Parecía que todas las luces de la casa de Graciela estaban encendidas y esta vez McCaleb no se entretuvo en el coche. Sabía que no había más tiempo para sopesar las opciones. Tenía que enfrentarse a ella y contarle la verdad: contarle todo y aceptar las consecuencias.
Una vez más, ella le abrió la puerta antes de que él llegara. Esta mujer que se preocupa tanto, que me espera mirando a la calle, pensó mientras se acercaba a la puerta. Y ahora debo partirle el corazón.
– Terry, ¿dónde te habías metido? He estado muy preocupada.
Ella corrió a abrazarlo desde la puerta. Sintió que su voluntad se debilitaba, pero sin llegar a quebrarse. McCaleb la separó, la puso a su lado y la condujo de nuevo hacia la casa, con un brazo por encima del hombro de ella, sosteniéndola cerca, quizá por última vez.
– Entremos -dijo-. Tengo que explicarte algo.
– ¿Estás bien?
– Por ahora.
Fueron a la sala de estar y él se sentó junto a Graciela en el sofá modular. Sostenía las dos manos de ella en las suyas.
– ¿Raymond está acostado?
– Sí. ¿Qué pasa, Terry? ¿Qué ha sucedido?
– Se acabó. Todavía no lo han detenido, pero saben quién es. Esperemos que lo detengan pronto. Yo estoy libre de sospechas.
– Cuéntame.
McCaleb le apretó las manos. Se dio cuenta de que las suyas estaban sudorosas y la soltó. Fue como si acabara de liberar un pájaro caído que hubiera cuidado hasta sanar. Sintió que nunca volvería a tener las manos de ella entre las suyas.
– Recuerdas esa noche que hablamos de fe y de lo difícil que a mí me resultaba tenerla.
Ella asintió.
– Antes de explicártelo todo, quiero que sepas que en los últimos días (en realidad en el tiempo que hace que te conozco) he sentido que recuperaba algo que estaba dentro de mí. Es una clase de fe. Quizá la creencia en algo. No lo sé. Pero sé que era un comienzo, el inicio de algo bueno…
– ¿Era?
McCaleb desvió la mirada un momento para tratar de encontrar las palabras adecuadas. Era duro. Sabía que sólo disponía de esa oportunidad.
Volvió a mirarla.
– Pero era un cambio tan nuevo y tan frágil. Y no sé si durará después de lo que tengo que decirte. Quiero que lo decidas tú. No he rezado por nada en mucho tiempo, pero rezaré por verte a ti y a Raymond otra vez en mi muelle. O por que levante el teléfono y escuche tu voz. Voy a dejar que seas tú quien decida.
Se acercó a ella y la besó suavemente en la mejilla. Ella no se resistió.
– Cuéntame -dijo Graciela con calma.
– Graciela, tu hermana está muerta por mí. Por algo que yo hice hace mucho tiempo. Porque crucé una línea en algún lugar y dejé que mi ego desafiase a un loco, por eso Gloria está muerta.
Los ojos de él se alejaron de los de Graciela, se sentía incapaz de ser testigo del dolor que acababa de poner en ellos.
– Cuéntame -le repitió ella, más calmada incluso en esta ocasión.
Y lo hizo. Le habló del hombre al que por el momento se conocía con el nombre de James Noone. Le explicó el rastro que lo había llevado al garaje. Le contó lo que había encontrado allí y lo que le estaba esperando en el ordenador.
Ella empezó a llorar mientras él hablaba, lágrimas silenciosas que rodaron por sus mejillas y cayeron sobre su blusa tejana. Él quería abrazarla y besar las lágrimas en sus mejillas. Pero no podía. Sabía que por el momento estaba fuera de su mundo. Volver a entrar no era una decisión que le correspondiera tomar a él. Ella tenía que invitarle.
Cuando concluyó su relato, ambos se quedaron sentados en silencio. Graciela por fin se levantó y con las palmas abiertas se enjugó las lágrimas de las mejillas.
– Debo de estar horrible.
– No.
Ella miró la alfombra que había bajo la mesita de café y se hizo un largo silencio.
– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó ella por fin.
– No estoy seguro, pero tengo algunas ideas. Voy a encontrarlo, Graciela.
– ¿No puedes dejarlo? ¿Dejar que la policía lo encuentre?
McCaleb sacudió la cabeza.
– No creo que pueda. Ahora no. Si no lo encuentro y me enfrento a él, nunca sabré si podré superar esto. No sé si tiene sentido lo que digo.
Ella asintió, todavía con la vista clavada en el suelo, y transcurrió otro rato de silencio. Finalmente, Graciela miró a McCaleb.
– Quiero que te vayas ahora, Terry. Necesito estar sola.
McCaleb se levantó lentamente.
– De acuerdo.
De nuevo volvió a sentir una urgencia casi incontenible de simplemente tocarla. Nada más. Sólo quería sentir su calor una vez más. Como el primer día en que ella le había tocado.
– Adiós, Graciela.
– Adiós, Terry.
Él cruzó la sala y se dirigió a la puerta. En su camino miró el armario chino y vio la foto enmarcada de Gloria Torres. Sonreía a la cámara en ese día feliz, tan lejano. McCaleb sabía que esa sonrisa siempre le acecharía.