Lynley concluyó su reunión con el superintendente Webberly y recogió las carpetas de papel manila, así como los periódicos de los tres últimos días. Este último material empezaba con la zambullida de Jimmy Cooper en el Támesis el martes por la noche. Continuaba con el relato de que había sido detenido el miércoles por la mañana, sacado de la Escuela Secundaria George Green con la cabeza gacha y los hombros hundidos entre dos agentes uniformados. El jueves, con titulares que anunciaban la acusación de asesinato que iba a ser presentada contra el hijo de Kenneth Fleming, abarcaba todo, desde gráficas que explicaban el funcionamiento del sistema penal juvenil hasta entrevistas con fiscales de la Corona que expresaban su opinión sobre la edad en que los niños deberían ser tratados como adultos, y concluía con la recapitulación matutina del crimen, junto con información pertinente acerca de la familia de Fleming y un repaso a la carrera del eminente bateador. Todos los artículos contenían el mismo mensaje subliminal: el caso estaba cerrado y el juicio era inminente. Lynley no podía pedir más.
– ¿Estás seguro de que la historia de la Whitelaw se sostiene? -le preguntó Webberly.
– En todos los aspectos. Desde el primer momento.
Webberly se levantó de la silla que había ocupado ante la mesa circular al principio de la reunión. Caminó hacia sus archivadores y levantó una foto de su hija única, Miranda. Posaba con aspecto alegre en el terraplén del río de St. Stephen's College, en Cambridge, con la trompeta sujeta bajo el brazo. Webberly la contempló con aire pensativo.
– Estás pidiendo mucho, Tommy -dijo, sin levantar la vista.
– Es nuestra única esperanza, señor. Durante los últimos tres días, todo el equipo ha examinado y vuelto a examinar todas las pruebas y todos los interrogatorios. Havers y yo hemos ido dos veces a Kent. Hemos hablado con la policía científica de Maidstone. Hemos hablado con todos los vecinos de Celandine Cottage. Hemos peinado el jardín y la casa. Hemos ido a todos los Springburns y husmeado hasta el último rincón. No hemos obtenido más de lo que ya tenemos. En cuanto a mí, solo queda un camino a seguir.
Webberly asintió, si bien la respuesta de Lynley no pareció satisfacerle. Devolvió a su sitio la fotografía de Miranda y limpió una mota de polvo del marco.
– Hillier está hecho una furia.
– No me sorprende. He dejado que la prensa siguiera el caso de muy cerca. He desechado los procedimientos establecidos. Es algo que no le gusta, sean cuales sean las circunstancias.
– Ha convocado otra reunión. He conseguido aplazarla hasta el lunes por la tarde.
Dirigió a Lynley una mirada que comunicaba el mensaje de su comentario: Lynley tenía tiempo hasta el lunes para cerrar el caso. En ese momento, Hillier les sustituiría a todos.
– De acuerdo -dijo Lynley-. Gracias por apartarle de mi camino, señor. No habrá sido fácil.
– No podré retenerle mucho más. Y mucho menos después del lunes.
– Creo que no será necesario.
Webberly enarcó una ceja.
– Estás muy confiado, ¿eh?
Lynley encajó las carpetas y los periódicos bajo el brazo.
– Pues no, sobre todo porque solo me baso en una única llamada telefónica imposible de rastrear. No puedo basar un caso en eso.
– Presiónala, pues.
El superintendente volvió a su escritorio, del cual desenterró otro informe. Asintió para indicar a Lynley que podía marcharse.
Lynley fue a su despacho, donde guardó las carpetas, pero no los periódicos. Se encontró con la sargento Havers camino del ascensor. La sargento estaba hojeando un fajo de mecanoscritos, con el entrecejo fruncido y sin dejar de murmurar.
– Coño, coño, coño. -Cuando le vio, se detuvo, dio media vuelta y acomodó su paso al de él-. ¿Vamos a algún sitio?
Lynley extrajo su reloj de bolsillo y lo abrió. Las cinco menos cuarto.
– ¿No me dijo que esta noche va a una fiesta? «Juegos maravillosos. Se servirán refrescos deliciosos.» ¿No tendría que ir preparándose?
– Dígame, señor, ¿qué demonios puedo comprar a una niña de ocho años? ¿Una muñeca? ¿Un juego? ¿Un equipo de química? ¿Una nintendo? ¿Patines en línea? ¿Una navaja de muelle? ¿Acuarelas? ¿Qué? -Puso los ojos en blanco, pero era pura fachada. Lynley sabía que estaba contenta-. Podría comprarle un Diablo -prosiguió, y mordisqueó el lápiz que había utilizado para dar golpecitos sobre las hojas-. En Camden Lock, hay una tienda que los vende. Y también artilugios de mago. Me pregunto… ¿Qué le parece un equipo de mago para una niña de ocho años? ¿Y un disfraz? A los niños les gusta disfrazarse, ¿verdad? Podría comprarle un disfraz.
– ¿A qué hora es la fiesta? -preguntó Lynley, mientras apretaba el botón del ascendor.
– A las siete. ¿Y juguetes bélicos? ¿Modelos de coche? ¿Aviones? ¿Rock and roll? ¿Cree que es demasiado joven para Sting, o David Bowie?
– Creo que debería ir a comprar el regalo de inmediato -dijo Lynley. Las puertas del ascensor se abrieron. Entró.
– ¿Una cuerda para saltar a la comba? -continuó Havers-. ¿Un juego de ajedrez? ¿Backgammon? ¿Una planta? Fantástico. Qué idiota. Una planta para una niña de ocho años. ¿Y libros?
Las puertas del ascensor se cerraron.
Lynley se preguntó cómo se sentiría si solo tuviera aquellas preocupaciones un viernes por la noche.
Chris Faraday paseaba con parsimonia por Warwick Avenue, desde la estación de metro hasta Blomfield Road. Beans y Toast correteaban delante de él. Obedientes, se sentaron en la esquina de la calle, a la espera de oír la orden «¡Caminad, perros!», que les permitiría cruzar Warwick Place y continuar su camino hacia la barcaza. Como la orden no llegó, corrieron hacia él y dieron vueltas alrededor de sus piernas, sin dejar de ladrar. Estaban acostumbrados a una buena carrera, de principio a fin. Él era quien siempre había insistido al respecto. Teniendo en cuenta las preferencias de los animales, se habrían decantado por remolonear, olfatear los cubos de basura y perseguir a gatos callejeros siempre que se presentara la oportunidad, pero les había adiestrado bien, y la ruptura de la rutina les tenía confusos. Expresaron su perplejidad con las cuerdas vocales. Ladraron. Tropezaron entre sí. Se pegaron a sus piernas.
Chris sabía que estaban a sus pies, y sabía lo que deseaban: velocidad, acción, la brisa del atardecer acariciando sus orejas. Tampoco se habrían negado a cenar, o a perseguir una pelota de papel. Pero Chris estaba preocupado por el Evening Standard.
El periódico, que había comprado durante el paseo, publicaba otra variante de la historia que les ocupaba desde mediados de semana. Se había apuntado el tanto de tener a un fotógrafo en la Isla de los Perros cuando el muchacho había huido de la policía, y daba la impresión de que los redactores subrayaban el hecho. Hoy, viernes, con el titular DRAMA EN EL EAST END, el periódico dedicaba toda una página al asesinato de Kenneth Fleming, la posterior investigación, la persecución del hijo de Fleming, la dramática zambullida que había concluido el caso y el espectacular rescate, a cargo de un solo hombre, que había seguido a continuación. Las fotografías del río eran granulosas porque se habían tomado con teleobjetivo, pero su intención era clara: el largo brazo de la ley se extendía para capturar al culpable, pese a sus esfuerzos por evitarlo.
Chris dobló el periódico. Lo encajó bajo el brazo con el resto. Arrastró los pies sobre los brotes de cerezo que cubrían la acera de Warwick Avenue y pensó en su conversación con Amanda, anoche, después de haber acomodado a Livie en la cama.
– Creo que no va a salir como esperábamos -fue lo único que pudo decir con sinceridad.
Había percibido el miedo de Amanda en su voz, pese a sus esfuerzos por disimularlo.
– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo? ¿Livie ha cambiado de opinión?
Chris adivinó por el tono de voz que no tenía tanto miedo de la verdad como del dolor que representaba la verdad. Sabía que estaba preguntando sin decirlo: «¿Prefieres Livie a mí?».
Quiso decirle que no era una cuestión de elección. La situación era mucho más simple. El camino que antes se les había antojado lógico y carente de complicaciones, era ahora no solo tortuoso, sino casi imposible. Pero no podía decírselo. Sería como una invitación involuntaria a hacer más preguntas, a las que él deseaba contestar pese a saber que no podía.
Dijo que Livie no había cambiado de opinión, pero que las circunstancias que gravitaban alrededor de su decisión habían cambiado.
– Se ha restablecido, ¿verdad? -preguntó Amanda-. Oh, Dios, que pregunta tan horrible. Te habrá sonado como si deseara su muerte, y no es cierto, Chris, no es cierto.
– Lo sé. En cualquier caso, no es eso. Es que Livie…
– No. No me lo digas. Así no, como si yo fuera una adolescente que intentara sonsacarte. Cuando tú estés preparado, Chris, cuando Livie lo esté, ya me lo dirás.
Sus palabras aún dieron más ganas a Chris de contarlo todo, de pedirle consejo.
– Te quiero -se limitó a decir-. Eso no ha cambiado.
– Ojalá estuvieras conmigo.
– Yo también deseo lo mismo.
No había nada más que decir. De todos modos, los dos siguieron al teléfono y prolongaron el contacto durante otra hora.
– He de colgar, Chris -dijo por fin Amanda, más tarde de la una.
– Por supuesto. Entras a trabajar a las nueve, ¿verdad? He sido muy egoísta al retenerte.
– No eres egoísta. Además, yo también tenía ganas.
No la merecía. Lo sabía, aunque tenía la impresión de que solo pensaba en ella, día tras día.
Los perros habían llegado a la esquina de Warwick Avenue con Warwick Place. Esperaban su orden, meneando la cola. Les alcanzó y examinó el tráfico.
– Caminad, perros -dijo, y salieron disparados.
Livie estaba en la cubierta, donde la había dejado, hundida en una de las sillas de lona con una manta alrededor de los hombros. Contemplaba Browning's Is-land, donde los sauces lanzaban ramas cubiertas de hierba hacia el agua y el suelo. Parecía más demacrada que nunca, presagio de los meses futuros.
Se animó cuando Beans y Toast saltaron a cubierta y lamieron su mano izquierda, que colgaba flaccida de la silla. Levantó la cabeza y parpadeó.
Chris dejó el periódico sobre la cubierta, a su lado.
– Nada ha cambiado, Livie -dijo.
Fue a buscar los cuencos de los perros abajo y ella empezó a leer.
Dio agua fresca a los perros. Vertió la comida. Beans y Toast se dedicaron a lo suyo. Mientras comían, Chris se apoyó contra el techo de la cabina y concentró su atención en Livie.
Desde el sábado por la mañana, le había pedido todos los periódicos. Los leía de cabo a rabo, pero no había permitido que tirara ninguno. Al contrario, desde que la policía les había visitado el sábado, le había pedido que trasladara los periódicos a su habitación y los amontonara junto a su cama. Durante las últimas noches, mientras esperaba a que llegara el sueño, Chris contemplaba la estría que la luz de leer de Livie dibujaba sobre la puerta abierta de su habitación, y oía que pasaba las páginas de los periódicos mientras los releía una y otra vez. Sabía lo que estaba leyendo. Pero no había comprendido el motivo.
Se había callado más tiempo del que Chris consideraba posible. Livie siempre había sido una persona que primero hablaba y después se arrepentía de haber expresado su opinión, de modo que, al principio, tomó su silencio como un indicio de la peculiar contemplación de los acontecimientos en que les había sumido la muerte de Kenneth Fleming. Por fin, se lo contó todo, porque no tenía otra opción. Chris había estado en Kensington el domingo por la tarde. Había visto y había oído. Solo quedaba su tranquila insistencia de que ella compartiera con él el peso dé la verdad. Cuando Livie lo hizo, Chris comprendió la alteración que habían sufrido sus planes. Motivo por el que ella no se lo había dicho desde el primer momento, supuso. Porque Livie sabía que, si se lo decía, él la exhortaría a hablar. Y si Chris lo hacía, los dos sabían que estarían ligados indisolublemente hasta que ella muriera. Ninguno de los dos habló sobre las consecuencias de aquella confesión. No era necesario comentar lo evidente.
Beans y Toast terminaron de comer y se acercaron a la silla de Livie. Beans se tendió a su lado, con la cabeza cerca por si a ella se le ocurría acariciarlo. Livie se inclinó sobre el periódico. Chris ya había leído el artículo de la primera página, y supo que Livie estaba tomando nota de las palabras importantes: PRINCIPAL SOSPECHOSO DEL CRIMEN, SE PRESENTARÁN CARGOS, JOVEN PROBLEMÁTICO CON HISTORIAL DE DELINCUENCIA.
Livie alzó la mano hacia las fotografías, la dejó caer sobre la más grande, centrada entre las demás. En ella, el chico yacía como un espantapájaros mojado en los brazos de su madre, mientras el río discurría a la altura de su cintura y el empapado detective de Scotland Yard se inclinaba sobre ellos. Mientras Chris la observaba, la mano de Livie empezó a arrugar la foto. No pudo decidir si era un acto deliberado o una consecuencia de las fibrilaciones.
Se acercó a su lado. Acarició su mejilla y apretó la cabeza contra su muslo.
– No significa que le vayan a acusar -dijo Livie-. No significa eso, ¿verdad, Chris?
– Livie.
Su tono contenía una suave reprimenda. Miente si debes, pero a ti misma no, decía.
– No presentarán cargos. -Convirtió la foto en una masa arrugada bajo la palma de su mano-. Y aunque lo hicieran, ¿qué puede pasarle? Acaba de cumplir dieciséis. ¿Qué hacen con los chicos que violan la ley cuando solo tienen dieciséis años?
– Esa no es la cuestión, ¿verdad?
– Les envían a Borstal, o a un sitio así. Les obligan a ir a la escuela. En la escuela se educan. Siguen Formación Profesional, aprenden un oficio. El periódico dice que no ha ido a la escuela, así que si alguien le obligara, si no tuviera otro remedio…
Chris no se molestó en discutir. Livie no era idiota. Dentro de un momento, sería consciente de la arena sobre la que estaba construyendo sus suposiciones, aunque no quisiera admitir el hecho.
Livie soltó el periódico. Se llevó el brazo derecho al estómago y se abrazó como si le doliera por dentro. Poco a poco, levantó el brazo izquierdo y lo curvó alrededor de la pierna de Chris, para apoyarse contra él. Chris acarició su mejilla con el pulgar.
– Confesó -dijo ella, si bien sus palabras carecían de la convicción que habían acentuado sus comentarios sobre Borstal-. Confesó, Chris. Estuvo allí. Los periódicos lo dicen. Dicen que la policía tiene pruebas. Si estuvo allí y ha confesado, es que debió hacerlo. ¿No lo entiendes? Tal vez sea yo quien malinterpretara lo sucedido.
– No lo creo -dijo Chris.
– Entonces, ¿por qué? -Asió su pierna con más fuerza cuando dijo la última palabra-. ¿Por qué la policía le acosa así? ¿Por qué ha confesado? ¿Por qué ha dicho a la policía que mató a su padre? Es absurdo. Debe saber que es culpable de algo. Eso es. Tiene que ser eso. Es culpable de algo. No dice de qué. ¿No crees que es eso?
– Creo que ha perdido a su padre, Livie. Le ha perdido de repente, cuando menos lo esperaba. ¿No crees que podría ser una reacción a esa circunstancia? ¿Qué se debe sentir cuando tu padre muere de un día para otro, sin posibilidad de despedirse de él?
El brazo de Livie soltó su pierna.
– Eso no es justo -susurró.
Chris insistió.
– ¿Qué hiciste tú, Livie? Tirarte a un tío que conociste en un pub, ¿verdad? Te ofreció cinco libras a cambio de un polvo, y tú estabas borracha aquella noche, ¿no?, y te sentías tan mal que te importaba una mierda lo que sucediera después. Porque tu padre estaba muerto y ni siquiera te habían dejado asistir a su funeral. ¿No es eso lo que pasó? ¿No es así como empezó el juego? ¿No actuaste como una loca, por lo de tu padre, aunque no quisiste admitirlo?
– No es lo mismo.
– El dolor es el mismo. La diferencia estriba en cómo te enfrentas al dolor.
– No dice lo que dice para enfrentarse al dolor.
– ¿Tú qué sabes? Y aunque lo supieras, lo que hace y por qué no es lo más importante.
Livie se movió para alejarse de la mano que acariciaba su cabeza. Alisó el periódico y empezó a doblarlo. Lo dejó encima de los demás que Chris había traído aquella mañana, pero no hizo el menor esfuerzo por dedicarles su atención. En cambio, alzó la cabeza hacia Browning's Island. Adoptó de nuevo la posición en que estaba cuando él había vuelto de pasear a los perros.
– Livie, tienes que decírselo.
– No les debo nada. No debo nada a nadie.
Su cara había adoptado la expresión testaruda que prefería cuando quería soslayar un tema. Discutir más sería inútil en aquel momento. Chris suspiró. Acarició su cabeza con las yemas de los dedos. Su cabello crecía salvaje, como malas hierbas.
– Pero es una cuestión de deudas, te guste o no -dijo.
– No les debo una mierda…
– A ellos no. A ti.
Lynley pasó un momento por su casa. Denton estaba tomando su té de la tarde, con la taza en la mano, los pies apoyados sobre la mesita auxiliar del salón, la cabeza reclinada en el sofá y los ojos cerrados. Andrew Lloyd Webber retumbaba en el estéreo mientras Denton berreaba a coro con Michael Crawford. Lynley se preguntó cuándo pasaría de moda El fantasma de la ópera. Pronto no sería suficiente, pensó.
Se acercó al estéreo y bajó el volumen, lo cual dejó a Denton solo, aullando «…the music of the niiiiight» en una habitación moderadamente silenciosa.
– Desafinas -dijo con sequedad Lynley.
Denton se puso en pie de un brinco.
– Lo siento. No esperaba…
– Me he hecho una idea general, créeme -le interrumpió Lynley.
Denton se apresuró a dejar su taza de té sobre la mesa. Barrió migas imaginarias de su superficie con la palma de la mano. Las depositó sobre la bandeja que había cargado de bocadillos, galletas y uvas para él.
– ¿Té, milord? -dijo con humildad.
– Me voy.
Denton miró hacia la puerta.
– ¿No acaba de llegar?
– Sí. Me alegro de que solo me regalaras los oídos con los últimos veinte segundos de tus cánticos. -Se encaminó hacia la salida-. Sigue sin mí, pero a un volumen más bajo, por favor. La cena a las ocho y media. Para dos.
– ¿Dos?
– Lady Helen cenará conmigo.
Denton resplandeció.
– ¿Buenas noticias, pues? Usted y ella han… Quiero decir…
– A las ocho y media -repitió Lynley.
– Sí. De acuerdo.
Denton puso sobre la bandeja la tetera, los platillos y la taza.
Mientras subía la escalera, Lynley reflexionó sobre la circunstancia de que no podía dar ninguna noticia real sobre Helen, ni a Denton ni a nadie. Tan solo una llamada el miércoles por la noche, después de que ella hubiera leído las noticias sobre su odisea del martes por la tarde.
– Dios mío, Tommy -dijo Helen-. ¿Te encuentras bien?
– Sí, estupendo -contestó él-. Te he echado de menos, querida.
– Tommy, he estado pensando desde el domingo por la mañana. Tal como tú me pediste.
Lynley descubrió en aquel momento que no podría soportar una conversación acerca de sus vidas.
– Hablaremos el fin de semana, Helen -contestó, y quedaron en cenar.
Entró en su dormitorio, abrió el ropero y empezó a sacar prendas. Tejanos, un polo, un par de zapatillas de gimnasia desgastadas, un par de calcetines blancos. Se cambió y tiró la chaqueta, los pantalones y el chaleco sobre la cama. Se miró en el espejo de la cómoda y estudió su reflejo. El cabello era un desastre. Lo despeinó como pudo. Sacó las llaves del coche de sus pantalones y se marchó.
El espeso tráfico típico de los viernes por la tarde entorpeció el recorrido desde Belgravia a Little Venice. Estaba muy complicado en las cercanías de Hyde Park, porque un autocar turístico se había averiado en Park Lane, paralizando a toda una hilera de vehículos.
Después del parque, la situación no era mucho mejor que en Edgware Road. Por lo visto, todo el mundo intentaba abandonar la ciudad para pasar el fin de semana fuera. No podía culparles. Hacía un mayo perfecto, una invitación a huir al campo o a la costa. Ojalá el campo o la costa fueran su destino. Prefería no pensar en las horas inmediatas, sus consecuencias o lo mucho que dependía de ellas.
Aparcó en el lado sur de Little Venice y, de nuevo con los periódicos encajados bajo el brazo, siguió el perímetro de Warwick Crescent hacia el puente que salvaba Regent's Cannal. Se detuvo un momento. Contempló las aguas oscuras, donde cinco gansos de Canadá chapoteaban en dirección al estanque y Browning Island.
Desde allí veía muy bien la barcaza de Faraday. Aunque aún quedaban dos horas de luz, no había nadie en la cubierta y las luces de dentro estaban encendidas. Proyectaban franjas doradas sobre el cristal. Mientras observaba, vio que el reflejo oscilaba cuando alguien se interponía entre la ventana y la luz. Faraday, pensó. Lynley habría preferido encontrarse con Olivia a solas, pero sabía que se resistiría a celebrar una entrevista sin que su compañero estuviera presente.
Faraday se lo encontró en la puerta de la cabina, antes de que Lynley hubiera tenido la oportunidad de llamar. Estaba a mitad de la escalera, vestido con un chan-dal, y los perros se revolvían alrededor de sus piernas.
Uno arañó el peldaño sobre el cual se erguía Faraday. El otro ladró.
Faraday no habló. Se limitó a descender de nuevo hacia la cabina de la barcaza, y cuando los perros se lanzaron hacia Lynley y la salida, gritó:
– ¡No, perros!
Lynley descendió. Faraday le miró con expresión cautelosa. Sus ojos se desviaron hacia los periódicos que Lynley llevaba bajo el brazo, y después hacia su cara.
– ¿Está aquí? -preguntó Lynley.
Un roce metálico contra el linóleo le contestó.
– Maldita sea -dijo la voz de Olivia-. Chris, he tirado el arroz. Se ha desparramado por todas partes. Lo siento.
– Olvídalo -dijo Chris sin volverse.
– ¿Que lo olvide? Joder, Chris, deja de tratarme como a…
– El inspector ha venido, Livie.
Se hizo un brusco silencio. Lynley intuyó que Olivia había contenido el aliento, mientras intentaba decidir cómo lograría evitar la confrontación final. Al cabo de un momento, durante el cual Faraday miró hacia la cocina y los perros trotaron para ver qué pasaba, se oyeron ruidos de movimientos. El andador de aluminio crujió cuando recibió su peso. Suelas de zapato se arrastraron sobre el suelo. Olivia gruñó.
– Chris, no puedo moverme. Es por el arroz. No quiero aplastarlo.
Faraday fue a ayudarla.
– ¡Beans! ¡Toast! ¡Echaos! -gritó, y el ruido de sus uñas sobre el linóleo se desvaneció cuando se dirigieron, obedientes, hacia la parte delantera de la barcaza.
Lynley encendió las lámparas apagadas de la habitación principal. Olivia podía utilizar la enfermedad si deseaba evitar su presencia, pero no permitiría que jugara con más variaciones de luces y sombras. Buscó una mesa sobre la que poder dejar los periódicos que había traído, pero aparte de la mesa de trabajo de Faraday, pegada a la pared, no había nada más, excepto las butacas, y no servían. Los dejó en el suelo.
– ¿Y bien?
Giró en redondo. Olivia se había desplazado hasta la abertura entre la cocina y la habitación principal. Estaba postrada entre las barras de su andador, con los hombros hundidos. Su cara parecía radiante y cerúlea al mismo tiempo, y cuando se inclinó hacia delante, esquivó sus ojos.
Faraday la seguía, con una mano levantada, la palma hacia delante, a pocos centímetros de su espalda. Olivia se quedó inmóvil cuando vio los periódicos, pero emitió otro gruñido, entre despectiva e irritada, y los contorneó con todo cuidado para acomodarse sobre una de las butacas de pana. Cuando se sentó, mantuvo el andador ante ella, como una muralla defensiva. Faraday hizo ademán de moverlo.
– No -dijo Olivia-. ¿Quieres ir a buscarme los cigarrillos, Chris?
Utilizó el mechero para encender un cigarrillo que sacudió del paquete. Lanzó un delgado chorro de humo gris.
– ¿Va a un baile de disfraces, o algo por el estilo? -preguntó a Lynley.
– Estoy fuera de servicio.
Olivia inhaló y lanzó otro chorro gris. Tenía los labios fruncidos y su expresión era hosca.
– No me venga con esas. Los polis nunca están fuera de servicio.
– Tal vez, pero no he venido como policía.
– Entonces, ¿como qué? ¿Ciudadano particular? ¿Visita a los enfermos en sus ratos libres? No me haga reír. Un poli siempre es un poli, de servicio o no. -Torció la cabeza hacia Faraday. El otro hombre se había sentado a la mesa de la cocina, con la silla vuelta hacia la sala de estar-. ¿Tienes la lata, Chris? La necesito.
Chris se la acercó y volvió a retirarse. Olivia encajó la lata entre sus piernas y sacudió un milímetro de ceniza del cigarrillo. Llevaba un aro de plata en la nariz y una fila de clavos de adorno plateados en una oreja, pero había sustituido los anillos que adornaban todos sus dedos por brazaletes amontonados en su brazo izquierdo. Tintineaban cuando fumaba.
– ¿Qué desea esta vez?
– Tan solo hablar con usted.
– ¿No ha traído las esposas? ¿Ha preparado mi alojamiento en Holloway?
– Como puede ver, no será necesario.
Olivia aprovechó la pista para señalar con el pie los periódicos que había dejado en el suelo.
– Entonces, es Borstal. Dígame, inspector: ¿cuánto van a echarle a ese capullo por cargarse a su papá? ¿Un año?
– La duración de la sentencia depende del tribunal. Y del talento de su abogado.
– Así que es verdad.
– ¿Qué?
– Que el chico lo hizo.
– No cabe duda de que ha leído los periódicos.
Olivia alzó el cigarrillo hasta su boca e inhaló. Le miró por encima del extremo encendido.
– ¿Para qué ha venido? ¿No tendría que estar celebrándolo?
– No hay gran cosa que celebrar en la investigación de un asesinato.
– ¿Ni siquiera cuando prenden a los malos?
– Ni siquiera en ese caso. He descubierto que los malos no suelen ser tan malos como a ellos les gustaría.
La gente mata por todo tipo de motivos, pero el menos común es la maldad.
Olivia inhaló otra vez. Lynley percibió cautela en sus ojos y en su postura. ¿Para qué ha venido?, se estaba preguntando, y su expresión le revelaba que intentaba adivinarlo.
– La gente mata por venganza -continuó, como si estuviera dando una conferencia en un aula de criminología-. Mata en un arranque de ira. Mata por avaricia. O en defensa propia.
– Entonces, no es asesinato.
– A veces, se enreda en disputas territoriales. O intenta hacer justicia. O necesita disimular otro delito. En ocasiones, se trata de un acto de desesperación, al intentar liberarse de determinada servidumbre, por ejemplo.
Olivia asintió. Detrás de ella, Faraday se removió en su silla. Lynley vio que la gata negra y blanca había entrado sin hacer ruido en la cocina, mientras él hablaba, y saltó a la mesa, donde se aovilló entre dos vasos vacíos. Dio la impresión de que Faraday no se fijaba en el animal.
– A veces, mata por celos -dijo Lynley-. Por una pasión, obsesión o amor frustrados. A veces, mata por error. Apunta en una dirección, pero dispara en otra.
– Sí. Supongo que puede ocurrir.
Olivia tiró la ceniza en la lata. Se llevó el cigarrillo a la boca y utilizó las manos para acercar sus piernas a la silla.
– Es lo que ha pasado en este caso -dijo Lynley.
– ¿Qué?
– Alguien cometió un error.
Olivia dedicó un momento su atención a los periódicos y miró de nuevo a Lynley. No apartó la vista cuando él continuó.
– Nadie sabía que Fleming iba a Kent el miércoles por la noche. ¿Se ha dado cuenta del detalle, señorita Whitelaw?
– Como no conocía a Fleming, no me he parado a pensarlo.
– Dijo a su madre que se iba a Grecia. Dijo lo mismo a sus compañeros de equipo. Dijo a su hijo que debía ocuparse de un problema relacionado con el criquet. Pero no dijo a nadie que iba a Kent. Ni siquiera a Gabriella Patten, que se hospedaba en la casa y a la que sin duda deseaba sorprender. Curioso, ¿verdad?
– Su hijo sabía que iba allí. Los periódicos lo dicen.
– No. Los periódicos dicen que Jimmy ha confesado.
– Es lógico. Si ha confesado que le mató, debía saber que estaba allí.
– No es así. El asesino de Fleming…
– El chico.
– Lo siento. Sí. El chico, Jimmy, el asesino, sabía que había alguien en la casa, y que ese alguien era la víctima buscada. Pero el asesino pensaba…
– Jimmy pensaba.
– … que ese alguien no era Fleming, sino Gabriella Patten.
Olivia apagó el cigarrillo en la lata. Dirigió una mirada a Faraday. Otra más. Encendió un segundo cigarrillo y retuvo el humo. Lynley imaginó que remolineaba en su sangre hasta impregnar su cerebro.
– ¿Cómo ha llegado a esta conclusión? -preguntó Olivia por fin.
– Porque nadie sabía que Fleming iba a Kent. Y su asesino…
– El chico -dijo con sequedad Olivia-. ¿Por qué se empeña en decir «el asesino de Fleming», cuando sabe que es el chico?
– Lo siento. La fuerza de la costumbre. Recaigo en la terminología policial.
– Ha dicho que estaba fuera de servicio.
– Y lo estoy. Le ruego que soporte mis lapsos. El asesino de Fleming, Jimmy, le quería, pero tenía buenos motivos para odiar a Gabriella Patten. Era una influencia negativa. Fleming estaba enamorado de ella, pero su relación era tortuosa, y era incapaz de disimularlo. Además, su relación prometía grandes cambios en la vida de Fleming. Si se casaba con Gabriella, sus circunstancias cambiarían drásticamente.
– En concreto, no volvería nunca a casa. -Olivia parecía complacida con aquella conclusión-. Y eso era lo que el chico quería, ¿no? ¿No quería que su papá volviera a casa?
– Sí. Me atrevería a decir que ese fue el móvil del crimen. Impedir que Fleming se casara con Gabriella Patten. Es irónico, si se detiene a pensar en la situación.
Olivia no preguntó «¿qué situación?». Se limitó a leyantar el cigarrillo y a observarle desde detrás del humo.
Lynley prosiguió.
– No habría muerto nadie si Fleming hubiera tenido menos orgullo masculino.
Sin poder evitarlo, Olivia enarcó las cejas.
– Su orgullo fue la causa del crimen -explicó Lynley-. Si Fleming hubiera sido menos orgulloso, si se hubiera rebajado a contar que iba a Kent para finalizar su relación con la señora Patten porque había descubierto que era uno más en una larga lista de amantes, su asesino… Perdone, me ha pasado otra vez, Jimmy, el chico, no habría tenido que eliminar a la mujer. Habría quedado claro quién estaba en la casa aquella noche. Fleming estaría vivo. Y el as…, y Jimmy no tendría que pasar el resto de su vida atormentado por la idea de haber asesinado, por error, a alguien a quien quería mucho.
Olivia dedicó un momento a examinar el contenido de la lata, antes de aplastar el cigarrillo contra su costado. Dejó la lata en el suelo y enlazó las manos sobre el regazo.
– Sí -dijo-. Bien, ¿qué se dice siempre sobre herir a las personas que amamos? Lá vida es una mierda, inspector. El chico lo ha aprendido pronto.
– Sí. Está aprendiendo, ¿verdad? Lo que significa ser tachado de parricida, ser acusado, fichado y fotografiado, enfrentarse a un juicio por asesinato. Y después…
– Tendría que haberlo pensado antes.
– Pero no lo hizo, ¿verdad? Porque él, el asesino, Jimmy, el chico, pensó que era el crimen perfecto. Y casi lo fue.
Ella le miró, cautelosa. Lynley creyó que había percibido un cambio en su respiración.
– Solo lo estropeó un único detalle.
Olivia extendió el brazo hacia su andador. Intentó levantarse, pero Lynley comprendió que la profundidad de la butaca dificultaba que lo consiguiera sin ayuda.
– Chris -dijo Olivia, pero Faraday no se movió. Ella volvió la cabeza en su dirección-. Échame una mano, Chris.
Faraday miró a Lynley y formuló la pregunta que Olivia estaba esquivando.
– ¿Qué detalle lo estropeó?
– ¡Chris! Maldita…
– ¿Qué detalle? -repitió Faraday.
– Una llamada telefónica que hizo Gabriella Patten.
– ¿Por qué? -preguntó Faraday.
– ¡Chris! Ayúdame. Ven.
– Fue contestada, como era de esperar -dijo Lynley-, pero la persona que en teoría contestó ni siquiera sabe que la llamada telefónica se hizo. Lo considero muy curioso, teniendo en…
– Oh, vale -estalló Olivia-. ¿Recuerda todas las llamadas telefónicas que recibe?
– … teniendo en cuenta la hora en que se hizo la llamada y el contenido del mensaje. Después de medianoche. Insultante.
– Tal vez no existió esa llamada -dijo Olivia-. ¿Ha pensado en esa posibilidad? Quizá Gabríella mintió.
– No. Gabriella Patten no tenía motivos para mentir. Sobre todo porque mentir proporcionaba una coartada al asesino de Fleming. -Se inclinó hacia Olivia y apoyó los codos sobre las rodillas-. No he venido como policía, señorita Whitelaw. He venido como un hombre que desea justicia.
– Se hará. El chico confesó. ¿Qué más quiere?
– Al auténtico asesino. Al asesino que usted puede identificar.
– Chorradas.
Pero no le miró.
– Ha visto los periódicos. Jimmy ha confesado. Ha sido detenido. Ha sido acusado. Irá a juicio. Pero no mató a su padre, y creo que usted lo sabe.
Olivia extendió la mano hacia la lata. Sus intenciones eran obvias, pero Lynley no la dejó.
– ¿No cree que el chico ya ha sufrido bastante, señorita Whitelaw?
– Si él no lo hizo, suéltele.
– Las cosas no funcionan así. Su futuro está trazado desde que confesó el asesinato de su padre. A continuación, viene el juicio. Después, la cárcel. La única manera de exonerarle consiste en detener al auténtico asesino.
– Ese es su trabajo, no el mío.
– Es el trabajo de todos. Es la parte del precio que hemos de pagar por vivir entre otras personas en una sociedad organizada.
– Ah, ¿sí?
Olivia empujó la lata a un lado. Asió el andador y se echó hacia delante. Gruñó a causa del esfuerzo de levantar y mover una masa de músculos poco dispuestos a hacer esfuerzos.
– Livie.
Faraday se levantó y acudió a su lado.
La mujer se apartó de él.
– No. Olvídalo. -Cuando se irguió, sus piernas temblaban tanto que Lynley se preguntó si lograría permanecer de pie más de un minuto-. Míreme. Mí-re-me. ¿Sabe lo que está pidiendo?
– Lo sé -contestó Lynley.
– Bien. No lo haré. No lo haré. Él no es nada para mí. Ellos no son nada para mí. Me importan una mierda. Nadie me importa.
– No lo creo.
– Inténtelo. Lo conseguirá.
Movió el andador a un lado y lo siguió con su cuerpo. Salió de la habitación con dolorosa lentitud. Cuando pasó junto a la mesa de la cocina, la gata saltó al suelo, se enredó entre sus piernas y la siguió con la mirada. Transcurrió más de un minuto antes de que oyeran el ruido de una puerta al cerrarse.
Dio la impresión de que Faraday quería seguirla, pero se quedó donde estaba, junto a su silla. Aunque miraba en la dirección por la que Olivia había desaparecido, dijo a Lynley en voz baja:
– Miriam no estaba aquella noche en su casa, al menos cuando llegamos, pero sí su coche; las luces estaban encendidas y sonaba música, de modo que los dos pensamos… O sea, fue lógico suponer que había ido a ver a algún vecino.
– Lo mismo que pensaría cualquiera que llamara a la puerta.
– Solo que nosotros no llamamos. Porque Livie tenía la llave. Entramos. Yo… Yo la busqué por toda la casa para decirle que Livie había llegado, pero no estaba. Livie dijo que me marchara, y lo hice. -Se volvió hacia Lynley-. ¿Será eso suficiente? -preguntó en tono desesperado-. ¿Para el muchacho?
– No -contestó Lynley, y vio que la expresión de Faraday se ensombrecía aún más-. Lo siento.
– ¿Qué pasará si ella no dice la verdad?
– El futuro de un chico de dieciséis años está en juego.
– Pero si él no lo hizo…
– Tenemos su confesión. Es sólida. La única forma de negarla es identificar a quien lo hizo.
Lynley esperó a que Faraday le contestara de alguna manera. Solo esperaba una pista de lo que pudiera ocurrir a continuación. Había vaciado su bolsa de trucos. Si Olivia no se desmoronaba, habría manchado el nombre y la vida de un muchacho inocente por nada.
Pero Faraday no contestó. Se acercó a la mesa de la cocina, se sentó y sepultó la cabeza entre las manos. Apretó su cráneo con los dedos hasta que las uñas se pusieron blancas.
– Dios -dijo.
– Hable con ella -dijo Lynley.
– Se está muriendo. Tiene miedo. No me quedan palabras.
Entonces, estaban perdidos, concluyó Lynley. Recogió sus periódicos, los dobló y salió a la noche.