13

El jueves por la mañana McCaleb se levantó sin necesidad de la intervención de los estibadores. La cafeína del día anterior le impidió conciliar el sueño y alimentó pensamientos inquietantes de la investigación, de las diferencias entre ángulos y ángeles y de Graciela y el niño. Al final renunció a dormir y se limitó a esperar con los ojos abiertos a que la primera luz se filtrara entre las cortinas.

A las seis ya se había duchado, controlado sus constantes vitales y tomado todas las pastillas. Volvió a llevarse la pila de informes de la investigación a la mesa del salón, puso otra cafetera y se comió un bol de cereales. Entretanto, no paraba de mirar el reloj y sopesar la posibilidad de llamar a Vernon Carruthers sin avisar antes a Jaye Winston.

Winston aún no habría llegado, pero, con tres horas de adelanto, su amigo Vernon Carruthers ya estaría en su puesto en la unidad de Armas de Fuego y Herramientas del laboratorio de criminología, en la sede del FBI en Washington, D. C. McCaleb sabía que no debería hablar con Carruthers sin obtener antes el visto bueno de Winston. El caso era de Winston, pero la diferencia horaria entre la capital del país y Los Ángeles lo tenía ansioso. En el fondo, McCaleb era un hombre impaciente. La urgencia de ponerse en marcha y no perder el día le presionaba.

Después de aclarar el bol y dejarlo en el fregadero, volvió a mirar el reloj y decidió no esperar. Sacó la agenda y marcó el número directo de Carruthers. Contestó al primer timbrazo.

– Vernon, soy Terry.

– ¡Terrell McCaleb! ¿Estás en la ciudad?

– No, sigo en Los Ángeles. ¿Cómo estás?

– ¿Cómo estás tú? Hace mucho que no sabía nada de ti.

– Ya sé, ya sé. Estoy bien. Gracias por las tarjetas que mandaste al hospital. Y dale las gracias también a Marie. Significaron mucho para mí. Sé que tendría que haber llamado o escrito, lo siento.

– Bueno, nosotros tratamos de llamarte, pero no constas en la guía, y al parecer nadie en la oficina de campo tiene tu número. Hablé con Kate y ni siquiera ella lo sabía. Lo único que sabía es que dejaste tu apartamento en Westwood. Alguien de la OC nos dijo que estás viviendo en un barco. La verdad es que cortaste lazos con todo el mundo.

– Mira, pensé que durante un tiempo sería lo mejor. Hasta que recuperara la movilidad y eso, ya sabes. Pero todo va bien. ¿Y tú?

– No puedo quejarme. ¿Vas a venir por aquí pronto? Ya sabes que aún tienes la habitación. Todavía no se la hemos alquilado a nadie de Quantico. No me atrevería.

McCaleb se rió y le dijo que por desgracia no entraba en sus planes más inmediatos viajar al este. Conocía a Carruthers desde hacía casi doce años. McCaleb trabajaba en Quantico y estaba en Armas de Fuego y Herramientas, en el laboratorio de criminología de Washington D. C., pero a menudo se ocupaban en los mismos casos. Cuando Carruthers asistía a reuniones en Quantico, McCaleb y su entonces esposa, Kate, le ofrecían el cuarto de invitados, que era mucho mejor que las habitaciones de las residencias de la academia. Por su parte, cada vez que McCaleb visitaba la capital, Carruthers y su esposa, Marie, le dejaban dormir en la habitación que había pertenecido a su hijo. El niño había muerto años atrás de leucemia, cuando sólo tenía doce. Carruthers había insistido en esta compensación, aunque a McCaleb le suponía renunciar a una habitación decente pagada por el FBI en el Hilton, cerca de Dupont Circle. Al principio, McCaleb se sentía como un intruso durmiendo en la habitación del muchacho, pero Vernon y Marie lograban que se sintiera bienvenido. Y el Hilton no tenía nada que hacer ante la cocina sureña y la buena compañía.

– Bueno, cuando quieras -dijo Carruthers devolviendo la risa-. Cuando quieras.

– Gracias.

– Por cierto, amigo, apenas debe de haber amanecido ahí. ¿Para qué llamas tan temprano?

– Bueno, llamo por trabajo.

– ¿Tú? ¿Por trabajo? Y yo que estaba a punto de preguntarte cómo te trataba la maravillosa vida del retirado. ¿De verdad estás viviendo en un maldito barco?

– Sí, estoy en un barco. Pero aún no estoy retirado del todo.

– Bueno, ¿de qué se trata, entonces?

McCaleb le contó la historia, sin omitir que en su pecho latía el corazón de Gloria Torres. Quería que Carruthers lo supiera todo, a diferencia de los otros implicados. Sabía que podía confiar en él y que entendería el vínculo que le unía a la víctima. Carruthers tenía una gran empatía con las víctimas, en especial con las jóvenes. El trauma de ver morir a su hijo poco a poco ante sus ojos se había manifestado en una dedicación laboral que sobrepasaba la de los mejores agentes de campo que McCaleb conocía.

A medio relato, el sonido atronador de la desestiba de un carguero empezó a resonar en el puerto deportivo. Carruthers preguntó qué diablos era eso y McCaleb le contestó mientras se llevaba el teléfono abajo, al camarote de proa, y cerraba la puerta para aislar el ruido en la medida de lo posible.

– ¿Así que lo que quieres es que eche un vistazo a una bala? -preguntó Carruthers una vez que McCaleb hubo concluido-. No sé. Tienen buen personal en el departamento del sheriff.

– Ya lo sé. No lo pongo en duda. Sólo busco una mirada fresca y, sobre todo, quiero que compruebes un perfil láser en el ordenador, si puedes. Nunca se sabe, quizás encontremos algo. Tengo una corazonada.

– Tú y tus corazonadas. Ya me acuerdo. Bueno, entonces ¿quién me mandará el paquete, ellos o tú?

– Voy a tratar de ser diplomático. Procuraré que el departamento del sheriff te mande el paquete. No quiero que hagas esto extraoficialmente, pero si puedes dale un empujón. Este tipo es de los que repiten. Podríamos salvarle la vida a alguien si conseguimos algo.

Carruthers guardó silencio durante unos instantes y McCaleb supuso que estaba pensando en su agenda.

– La cosa está así. Hoy es jueves. Lo necesito para el martes por la mañana, a ser posible el lunes para hacerlo como es debido. El miércoles que viene me voy a testificar a Kansas City: un caso de la mafia. Creen que me pasaré allí el resto de la semana. Así que si quieres que le dé un empujón, tendrás que correr tú antes. Si lo haces, yo me pondré con ello de inmediato.

– ¿No te causará mayores problemas?

– Claro que sí. Llevo un retraso de dos meses aquí. Pero tú envíame el paquete y yo me ocuparé.

– Te lo haré llegar de un modo u otro el lunes a más tardar.

– Bien.

– Ah, una última cosa. Apúntate mi número. Como te he dicho no estoy trabajando de manera oficial en esto. Lo lógico sería que te comunicaras con el departamento del sheriff, pero te agradecería que me avisaras si encuentras algo raro.

– Cuenta con eso -dijo sin dudarlo-. Dame el teléfono y la dirección. Marie la querrá para enviar las felicitaciones de Navidad.

Después de que McCaleb le proporcionara la información, Carruthers se aclaró la garganta.

– ¿Has hablado con Kate últimamente? -preguntó.

– Llamó al hospital, un par de días después del trasplante, pero yo aún estaba fuera de juego. No hablamos mucho.

– Bueno, deberías llamarla para que sepa que estás bien.

– No sé. ¿Qué tal está ella?

– Bien, creo. No he oído lo contrario. Llámala.

– Me parece que es mejor dejarlo como está. Estamos divorciados, ¿recuerdas?

– Como quieras, tú mandas. Le enviaré un mensaje para que sepa que sigues respirando.

Después de unos minutos más de ponerse al día. McCaleb colgó el teléfono y volvió a la sala a por más café. No le quedaba leche, de manera que lo tomó solo. Era como curar la resaca con whisky, pero tenía que mantener el impulso. Si las cosas iban como esperaba, se pasaría casi todo el día en la calle.

Iban a dar las siete, casi la hora de llamar a Winston. Salió a cubierta a contemplar la mañana. La niebla era espesa y los otros yates parecían fantasmas entre la bruma. Pasarían unas horas antes de que se disipara y todo el mundo pudiera disfrutar del sol. Se volvió hacia el barco de Buddy Lockridge, pero no vio ninguna actividad.

A las siete y diez se sentó junto a la mesa de la sala con su bloc y marcó el número de Jaye Winston en el teléfono inalámbrico. La pilló justo cuando se sentaba ante su escritorio.

– Acabo de entrar -dijo ella-. Y no esperaba saber nada de ti durante un par de días. Te di un montón de papeles.

– Sí, bueno, supongo que una vez que me pongo no puedo parar.

– ¿Qué opinas?

McCaleb sabía que ella le estaba preguntando qué opinaba de la investigación, le estaba pidiendo una valoración.

– Creo que has trabajado a conciencia, pero eso ya lo sabía antes de empezar. Me gustan los movimientos que has hecho en el caso, Jaye. No tengo ninguna queja.

– ¿Pero?

– Pero he anotado algunas preguntas, si tienes un rato. También tengo algunas sugerencias y quizás un par de pistas.

Winston rió de buena gana.

– Vosotros los federales siempre tenéis preguntas, sugerencias y nuevas pistas.

– Oye, que ya no soy federal.

– Bueno, imagino que eso queda en la sangre. Venga, dispara.

McCaleb miró las notas que había tomado el día anterior y abordó directamente su enfoque de Mikail Bolotov.

– Para empezar, ¿tú conoces bien a Rittenbaugh y Aguilar?

– No, nada, no son de homicidios. El capitán los sacó de robos y me los prestó durante una semana, cuando estábamos siguiendo a los strike-3. ¿Qué pasa con ellos?

– Bueno, creo que hay que volver sobre uno de los tipos que tacharon de la lista.

– ¿Cuál?

– Mikail Bolotov.

McCaleb oyó que Winston pasaba hojas en busca del informe de Rittenbaugh y Aguilar.

– Muy bien, ya lo tengo. ¿Qué es lo que ves aquí? Parece que tiene una coartada sólida.

– Bueno, he cruzado la información considerando la localización geográfica y…

– ¿Qué?

McCaleb le expuso la idea y le contó lo que había hecho y cómo había surgido el nombre de Bolotov. Luego explicó que Bolotov había sido interrogado antes del atraco del Sherman Market y que por tanto el significado de la localización geográfica de su domicilio y puesto de trabajo con respecto a los asesinatos de la tienda y uno de los robos de la HK P7 no eran tan aparentes en el primer caso. Cuando McCaleb concluyó, Winston estaba de acuerdo en que era preciso volver a interrogar al ruso, pero la perspectiva no la entusiasmaba tanto como a McCaleb.

– Mira, como te he dicho no conozco a esos dos hombres, así que no puedo responder por ellos, pero tengo que asumir que no son unos pardillos. He de suponer que son capaces de manejar un interrogatorio de ese tipo y comprobar una coartada.

McCaleb no dijo nada.

– Mira, tengo que ir a los tribunales esta semana. No puedo volver a interrogar a ese hombre.

– Yo sí.

Esta vez fue ella la que guardó silencio.

– Seré discreto -dijo McCaleb-. Ya me las arreglaré sobre la marcha.

– No sé, Terry. Tú eres un simple ciudadano ahora. Esto podría ir demasiado lejos.

– Bueno, piénsatelo. Tengo algunas cosas más que preguntarte.

– Vale. ¿Qué más?

McCaleb sabía que si ella no volvía a sacar a relucir el asunto de Bolotov le estaría dando, de un modo tácito, su autorización no oficial para ir a visitar al ruso. Simplemente no quería sancionar lo que él estaba haciendo.

El ex agente consultó de nuevo su bloc. Quería ser cuidadoso con lo que se disponía a preguntar. Necesitaba desarrollar los grandes interrogantes que le preocupaban y arrastrar a Winston, sin permitir que ella pensara que estaba cuestionándolo todo.

– Bueno, en primer lugar, no he visto nada acerca de la tarjeta de crédito en el caso Cordell. Sé que el tipo se llevó el dinero, ¿se llevó también la tarjeta?

– No, se la quedó la máquina. La expulsó, pero como nadie la retiró la máquina se la tragó automáticamente. Es un sistema de seguridad incorporado para que nadie se lleve las tarjetas que la gente olvida.

McCaleb asintió y trazó una cruz en el bloc junto a esa pregunta.

– Muy bien. También tengo una pregunta sobre el Cherokee. ¿Por qué no disteis la información a la prensa?

– Sí la dimos, pero no inmediatamente. Ese primer día aún estábamos evaluando posibilidades y no lo incluimos en el primer comunicado a los medios. Yo no estaba muy convencida de hacerlo, porque temía que el tipo lo leyera y abandonara el coche. Unos días después, cuando no habíamos conseguido nada y estábamos contra las cuerdas, mencionamos el Cherokee. El problema es que Cordell ya no era noticia y nadie lo publicó, sólo un pequeño semanario de la zona del desierto. Sé que fue un error. Supongo que debería haber dado toda la información en el primer comunicado.

– No necesariamente -dijo McCaleb al tiempo que hacía otra marca en el bloc-. Entiendo tu razonamiento. -Releyó las notas y agregó-: Un par de cosas… En las dos grabaciones el asesino dice algo después de disparar. O habló consigo mismo o con la cámara. No hay informes al respecto. Se ha hecho algo para…

– En la oficina hay un agente que tiene un hermano sordo. Le mostró las cintas para ver si podía leerle los labios. No estaba muy seguro, pero en el primer caso (en la cinta del cajero) cree que dijo: «No te olvides de los comori», en el momento en que se llevaba el dinero de la máquina. En la otra cinta no está tan seguro. Cree que podría haber dicho lo mismo, pero en los dos vídeos la última palabra le resultó poco clara. Creo que nunca escribí un informe complementario acerca de eso. No se te pasa una, ¿verdad?

– Todo el tiempo -dijo McCaleb-. El que le leyó los labios, ¿sabe ruso?

– ¿Qué? Ah, estás pensando en Bolotov. No, no creo que sepa ruso.

McCaleb se anotó buscar posibles traducciones de lo que el asesino había dicho. Entonces picó con el bolígrafo en el bloc y se preguntó si era el momento de probar suerte.

– ¿Alguna cosa más? -preguntó Winston por fin.

Decidió que no era el momento adecuado para sacar a colación a Carruthers. Al menos no de forma directa.

– La pistola -dijo.

– Ya sé, a mí tampoco me gusta. La P7 no es el tipo de arma que elige un cabrón así. Tiene que haber sido robada. Has visto que pedí las denuncias de robos, pero tampoco eso me llevó a ningún sitio.

– Yo creo que es una buena teoría -dijo McCaleb-. Hasta cierto punto, no me gusta que la mantuviera después del primer asesinato. Si era robada, me lo imagino tirándola en medio del desierto, lo más lejos posible, diez minutos después de matar a Cordell. Luego va y roba otra para la siguiente vez.

– No, no puedes decir eso -intervino Winston y McCaleb se la imaginó negando con la cabeza-. No hay un patrón definitivo. También podría haber conservado la pistola porque es valiosa. Y tienes que recordar que el disparo a Cordell le atravesó el cráneo. Quizá supusiera que la bala no se encontraría o que si se había incrustado (como así fue) estaría demasiado destrozada para una comparación. No olvides que se llevó el casquillo. Probablemente pensó que podría utilizar la pistola al menos una vez más.

– Supongo que tienes razón.

Ambos se tomaron un respiro, y ninguno habló durante unos segundos. McCaleb tenía dos cuestiones más en su hoja.

– Lo siguiente -empezó con cuidado- son las balas.

– ¿Qué pasa con ellas?

– Ayer dijiste que guardas las pruebas balísticas de los dos casos.

– Así es. Todo está en el almacén de pruebas. ¿Adónde quieres ir a parar?

– ¿Has oído hablar del ordenador Drugfire del FBI?

– No.

– Podría trabajar para nosotros. Para ti. Es una posibilidad remota, pero merece la pena.

– ¿Qué es?

McCaleb le explicó que Drugfire era un programa informático del FBI diseñado de manera similar al de almacenamiento informático de las huellas dactilares. Se trataba de una creación del laboratorio de criminología que se remontaba a principios de los ochenta, cuando estallaron las guerras de la cocaína en muchas ciudades, en especial en Miami, y el número de asesinatos se disparó en todo el país. La mayoría se cometían con armas de fuego. El FBI, en busca de un medio para seguir la pista de los crímenes relacionados entre sí a lo largo y ancho de Estados Unidos se sacó de la manga el programa Drugfire, capaz de interpretar, mediante un láser, las características únicas de las muescas de las balas utilizadas en asesinatos relacionados con las drogas y codificarlas para su almacenamiento informático. El programa funcionaba de manera muy semejante al sistema de registro de huellas dactilares utilizado por los cuerpos de seguridad de todo el país y permitía una rápida comparación de las balas codificadas.

Finalmente, la base de datos creció a medida que fueron introduciéndose más fichas balísticas. El programa, aunque mantuvo el nombre de Drugfire, se amplió a otro tipo de casos remitidos al FBI. Se tratara de un asesinato de la mafia en Las Vegas, un crimen de las bandas de South Los Ángeles o un asesinato múltiple en Fort Lauderdale, cada caso sometido al escrutinio del FBI en el que se producían disparos era añadido a la base de datos. Después de más de una década, había miles de registros en el archivo del ordenador.

– He estado pensando en este tipo -dijo McCaleb-. Conserva esa arma. Por la razón que sea, tanto si la ha robado como si no, el hecho de que conserve la pistola es el único error que ha cometido. Me hace pensar que tenemos alguna probabilidad de obtener un resultado positivo. En el modus operandi que se ve en esas cintas, se nota que hay bastantes posibilidades de que Cordell no sea su primera víctima. Había usado una pistola antes, quizá la misma.

– Pero te he dicho que buscamos coincidencias y no había nada en balística. También enviamos teletipos y una petición al ordenador del índice Nacional del Crimen. Y nada.

– Ya entiendo. Pero el método de este sujeto puede estar evolucionando, cambiando. Quizá lo que hizo con esa arma en, por decir algo, Phoenix no es lo mismo que lo que ha hecho aquí. Lo único que digo es que cabe la posibilidad de que llegara a la ciudad desde algún otro lugar. Si es así, probablemente usara la P7 en ese otro lugar. Y si tenemos suerte, los datos estarán en el ordenador del FBI.

– Quizá -dijo Winston.

Ella se calló mientras meditaba el ofrecimiento de McCaleb. Él sabía en qué estaba pensando. Las probabilidades que se abrían con el programa Drugfire eran mínimas y Winston era lo bastante lista como para saberlo. Y si accedía estaría implicando en el caso a los federales, por no mencionar el hecho de reconocer que estaba aceptando las directrices de McCaleb, alguien sin posición real en el caso.

– ¿Qué opinas? -preguntó por fin McCaleb-. Sólo tienes que mandarles una bala. Tienes, ¿cuántas, cuatro entre los dos casos?

– No sé. No me hace mucha gracia enviar pruebas a Washington. Y no creo que a la policía de Los Ángeles le guste.

– La policía no tiene por qué enterarse. Las pruebas las guardas tú. Puedes enviar una bala si quieres. Y puede ir a Washington y volver en una semana. Arrango no tiene que saberlo. Ya he hablado con un conocido en Armas de Fuego y Herramientas. Me ha dicho que dará prioridad a este caso si le mandamos el paquete.

McCaleb cerró los ojos. Si en algún momento ella tenía que enfadarse en serio habían llegado a ese punto.

– ¿Ya le has dicho que íbamos a hacerlo? -preguntó con voz enojada.

– No, no le he dicho eso. Le he dicho que estaba trabajando con una detective de aquí que es muy concienzuda y dedicada y que probablemente querría asegurarse de que no dejaba piedra sin levantar.

– Ya, ¿dónde he oído eso antes?

McCaleb sonrió.

– Hay algo más -dijo él-. Aunque no tengamos suerte con el ordenador, al menos tendremos el arma en el programa. En algún momento puede dar resultado.

Ella se lo pensó un momento. McCaleb estaba convencido de haberla acorralado como en el caso de la vigilancia del cementerio con Luther Hatch. Tenía que intentarlo o no se quedaría nunca tranquila.

– Está bien -cedió por fin Winston-. Hablaré de esto con el capitán. Le diré que quiero hacerlo. Si él da el visto bueno, mandaré el paquete. Una bala, no más.

– Es todo lo que hace falta.

McCaleb la informó de la necesidad de que Carruthers recibiera el paquete el lunes por la tarde y la urgió a reunirse con el capitán lo antes posible. Esto generó un nuevo silencio.

– Lo único que puedo decirte es que vale la pena intentarlo, Jaye -dijo a modo de refuerzo.

– Lo sé. Es sólo que…, bueno, no importa. Dame el nombre de tu amigo y su teléfono.

McCaleb cerró el puño y lo agitó en el aire ante sí. No importaba lo escasas que fueran las posibilidades. Estaba a punto de tirar los dados de nuevo, y eso le hacía sentir bien.

Tras dar a Winston el número directo y la dirección de contacto de Carruthers, ella preguntó si había algo más de lo que quisiera hablarle. McCaleb miró el bloc, pero lo que quería decirle no estaba escrito en él.

– Tengo una última cosa que quizá te ponga en el punto de mira -dijo.

– Oh, no -gruñó Winston-. Se me está bien por contestar el teléfono un día que tengo que ir a los tribunales. Suéltalo, McCaleb. ¿Qué es?

– James Noone.

– ¿El testigo? ¿Qué pasa con él?

– Vio al asesino. Vio el coche del asesino.

– Sí ¡y eso nos ha ayudado un montón! Sólo hay unos cien mil Cherokees como ése en el sur de California y su descripción del conductor es tan vaga que no sabe si llevaba gorra o no. Apenas se le puede llamar testigo.

– Pero lo vio. Durante una situación de tensión. Cuanta más tensión más profunda es la huella. Noone sería perfecto.

– ¿Perfecto para qué?

– Para ser hipnotizado.

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