que la dejó caer sobre el regazo y prosiguió con la izquierda.
– Ya lo haré yo -dijo Chris.
– Se han mojado algunas páginas. De leche. Lo siento. Aún no lo habías leído.
– No pasa nada, Livie. Solo es papel. ¿Qué más da? Puedo comprar otro.
Recogió el cuenco de Livie. Había jugueteado con los cereales durante el desayuno y, por lo que se veía, no había hecho otra cosa en todo el rato. Cereales mojados y trozos de plátano ennegrecidos señalaban la trayectoria del cuenco que había volcado.
– ¿Sigues sin tener hambre? -preguntó-. ¿Te preparo un huevo? ¿Quieres un bocadillo? ¿Una ensalada de tofu japonés?
– No.
– Livie, has de comer algo.
– No tengo hambre.
– El hambre da igual. Has de…
– ¿Qué? ¿Conservar las fuerzas?
– Para empezar, sí. No es mala idea.
– Tú no lo quieres, Chris.
Tiró los cereales y los plátanos gelatinosos a la basura y se volvió poco a poco. Examinó sus facciones atormentadas, su piel apergaminada, y se preguntó por qué había escogido aquel preciso momento para mortificarle. Cierto, su comportamiento de aquella mañana había sido deficiente (la había dejado abandonada en la cama sin ocuparse de ella), pero no era propio de Livie acusar sin pruebas palpables. Y carecía de pruebas. Ya se había encargado él de eliminarlas.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Cuando mis fuerzas se acaben, yo también me acabaré.
– ¿Crees que eso es lo que quiero?
– ¿Por qué no?
Dejó los cuencos en el fregadero. Volvió a la mesa para recoger el azucarero y la jarra de leche. Los dejó sobre la encimera. Regresó a la mesa. Se sentó frente a ella. La mano izquierda de Livie se había convertido en un puñito, y quiso cubrirlo con su mano, pero ella lo retiró. Entonces, Chris se dio cuenta. Por primera vez, los músculos de su brazo derecho temblaban. Desde la muñeca al hombro, pasando por el codo. Sintió un frío repentino, como si una nube hubiera cubierto el sol e invadido la cabina, con una aportación de aire húmedo y asfixiante. Mierda, pensó. Se dijo que debía mantener la voz firme.
– ¿Desde cuándo pasa eso? -preguntó.
– ¿Qué?
– Ya sabes.
Livie movió la mano izquierda y contempló sus dedos mientras se cerraban sobre el codo derecho, como si pudiera dominar los músculos con la sola fuerza de su mirada y la presión inadecuada que era capaz de aplicar. Clavó la vista en el brazo, en los dedos, en su débil intento de obedecer el mensaje que su cerebro les enviaba.
– Livie, quiero saberlo.
– ¿Qué más da?
– A mí también me afecta, Livie.
– Pero no por mucho tiempo.
Leyó los diversos significados de su afirmación. Hablaban de su futuro, del de ella, de las decisiones que Livie había tomado, y más aún, del verdadero motivo de tomarlas. Por primera vez desde que había entrado en su vida, Chris sintió una oleada de auténtica furia. Mientras corría desde su pecho a las yemas de sus dedos, tuvo la impresión de que la razón abandonaba su cuerpo, flotaba hacia el techo y les miraba a los dos, lanzaba una risita y decía: por eso, por eso, tonto, idiota.
– Me mentiste -dijo-. No tenía nada que ver con la barcaza. Ni con el tamaño de las puertas. Ni con la necesidad de una silla de ruedas.
Livie movió los dedos desde el codo a la muñeca.
– ¿Verdad? -siguió Chris-. No era por eso, ¿verdad? -Extendió la mano por encima de la mesa para asir la suya, pero ella la apartó-. ¿Desde cuándo? Dímelo, Livie. ¿Desde cuándo te ha afectado el brazo?
Ella le miró un momento, tan cautelosa como uno de los animales que habían rescatado. Cogió su mano derecha con la izquierda. Las acunó contra su pecho.
– Ya no puedo trabajar -dijo-. No puedo cocinar. No puedo limpiar. Ni siquiera puedo follar.
– ¿Desde cuándo?
– Claro que lo último siempre te ha dado igual, ¿verdad?
– Dímelo.
– Supongo que podría hacerte una buena mamada si me dejaras, pero la última vez que lo intenté, no quisiste, ¿te acuerdas? Conmigo, quiero decir.
– Déjate de chorradas, Livie. ¿El brazo izquierdo también está afectado? Maldita sea, no puedes utilizar una jodida silla de ruedas y tú lo sabes. ¿Por qué coño…?
– No soy miembro del equipo. Me han sustituido. Ya es hora de que me abra.
– Ya lo hemos discutido antes. Pensé que estaba superado.
– Hemos tenido muchas discusiones.
– Pues tendremos una más, pero breve. Estás peor. Lo sabes desde hace semanas. No confías en que yo lo soporte. Es eso, ¿verdad?
Los dedos de su mano izquierda resbalaban inútilmente sobre su brazo derecha, que dejó caer de nuevo sobre su regazo. No cabía duda de que los calambres empezaban a apoderarse de sus músculos, pero ya no poseía la energía necesaria-para calmarlos. Su cabeza se inclinó sobre su hombro derecho, como si el movimiento pudiera aliviar el dolor. Sus facciones se deformaron.
– Chris -dijo por fin, con una voz que se quebró después de pronunciar el nombre-. Estoy muy asustada.
Al instante, Chris sintió que su ira se desvanecía. Livie tenía treinta y dos años. Se enfrentaba a su mortalidad. Sabía que la muerte se acercaba. Sabía exactamente cómo se la llevaría.
Se apartó de la mesa y caminó hacia ella. Se colocó detrás de la silla. Apoyó las manos sobre sus hombros y los bajó hasta enlazar las manos y posarlas sobre su pecho esquelético.
Al igual que ella, sabía cómo sería. Había ido a la biblioteca y desenterrado todos los libros, todas las revistas médicas, todos los periódicos y artículos que ofrecían algo de información. Sabía que el proceso de degeneración empezaba en las extremidades y avanzaba sin piedad hacia arriba y hacia dentro, como un ejército invasor que no diera cuartel. Empezaba por las manos y los pies, seguidos enseguida por los brazos y las piernas. Cuando la enfermedad llegaba por fin al sistema respiratorio, experimentaría falta de aliento y una sensación de ahogo. Entonces, podría elegir entre la asfixia inmediata o un ventilador, pero en ambos casos el resultado era el mismo. De una u otra forma, iba a morir. Más pronto o más tarde.
Se inclinó y apretó su mejilla contra el pelo rapado. Olía a sudor. Tendría que habérselo lavado ayer, pero la visita de Scotland Yard había apartado de su mente cualquier idea que no estuviera relacionada específicamente con sus preocupaciones personales, inmediatas y perentorias. Cabrón, pensó. Bastardo. Cerdo. Quiso decir: «No tengas miedo. Estaré contigo. Hasta el final», pero ella ya le había arrebatado aquella opción.
– Yo también estoy asustado -susurró.
– Pero no por mi causa.
– No.
Besó su pelo. Sintió que el pecho de Livie se alzaba bajo sus manos. Todo su cuerpo se estremeció.
– No sé qué hacer -dijo Livie-. No sé qué actitud adoptar.
– Ya lo pensaremos. Siempre lo hemos hecho.
– Esta vez no. Es demasiado tarde. -No añadió lo que él ya sabía. Morir disminuía la envergadura de las cosas, fulminaba el tiempo. Apretó el brazo tembloroso de Chris contra su pecho. Enderezó los hombros y la espalda-. He de ir a ver a mi madre -dijo-. ¿Me acompañarás?
– ¿Ahora?
– Ahora.