Capítulo 15

Jeannie Cooper vertió agua hirviendo en la tetera y vio que las bolsas de té ascendían a la superficie como boyas. Cogió una cuchara, revolvió y tapó la tetera. Había elegido a propósito el servicio de té especial para aquella tarde, el de la tetera en forma de conejo, tazas como zanahorias y platillos como hojas de lechuga. Era la tetera que siempre utilizaba cuando los chicos estaban enfermos, para animarles y ayudarles a pensar en algo que no fuera el dolor de oído o el estómago revuelto.

Puso la tetera sobre la mesa de la cocina, de la que había sacado antes el hule rojo para sustituirlo por un mantel de algodón verde, decorado con violetas. Además, había dispuesto el resto del servicio de té: platos en forma de hojas de lechuga y la jarra de leche en forma de conejo, con el azucarero a juego. En la bandeja que ocupaba el centro de la mesa había amontonado los emparedados de paté. Había quitado las cortezas y alternado los emparedados con tostadas de pan con mantequilla, todo ello rodeado por flanecitos.

Stan y Sharon habían ido a la sala de estar. Stan miraba la tele, en cuya pantalla una anguila gigante oscilaba hipnóticamente al ritmo de una voz de fondo, que decía: «el habitat de las morenas…», mientras Sharon estaba inclinada sobre su cuaderno de aves, y utilizaba lápices de colores para llenar el contorno de una gaviota que había bosquejado ayer por la tarde. Sus gafas habían resbalado hasta el extremo de la nariz, y su respiración era laboriosa y fuerte, como si hubiera pillado un buen resfriado.

– El té está preparado -dijo Jeannie-. Shar, ve a buscar a Jimmy.

Sharon levantó la cabeza y resolló. Utilizó el dorso de la mano para subirse las gafas.

– No bajará -contestó.

– ¿Tú qué sabes? Hazme caso y ve a buscarle.

Jimmy se había tirado todo el día en su cuarto. Había querido salir a eso de las once y media de la mañana. Entró en la cocina con su chupa y arrastrando los pies, abrió la nevera y sacó los restos de una pizza a domicilio. La dobló, envuelta en papel de aluminio, y la embutió en el bolsillo. Jeannie le miró desde el fregadero, donde estaba lavando los platos del desayuno.

– ¿Qué vas a hacer, Jimmy? -preguntó.

«Nada», se limitó a contestar su hijo mayor. Le parecía que iba a salir, dijo Jeannie. ¿Y qué?, replicó Jimmy. No iba a quedarse en casa todo el día como un niño de dos años. Además, había quedado con un amigo en Millwall Outer Dock. ¿Qué amigo es ese?, quiso saber Jeannie. Un amigo, eso es todo, dijo Jimmy. Ella no le conocía y no hacía ninguna falta que le conociera. ¿Era Brian Jones?, preguntó Jeannie a continuación. ¿Brian Jones?, dijo Jimmy. ¿Quién cojones…? No conocía a ningún Bri… Entonces, comprendió que había caído en la trampa. Jeannie comentó con inocencia que se acordaba, ¿no?, de Brian Jones…, de Deptford, ¿verdad? El chico con el que Jimmy había pasado todo el viernes, en lugar de ir al colegio.

Jimmy cerró la puerta de la nevera de un empujón. Se dirigió a la puerta de atrás, diciendo que se iba. Mira antes por la ventana, advirtió Jeannie. Lo decía en serio, afirmó, y si sabía lo que le convenía, debía hacerle caso.

Jimmy se quedó inmóvil con la mano en el pomo de la puerta y la mirada indecisa. Acércate, dijo ella. Quería que lo comprobara con sus propios ojos. ¿Qué?, preguntó Jimmy con aquel fruncimiento de labios que a Jeannie siempre le daba ganas de borrarlo a bofetadas. Ven aquí, Jim, dijo. Echa un vistazo fuera.

El muchacho pensaba que era un truco, adivinó, y se apartó de la ventana para dejarle sitio. Jimmy avanzó poco a poco, como si esperara que ella le fuera a pegar, y miró por la ventana.

Vio a los periodistas. Era difícil pasarlos por alto. Estaban apoyados en su Escort, al otro lado de la calle. ¿Y qué?, dijo, ya estaban ayer, a lo que ella contestó, ahí no, Jim. Mira frente a la casa de los Cooper. ¿Quién pensaba que eran aquellos tíos, sentados en el Nova negro? Jimmy se encogió de hombros, indiferente. La policía, dijo su madre. Sal si quieres, pero no esperes ir solo. La policía te seguirá.

Asimiló la información tanto física como mentalmente, porque cerró los puños. Preguntó qué quería la policía. Ella dijo que estaban investigando lo sucedido a su padre. Quién estaba con él el miércoles por la noche. Por qué le habían matado.

Esperó. Le observó mientras él observaba a los policías y a los periodistas. Intentó aparentar indiferencia, pero no pudo engañarla. Ciertas señales sutiles le delataron: el rápido desplazamiento de su peso de un pie al otro, el puño hundido en el bolsillo de los tejanos. Echó la cabeza hacia atrás, alzó la barbilla y preguntó que a quién le importaba una mierda, pero se removió inquieto una vez más, y Jeannie imaginó que le sudaban las palmas y que su estómago se agitaba como jalea.

Quiso proclamarse la vencedora del envite, quiso preguntarle con indiferencia si aún pensaba salir a pasear en aquella estupenda mañana de domingo. Quiso azuzarle, abrir la puerta, animarle a marcharse, solo para obligarle a admitir su dolor, su miedo, su necesidad de ayuda, la verdad, fuera cual fuera, cualquier cosa. Pero guardó silencio y recordó en el último momento (con una claridad escalofriante) lo que era tener dieciséis años y hacer frente a una crisis. Dejó que abandonara la cocina y subiera la escalera, y no había invadido su intimidad desde entonces.

– Entra en la cocina -dijo a Stan, mientras Sharon iba a buscarle-. Con cuidado, ¿vale? Es la hora del té. -Stan no contestó. Jeannie vio que se estaba hurgando la nariz con el meñique-. ¡Stan! ¡Eso es asqueroso! ¡Para ya! -Stan sacó el dedo al instante. Agachó la cabeza y escondió las manos bajo el trasero-. Vamos, cariño. He preparado té para todos -dijo Jeannie, en tono más cariñoso.

Le ordenó que se lavara las manos en el fregadero, mientras servía el té.

– Hoy has puesto el servicio especial, mamá -musitó el niño, y deslizó la mano todavía mojada en la suya.

– Sí. Pensé que podíamos hacer algo para animarnos.

– ¿Jimmy va a bajar?

– No lo sé. Ya veremos.

Stan apartó la silla de la mesa y se dejó caer sobre ella. Eligió un flan, una rebanada de pan con mantequilla y un bocadillo de paté. Lo abrió y sostuvo una mitad en cada mano.

– Jimmy estaba llorando anoche, mamá -dijo.

El interés de Jeannie se acrecentó, pero fue cauta.

– Llorar es natural. No culpes a tu hermano por eso.

Stan lamió el paté.

– Creía que yo no le oía, porque no dije nada, pero le oí. Tenía la cabeza hundida en la almohada, golpeaba el colchón y decía, que te jodan, que te jodan. -Stan se encogió cuando Jeannie levantó una mano admonitoria-. Eso fue lo que oí, mamá. Solo lo estoy repitiendo.

– Eso espero. -Jeannie llenó las demás tazas-. ¿Qué más?

Stan empezó a mordisquear el pan, después de acabar con el paté.

– Más palabrotas.

– ¿Por ejemplo?

– Bastardo. Que te jodan, que te jodan, bastardo. Eso decía. Mientras lloraba. -Stan lamió el paté de la otra rebanada-. Supongo que estaba llorando por papá. Supongo que también estaba hablando de papá. ¿Sabías que rompió los veleros?

– Lo vi, Stan.

– Y decía que te jodan, que te jodan, que te jodan, mientras lo hacía.

Jeannie se sentó delante de su hijo menor. Cerró el índice y el pulgar alrededor de su delgada muñeca.

– No estarás diciendo mentiras, ¿verdad, Stan? Es un vicio muy feo.

– Yo no…

– Estupendo. Porque Jimmy es tu hermano y has de quererle. Está pasando una mala temporada, pero se repondrá.

Antes de terminar la frase, Jeannie sintió la lanza apoyada bajo su seno izquierdo, que en ningún momento había penetrado la piel. Kenny también estaba pasando una mala temporada, una temporada que empezó mal y terminó peor.

– Jimmy dice que no quiere su maldito té. Solo que no ha dicho maldito. Ha dicho otra cosa.

Shar entró en la cocina como una de sus aves, con hojas de papel dibujadas a modo de alas. Empujó el plato, la taza y el platillo de Jimmy a un lado y alisó el papel sobre el mantel. Cogió un emparedado con delicadeza y lo mordió con idéntica finura mientras inspeccionaba su trabajo, un águila calva que sobrevolaba unos pinos, tan pequeños que el águila parecía prima segunda de King Kong.

– Ha dicho jodido, ¿verdad?

Stan pellizcó los bordes de la rebanada de pan con mantequilla, que se onduló.

– Basta de palabrotas -dijo Jeannie-. Y sécate la boca. Shar, procura que tu hermano coma como una persona, por favor. Voy a ver a Jim.

Rebuscó en un aparador contiguo al fregadero y extrajo una bandeja de plástico astillada. Era un regalo de bodas, de color verde lima y decorada con ramitas de nomeolvides. Muy apropiada para pasar panecillos y emparedados a la hora del té. Sin embargo, solo la había utilizado para subir comidas a los niños cuando estaban enfermos. Depositó sobre ella la taza de té de Jimmy, a la que añadió leche y azúcar, como a él le gustaba. Seleccionó un emparedado, una rebanada de pan con mantequilla y un flan.

– ¿No debería bajar, mamá? -preguntó Stan cuando Jeannie se encaminó hacia la escalera.

– Debería -le corrigió Shar, mientras añadía más color a las alas de su águila.

– Porque siempre dices que si no estamos de mal humor, hemos de comer aquí -insistió Stan.

– Sí -contestó Jeannie-. Bueno, Jim está de mal humor. Tú mismo lo acabas de decir.

Shar no había cerrado del todo la puerta de Jimmy. Jeannie la abrió con el culo.

– Te traigo el té, Jimmy.

Estaba sentado en la cama, con la cabeza apoyada contra la cabecera, y cuando ella entró con la bandeja escondió a toda prisa algo debajo de la almohada, y a continuación cerró el cajón de la mesita de noche. Jeannie fingió no ver ambos movimientos. Había registrado más de una vez aquel cajón durante los últimos meses. Sabía lo que guardaba allí. Había hablado con Kenny acerca de las fotografías, y él se había preocupado lo bastante para acercarse a la casa cuando Jimmy estaba en el colegio. Las había examinado, con cuidado de no desordenarlas, sentado en la cama de su hijo mayor, con sus largas piernas estiradas sobre la desgastada alfombra cuadrada. Había lanzado una risita al ver a las mujeres, su elección o ausencia de indumentaria, sus posiciones, sus mohines, sus piernas abiertas, las espaldas arqueadas y el tamaño de sus pechos, tan perfectos como desproporcionados.

– No hay nada de qué preocuparse, Jean -dijo. Ella le preguntó qué cono quería decir. Su hijo guardaba un puñado de fotos sucias, y si eso no era como para preocuparse, entonces ¿qué lo sería?-. No son sucias. No son pornográficas. Tiene curiosidad, eso es todo. Si quieres preocuparte por algo, ya te conseguiré algo serio. -Lo serio, explicó, reproducía a más de un modelo: hombre y mujer, hombre y hombre, adulto y niño, niño y niño, mujer y mujer, mujer y animal, hombre y animal-. No es como esto, nena. Esto es lo que los adolescentes miran mientras aún se preguntan cómo es tener a una mujer debajo. Es natural. Es típico de esta edad. -Jeannie preguntó si él había tenido fotos de esas, fotos que escondía a su familia como un secreto espantoso, ya que era típico de la edad. Kenny devolvió las fotos al cajón y lo cerró-. No -dijo al cabo de un momento, sin mirarla-. Te tenía a ti, ¿no? No tuve que preguntarme cómo sería cuando sucediera por fin. Siempre lo supe.

Después, volvió la cabeza, sonrió, y Jeannie sintió que su corazón se expandía. Lo que el tal Kenny Fleming le había hecho sentir. Siempre.

– Te he preparado un bocadillo de paté -dijo, pese al nudo que obstruía su garganta-. Mueve las piernas, Jim, para que pueda dejar la bandeja.

– Ya se lo dije a Shar. No tengo hambre.

Su voz era desafiante, pero su mirada expresaba cautela. De todos modos, movió las piernas como su madre había pedido, y Jeannie consideró que era una señal esperanzadora. Dejó la bandeja sobre la cama, cerca de sus rodillas. Jimmy llevaba unos tejanos mugrientos. No se había quitado la chupa ni los zapatos, como si aún confiara en salir cuando la policía se cansara de vigilar la casa. Jeannie quiso decirle que la posibilidad era remota. Había docenas, cientos, tal vez miles, y solo debían turnarse en la vigilancia.

– Olvidé darte las gracias por lo de ayer -dijo.

Jimmy se pasó los dedos por el pelo. Contempló la bandeja sin reaccionar al ver que había elegido el servicio especial. La miró.

– Stan y Shar -dijo Jeannie-. Les distrajiste. Fue muy amable por tu parte, Jim. Tu padre…

– Que le den por el culo.

Jeannie respiró hondo y continuó.

– Tu padre se habría sentido orgulloso de ti al ver que te portabas tan bien con tus hermanos.

– ¿Sí? ¿Qué sabía papá de portarse bien?

– Stan y Shar estarán pendientes de ti a partir de ahora. Has de ser como un padre para ellos, sobre todo para Stan.

– Sería mejor que Stan cuidara de sí mismo. Depende de todo el mundo y se va a pegar una hostia.

– Si depende de ti, no.

Jimmy se acercó más a la cabecera, para descansar la espalda o para alejarse de ella. Sacó un paquete de cigarrillos arrugado y encajó uno en la boca. Lo encendió y exhaló humo por la nariz, un chorro rápido e iracundo.

– No me necesita -dijo.

– Sí, Jimmy, sí.

– Mientras su mamá le cuide, no. ¿Verdad?

Habló con un amargo desafío en la voz, como si existiera un mensaje oculto en la afirmación y la pregunta posterior. Jeannie intentó captar el mensaje, pero fracasó.

– Los niños pequeños necesitan los cuidados de un hombre.

– ¿Sí? Bien, pues no creo que vaya a quedarme mucho tiempo aquí, de manera que si Stan necesita a alguien que le suene la nariz y mantenga sus manos alejadas de su polla cuando se apagan las luces, no voy a ser yo. ¿Entendido?

Jimmy se inclinó hacia delante y sacudió la ceniza en el platillo.

– ¿Adonde piensas ir?

– No lo sé. Donde sea. Da igual, mientras no sea aquí. Odio esta casa. Estoy harta de ella.

– ¿Y tu familia?

– ¿Qué pasa con ella, eh?

– Ahora que tu padre no está…

– No hables de él. ¿Qué más da dónde esté ese cabrón? Ya se había marchado, antes de estirar la pata. No iba a volver. ¿Crees que Stan y Shar esperaban que algún día aparecería en el porche, para preguntar si podía volver? -ladró, y se llevó el cigarrillo a la boca. Tenía los dedos manchados de nicotina-. Tú eras la única que prefería pensar así, mamá. Los demás sabíamos que papá nunca iba a volver. Y sabíamos que había otra mujer. Desde el primer momento. Hasta llegamos a conocerla, pero todos decidimos callarlo, porque no queríamos que te sintieras peor.

– ¿Conociste a la…?

– Sí. Ya lo creo que la conocimos. Estuvimos dos o tres veces con ella. Cuatro. No lo sé. Papá la miraba y ella le miraba, con aire de inocencia los dos, y se llamaban señor Fleming y señora Patten, como si no fueran a revolcarse como puercos en cuanto desapareciéramos.

Fumó furiosamente. Jeannie vio que el cigarrillo temblaba.

– No lo sabía -dijo. Se acercó a la ventana. Miró hacia el jardín. Tocó las cortinas. Había que lavarlas, pensó-. Tendrías que habérmelo dicho.

– ¿Para qué? ¿Habrías actuado de manera diferente?

– ¿Diferente?

– Sí. Ya sabes a qué me refiero.

Jeannie se volvió a regañadientes de la ventana.

– ¿Diferente en qué?

– Podrías haberte divorciado de él. Podrías haberlo hecho por Stan.

– ¿Por Stan?

– Tenía cuatro años cuando papá se marchó, ¿no? Lo habría superado, y después aún habría tenido a su mamá. ¿Por qué no lo piensas? -Tiró más ceniza al platillo-. Pensabas que todo iba bien antes de esto, mamá, pero resulta que aún está peor.

En la asfixiante habitación, Jeannie sintió que una oleada de aire gélido la traspasaba, como si alguien hubiera abierto una ventana.

– Será mejor que hables conmigo -dijo a su hijo-. Será mejor que me digas la verdad.

Jimmy sacudió la cabeza y fumó.

– ¿Mamá?

Sharon se había parado en la puerta de la habitación.

– Ahora no -replicó Jeannie-. Estoy hablando con tu hermano, ¿no lo ves?

La niña retrocedió medio paso. Detrás de las gafas, sus ojos recordaban a los de una rana, de un tamaño exagerado y saltones como si fuera a perderlos. Al ver que no se marchaba, Jeannie estalló.

– ¿Me has oído, Shar? ¿Te has vuelto sorda, además de ciega? Vuelve con tu té.

– Yo… -Miró en dirección a la escalera-. Hay…

– Escúpelo ya, Shar -dijo su hermano.

– La policía. En la puerta. Preguntan por Jimmy.


En cuanto Lynley y Havers salieron del Bentley, los periodistas semirrecostados sobre un Ford Escort se incorporaron de un brinco. Esperaron lo suficiente para comprobar que Lynley y Havers se encaminaban a casa de los Cooper Fleming. Empezaron a disparar preguntas como autómatas. Daba la impresión de que no esperaban respuestas, sino que era una mera necesidad de preguntar, de intervenir, de hacer notar la presencia del cuarto poder.

– ¿Algún sospechoso? -gritó uno.

– ¿… localizado ya a la señora Patten?

– … en Mayfair con las llaves en el asiento. ¿Pueden confirmarlo?

Las cámaras zumbaban y cliqueteaban.

Lynley no les hizo caso y tocó el timbre de la puerta. Havers reparó en el Nova aparcado al otro lado de la calle.

– Nuestros muchachos están allí -dijo en voz baja-, en plan de intimidación, por lo visto.

Lynley desvió la vista un momento.

– No cabe duda de que habrán crispado algunos nervios -comentó.

La puerta se abrió y apareció una niña con gafas de cristales gruesos, migas de pan en las comisuras de la boca y granos en la barbilla. Lynley exhibió su identificación y dijo que quería hablar con Jimmy Fleming.

– Cooper, querrá decir -dijo la niña-. ¿Quiere hablar con Jimmy?

Sin esperar respuesta, les dejó en la puerta y subió corriendo la escalera.

Entraron en una sala de estar donde una televisión mostraba a un gigantesco tiburón blanco que aplastaba su hocico contra los barrotes de una jaula, dentro de la cual flotaba, gesticulaba y fotografiaba al monstruo un desafortunado buceador. Habían bajado el volumen.

– Ese pez es como el de Tiburón -dijo una voz de niño mientras contemplaban la escena-. La vi en vídeo una vez, en casa de un amigo.

Lynley vio que el niño hablaba desde la cocina. Había apartado la silla de la mesa para alinearla con la puerta de la sala de estar. Estaba tomando té, daba gol-pecitos con los pies en las patas de la silla y comía una especie de galleta.

– ¿Es usted detective, como Spender? -preguntó. Lo veía en la tele.

– Sí -contestó Lynley-. Algo así como Spender. ¿Tú eres Stan?

Los ojos del niño se dilataron, como si Lynley hubiera dado prueba de conocimientos preternaturales.

– ¿Cómo lo sabe?

– Vi una fotografía tuya. En el cuarto de tu padre.

– ¿En casa de la señora Whitelaw? He estado allí muchas veces. Me deja dar cuerda a sus relojes, excepto el del saloncito. ¿Lo sabía? Dijo que su abuelo lo paró la noche que murió la reina Victoria y nunca más volvió a ponerlo en marcha.

– ¿Te gustan los relojes?

– No especialmente, pero tiene toda clase de cosas raras en su casa. Por todas partes. Cuando voy, me deja…

– Ya basta, Stan.

Una mujer había aparecido en la escalera.

– Señora Cooper -dijo Havers-, le presento al inspector detective…

– Me da igual cómo se llame. -Jeannie bajó a la sala de estar-. Stan, ve a tomarte el té a tu habitación -dijo, sin mirar en su dirección.

– Pero si no me encuentro mal.

– Haz lo que yo te diga. Ya. Y cierra la puerta.

El niño bajó de lá silla. Se llenó las manos de bocadillos y galletas. Corrió escaleras arriba. Una puerta se cerró.

Jean Cooper cruzó la sala y apagó la televisión, donde el gran tiburón blanco exhibía lo que parecía media docena de hileras de dientes en forma de sierra. Cogió un paquete de Embassy que había encima del aparato, encendió un cigarrillo y se volvió hacia ellos.

– ¿Qué significa esto? -preguntó.

– Nos gustaría hablar con su hijo.

– Ya lo estaban haciendo, ¿no?

– Con su hijo mayor, señora Cooper.

– ¿Y si no está en casa?

– Sabemos que está.

– Conozco mis derechos. No permitiré que le vean. Si quiero, puedo llamar a un abogado.

– No nos importa que lo haga.

Jeannie cabeceó en dirección a Havers.

– Ya se lo conté todo, ¿no? Ayer.

– Jimmy no estaba en casa ayer -replicó Havers-. Es una formalidad, señora Cooper. Eso es todo.

– No han pedido hablar con Shar, o con Stan. ¿Por qué solo quieren ver a Jimmy?

– Tenía que irse en un crucero con su padre -dijo Lynley-. Tenía que irse con su padre el miércoles por la noche. Si el viaje fue cancelado o aplazado, tal vez habló con su padre. Nos gustaría hablar con él al respecto. -Vio que la mujer daba vueltas al cigarrillo entre los dedos antes de dar otra calada-. Como la sargento Havers ha dicho, es una formalidad. Estamos hablando con todas las personas que puedan saber algo sobre las últimas horas de su marido.

Jean Cooper dio un respingo al oír las últimas palabras, pero solo fue un parpadeo, un leve encogimiento.

– Es más que una formalidad -dijo.

– Puede quedarse mientras hablamos con él -dijo Havers-, o puede llamar a un abogado. En cualquier caso, está en su derecho, porque es menor de edad.

– No lo olviden. Tiene dieciséis años. Dieciséis. Es un crío.

– Lo sabemos -dijo Lynley-. ¿Quiere hacer el favor de ir a buscarle?

– Jimmy -dijo Jean sin volverse-. Será mejor que hables con ellos, cariño. Acabemos de una vez.

El chico debía estar escuchando en lo alto de la escalera, escondido. Bajó poco a poco, con el cuerpo desplomado, los hombros encorvados y la cabeza ladeada.

No estableció contacto visual con nadie. Arrastró los pies hasta el sofá y se derrumbó sobre él. Apoyó la barbilla sobre el pecho y estiró las piernas. La postura proporcionó a Lynley la oportunidad de examinar sus pies. Llevaba botas. El dibujo de las suelas era idéntico al del molde que la inspectora Ardery había hecho en Kent, incluida la cornisa de diente de perro deforme.

Lynley se presentó, y también a la sargento Havers. Escogió una butaca del tresillo. Havers se sentó en la otra. Jean Cooper se acomodó al lado de su hijo. Cogió un cenicero metálico de la mesita auxiliar y lo colocó sobre sus rodillas.

– ¿Quieres un cigarrillo? -preguntó a su hijo en voz baja.

– No -contestó el muchacho, y se apartó el pelo de los hombros. Ella extendió la mano como para ayudarle, pero se lo pensó mejor y la retiró.

– Hablaste con tu padre el miércoles -dijo Lynley.

Jimmy asintió, con los ojos concentrados en un punto intermedio entre sus rodillas y el suelo.

– ¿A qué hora fue?

– No me acuerdo.

– ¿Por la mañana? ¿Por la tarde? Teníais que volar a Grecia por la noche. Debió telefonear antes.

– Por la tarde, supongo.

– ¿A la hora de comer? ¿A la hora del té?

– Llevé a Stan al dentista -dijo su madre-. Papá debió telefonear entonces, Jim. Alrededor de las cuatro o cuatro y media.

– ¿Te parece correcto? -preguntó Lynley al chico, que movió los hombros a modo de respuesta. Lynley lo tomó como una afirmación-. ¿Qué dijo tu padre?

Jimmy tiró del hilo que estaba deshaciendo el borde de su camiseta.

– Solucionar algo -contestó.

– ¿Qué?

– Papá dijo que debía solucionar algo -contestó el chico con impaciencia. Su tono implicaba «cerdos estúpidos».

– ¿Aquel día?

– Sí.

– ¿Y el viaje?

– ¿Qué pasa con él?

Lynley preguntó qué había pasado con sus planes para el crucero. ¿Lo habían aplazado? ¿Lo habían cancelado de mutuo acuerdo?

Jimmy pareció reflexionar sobre la pregunta. Al menos, eso dedujo Lynley del movimiento de sus ojos. Por fin, dijo que su padre confesó que deberían aplazar unos días el viaje. Le telefonearía por la mañana, dijo. Harían planes nuevos.

– Y cuando no telefoneó por la mañana, ¿qué pensaste? -preguntó Lynley.

– No pensé nada. Era típico de papá. Decía que iba a hacer montones de cosas que nunca hacía. El crucero fue una de ellas. Me dio igual. Tampoco tenía ganas de ir, ¿verdad?

Para dar énfasis a su última pregunta, hundió el tacón de la bota en la alfombra beige. Debía hacerlo a menudo, porque la alfombra estaba desgastada y manchada en aquel sitio.

– ¿Y Kent? -preguntó Lynley.

El chico tiró del hilo. Se rompió. Sus dedos buscaron otro.

– Fuiste a la casa el miércoles por la noche -siguió Lynley-. Sabemos que estuviste en el jardín. ¿También estuviste en la casa?

Jean Cooper levantó la cabeza con brusquedad. Iba a tirar la ceniza del cigarrillo, pero se detuvo y extendió la mano hacia el brazo de su hijo. Este se apartó sin decir nada.

– ¿Fumas Embassy como tu madre, o las colillas que encontramos al final del jardín eran de otra marca?

– ¿Qué significa esto? -preguntó Jean Cooper.

– La llave del cobertizo de las macetas también ha desaparecido -dijo Lynley-. Si registramos tu cuarto, o te ordenamos que vacíes los bolsillos, ¿la encontraremos, Jimmy?

El pelo del muchacho había empezado a deslizarse sobre sus hombros, como si poseyera vida propia. Permitió que ocultara su cara.

– ¿Seguiste a tu padre hasta Kent, o te dijo él que iba allí? Dijo que debía solucionar algo. ¿Te dijo que estaba relacionado con Gabriella Patten, o lo diste por sentado?

– ¡Basta! -Jean aplastó el cigarrillo y dejó el cenicero metálico sobre la mesita auxiliar con violencia-. ¿Qué se ha creído? No tiene derecho a entrar en mi casa y hablar así a Jimmy. Carece de pruebas. Carece de testigos. Carece de…

– Al contrario -dijo Lynley. Jean cerró la boca. El detective se inclinó hacia delante-. ¿Quieres un abogado, Jimmy? Tu madre puede telefonear a uno, si quieres.

El chico se encogió de hombros.

– Señora Cooper -dijo Havers-, puede llamar a un abogado. Quizá tenga ganas de hacerlo.

La cólera parecía haber atenuado su amenaza anterior en ese sentido.

– No necesitamos un jodido abogado -siseó-. Mi Jim no ha hecho nada. Nada. Nada. Tiene dieciséis años. Es el hombre de esta familia. Cuida de sus hermanos. Kent no le interesa para nada. Estuvo aquí el miércoles por la noche. Estaba en la cama. Yo le vi.

– Jimmy -dijo Lynley-, hemos tomado moldes de dos huellas de pisadas que van a coincidir con las botas que llevas. Son Doc Martens, ¿verdad? -El chico no contestó-. Una huella estaba al fondo del jardín, donde saltaste la valla desde la dehesa contigua.

– Eso es absurdo -dijo Jeannie.

– La otra estaba en el camino peatonal que sale de Lesser Springburn. En la base de aquel portillo con escalones, cerca de las vías de tren.

Lynley contó el resto: las fibras de dril de algodón que coincidirían con las rodilleras desgarradas de los tejanos que llevaba, el aceite que manchaba las fibras, el aceite descubierto en los arbustos cercanos al ejido de Lesser Springburn. Esperaba que el chico reaccionara de alguna manera. Que rechazara las acusaciones, que intentara negarlas, que les proporcionara algo, por tenue que fuera, con qué trabajar. Pero Jimmy no dijo nada.

– ¿Qué estabas haciendo en Kent? -preguntó Lynley.

– ¡No le hable así! -gritó Jean-. ¡No estuvo en Kent! ¡Nunca estuvo!

– Eso no es cierto, señora Cooper. Me atrevería a decir que usted lo sabe.

– Fuera de esta casa. -Jean se puso en pie de un salto. Se interpuso entre Lynley y su hijo-. Fuera. Los dos. Ya han dicho bastante. Ya han hecho sus preguntas. Ya han visto al chico. Largo.

Lynley suspiró. Sentía un doble peso, por lo que sabía, por lo que necesitaba saber.

– Hemos de obtener respuestas, señora Cooper. Jimmy nos las puede dar ahora, o puede venir con nosotros y dárnoslas más tarde. En cualquier caso, va a tener que hablar con nosotros. ¿Quiere llamar a su abogado ahora?

– ¿Para quién trabaja usted, señor Sabelotodo? Dígame su nombre. Es a él a quién llamaré.

– Webberly -dijo Lynley-. Malcolm Webberly.

La mujer pareció sorprenderse por la colaboración de Lynley. Entornó los ojos y le escudriñó, debatiéndose entre mantenerse firme y coger el teléfono. Un truco, decía su expresión. Si salía de la sala para llamar, dejaría solo a su hijo, y lo sabía.

– ¿Su hijo tiene una moto? -preguntó Lynley.

– Una moto no demuestra nada.

– ¿Podemos verla, por favor?

– Es un trozo de herrumbre. No podría llegar ni a la Torre de Londres. No podría ir a Kent en esa moto. No podría.

– No estaba delante de la casa -dijo Lynley-. ¿Está detrás?

– He dicho…

Lynley se levantó.

– ¿Pierde aceite, señora Cooper?

Jeannie enlazó las manos ante ella, como en una actitud de súplica. Empezó a retorcerlas. Cuando Havers también se levantó de la silla, Jean paseó la mirada entre ellos, como si considerara la posibilidad de huir. Detrás, su hijo se levantó.

Entró en la cocina. Oyeron que abría una puerta de goznes mal engrasados.

– ¡Jim! -gritó Jean, pero no contestó.

Lynley y Havers le siguieron, con su madre pisándoles los talones. Cuando alcanzaron al chico, estaba abriendo la puerta de un pequeño cobertizo situado al final del jardín. Al lado, un portal daba a lo que parecía un paseo que corría entre las casas de Cárdale Street y las de la calle de detrás.

Mientras miraban, Jimmy Cooper sacó la moto del cobertizo. Se sentó, puso en marcha el motor, dejó que marchara en vacío, lo apagó. Lo hizo todo sin mirarles. Después, se apartó a un lado, con la mano derecha aferrando el codo izquierdo, el peso apoyado sobre la cadera izquierda, mientras Lynley se agachaba para examinar la máquina.

La moto estaba como Jean Cooper había dicho, oxidada en gran parte. Había sido roja en una época lejana, pero el color se había oxidado con el tiempo y había dejado manchas oscuras que, al mezclarse con la herrumbre, parecían costras. Sin embargo, el motor aún funcionaba. Cuando Lynley la puso en marcha, lo hizo a la primera. Apagó el motor y dejó la moto apoyada sobre el pedal.

– Ya se lo he dicho -repitió Jean-. Es un montón de herrumbre. La utiliza por Cubitt Town. Sabe que no puede ir más lejos. Me hace recados. Va a ver a su abuela, que vive en Millwall Park, y…

– Señor. -La sargento Havers estaba agachada al otro lado de la moto para examinarla. Levantó un dedo y Lynley vio que tenía el extremo manchado de aceite, como una ampolla de sangre-. Tiene un escape -añadió innecesariamente, mientras otra gota de aceite caía sobre el hormigón del camino, donde Jimmy la había aparcado.

Habría debido sentirse reivindicado, pero Lynley solo experimentó pesar. Al principio, no entendió por qué. El chico era hosco, poco comunicativo y sucio, un gamberro que debía llevar años buscando problemas. Ya los había encontrado, quedaría fuera de juego, pero Lynley no se sentía nada complacido. Un momento de reflexión le explicó el motivo. Tenía la edad de Jimmy cuando se enemistó con uno de sus padres. Sabía lo que era odiar y querer con igual fuerza a un adulto incomprensible.

– Sargento, por favor -dijo. Se acercó al portal y estudió su madera mientras Havers leía sus derechos a Jimmy Cooper.

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