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Sus pensamientos eran de color rojo sangre y negro. Se sentía como si estuviera en un permanente vacío, rodeado por una cortina de terciopelo de oscuridad, con las manos siempre buscando la grieta por la que escapar, pero sin encontrarla nunca. Vio las caras de Graciela Rivers y de Raymond como imágenes distantes que retrocedían en la oscuridad.

De repente, sintió una mano fría en el cuello y saltó; de su garganta escapó un chillido como el del prisionero que colocan ante el paredón. Se levantó. Era Winston. Su reacción la había asustado a ella tanto como ella a él.

– Terry, ¿estás bien?

– Sí, quiero decir no. Es él. Noone es el Asesino del Código. Los mató a todos. A los tres últimos por mí. Lo hizo hasta que le salió bien. Mató a Gloria Torres por su corazón. Por mí. Para que pudiera vivir y ser el testamento de su gloria.

La coincidencia del nombre y el propósito de Noone de repente golpeó a McCaleb.

– Espera un momento -dijo Winston-. Calma. ¿De qué estás hablando?

– Es él. Está todo ahí. Mira los archivos, el ordenador. Los mató a todos y luego decidió salvarme. Matar por mí.

Señaló la pantalla del ordenador, donde aún se leía el mensaje a McCaleb. Él esperó a que Winston lo leyera, pero finalmente no pudo contenerse.

– Todas las piezas han estado aquí desde el principio.

– ¿Qué piezas?

– El código. Era tan simple. Usaba todos los dígitos menos el uno. No one. [1] ¿Entiendes? Yo soy nadie. Era lo único que estaba diciendo.

– Terry, hablemos de esto más tarde. ¿Cuéntame cómo llegaste aquí? ¿Cómo supiste que era Noone?

– Por la cinta. La sesión que hicimos con él.

– ¿La hipnosis? ¿Qué ocurre?

– ¿Recuerdas que te pedí que no hablaras para que el sujeto no se confundiera?

– Sí. Me dijiste que sólo deberías hacerle preguntas a Noone, que cualquier cosa entre nosotros tenía que ser mediante señales o por escrito.

– Pero al final, cuando supe que todo se iba a la mierda, me frustré. Te dije: «¿Algo más?», y tú negaste con la cabeza. Yo pregunté: «¿Estás segura?», y tú negaste con la cabeza otra vez. Rompí mi propia regla al hablar contigo. La cuestión es que planteé esas preguntas en voz alta, así que Noone debería haberme contestado. Si hubiera estado en un auténtico trance hipnótico debería haberme contestado, porque no habría sabido que las preguntas estaban dirigidas a ti. Pero no lo hizo y eso muestra un conocimiento de la situación. Sabía, por la dirección de mi voz, o por la inflexión, que estaba hablando contigo y no con él. No debería haberlo sabido. No en un auténtico trance. Debería haber contestado a todas las preguntas que se formularan en aquella sala a no ser que estuvieran dirigidas a otra persona de forma específica. Yo nunca usé tu nombre.

– Estaba fingiendo.

– Sí. Y por eso sus respuestas eran falsas. Él era parte de la trampa. He llevado los vídeos a comparar antes de venir aquí. Tengo la impresión en mi coche. James Noone y el buen samaritano son la misma persona. El asesino.

Winston negó con la cabeza como para dar a entender que su cerebro estaba saturado. Sus ojos buscaron por el garaje un lugar donde sentarse. Sólo estaba el catre.

– ¿Quieres sentarte aquí? -le dijo McCaleb, levantándose.

– Quiero sentarme, pero no aquí. Tenemos que salir de aquí, Terry. He de llamar al capitán Hitchens y a los otros, al departamento de policía y al FBI. Será mejor que ponga una orden de busca y captura de Noone, también.

McCaleb estaba sorprendido de que ella todavía no hubiera hecho encajar todas las piezas.

– No me estás escuchando. No hay ningún Noone. No existe.

– ¿Qué quieres decir?

– El nombre va con todo lo demás. Noone. Rómpelo y tienes no one. Yo soy nadie. Las piezas estaban ahí todo el tiempo… -Sacudió la cabeza y se dejó caer de nuevo en la silla. Puso la cara entre las manos-. ¿Cómo… cómo voy a vivir con esto?

Winston volvió a poner su mano en el cuello de McCaleb, pero esta vez él no se sobresaltó.

– Vamos, Terry, no lo pienses ahora. Vamos al coche a esperar. Tengo que traer a la policía científica y buscar huellas para ver si podemos identificar a ese tipo.

McCaleb se levantó, rodeó el escritorio y se encaminó hacia la puerta. Habló sin volverse hacia ella.

– Nunca ha dejado una huella en ningún sitio. Dudo que vaya a empezar ahora.


Dos horas más tarde, McCaleb estaba sentado en el Taurus, aparcado en Atoll, detrás de la cinta amarilla que la policía había tendido entre los garajes de los almacenes. Unos cien metros más abajo veía el racimo de actividad que entraba y salía del garaje brillantemente iluminado. Había varios detectives, algunos de los cuales McCaleb los reconoció por haber formado parte del grupo de investigación del caso del Asesino del Código: técnicos, cámaras de vídeo de al menos dos de las agencias del orden involucradas, y media docena de agentes uniformados.

Mariposas en torno a la luz, pensó. Los miró a todos con una extraña indiferencia. Sus pensamientos estaban en otras cosas. Graciela y Raymond. Y Noone. No podía dejar de pensar en el hombre que se llamaba a sí mismo Noone. Había estado con él en la misma habitación. Había estado tan cerca.

Necesitaba beber algo, quería sentir el sabor ardiente del whisky en su garganta, pero sabía que echar un trago sería como ponerse una pistola en la sien. A pesar del dolor que lo partía en dos, no iba a darle a Noone o a quienquiera que fuese esa satisfacción. En la oscuridad del coche decidió que viviría. A pesar de todo, viviría.

No reparó en los hombres que bajaban por la calle hacia él hasta que casi llegaron al Taurus. Encendió las luces y los identificó. Eran Nevins, Uhlig y Arrango. Volvió a apagar los faros y esperó. Ellos abrieron las puertas del coche y entraron. Nevins se sentó delante y los otros atrás, con Arrango justo a espaldas de McCaleb.

– ¿No hay calefacción aquí? -preguntó Nevins-. Hace frío.

McCaleb puso en marcha el coche, pero esperó a que se calentara el motor antes de poner la calefacción. Miró a Arrango por el retrovisor, pero estaba demasiado oscuro para determinar si llevaba un palillo en la boca.

– ¿Dónde está Walters?

– Ocupado.

– Bueno -dijo Nevins-, hemos bajado a decirle que parece que estábamos equivocados con usted, McCaleb. Lo siento. Lo sentimos. Parece que Noone es nuestro hombre. Ha hecho un buen trabajo.

McCaleb se limitó a asentir. Era una disculpa estúpida, pero eso no le importaba. Lo que había descubierto para limpiar su nombre sería más duro de soportar que si hubiera sido acusado públicamente de asesinato. Las disculpas carecían de sentido para él.

– Sabemos que será una noche larga para usted y no queremos entretenerle. Estaba pensando que quizá podría hacernos un resumen de todo esto y entonces, quizá mañana, puede venir a prestar la declaración formal. ¿Qué le parece?

– Bien. Por lo que respecta a la declaración formal, se la daré a Winston, no a vosotros.

– Muy bien. Puedo entenderlo. Pero, por ahora, por qué no nos cuenta cómo, desde su punto de vista, funciona todo esto. ¿Puede hacerlo?

McCaleb se inclinó hacia delante y puso en marcha la calefacción. Recompuso sus pensamientos un momento antes de comenzar.

– Lo llamaré Noone, porque es todo lo que tenemos y posiblemente nunca tengamos nada más. Empieza con el Asesino del Código. Ése era Noone. Entonces yo era la referencia del FBI en el operativo. Por acuerdo con el Departamento de Policía de Los Ángeles, me convertí en el portavoz del caso ante los medios. Yo conducía las reuniones informativas, manejaba las peticiones de entrevistas. Durante diez meses mi cara se identificó en la televisión con el caso del Asesino del Código. Y por eso Noone se fijó en mí. A medida que nos acercamos a él, se obsesionó conmigo. Me envió cartas. En su mente, yo era su perdición. Era la personificación del operativo que le seguía los pasos.

– ¿No se está dando muchos méritos? -preguntó Arrango-. No era el único…

– Cállese y escuche, Arrango. Podría aprender algunas cosas.

McCaleb lo miró por el retrovisor y Arrango le sostuvo la mirada. McCaleb vio que Nevins levantaba una mano para pedir a Arrango que se calmara.

– Fue él quien me dio los méritos -dijo McCaleb-. Al final, cuando sabía que los riesgos eran demasiado altos dejó de actuar. Los asesinatos se interrumpieron y el Asesino del Código desapareció. Fue más o menos entonces cuando empezaron mis… problemas. Necesitaba un trasplante y eso fue noticia porque mi cara era noticia. Noone lo vio. No era difícil enterarse. Y tramó lo que consideraría su plan más magnífico.

– Decidió que en lugar de matarle le salvaría -dijo Uhlig.

McCaleb asintió.

– Eso le daría su victoria final porque sería un triunfo duradero. Simplemente eliminarme, matarme, sólo le hubiera proporcionado un sentimiento de éxito pasajero. Pero al salvarme… Había algo único, algo que lo llevaría al Paseo de la Fama. Y siempre me tendría a mí como recordatorio de lo listo y poderoso que es. ¿Entendéis?

– Entiendo -dijo Nevins-, pero ése es el lado psicológico. Lo que yo quiero saber es cómo lo hizo. ¿Cómo obtuvo los nombres? ¿Cómo supo de Kenyon, Cordell y Torres?

– Con el ordenador. Vuestros técnicos van a tener que meterse a fondo.

– Bob Clearmountain viene hacia aquí -dijo Nevins-. ¿Se acuerda de él?

McCaleb asintió. Clearmountain era el experto en informática de la oficina de campo del FBI en Los Ángeles. Un hacker extraordinario al servicio de los federales.

– Claro. Entonces él podrá contestar a esta pregunta mejor que yo. Supongo que encontraréis un programa para entrar en ese ordenador. Noone accedió a la AOSSO y de allí sacó los nombres. Eligió sus objetivos en función de la edad, estado físico y proximidad. Y se puso a trabajar. Con Kenyon y Cordell las cosas no salieron bien. Con Torres, sí. Desde el punto de vista de Noone.

– ¿Y desde el principio pensó en colgárselo a usted?

– Creo que quería que le siguiera la pista y descubriera por mí mismo lo que había hecho. Sabía que eso ocurriría si yo me convertía en sospechoso, porque entonces tendría que investigar yo mismo. Pero al principio eso no sucedió porque los detectives del caso no vieron las pistas.

Miró a Arrango por el retrovisor mientras decía esto. Pudo ver que los ojos del detective se oscurecían de ira. Estaba a punto de estallar.

– Arrango, el hecho es que lo tomó como un caso cotidiano de atraco con el añadido de unos disparos, ni más ni menos. Se le pasó, así que Noone lo puso todo en marcha.

– ¿Cómo? -preguntaron Uhlig y Nevins al unísono.

– Mi implicación fue consecuencia del artículo en el Times. El artículo surgió a raíz de la carta de un lector. No sé quién firmó la carta, pero apuesto a que era Noone.

Se detuvo en espera de algún desacuerdo, pero no lo hubo.

– La carta pone en marcha el artículo. El artículo pone en marcha a Graciela Rivers. Graciela Rivers me pone en marcha a mí. Como las fichas de un dominó.

De repente se le ocurrió algo. Recordó el hombre en el viejo coche de importación mirando desde el otro lado de la calle la primera vez que había visitado el Sherman Market. Cayó en la cuenta de que el coche coincidía con el que había visto huir del aparcamiento del puerto deportivo la noche que persiguió al intruso.

– Creo que Noone estuvo vigilando desde el principio -dijo-. Viendo como se desenvolvía su plan. Sabía cuándo era el momento de entrar en mi barco y plantar las pruebas. Sabía cuándo llamaros. -Miró a Nevins, cuyos ojos se apartaron para mirar por el parabrisas-. ¿Recibisteis una llamada anónima? ¿Qué dijeron?

– En realidad fue un mensaje anónimo. Lo apuntó la persona del turno de noche. Sólo decía: «Comprobad la sangre. McCaleb tiene su sangre.» Eso era todo.

– Eso cuadra. Era él. Otro movimiento más de su partida.

Permanecieron unos segundos en silencio. Las ventanas estaban empezando a empañarse con la calefacción y la respiración.

– Bueno, no sé cuánto de todo esto conseguiremos confirmar -dijo Nevins-. Ciertamente son muchos quizá.

McCaleb asintió. Dudaba de que toda su teoría pudiera confirmarse, porque dudaba de que consiguieran identificar y encontrar a Noone algún día.

– Bueno -continuó Nevins-, supongo que seguiremos en contacto.

Abrió la puerta y los demás hicieron lo mismo. Antes de salir, Uhlig se estiró sobre el asiento y tocó el hombro de McCaleb con una armónica.

– Estaba en el suelo -dijo.

Cuando Arrango bajó del coche, McCaleb bajó la ventanilla y lo miró.

– Sabe, podría haberlo pillado. Estaba todo en el expediente. Le estaba esperando.

– Jódase, McCaleb.

Se alejó siguiendo a los dos agentes de nuevo hacia el garaje de Noone. McCaleb esbozó una leve sonrisa. Tenía que admitir que a pesar de todo, aún no estaba por encima del culposo placer de meterse con Arrango.


McCaleb se quedó unos minutos sentado en el coche antes de arrancar. Era tarde, más de las diez, y se preguntaba adónde ir. Todavía no había hablado con Graciela y contemplaba la tarea con una mezcla de pavor y alivio, esto último por el convencimiento de que de un modo u otro su relación no tardaría en definirse. El problema que tenía era que no estaba seguro de darle las noticias de noche. Sería mejor hacerlo a la inquebrantable luz del día.

Puso la mano en el contacto y echó un último vistazo al iluminado garaje donde su vida había cambiado de forma tan brutal. Advirtió que la luz que salía del garaje y se proyectaba en el camino temblaba. Supuso que el fluorescente del techo había sido golpeado de algún modo y parpadeaba. En ese momento se le ocurrió algo y quitó la mano del contacto.

Salió del Taurus y sin dudarlo pasó por debajo de la cinta amarilla. El oficial uniformado a cargo de la entrada no dijo nada. Probablemente había inferido -erróneamente- que McCaleb era un detective, ya que había visto a tres de los detectives al mando sentados con él en el coche.

Caminó hasta la periferia de la luz y esperó hasta que localizó a Jaye Winston. Ella estaba de pie con un sujetapapeles, escribiendo las descripciones de los contenidos del almacén. Todo estaba siendo etiquetado e incautado.

Cuando Winston se apartó de uno de los técnicos miró a la oscuridad y McCaleb captó su atención con una señal de la mano. Ella salió del garaje y se le acercó. Tenía una sonrisa cauta en el rostro.

– Creía que estabas libre. ¿Por qué no te has ido?

– Ya me voy. Sólo quería darte las gracias por todo. ¿Estáis consiguiendo algo aquí?

Ella frunció el ceño y negó con la cabeza.

– Tenías razón. El lugar está limpio. Los chicos de huellas no han encontrado ni una mancha. Hay huellas en el ordenador, pero supongo que son tuyas. No sé cómo vamos a seguirle la pista a este tipo. Es como si no hubiera estado nunca aquí.

Él le pidió que se acercara más cuando vio que Arrango salía del garaje y se llevaba un cigarrillo a la boca.

– Creo que cometió un error -dijo McCaleb con calma-. Manda a tu mejor hombre de huellas al Star Center y que examine los fluorescentes del techo de la sala de interrogatorios. Cuando estaba preparando la sesión de hipnosis, quité algunos tubos y se los pasé a Noone. Tuvo que agarrarlos para no delatarse. Podría haber huellas.

La cara de ella se iluminó y sonrió.

– Está en el vídeo de la sesión -dijo McCaleb-. Puedes decirles que lo descubriste tú.

– Gracias, Terry.

Ella le dio una palmadita en el hombro. Él asintió y empezó a caminar hacia el coche. Ella lo llamó y McCaleb se volvió.

– ¿Estás bien?

Él asintió.

– No sé adónde vas, pero buena suerte.

Él le saludó y se volvió hacia su destino.

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