Capítulo 18

¡Yo no soy Donald Trump!

Lo que deseaba era largarme a algún rincón remoto del globo donde la miseria humana no estuviera tan al desnudo. A falta de fondos para hacerlo, podía retirarme a mi cama durante un mes. Pero entonces mi hipoteca vencería y sería devuelta sin pagar, y al final el banco me desahuciaría y entonces ya tendría mi propia y desnuda miseria, sentada frente a mi edificio con una botella de Ripple para olvidar todo eso. Encendí el motor y me dirigí hacia el norte, a la oficina de Saúl Seligman en Foster.

Era una fachada estrecha y pobre. Las ventanas tenían la parte inferior tapada con tablas; en la parte superior derecha se leía "Administración de Fincas Seligman", pintado sobre el cristal en desconchadas letras doradas. Entre las tablas y la mugre de los cristales, no podía ver el interior, pero creí ver la luz encendida.

La puerta se movió pesadamente bajo mi empuje; se había enganchado en un trozo de linóleo suelto que hacía de muy efectiva cuña. Después de entrar intenté aplanarlo, pero se volvía a abarquillar tan pronto como retiraba el pie. Lo dejé estar y avancé hacia la alta y deteriorada barrera que separaba a Saúl del resto del mundo. Si nadaba en oro, no lo demostraba en la recepción de su oficina.

La parte de atrás contenía cinco mesas de despacho, pero sólo una estaba ocupada. Una mujer de unos sesenta años leía un ejemplar de préstamo de Judith Krantz. Su descolorido cabello rubio estaba esmeradamente esculpido en una serie de ondas. Sus labios se movían levemente mientras recorría la página con un dedo regordete en que el anillo se había ido incrustando. No levantó la vista, aunque debió oírme forcejear con el linóleo. Tal vez tenía que devolver ya el libro: le faltaba por leer casi la mitad.

– Puedo decirle cómo termina -ofrecí.

Dejó de mala gana a Judith.

– ¿Querías algo, guapa?

– El señor Seligman -dije en mi tono más claro y profesional.

– No está, querida -su mano se extendió hacia el libro.

– ¿A qué hora le espera?

– No tiene un horario fijo ahora que está jubilado.

Encontré el cerrojo interior de la puerta de la barrera.

– Tal vez usted pueda ayudarme. ¿Es usted la encargada de la oficina?

Se creció un poquito.

– No puedes entrar aquí así como así, guapa. Esto es privado. El público, del otro lado.

Cerré la portezuela tras de mí.

– Soy detective, señora. Me ha contratado Seguros Ajax para investigar el incendio que destruyó una de las propiedades Seligman la semana pasada. El Indiana Arms.

– Oh -se puso a manipular un anillo de casada que se le incrustaba en el dedo-. ¿Hay algún tipo de problema?

– Un incendio intencionado siempre es un problema -me senté en la esquina de la mesa contigua a la suya-. La compañía no pagará la indemnización hasta que esté convencida de que el señor Seligman no tiene nada que ver con la provocación del incendio.

Se enderezó en su silla; sus ojos azul pálido lanzaron chispas a través de las gafas.

– Esa insinuación es ofensiva. ¡Vaya una idea! El señor Seligman no podría… ¿Tiene alguna prueba que apoye lo que acaba de decir?

Sacudí la cabeza.

– No le estoy acusando de provocar el incendio. Lo único que necesito es asegurarme de que no lo hizo.

– No lo hizo, eso se lo puedo jurar.

– Estupendo. Eso significa que la encuesta será corta y fácil. ¿Cuántas propiedades posee?, además del Indiana Arms, quiero decir.

– El señor Seligman es el hombre más dulce, más honesto… escucha, él es judío, de acuerdo, y yo soy católica. ¿Crees que eso le molestó alguna vez? Cuando mi marido me dejó y me quedé con mis dos hijas que cuidar, ¿quién pagó sus gastos de enseñanza para que pudieran seguir en el St. Inanna? Y los regalos de Navidad que les hacía, por no hablar de los que me hacía a mí, y no digo uno, sino cien, más vale que Fanny no se enterara de la clase de regalos que me hacía, al menos si quería seguir estando felizmente casado, como así fue hasta que ella murió hace tres años. Desde entonces ya no ha sido el mismo, ha perdido interés por el negocio, pero si crees que hubiera sido capaz de quemar un edificio, la que está loca eres tú.

Cuando terminó, estaba roja y jadeaba un poco. Sólo una bestia hubiera insistido.

– ¿Usted percibe aquí los alquileres, señora…?

– Donnelly -me espetó-. Eso es cosa de los gerentes de las fincas. Escucha. Más vale que me enseñes algún tipo de autorización si piensas irrumpir aquí agobiándome a preguntas.

Extraje mi licencia del billetero y se la alargué con una de mis tarjetas: V. I. Warshawski, Investigaciones Financieras. Las examinó con desconfianza, estudió la foto, la comparó conmigo. Por alguna razón la cara me había salido de color langosta en esa foto. Siempre deja perpleja a la gente.

– ¿Y cómo sé que trabaja para la compañía de seguros? era un tiro franco no muy convencido, pero válido.

– Puede llamar a la compañía y preguntar por Robin Bessinger, de la sección de incendios criminales. Él le responderá de mí -tendría que hacer que me dieran algo por escrito, lo mejor sería que les llevara una copia de mi contrato por servicios y les pidiera una carta de autorización.

Volvió la vista hacia el teléfono, pero pareció decidir que era demasiada molestia seguir defendiéndose de mí.

– Bueno. Pregunta lo que quieras, pero jamás encontrarás ninguna prueba que relacione al señor Seligman con ese incendio.

– ¿Cuál es su situación en la compañía, señora Donnelly?

– Soy la directora de la oficina -su cara estaba preparada con una dura expresión para rechazar cualquier ataque al señor Seligman.

– ¿Y eso significa que usted…?

– La gente viene con quejas, yo hago que el encargado del edificio las compruebe, o el administrador de la finca, el que esté a su cargo. Me ocupo de las ofertas si hay que hacer alguna obra, esa clase de cosas. Los detectives vienen haciendo preguntas, y yo hablo con ellos.

Era un inesperado destello de humor; sonreí apreciativamente.

– ¿Cuántas propiedades hay?

Las contó con los dedos: la de Ashland, la de la Cuarenta y Siete, ésta, ésta, siete en total, contando el Indiana Arms. Apunté las direcciones para poder pasar por delante con el coche, pero, a juzgar por su situación, ninguna era una gran fuente de lucro. No, los alquileres no habían bajado. Sí, solían tener mucha más gente en la oficina, eso era cuando el señor Seligman era más joven, solía comprar y vender propiedades sin parar, y necesitaba más personal para hacerlo. Ahora sólo estaban ella y él, formando equipo como siempre, y nunca iba a encontrar a una persona con más corazón, por mucho que buscara, tanto en las afueras como en la ciudad.

– Perfecto -me levanté del borde de la mesa y me froté la dolorida marca que el metal me había grabado en el muslo-. Por cierto, ¿cuál es su banco, no el suyo personal, sino el de Fincas Seligman?

La desconfianza volvió a brillar en su mirada, pero respondió lo suficientemente rápido: el Edgewater National.

Mientras abría la puerta se me ocurrió otra cosa:

– ¿Quién sustituirá al señor Seligman en el negocio? ¿Tiene hijos que estén metidos en él?

Me volvió a mirar de hito en hito.

– Ni se me ocurriría inmiscuirme en un asunto tan personal. Y no vayas a molestarle con eso, no se ha llegado a recuperar del todo de la muerte de Fanny.

Solté la portezuela, que se cerró con un chasquido. Conque ni siquiera se le ocurriría. Probablemente conocía todos los pensamientos de Seligman desde hacía veinte años, y ahora que su mujer había muerto, todavía más. Mientras forzaba la puerta sobre el linóleo suelto, me pregunté vanamente cómo serían las propias hijas de la señora Donnelly, que el viejo había educado tan generosamente.

Antes de subirme al coche, encontré un teléfono en la esquina para llamar a Robin. Estaba en una reunión -ocupación perenne de los jefes de seguros-, pero su secretaria me prometió que a la mañana siguiente me aguardaría una carta de autorización.

La tarde tocaba a su fin; no había comido decentemente en todo el día, sólo una tostada con el execrable café del señor Contreras. Es difícil pensar estando hambrienta: las exigencias del estómago se vuelven primordiales. Encontré un restaurante polaco que cerraba tarde donde me dieron un tazón de espesa sopa de coles y un plato con pan de centeno casero. Estaba tan bueno que también me tomé un pastel de frambuesa y una taza de café recocido antes de seguir rumbo al norte en busca del señor Seligman.

Estes es una tranquila calle residencial en Rogers Park. Seligman vivía en una deslucida casa de ladrillo al este del Ridge. El pequeño jardín de la entrada no había estado muy atendido durante el largo y tórrido verano; grandes matas de maleza y hierba rastrera habían suplantado al ralo césped. La senda estaba malamente desbaratada, no era el camino ideal para una persona mayor, sobre todo cuando se instalaba el invierno de Chicago. Los escalones no estaban en mejor estado: evité un gran hoyo en el tercer escalón justo a tiempo para no torcerme el tobillo. Un felpudo raído antecedía la puerta. Resbalé sobre su brillante superficie al tocar el timbre.

Oí resonar debidamente la campanilla tras la gruesa puerta de entrada. No sucedió nada. Esperé unos minutos y volví a llamar. Tras una segunda espera, empecé a preguntarme si no me habría cruzado con Seligman por el Ridge. Pero justo cuando me disponía a marcharme, oí el forcejeo de los cerrojos. Era un proceso largo y laborioso. Cuando se descorrió el último pestillo, la puerta se abrió lentamente hacia adentro y un anciano me miró parpadeando desde el umbral.

Debía de tener más o menos la edad del señor Contreras, pero mientras mi vecino tenía una vitalidad y una curiosidad que lo mantenían en forma, el señor Seligman parecía jubilado de la vida. Su rostro se había arrugado en una serie de blandos pliegues descendentes que se metían en el cuello alto de su desgastado jersey beige. Por encima llevaba una rebeca raída, con una parte remetida en su pantalón de pijama. No tenía pinta de haber planeado un incendio y maquinado un fraude.

– ¿Sí? -su voz era floja y ronca.

Me esforcé en poner una sonrisa en mis labios y le expliqué mi misión.

– ¿Es usted de la policía, joven?

– Soy detective privada. Su compañía de seguros me ha contratado para investigar el incendio.

– ¿El seguro? Mi seguro está al corriente, estoy seguro, pero tendrá que comprobarlo por medio de Rita -cuando sacudió la cabeza, confuso, pude vislumbrar un audífono tras su oreja izquierda.

Levanté la voz y traté de hablar con claridad.

– Ya sé que su seguro está pagado. La compañía me ha contratado. Ajax quiere que descubra quién le prendió fuego a su hotel.

– Ah, quién le prendió fuego -asintió cinco o seis veces con la cabeza-. No tengo la menor idea. Fue una gran conmoción, una terrible conmoción. He estado esperando que la policía o los bomberos vinieran a hablar conmigo, pero hoy día uno paga impuestos para nada. Dejan que se consuma hasta los cimientos sin hacer nada por apagarlo, y luego no hacen nada por atrapar al que lo hizo.

– Estoy de acuerdo -puntualicé-. Por eso Ajax me ha contratado para que se lo investigue. Me gustaría pasar y hablar de ello.

Me estudió cuidadosamente, decidió que no parecía una gran amenaza, y me invitó a pasar. Tan pronto como cerró la puerta tras de mí y echó uno de los cerrojos, me arrepentí de no haber proseguido la conversación en el umbral. El olor combinado a moho, platos sucios y grasa rancia parecía exudar de las paredes y los muebles. No sabía que podía existir vida en esa atmósfera.

La salita adonde me condujo estaba oscura y fría. Intenté no soltar un taco al tropezar con una mesita baja, pero al retroceder ante ésta me enganché el pie en algún pesado objeto de metal y no pude evitar una palabrota.

– Cuidado con eso, joven, todo eso eran cosas de Fanny y no quiero que se estropeen.

– No, señor -dije dócilmente, esperando a que terminara de manipular una lámpara para encender la luz antes de volver a moverme. Cuando la lámpara de grandes flecos cobró vida, vi que había tropezado con un juego de atizadores misteriosamente colocados en medio de la habitación. Como no había chimenea, tal vez ése era el lugar idóneo para ellos. Me abrí camino entre el resto de los obstáculos y me senté cautelosamente en el borde de un sillón demasiado blando. Mi trasero se hundió profundamente en su muelle y polvorienta tapicería.

El señor Seligman se sentó en un diván a juego que estaba al lado, sin contar la jaula de cobre vacía que colgaba entre nosotros.

– Bueno, ¿qué es lo que quiere, joven?

Era duro de oído y estaba deprimido, pero ciertamente no estaba mentalmente disminuido. Cuando captó lo esencial de mis observaciones, sus blandas mejillas se motearon de color.

– ¿Mi compañía de seguros cree que yo he quemado mi propia finca? ¿Para qué pago las primas? Pago mis impuestos y la policía no me ayuda, pago mi seguro y mi compañía me insulta.

– Señor Seligman -le atajé-, usted lleva mucho tiempo viviendo en Chicago, ¿verdad? ¿Toda su vida? Bueno, yo también. Sabe tan bien como yo que aquí todos los días hay gente que incendia sus propiedades sólo para cobrar el seguro. Me alegro de pensar que usted no es uno de ellos, pero no puede reprocharle a la compañía que quiera asegurarse.

El rubor de la cólera desapareció de sus mejillas pero siguió farfullando entre dientes sobre los ladrones que le quitan a uno su dinero sin darle nada a cambio. Se calmó lo suficiente como para responder a algunas preguntas de rutina, sobre dónde estaba la noche del miércoles anterior. En casa y en la cama, ¿quién creía que era a su edad, un Don Juan que se va de parranda por ahí toda la noche?

– ¿Se le ocurre qué razón podían tener para quemar el Indiana Arms?

Alzó las manos, exasperado.

– Era un viejo edificio, que no le servía a nadie, ni siquiera a mí. Uno paga los impuestos, paga el seguro, paga los servicios públicos, y cuando cobra el alquiler no tiene bastante para comprar la pintura. Sé que la instalación eléctrica era vieja, pero no podía permitirme instalar una nueva, tiene que creerme, joven.

– ¿Por qué simplemente no lo hizo derribar si le resultaba tan costoso de mantener?

– Es usted igual que la gente de hoy, sólo tienen en cuenta los dólares y no el corazón de las personas. Viene la gente, prácticamente a diario, creyendo que soy un viejo estúpido que les voy a vender mi corazón y dejarles que lo destrocen. Y usted igual.

Sacudió lentamente la cabeza, deprimido por la perfidia de las jóvenes generaciones.

– Fue el primer edificio que poseí. Junté poquito a poco el dinero, durante la Depresión. Usted no lo puede entender. Trabajé haciendo repartos con un camión durante años y ahorraba cada centavo, cada penique, y cuando Fanny y yo nos casamos todo fue para el Indiana Arms.

Hablaba más para sí mismo que para mí, con su ronca voz tan baja que tenía que inclinarme hacia él para oírle.

– Tenía que haberlo visto en aquel tiempo, era un hotel magnífico. Yo iba a hacer entregas allí por la mañana y hasta las cocinas me parecían maravillosas: yo me crié en dos cuartos, éramos ocho en dos cuartos, sin cocina, y había que bombear el agua a mano. Cuando los dueños quebraron, todo el mundo quebraba en aquellos días, reuní todo el dinero que pude y lo compré.

Sus ojos descoloridos se nublaron.

– Luego vino la guerra y la gente de color lo invadió todo, y Fanny y yo nos mudamos aquí arriba, entonces teníamos una familia, no se podían criar niños en un hotel de residentes, aunque la vecindad fuese decente. Pero nunca pude decidirme a venderlo. Ahora ya no existe, tal vez sea mejor así.

Por respeto a sus recuerdos esperé antes de volver a hablar, echando un vistazo circular por la habitación para dejarle un poco de intimidad. En la mesita más cercana a mí había una foto de estudio de un solemne joven y de una muchacha en traje de novia que sonreía tímidamente.

– Ésos somos Fanny y yo -precisó al ver mi mirada-. Es difícil de creer, ¿verdad?

Le trabajé con suavidad con las preguntas de rutina: quién trabajaba para él, qué sabía del vigilante nocturno del Indiana Arms, quién heredaría el negocio, a quién podía beneficiar el incendio. Contestó con bastante fluidez, pero le era totalmente imposible pensar mal de alguien que trabajara para él, ni de sus hijas, que se quedarían con el negocio a su muerte.

– No es que sea mucho para dejarles. Cuando uno empieza, se cree que va a terminar como Rubloff, pero lo único que he conseguido con todos mis años son siete edificios hechos una ruina -me dio los nombres de sus hijas y sus direcciones, y quedó en decirle a Rita que me facilitara una lista de los empleados: los encargados y vigilantes del edificio y el personal de mantenimiento.

– Supongo que hay quien sería capaz de incendiar un edificio por una buena suma. Es cierto que no les pago mucho, pero míreme, mire cómo vivo, a fin de cuentas no soy Donald Trump, les pago lo que puedo.

Me acompañó hasta la puerta de entrada, repitiendo lo mismo sin parar, que pagaba sus impuestos y que nadie le daba nada ni tenía nada, pero él pagaba a sus empleados, y ¿es que se iban a volver contra él? Mientras bajaba los escalones de la entrada, oí correr lentamente los cerrojos detrás de mí.

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