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La recepcionista de Bonnie Fox, la de cara de pocos amigos, le dijo a McCaleb que la doctora estaba en cirugía de trasplantes toda la tarde y que probablemente no estaría localizable durante dos o tres horas más. McCaleb casi maldijo su suerte en voz alta, pero en lugar de hacerlo dejó el teléfono de Graciela y le pidió a la simpática que tomara nota: necesitaba que Fox lo llamase lo antes posible, no importaba la hora que fuera. Estaba a punto de colgar cuando pensó en algo.

– ¿Quién se queda el corazón?

– ¿Qué?

– Ha dicho que estaba en el quirófano. ¿Con qué paciente? ¿El chico?

– Lo siento, no estoy autorizada a hablar de otros pacientes con usted -dijo la simpática.

– Muy bien -dijo él-. No olvide decirle que me llame.

McCaleb pasó los siguientes quince minutos paseando entre la sala y la cocina, esperando de una manera poco realista que el teléfono sonara y oír la voz de Fox.

Al final se las compuso para arrinconar su ansiedad en un lado de su cerebro y empezó a pensar en los principales problemas que se le venían encima. McCaleb sabía que tenía que comenzar a tomar decisiones, la principal de las cuales era determinar si debía buscar un abogado. Sabía que Winston tenía razón; lo más inteligente era buscar protección legal. Pero McCaleb no se resignaba a llamar a Michael Haller Jr. o a cualquier otro, a renunciar a sus propias habilidades para confiarse en las de otro.

En la sala de estar, no había documentos sobre la mesita de café. A medida que iba pasando las páginas, las había ido devolviendo al maletín hasta que lo único que quedó en la mesita fue la pila de cintas de vídeo.

Desesperado por la necesidad de pensar en otra cosa, que no fuera en qué era exactamente lo que Fox le había dicho acerca del otro paciente, cogió la cinta de encima de la pila y se acercó al televisor. Puso la cinta de vídeo sin fijarse en cuál era. No importaba. Sólo quería pensar en otra cosa durante un rato.

Pero en cuanto se dejó caer de nuevo en el sofá se olvidó inmediatamente de la cinta que se estaba reproduciendo. Michael Haller Jr., pensó. Sí, sería un buen abogado. No tan bueno como su padre, el legendario Mickey Haller. Sin embargo, la leyenda había muerto hacía tiempo y Junior había tomado su lugar como uno de los más destacados y exitosos abogados defensores de Los Ángeles. Junior lo sacaría de ese atolladero, McCaleb lo sabía. Pero, por supuesto, eso sería después de que el bombardeo de los medios de comunicación destrozara su reputación, él perdiera sus ahorros y tuviera que vender el Following Sea. E incluso cuando todo concluyese y quedara libre, seguiría llevando consigo el estigma de la sospecha.

Para siempre.

McCaleb entrecerró los ojos y se preguntó qué era lo que mostraba la televisión. La cámara estaba centrada en las piernas y los pies de alguien subido a una mesa. Entonces reconoció sus botas y situó lo que estaba viendo: la sesión de hipnosis. La cámara estaba grabando cuando McCaleb se había subido a la mesa para retirar algunos fluorescentes. James Noone aparecía en pantalla y se estiraba para alcanzar uno de los tubos que él le tendía.

McCaleb cogió el control remoto de la televisión del brazo del sofá y pulsó el botón de avance rápido. Interesado porque había olvidado revisar la sesión de hipnosis como le dijo al capitán Hitchens que haría, McCaleb decidió saltarse los preliminares. Pasó la parte de la entrevista inicial y de los ejercicios de relajación hasta el interrogatorio de Noone bajo hipnosis. Quería oír el relato de James Noone de los detalles del asesinato y la huida del asesino.

McCaleb miró con absoluta concentración y pronto se encontró sufriendo los mismos efectos físicos de frustración que había experimentado durante la sesión real. Noone era el sujeto perfecto. Resultaba raro que un testigo hipnotizado pudiera recordar con tanto detalle. La hiriente frustración era que sencillamente no había tenido una buena visión del conductor y que las matrículas del Cherokee estaban tapadas.

– Maldición -dijo McCaleb en voz alta mientras la sesión grabada llegaba a su fin.

Alcanzó el mando, decidió rebobinar y volver a ver la entrevista. De repente se quedó de piedra, con el dedo colocado sobre el mando a distancia.

Acababa de ver algo que no encajaba, algo que se le había escapado durante la sesión real. Rebobinó la cinta, pero sólo brevemente, luego reprodujo de nuevo las últimas preguntas.

En el vídeo, McCaleb estaba concluyendo, preguntando cosas que se habían quedado colgadas y manifestando sus propios deseos. Eran posibilidades remotas lanzadas a Noone por efecto de su frustración. Preguntaba si había adhesivos en el parabrisas del Cherokee. Noone dijo que no y entonces McCaleb se quedó sin preguntas, se volvió hacia Winston y le preguntó:

– ¿Algo más?

Aunque McCaleb había quebrantado sus propias reglas al formular una pregunta a una tercera persona, Winston siguió las reglas y no respondió verbalmente, sólo negó con la cabeza.

– ¿Estás segura? -preguntó McCaleb.

Otra vez ella sacudió la cabeza. McCaleb entonces empezó a sacar a Noone del trance.

Pero eso estaba mal y a McCaleb se le había pasado en ese momento. Esta vez rodeó la mesita de café con el mando en la mano, y se acercó a la pantalla. Rebobinó la cinta una vez más para ver de nuevo la secuencia.

– ¡Hijo de puta! -murmuró al terminar-. Tendrías que haberme contestado, Noone. ¡Tendrías que haber contestado!

Expulsó la cinta y se volvió para poner otra. Esparció la pequeña pila de vídeos sobre la mesita y rápidamente buscó entre las cajas de plástico hasta que encontró la cinta con la etiqueta del Sherman Market. Puso la cinta en la máquina, empezó a reproducirla en avance rápido y luego detuvo la imagen cuando el buen samaritano entraba en escena.

La imagen no quedaba perfectamente congelada y McCaleb supuso que el aparato era un modelo barato de sólo dos cabezales. Sacó la cinta y consultó su reloj. Eran las cuatro cuarenta. Dejó el mando encima del televisor y fue al teléfono de la cocina.


Tony Banks aceptó quedarse otra vez después de cerrar Video GraFX Consultants hasta que McCaleb llegara. Cruzando el valle de San Fernando por la 101, inicialmente avanzó deprisa. La mayor parte del tráfico de la hora punta iba en sentido contrario, la fuerza de trabajo de la ciudad de regreso a las localidades dormitorio del valle. Pero cuando continuó hacia el sur a través del paso de Cahuenga hacia Hollywood, las luces de freno estaban encendidas en todo lo que alcanzaba la vista y se vio atrapado en el atasco. Finalmente aparcó el Taurus de Buddy Lockridge en el pequeño estacionamiento para empleados de Video GraFX Consultants a las seis y cinco. Una vez más, Tony Banks abrió la puerta antes de que McCaleb pulsara el timbre nocturno.

– Gracias, Tony -dijo McCaleb a la espalda del hombre, mientras era conducido por el pasillo una vez más a uno de los estudios-. Me está ayudando mucho.

– No hay problema.

Pero McCaleb notó que esta vez ya no había tanto entusiasmo en el «no hay problema». Entraron en la misma sala en la que se habían sentado la semana anterior. McCaleb le dio a Banks las dos cintas que había traído consigo.

– En cada una de estas cintas hay un hombre -dijo-. Quiero ver si se trata del mismo hombre.

– Quiere decir que no lo ve.

– No estoy seguro. Parecen diferentes, pero creo que es un disfraz. Creo que se trata de la misma persona, pero quiero asegurarme.

Banks introdujo la primera cinta en el reproductor, en el lado izquierdo de la consola, y el asalto y asesinatos del Sherman Market empezaron a reproducirse en la correspondiente pantalla.

– ¿Este tipo? -dijo Banks.

– Exacto. Congele la imagen cuando se le vea bien.

Banks congeló la imagen en el momento en que el así llamado buen samaritano mostraba su perfil derecho.

– ¿Qué tal? Necesito el perfil. Es difícil hacer la comparación de frente.

– Usted es el jefe.

Le dio a Banks la segunda cinta, que insertó en el otro reproductor, y pronto la sesión de hipnosis apareció en la pantalla de la derecha.

– Retrocédalo -dijo McCaleb-. Creo que hay un perfil antes de que se siente.

Banks pasó la cinta hacia atrás.

– ¿Qué le está haciendo aquí?

– Hipnosis.

– ¿De verdad?

– Eso creía entonces, pero ahora creo que estaba jugando conmigo todo… Ahí.

Banks detuvo la cinta. James Noone miraba hacia la derecha, probablemente a la puerta de la sala de interrogatorios. Banks jugó con los diales y el ratón del ordenador y amplió la imagen, luego la mejoró. Hizo lo mismo con la imagen de la izquierda. Entonces se recostó y miró los perfiles enfrentados. Al cabo de unos segundos habló mientras se sacaba del bolsillo un puntero de infrarrojos y lo encendía.

– Bueno, las complexiones no coinciden. Este parece mexicano.

– Eso sería fácil. Un par de horas en un salón de rayos UVA bastarían para darle ese aspecto.

Banks pasó el puntero rojo por el puente de la nariz del buen samaritano.

– Fíjese en la curva de la nariz -dijo-. ¿Ve el doble salto?

– Sí.

El punto rojo pasó a la pantalla de la izquierda y encontró el mismo doble salto en la nariz de James Noone.

– Es una conjetura poco científica, pero me resultan muy parecidas -dijo Banks.

– A mí también.

– El color de los ojos es diferente, pero eso es fácil de conseguir.

– Lentes de contacto.

– Exacto. Y aquí, la mandíbula expandida del tipo de la derecha. Una aplicación dental, ya sabe como las que usan los boxeadores, o incluso montoncitos de papel tisú como el que usaba Brando en El padrino podrían darle ese aspecto.

McCaleb asintió, tomando silenciosa nota de otra posible conexión con la película de gángsteres: cannoli y luego, posiblemente, papel tisú a modo de implantes en las mejillas.

– Y el cabello siempre se puede cambiar -seguía diciendo Banks-. De hecho me parece que este tipo lleva una peluca.

Banks pasó el puntero por el pelo del buen samaritano. McCaleb se recriminó en silencio por no haberlo visto antes. El nacimiento del pelo era una línea perfecta, la prueba reveladora de una peluca.

– Veamos qué más tenemos.

Banks volvió a los diales y retrocedió la imagen. Luego usó el ratón para delinear una nueva área mejorada: las manos del buen samaritano.

– Es como con las chicas -dijo Banks-. Pueden ponerse pelucas, maquillaje, incluso hacerse las tetas. Pero no pueden hacer nada con las manos. Las manos (y algunas veces los pies) siempre delatan.

Una vez enfocadas las manos del buen samaritano, se puso a trabajar con la otra consola hasta obtener una ampliación de la mano derecha de Noone en la otra pantalla. Banks se levantó para situarse con los ojos a la altura de las pantallas y se acercó a pocos centímetros de cada monitor mientras examinaba y comparaba las manos.

– Muy bien, mire esto.

McCaleb se levantó y miró de cerca las pantallas.

– ¿Qué?

– El primer dedo tiene una pequeña cicatriz, aquí, en el nudillo. ¿Ve la decoloración?

McCaleb se acercó más a la imagen de la mano derecha del buen samaritano.

– Espere un segundo -dijo Banks. Abrió un cajón de la consola y sacó una lupa de fotógrafo, de las que se utilizan para examinar y ampliar negativos en una mesa de luz-. Pruebe con esto.

McCaleb puso la lupa sobre el nudillo en cuestión y miró a través de la lente. Distinguió un remolino de tejido cicatrizado en el nudillo. Aunque el conjunto de la imagen estaba distorsionado y borroso, identificó la cicatriz como casi en la forma de un signo de interrogación.

– Muy bien -dijo-. Veamos la otra.

Dio un paso hacia la izquierda y usó la lupa para localizar el mismo nudillo en la mano derecha de Noone. La posición y el ángulo de la mano eran distintos, pero la cicatriz estaba allí. McCaleb se mantuvo tranquilo y examinó la imagen hasta asegurarse. Entonces cerró los ojos un momento. Estaba claro: el hombre que aparecía en las dos pantallas era el mismo.

– ¿Está ahí? -preguntó Banks.

McCaleb le pasó la lupa.

– Está ahí. ¿Podría obtener copias impresas de las dos pantallas?

Banks estaba mirando la segunda pantalla.

– Aquí está, sí señor -dijo-. Y sí puedo imprimirlo. Déjeme que ponga las imágenes en un disco y las llevaré al laboratorio. Tardaré unos minutos.

– Gracias.

– Espero que le ayude.

– Mucho más de lo que cree.

– ¿Qué es lo que hace el tipo de todos modos? ¿Se disfraza de mexicano y hace buenas acciones?

– No exactamente. Algún día se lo explicaré todo.

Banks lo dejó estar y se puso a trabajar con la consola, transfiriendo las imágenes a un disco de ordenador. Retrocedió las cintas y copió también las imágenes de las cabezas.

– Vuelvo en unos minutos -dijo mientras se levantaba-. A no ser que se tenga que calentar la máquina.

– Oiga, ¿hay un teléfono por aquí que pueda usar mientras le espero?

– En el cajón de la izquierda. Pulse el nueve primero.


McCaleb llamó al número de la casa de Winston y se puso el contestador. Al oír su voz vaciló antes de dejar el mensaje, consciente de las consecuencias que podría tener para Winston que se probase alguna vez que había colaborado con el sospechoso de una investigación de asesinato. Una cinta con su voz podría hacerlo. Pero decidió que el descubrimiento que acababa de hacer en la última hora justificaba el riesgo. No quería llamar a Winston al busca, porque no quería esperar a que ella lo llamara. Tenía que moverse. Urdió un rápido plan y dejó un mensaje después de un bip.

– Jaye, soy yo. Te lo explicaré todo cuando nos veamos, pero confía en mí de momento. Sé quién es el asesino. Es Noone, Jaye, James Noone. Voy a su casa ahora, la dirección está en el expediente. Reúnete conmigo allí si puedes. Te lo entregaré a ti.

Colgó y llamó al busca. Entonces marcó el teléfono de la casa de ella y colgó. Con un poco de suerte, pensó, Winston pronto escucharía el mensaje y se dirigiría a la casa de Noone para ayudarle.

McCaleb se puso el maletín en el regazo y abrió la cremallera del bolsillo central. Las dos pistolas estaban allí, su propia Sig-Sauer P-228 y la HK P7 que James Noone había dejado bajo su barco. McCaleb sacó su propia arma. Comprobó el mecanismo y se embutió la pistola en la cintura del pantalón, en los riñones. Se cubrió con la chaqueta.

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