En el registro habían incautado el Cherokee de McCaleb. Le pidió prestado el Taurus a Lockridge y se dirigió hacia el norte por la 405. Al llegar al enlace con la 10, tomó hacia el oeste, hacia el Pacífico, y luego continuó rumbo al norte de nuevo por la carretera de la costa. No tenía prisa, y estaba harto de autopistas. Había decidido conducir junto al océano y luego cortar hacia el valle de San Fernando a través del cañón de Topanga. Topanga era lo bastante desierto para saber si Winston o algún otro lo seguía.
Eran las nueve y media cuando llegó a la costa y empezó a bordear el océano de aguas negras, intermitentemente salpicado por la espuma de las olas que rompían. Una espesa bruma nocturna estaba cayendo sobre la carretera, embistiendo los escarpados riscos que protegían las Palisades. La niebla traía consigo un aroma marino que recordó a McCaleb las jornadas de pesca nocturna con su padre cuando era niño. Siempre le asustaba que su padre disminuyera la velocidad y parara los motores para que el barco se moviera a la deriva en la oscuridad. No respiraba aliviado hasta que al final de la noche su padre volvía a encender los motores. Una de sus pesadillas infantiles era que flotaba a la deriva en la oscuridad, en un barco fantasma. Nunca se lo contó a su padre. Jamás le dijo que no quería salir a pescar de noche con él. Siempre se había guardado sus miedos para él solo.
McCaleb miró a su izquierda, tratando de ver la línea donde el océano se juntaba con el cielo, pero no la distinguió. Dos sombras oscuras se fundían en algún lugar, mientras la luna se ocultaba al abrigo de las nubes. Puso la radio y movió el dial sin suerte en busca de algún bines. Se acordó de la colección de armónicas de Buddy y sacó una del bolsillo de la puerta. Encendió la luz del techo y examinó el grabado del instrumento. Era una Tombo en do. La limpió con la camisa y empezó a tocar mientras conducía. El resultado era tan poco armónico que se reía de lo mal que lo hacía. Pero de cuando en cuando encadenaba un par de notas. Buddy había intentado enseñarle una vez y él había alcanzado el nivel en que podía tocar los primeros riffs de Midnight Rambler. Trató de repetirlo, pero no encontró el acorde y el sonido que produjo se parecía más al resuello de un anciano.
Cuando dobló en el cañón de Topanga, guardó la armónica. La carretera serpenteaba y necesitaba mantener ambas manos al volante. Sin más distracciones, empezó a considerar su situación. Primero pensó en Winston y en cuánto podía confiar en ella. Sabía que era capaz y ambiciosa. Lo que no sabía era cómo respondería a la inevitable presión que se encontraría al ir contra el FBI y el Departamento de Policía de Los Ángeles. Concluyó que era afortunado por tenerla de su lado, pero que no podía sentarse a esperar que ella resolviera el caso. Sólo podía contar consigo mismo.
Supuso que si Winston no conseguía convencer a los otros, no dispondría de más de dos días antes de que lograran que un jurado de acusación presentara cargos y su cara saliera en los medios de comunicación. Después, sus probabilidades de trabajar en el caso se reducirían drásticamente. Sería la estrella de las noticias de las seis y de las once. No tendría más remedio que renunciar a la investigación, conseguir un abogado y entregarse. Entonces la prioridad sería demostrar su inocencia en el tribunal, sin que importara atrapar al verdadero asesino y a quien lo había contratado.
Había un apartadero de gravilla en la carretera; McCaleb se detuvo allí, y miró al oscuro precipicio que se abría a su derecha. A lo lejos, vio las luces cuadradas de una casa hundida en el desfiladero y se preguntó que se sentiría al vivir ahí. Buscó la armónica en el asiento de la derecha, pero se había escurrido en una de las curvas de la serpenteante carretera.
Transcurrieron tres minutos sin que pasara ningún coche. Volvió a poner el Taurus en el carril y continuó su camino. Una vez en lo alto de la montaña, la carretera se enderezaba un poco y descendía hacia las colinas de Woodland. Se quedó en Topanga Canyon Boulevard hasta que alcanzó Sherman Way y luego cortó hacia el este, hacia Canoga Park. Cinco minutos más tarde, se detuvo ante la casa de Graciela y observó las ventanas durante unos minutos. Pensó en qué iba a contarle. No estaba seguro de lo que había empezado con ella, pero sentía que era algo importante. Antes incluso de abrir la puerta del coche, ya barajaba la posibilidad de que su relación hubiera concluido.
Ella le abrió antes de que él llegara, y McCaleb se preguntó si habría estado observándolo sentado en el coche.
– ¿Terry, estás bien? ¿Por qué estás conduciendo?
– Tenía que hacerlo.
– Pasa, pasa.
Ella retrocedió y le invitó a entrar. Fueron a la sala de estar y se sentaron en los mismos lugares del sofá modular que habían ocupado antes. En un rincón había una mesita de madera con una televisión en color pequeña encendida con el volumen bajo. Estaban empezando las noticias de las diez en Canal 5. Graciela apagó la tele con el mando a distancia. McCaleb puso el pesado maletín a sus pies. Había dejado el talego en el coche, porque no estaba dispuesto a dar por sentado que lo invitarían a quedarse.
– Cuéntame -dijo ella-. ¿Qué está pasando?
– Creen que lo hice yo. El FBI, el departamento de policía, todos menos la detective del sheriff. Creen que maté a tu hermana por el corazón.
McCaleb miró a la cara de Graciela, y luego apartó la mirada como un hombre culpable. Se estremeció al pensar en la reacción de ella, pero en el fondo sabía que era culpable. Era el beneficiario del crimen, aunque no tuviera nada que ver con el asesinato. Estaba vivo por la muerte de Gloria. Una pregunta resonó en su mente como si cerraran de un portazo una docena de puertas en un oscuro pasillo. ¿Cómo iba a ser capaz de vivir con eso?
– Es ridículo -dijo Graciela enfadada-. ¿Cómo pueden pensar que tú…?
– Espera -la interrumpió McCaleb-, tengo que explicarte algunas cosas, Graciela. Luego decide si quieres creerme o no.
– No tengo que oír…
Él levantó la mano para interrumpirla una vez más.
– Escúchame, por favor. ¿Dónde está Raymond?
– Está durmiendo. Mañana tiene que ir al colegio.
Él asintió y se inclinó hacia delante. Puso los codos en las rodillas y juntó las manos.
– Han registrado mi barco. Mientras estaba contigo lo estaban registrando. Hicieron la misma conexión que nosotros: la sangre. Pero me buscan a mí. Encontraron cosas en mi barco. Yo mismo quiero contártelo antes de que se lo oigas decir a ellos o te enteres por la televisión o el diario.
– ¿Qué cosas, Terry?
– Escondido debajo de un cajón, encontraron el pendiente de tu hermana. La cruz que se llevó el asesino.
La miró un momento antes de continuar. Ella clavó la vista en la mesita de café mientras pensaba en lo que acababa de oír.
– También encontraron la foto del coche de Cordell y un gemelo que le habían quitado a Donald Kenyon. Encontraron todos los iconos que se llevó el asesino. Mi fuente, la detective del sheriff, me ha dicho que van a pedir que un jurado de acusación presente cargos. No puedo volver al barco.
Ella lo miró un momento antes de apartar la mirada. Se levantó y caminó hasta la ventana, a pesar de que la cortina estaba echada. Negó con la cabeza.
– ¿Quieres que me vaya? -dijo McCaleb a su espalda.
– No, no quiero que te vayas. Esto no tiene sentido. ¿Cómo pueden…? ¿Le hablaste a la detective del intruso? Tuvo que ser él quien puso esas cosas en el cajón. Él es el asesino. ¡Oh, Dios mío! Estuvimos tan cerca del… -No terminó la frase.
McCaleb se levantó y se le acercó, aliviado. Graciela no creía nada de aquella historia. La abrazó desde atrás y hundió su cara en el pelo de ella.
– Me alegro tanto de que me creas -susurró.
Ella se volvió en sus brazos y se dieron un largo beso.
– ¿Qué puedo hacer para ayudarte? -susurró ella.
– Sólo seguir creyendo. Y yo haré el resto. ¿Puedo quedarme aquí? Nadie sabe que estamos juntos. Quizá vengan aquí, pero no creo que sea para buscarme a mí, sino sólo para decirte que creen que yo soy el culpable.
– Quiero que te quedes mientras te haga falta y tú quieras.
– Sólo necesito un sitio para trabajar. Un sitio donde pueda estudiarlo todo otra vez. Tengo la sensación de que se me ha pasado algo. Como la sangre. Tiene que haber algunas respuestas en todos esos papeles.
– Puedes trabajar aquí. Me quedaré en casa mañana y te ayudaré a…
– No, no puedes hacerlo. No puedes hacer nada fuera de lo normal. Sólo quiero que te levantes por la mañana, que lleves a Raymond a la escuela y luego vayas al hospital. El resto es mi trabajo.
McCaleb sostuvo la cara de Graciela en sus manos. El peso de su culpa había disminuido por el sólo hecho de que ella estuviera allí con él. Sintió que de un modo sutil se abría en su interior un pasaje largo tiempo cerrado. No estaba seguro de adónde conduciría, pero sabía en el fondo de su alma que deseaba recorrer ese pasaje, que debía hacerlo.
– Estaba a punto de acostarme -dijo ella.
Él asintió.
– ¿Vienes conmigo?
– ¿Y Raymond? No deberíamos…
– Raymond está dormido. No te preocupes por él. Por ahora ocupémonos de nosotros dos.