Le llevó dos días encontrar el lugar que había dibujado Daniel Crimmins, en el papel de James Noone, durante la sesión de hipnosis. McCaleb empezó en Rosarita Beach y avanzó hacia el sur. Lo encontró entre La Fonda y Ensenada en un remoto tramo de la costa. Playa Grande era un pueblecito en una roca con dos gradas con vistas al mar. El pueblo consistía básicamente en un motel con seis pequeños bungalós separados, una tienda de cerámica, un pequeño restaurante, un mercado y una gasolinera. También había un establo donde alquilaban caballos para bajar a la playa. El núcleo urbano, si es que podía llamársele así, estaba al borde de un acantilado que se asomaba a la playa. Encima se alzaba un risco escalonado con algunas casitas dispersas y caravanas.
Lo que hizo que McCaleb se detuviera fue el establo: recordó la descripción de Crimmins de caballos en la playa. Bajó del Cherokee y descendió por el empinado sendero de afloramientos rocosos hasta una playa ancha y blanca, un enclave privado de casi dos kilómetros de largo y cerrado en ambos extremos por enormes rocas dentadas que se adentraban en el mar. Cerca del extremo sur, McCaleb divisó el saliente que Crimmins había descrito durante la sesión de hipnosis. McCaleb sabía que la mejor y más convincente manera de mentir era decir el máximo posible de verdad. Por eso él había tomado la descripción del lugar del mundo en el que se sentía más relajado como una descripción auténtica de un sitio que conocía. McCaleb había encontrado ese sitio.
Había llegado a Playa Grande a fuerza de deducción y mucho caminar. La descripción que Crimmins había ofrecido durante la sesión de hipnosis, obviamente, correspondía a la costa del Pacífico. Había afirmado que le gustaba bajar allí, y como McCaleb sabía que al sur de Los Ángeles no había ninguna playa californiana tan remota y con caballos, su destino era México. Y puesto que Crimmins había dicho que iba en coche, eso eliminaba Cabo y los otros puntos alejados de la península de Baja California. A McCaleb le llevó dos días recorrer el tramo de costa que quedaba, deteniéndose en cada pueblo y cada vez que veía un acantilado.
Crimmins tenía razón: era un lugar verdaderamente hermoso y apacible. La arena parecía azúcar y el embate del mar durante un millón de años había cavado un buen hueco en el risco, creando el saliente que semejaba una ola de roca a punto de romper sobre la playa.
McCaleb no vio a nadie en la playa, ni hacia un lado ni hacia el otro. Era día laborable y supuso que ese trecho de arena era muy poco popular salvo en los fines de semana. Por eso le había gustado a Crimmins.
En la playa había tres caballos. Daban vueltas en torno a un comedero vacío mientras esperaban clientes. No había ninguna necesidad de mantenerlos atados. La playa estaba completamente encajonada entre el mar y las rocas. La única vía de huida era el empinado sendero que conducía de regreso al establo.
McCaleb llevaba una gorra de béisbol y gafas oscuras para protegerse del sol de mediodía. Vestía pantalones largos y una gabardina. Embelesado por la belleza del lugar, se quedó en la playa hasta mucho después de determinar que Daniel Crimmins no estaba allí. Al cabo de un rato, un adolescente con pantalones cortos y un chaleco de algodón bajó por el sendero y se le acercó.
– ¿Quiere dar un paseo a caballo?
– No, gracias -contestó McCaleb en castellano.
Del bolsillo de su chaqueta, McCaleb sacó las fotos dobladas que Tony Banks había obtenido de las cintas de vídeo. Se las mostró al chico.
– ¿Lo has visto? Busco a este hombre.
– El chico miró las fotos y no hizo ninguna señal de haberlo entendido. Finalmente, sacudió la cabeza.
– No, no lo he visto.
El chico le dio la espalda y volvió a subir por el sendero. McCaleb se guardó las fotos en la americana y al cabo de unos minutos él también subió el empinado camino. Se detuvo dos veces, pero de todos modos el ascenso lo dejó exhausto.
McCaleb comió enchiladas de langosta en el restaurante por el equivalente a cinco dólares. Mostró las fotos varias veces más, pero sin resultado. Después de comer, caminó hasta la gasolinera y utilizó un teléfono público para comprobar los mensajes del contestador de su barco. No había ninguno. Entonces llamó a Graciela, por cuarta vez desde que saliera de Los Ángeles, y de nuevo saltó el contestador. Esta vez no dejó mensaje. Si no hacía caso de sus llamadas probablemente era porque no quería volver a hablar con él.
McCaleb se registró con nombre falso en el motel Playa Grande y pagó en efectivo. También mostró las fotos al hombre que había tras el mostrador de recepción y obtuvo otra respuesta negativa.
Su bungaló ofrecía una vista parcial de la playa y un amplio panorama del Pacífico. Miró, pero sólo vio caballos. Se quitó la gabardina y decidió echar una siesta. Había pasado dos días duros conduciendo por malas carreteras, caminando por la arena y subiendo empinados senderos.
Antes de acostarse, abrió el talego sobre la cama, puso el cepillo de dientes y el dentífrico en el cuarto de baño y luego ordenó los viales de plástico que contenían sus medicinas y la caja de termómetros de un solo uso en la mesilla de noche. Sacó la Sig-Sauer de la bolsa y la dejó también sobre la mesa. Siempre constituía un riesgo marginal pasar armas al país vecino. Pero en la frontera, como esperaba, los aburridos federales mexicanos se limitaron a hacerle una señal con la mano para que pasase.
Cuando se tumbó para dormir con la cabeza entre dos almohadas con olor a humedad decidió que volvería a intentarlo en la playa al anochecer. Crimmins había descrito la puesta de sol durante la sesión de hipnosis. Quizás entonces estaría en la playa. Si no, McCaleb empezaría a buscarlo en el disperso barrio que quedaba encima del pueblo. McCaleb confiaba encontrarlo. No le cabía la menor duda de que había llegado al lugar que Crimmins había descrito.
Soñó en colores por primera vez en meses. Montaba un caballo desbocado, un enorme Appaloosa del color de la arena húmeda que avanzaba por la playa. Lo perseguían pero su inestable montura le impedía volverse para ver quién iba detrás. Sólo sabía que no podía detenerse, que si lo hacía corría peligro. En su galopar, el animal levantaba grandes terrones de arena con los cascos.
La rítmica cadencia del galope fue reemplazada por el latido de su propio corazón. McCaleb se despertó y trató de calmarse. Al cabo de un momento decidió tomarse la temperatura.
Cuando se incorporó y puso los pies en la alfombra, sus ojos comprobaron la mesilla, formaba parte de un hábito adquirido. Buscaba el reloj que estaba en la mesilla de su cama, en el barco. Pero no había reloj allí. Apartó la mirada y entonces sus ojos volvieron a fijarse en la mesa y se dio cuenta de que la pistola había desaparecido.
McCaleb se levantó con rapidez y miró por la habitación, con una inquietante sensación de extrañeza. Sabía que había puesto la pistola en la mesa antes de dormirse. Alguien había estado en la habitación mientras dormía. Crimmins, sin duda. Crimmins había entrado en la habitación.
A toda prisa revisó la gabardina y el talego y no echó en falta nada más. Examinó de nuevo la habitación y sus ojos repararon en una caña de pescar que habían dejado en una esquina, junto a la puerta. Fue a agarrarla. Era el mismo modelo de caña y carrete que había comprado para Raymond. Al darle la vuelta para estudiarla con más atención vio que habían grabado las iniciales RT en el mango de corcho. Raymond había marcado su caña. O alguien lo había hecho por él. En cualquier caso el mensaje estaba claro: Crimmins tenía a Raymond.
McCaleb se había espabilado de golpe y sentía en el pecho un dolor causado por el pánico. Cerró los puños en las mangas de la gabardina mientras se la ponía y salió del bungaló después de examinar la puerta y no hallar señal de que la cerradura hubiera sido forzada. Fue rápidamente a la oficina del motel; la campana sonó con estrépito en el momento de abrir. El hombre que le había cobrado se levantó de la silla con una sonrisa forzada en el rostro. Iba a decir algo cuando McCaleb, en un decidido movimiento, se inclinó sobre el mostrador y agarró al hombre por la camisa. Lo atrajo hacia sí hasta que su cuerpo estuvo contra el mostrador y el borde de fórmica se clavó en su voluminosa tripa. McCaleb se agachó hasta que estuvo a la altura de la cara del hombre.
– ¿Dónde está?
– ¿Qué?
– El hombre al que le dio la llave de mi habitación. ¿Dónde está?
– No hablo…
McCaleb apretó con más fuerza al hombre contra el mostrador y le puso el antebrazo en el cuello. Sentía que sus fuerzas le abandonaban, pero seguía apretando.
– ¿No me venga con que no habla mi idioma? ¿Dónde está?
El hombre gimió y farfulló una respuesta:
– No lo sé. Por favor, no sé dónde está.
– ¿Estaba solo cuando llegó aquí?
– Sí, solo.
– ¿Dónde vive?
– No lo sé. Por favor. Me dijo que era su hermano y quería sorprenderle. Yo le di la llave.
McCaleb lo soltó y lo empujó con tanta fuerza que el hombre se cayó hacia atrás hasta la silla. Levantó las manos implorante y McCaleb se dio cuenta de que lo había asustado de verdad.
– Por favor.
– ¿Por favor qué?
– Por favor, no quiero problemas.
– Es demasiado tarde. ¿Cómo sabía que yo estaba aquí?
– Yo lo llamé. Me pagó. Vino ayer y me dijo que usted vendría. Me dio el número de teléfono. Me pagó.
– ¿Y cómo supo que era yo?
– Me dio una foto.
– Muy bien, démela. El número y la foto.
Sin dudarlo, el hombre fue a abrir el cajón que tenía delante, pero McCaleb le agarró la muñeca con rapidez y lo apartó sin contemplaciones. Abrió el cajón él mismo y fijó la mirada en la fotografía que había encima de un montón de papeles. Era una foto de McCaleb caminando por el espigón, cerca del puerto, con Graciela y Raymond. McCaleb sintió que se ponía colorado al tiempo que la ira enviaba sangre caliente a los músculos tensos de su mandíbula. Sostuvo la foto y la estudió. Había un número de teléfono escrito en la parte de atrás.
– Por favor -dijo el hombre del motel-. Le daré el dinero. Cien dólares. No quiero problemas.
El hombre estaba rebuscando en el bolsillo de su camisa.
– No -dijo McCaleb-, quédeselos. Se los ha ganado.
Abrió la puerta de un golpe; el cordel del que colgaba el timbre se rompió y éste rebotó en la esquina del despacho.
McCaleb atravesó el aparcamiento de gravilla y fue hasta el teléfono de la gasolinera. Marcó el número escrito detrás de la foto y escuchó una serie de clics en la línea mientras la llamada era transferida a al menos dos circuitos de desvío. McCaleb se maldijo a sí mismo. El número no iba a servirle para conseguir una dirección, ni aunque obtuviera el apoyo de alguna autoridad local.
Finalmente, la llamada entró en el último circuito y empezó a sonar. McCaleb contuvo la respiración y aguardó, pero no contestó nadie ni saltó ningún contestador. Después de doce timbrazos colgó de golpe el teléfono, pero el auricular rebotó en el gancho y empezó a balancearse erráticamente al extremo del cable. McCaleb se quedó paralizado por la ira y la impotencia, con el ligero sonido del teléfono que seguía sonando desde abajo.
Tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba mirando a través de la cabina telefónica al aparcamiento del motel. Al lado de su Cherokee había un polvoriento Caprice blanco con matrícula de California.
Rápidamente, salió de la cabina, cruzó el aparcamiento hasta el sendero y descendió a la playa. El sendero se abría paso entre afloramientos rocosos y no ofrecía vista de la playa. McCaleb no vio la arena hasta que llegó abajo e hizo el último giro a la izquierda.
Caminó directo hacia la orilla, mirando en ambos sentidos, pero la playa estaba vacía. Incluso los caballos habían sido devueltos al establo. Sus ojos por fin se fijaron en la zona en penumbra que había bajo el saliente rocoso. Se dirigió hacia allí.
Bajo el saliente, el sonido de las olas se amplificaba con tal magnitud que parecía el rugido de un estadio. El hecho de haberse desplazado desde la luz brillante de la playa abierta hasta las oscuras sombras cegó temporalmente a McCaleb. Se detuvo, cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Cuando recuperaba el foco, vio la silueta de la roca dentada que le rodeaba. Entonces, Crimmins salió de lo más profundo del enclave. Empuñaba la Sig-Sauer en su mano derecha, con el cañón apuntado hacia McCaleb.
– No quiero herirte -dijo-. Pero sabes que lo haré si me obligas.
Hablaba en voz alta para hacerse oír por encima del estruendo y el eco de las olas.
– ¿Dónde está, Crimmins? ¿Dónde está Raymond?
– ¿No querrás decir dónde están ellos?
McCaleb ya lo había supuesto, pero la confirmación del terror que Graciela y Raymond estaban sintiendo en ese momento -si es que seguían vivos- le hirió en lo más hondo. Dio un paso hacia Crimmins, pero se detuvo cuando éste levantó el arma para apuntarle al pecho.
– Tranquilo. Mantengamos la calma. Están sanos y salvos, agente McCaleb. No te preocupes por eso, de hecho, su seguridad está en tus manos, no en las mías.
McCaleb hizo un rápido estudio de Crimmins. Tenía pelo negro y bigote. Se estaba dejando barba o bien necesitaba afeitarse. Llevaba botas con puntera, vaqueros negros y una camisa tejana con dos bolsillos y un dibujo bordado en el pecho. Su aspecto lo colocaba en un punto intermedio entre el buen samaritano y James Noone.
– ¿Qué quieres? -preguntó McCaleb.
Crimmins no hizo caso de la pregunta. Hablaba con voz calma, confiado en que tenía la mejor baza.
– Sabía que si alguien venía serías tú. Tenía que tomar precauciones.
– He dicho que qué quieres. ¿Me quieres a mí?
Crimmins miró con nostalgia más allá de McCaleb y negó con la cabeza. McCaleb examinó el arma. Vio que el seguro estaba quitado, pero el arma no estaba amartillada. Era imposible saber si Crimmins tenía una bala en la recámara.
– Es mi última puesta de sol aquí. Voy a tener que dejar este sitio.
Miró de nuevo a McCaleb, sonriendo, como invitándole a compadecerle.
– Lo has hecho mucho mejor de lo que había previsto.
– No fui yo. Fuiste tú, Crimmins. Tú la cagaste. Dejaste las huellas para ellos. Me hablaste de este lugar.
Crimmins torció el gesto y asintió, reconociendo los fallos. Se produjo un largo silencio.
– Sé por qué has venido aquí -dijo por fin.
McCaleb no contestó.
– Desprecias el regalo que te he hecho.
McCaleb sintió la bilis del odio creciendo y quemándole la garganta. Permaneció en silencio.
– Eres un hombre vengativo -dijo Crimmins-. Pensaba que te había explicado lo fugaz que es el cumplimiento de la venganza.
– ¿Es eso lo que has aprendido matando a toda esa gente? Apuesto a que cuando cierras los ojos por la noche tu padre sigue ahí, no importa a cuánta gente mates. Él no se va ir nunca, ¿verdad? ¿Qué te hizo, Crimmins, para joderte tanto?
Crimmins apretó la culata de la pistola con más fuerza y McCaleb percibió la tensión en su mandíbula.
– No se trata de eso -respondió enfadado-. Se trata de ti. Quiero que vivas. Quiero vivir. Nada habrá merecido la pena si mueres. ¿No te das cuenta? No sientes el vínculo que nos une. Estamos juntos ahora, somos hermanos.
– Estás loco, Crimmins.
– Esté loco o no, no es culpa mía.
– No tengo tiempo para tus excusas. ¿Qué quieres?
– Quiero que me des las gracias por estar vivo. Quiero que me dejes solo. Quiero tiempo. Necesito tiempo para trasladarme y encontrar otro lugar. Has de dármelo ahora.
– ¿Cómo sé que los tienes? Esa caña de pescar no significa nada.
– Me conoces, y sabes que los tengo.
Esperó y McCaleb no dijo nada.
– Estaba allí cuando llamaste para implorarle a su contestador, para rogarle que saliera contigo como un colegial patético.
McCaleb sintió que la vergüenza nublaba su ira.
– ¿Dónde están? -gritó.
– Están cerca.
– Mentira. ¿Cómo los pasaste por la frontera?
Crimmins sonrió e hizo un gesto con la pistola.
– De la misma forma que tú pasaste la pistola. Nadie pregunta nada cuando uno va hacia el sur. Le di a elegir a tu Graciela. Le dije que ella y el niño podían ir delante si se portaban bien, y que si no irían en el maletero. Ella fue sensata.
– Será mejor que no les hayas hecho daño.
McCaleb se dio cuenta de lo desesperado que había sonado y lamentó haberlo dicho.
– Lo que les pase depende de ti.
– ¿Qué quieres?
– Yo me voy ahora. Y tú no me sigues. No intentas seguirme. Te metes en el coche y vuelves a tu barco. Te quedas al lado del teléfono y yo te llamaré de cuando en cuando para asegurarme de que no me estás siguiendo. Cuando sepa que estoy a salvo, dejaré libres a la mujer y al niño.
McCaleb negó con la cabeza. Sabía que era una mentira. Matar a Graciela y a Raymond sería el último suplicio que, con alegría y sin culpa, iba a regalarle. La victoria postrera. No importaba lo que ocurriese después, no podía dejar que Crimmins saliera vivo de la playa. Había viajado a México por una razón y era el momento de actuar.
Crimmins parecía adivinar sus pensamientos y sonrió.
– No hay alternativa, agente McCaleb. Me voy de aquí o ellos mueren solos en un agujero negro. Si me matas nadie los encontrará. No a tiempo. El hambre, la oscuridad… es algo horrible. Además, te olvidas de algo.
Levantó la pistola otra vez y esperó un momento a que McCaleb replicara, pero no lo hizo.
– Espero que pienses en mí a menudo -dijo Crimmins-. Como yo pensaré en ti. -Empezó a caminar hacia la luz.
– Crimmins -dijo McCaleb.
Crimmins se volvió y sus ojos bajaron a la pistola que había aparecido en la mano de McCaleb. McCaleb dio dos pasos hacia él y levantó el cañón de la P7 hasta al altura del pecho de Crimmins.
– Tendrías que haber registrado el talego.
Crimmins respondió levantando la Sig-Sauer y apuntando a McCaleb.
– Tu pistola está vacía, Crimmins.
McCaleb vio que la duda centelleaba en los ojos de su adversario. Se disipó en un instante, pero McCaleb la había percibido. Sabía que Crimmins no había revisado el arma. No sabía que, aunque el cargador estaba lleno, no había ninguna bala en la recámara.
– Pero ésta no.
Los dos hombres sostenían los cañones de sus armas a la altura del corazón del otro. Crimmins miró la P7 y luego a los ojos de McCaleb. Miró con intensidad, como si tratara de leer algo en ellos. En ese momento, McCaleb pensó en la foto del artículo del Times. Los ojos penetrantes que no mostraban misericordia. Supo entonces que tenía de nuevo esa mirada.
Crimmins apretó el gatillo de la Sig-Sauer. El percutor golpeó la recámara vacía. McCaleb disparó la P7 y vio que Crimmins se tambaleaba hacia atrás y caía plano en la arena sobre su espalda, con los brazos separados y la boca abierta por la sorpresa.
McCaleb se acercó a él y rápidamente le arrebató la Sig-Sauer. Luego usó su camisa para limpiar la P7 y la dejó en la arena, justo fuera del alcance del moribundo.
McCaleb se arrodilló y se inclinó sobre Crimmins, con cuidado de no mancharse de sangre.
– Crimmins, no sé si creo en Dios, pero oiré tu confesión. Dime dónde están. Ayúdame a salvarles. Acaba haciendo algo bueno.
– Jódete -dijo Crimmins con energía, con la boca llena de sangre-. Morirán por tu culpa.
Levantó una mano y señaló con el dedo a McCaleb. Luego la dejó caer sobre la arena y pareció agotado por su arrebato. Movió los labios otra vez, pero McCaleb no pudo oírle. Se dobló más cerca.
– ¿Qué has dicho?
– Yo te salvé. Te di la vida.
Entonces McCaleb se levantó, se sacudió la arena de los pantalones y miró a Crimmins. Sus ojos se cerraban y su boca se movía mientras tomaba con dificultad sus últimos alientos. Los ojos de ambos conectaron.
– Te equivocas -dijo McCaleb-. Te cambié por mí. Me salvé yo mismo.