Capítulo 27

Para servir y proteger

Hasta el sábado el martilleo de mi cabeza no cedió completamente. Volví a casa el jueves, admitiendo -sólo para mis adentros- que Mez Homerin tenía razón; me había venido bien un día extra con gente para cuidarme. Por lo demás, el viernes significó tal cantidad de encuentros difíciles que cuando por fin me fui a la cama me arrepentía de no haberme quedado en el hospital. El peor de todos fue con la policía. Homerin me había escudado de Roland Montgomery, el de la brigada antibombas y atentados.

Por supuesto la bofia estaba muy ansiosa por hablar conmigo. Montgomery se había presentado por la mañana temprano en la sala de urgencias con Mallory y Furey el miércoles, y había mandado a un subordinado al Reese miércoles y jueves. Como había dormido casi durante todo el miércoles, no me enteré de la visita del subordinado hasta el jueves. Cuando Mez me dejó, se encontró al detective en el vestíbulo. Su altercado tuvo por resultado una gran nota roja en mi cama de "no se admiten visitas" y un gran alboroto entre los auxiliares y enfermeras, que me relataron después el incidente con dramáticos detalles.

Cogí un taxi en el hospital hasta mi coche, que arrancó con un rugido de reproche que persistió durante todo el trayecto hasta mi casa. El señor Contreras me vio llegar algo después del mediodía. Mientras me lavaba como mejor podía sin mojar mis mitones de gasa con una esponja, apareció en la puerta cargado de comida.

– Tenías que haberme dicho cuándo volvías a casa, chiquilla. Podía haber ido a recogerte, no deberías conducir con las manos envueltas así.

– Sólo quería estar sola un rato. En el hospital una es el fenómeno en exhibición permanente para los estudiantes de medicina de toda la ciudad.

– No deberías querer hacerlo todo tú sola, reina. No es ninguna deshonra pedir ayuda alguna que otra vez. Y sé perfectamente que no hubieras comido nada esta tarde si yo no te lo traigo, así que si quieres estar sola, lo dices y la princesa aquí presente y yo nos vamos, pero no antes de verte comer algo.

Renuncié a intentar insinuarle que me dejara, pero le hice esperar en la sala mientras terminaba de lavarme y cambiarme. Peppy, que no tenía ninguna inhibición, se quedó a mi lado hasta que terminé.

Lotty tenía razón en una cosa: mi ropa apestaba tan horriblemente que apenas soportaba estar en el mismo cuarto que ella, y menos aún en el mismo cuerpo. No me apetecía siquiera lavarla. Aunque era mi par de vaqueros más nuevo, lo metí en una bolsa y lo dejé junto a la puerta trasera para tirarlo a la basura.

Por fin limpia desde el sostén hasta los calcetines, me acerqué al viejo. Había preparado una fiesta especial, mucha más comida de la que podía dar cuenta en mi estado nauseoso, pero estaba mosqueado por haberse enterado de los acontecimientos por terceros.

– Si ibas a meterte en esa clase de líos, me lo podías haber dicho -gruñó-, y no que me tenga que enterar por el periódico de esta mañana. Ese adolescente crecido de Ryerson que saca el cuento de "La detective más incordiante de Chicago", y empiezo a leer y, claro, ahí estás tú, rescatando cuerpos de edificios en llamas, aporreada, y ni una llamada desde el hospital. Le digo a la princesa esta, le digo: "podrías quedarte huérfana y serías la última en saberlo".

Peppy agitó el rabo para corroborar su historia. Sus ojos de ámbar líquido me miraron con firme intensidad mientras masticaba lentamente mi filete.

– Desde que mi tía vino a alborotar mi vida hace dos semanas, no ha dejado de darme la barrila por hacerle levantar a media noche. Me imaginé que si lo despertaba para decirle a dónde iba, me echaría otro sermón.

– Eso no es justo.

Estaba herido y atónito de que pudiese pensar una cosa así. Y por encima de todo estaba prodigiosamente harto de que me largara pasando de él mientras yo vivía toda clase de aventuras fabulosas que ponían mi vida en peligro.

– No es la primera vez, niña. Te olvidas de cómo os ayudé a ti y a la doctora Lotty aquella vez que asaltaron su clínica. No te acuerdas de cómo me las vi con aquellos tipos que querían entrar en tu casa. Puede que tenga setenta y siete años, pero estoy en buena forma, todavía puedo dar pelea.

Precisamente porque recordaba su ayuda procuraba no implicarle en los aspectos más activos de mi trabajo. Pero si le decía eso, sería demasiado doloroso para él. Me salí por la tangente, diciéndole que Elena era tan propensa a imaginaciones etílicas, que no me había tomado en serio sus llamadas de peligro. Cuando terminé asintió portentosamente con la cabeza.

– Sé exactamente lo que quieres decir, niña. Yo antes trabajaba con un tío así. Desde luego, era un peligro para todo el negocio, llegaba borracho casi todos los días, y los días que llegaba sobrio no lo estaba ya después del mediodía. Un día no apagó la amoladera, y Jake, ¿te acuerdas de Jake?, perdió casi todo el dedo pequeño de la mano izquierda, pero Crenshaw -Crenshaw era el borracho- me acusó a mí de utilizar la máquina cuando no debía.

Una vez recuperado su buen humor, el señor Contreras siguió en esa vena durante un tiempo. El alegre zumbido de su voz, el peso de la carne en mi estómago, el cálido placer de haber vuelto a mi propia casa, me adormecieron en mi sillón.

Dejé colgar mi mano y que la perra me lamiera los dedos mientras asentía con la cabeza, soñolienta, en sintonía con el discurso del viejo.

El estridente timbre del teléfono me despejó bruscamente. Extendí el brazo hacia el piano y descolgué el auricular.

– He intentado redactar tu esquela, Warshawski, pero te has librado una vez más. Por cierto, ¿cuántas vidas te quedan? ¿Tres?

Era Murray, con más vibrante energía de la que mi cabeza podía encajar.

– Me he enterado de que me has llamado la investigadora más incordiante de Chicago.

– Detective -corrigió-. No hay difamación en eso, lo he comprobado en el departamento jurídico. Sólo puedes demandarme si no es verdad. Lo que quiero saber es quién lo hizo. ¿Ha sido cosa de la gente de Roz Fuentes o de tu yonqui muerta, Cerise?

– Pregúntaselo a la bofia, el municipio les paga para investigar los incendios provocados y los intentos de asesinato.

– ¿Y tú vas a quedarte en casa viendo la tele mientras ellos investigan? -soltó una risotada-. Entre tú y yo, as de la investigación, ¿qué hacías allí abajo?

Empezaba a ver puntos negros bailándome ante los ojos de lo fuerte que retumbaba su voz. Me aparté el auricular de la cabeza.

– Realizando peligrosas proezas, creí que estaba en todos los periódicos.

– Vamos, Warshawski -dijo, intentando sonsacarme-. Yo he hecho un montón de cosas por ti. Sólo unas palabritas.

Tenía razón: si quería pedirle alguna ayuda, tenía que largarle mi cuota de vez en cuando. Le conté todo desde el momento en que Elena me llamó hasta mi salida por la escalera de incendios.

– Ahora te toca a ti: ¿qué hacían allí los bomberos tan oportunamente?

El señor Contreras me miraba tan atentamente como la perra, mosqueado de que le contara toda mi historia a Murray, pero sin dejar escapar una. Me acerqué con el teléfono al sofá donde había tirado mi bolso y saqué mi bloc de notas. "Una llamada anónima", garabateé para el señor Contreras mientras Murray me atronaba con la noticia. Alguien había llamado al 091 desde una cabina en la esquina de Cermak y Michigan. La policía no tenía ninguna pista respecto a quién había telefoneado, excepto que era un hombre.

– ¿Entonces crees que iban a por tu tía? -preguntó Murray-. Por cierto, ¿cómo está?

– Ahora no puedo pensar correctamente. La cabeza me duele como si todos los camiones de cemento del Ryan acabaran de pasarme por encima. Y mi tía, que es más fuerte que un toro, se sentó en la cama y tomó alimentos ayer. Pero se negó a hablar conmigo cuando empecé a hacerle preguntas directas, y se finge lo suficientemente enferma para que los médicos le espanten a los polis. Puedes llamar al Reese y ver si los matasanos la dejan hablar contigo, pero no pongas muy altas tus esperanzas. Ahora ya sabes todo lo que yo sé. Me voy a la cama. Adiós.

Colgué antes de que pudiera decir nada más e ignoré el teléfono cuando volvió a sonar. El señor Contreras se ofreció solícitamente a instalarme con unos cojines y una manta en el sofá, a dejarme a la perra, a prepararme un té, a hacer un millar de cosas que convirtieron los puntos negros en gigantescas espirales.

– Necesito estar sola en mi cama. No puedo soportar a nadie más ahora. Sé que lo hace con la mejor intención, sé que me está ayudando una barbaridad, pero creo que me voy a desmayar o que voy a gritar, o ambas cosas, si no coge a la perra y se va.

Estaba un poco ofendido pero había visto otros casos de concusión, sabía que llevaba tiempo volver a sentirse uno mismo, y que mientras tanto la menor cosa te hace polvo -"claro, niña, claro, sí", me dejaba sola, lo mejor que podía hacer ahora mismo era dormir-. Recogió los platos, chasqueó la lengua por la poca carne que había comido – "tienes que coger fuerzas, niña, parece que hubieses perdido cinco kilos en los últimos días"-, cogió por fin a la perra y se dirigió hacia la escalera. Cerré el triple cerrojo de seguridad y me fui tambaleándome a mi habitación.

Las espirales volvieron a reducirse a puntos mientras yo me revolcaba en la cama con un sueño agitado. La imagen de Elena, con la cara sumida en profundos cañones, con goteros en sus desnutridos brazos, no dejaba de irrumpir en mi duermevela. Era un grano en el culo, pero alguien había intentado matarla; no podía simplemente abandonarla a esas alturas.

Había intentado hablar con ella esa mañana antes de irme, pero se había hecho la dormida.

– No está bien que finjas, tiíta, alguna vez tendrás que hablar conmigo -le avisé.

Mez Homerin interrumpió mi sermón, cogiéndome del brazo y sacándome de la habitación.

– Ha recibido una grave conmoción, con un organismo que para empezar no estaba en su mejor forma. Necesita estar totalmente libre de cualquier presión o acoso si ha de recuperarse. He prohibido a la policía que la interrogue. ¿Quiere que la excluya a usted también de su habitación? Necesita su ayuda, no su acoso.

– Exclúyame de su vida -le gruñí-. Impídale que me llame para pedirme que la ayude por última vez, escríbalo en su informe médico. Asegúrese de que no da mi dirección por la suya o me pone de fiadora para que pague su factura. Haga todo eso, y podrá sacarme de su habitación con todo el derecho del mundo.

Homerin me miró firmemente durante mi arranque de ira y luego dijo en voz suave que pensaba que yo debería considerar el llevármela a casa para su convalecencia cuando estuviese un poco más fuerte. Fue entonces cuando salí del hospital, antes de ceder a mi impulso de coger su estetoscopio y estrangularle con él.

Pero ahora, agitándome, inquieta, me atormentaba pensando en lo que podía deberle a mi tía. ¿Acaso mi tío Peter se iba a debatir entre culpas por decir que no? Claro que no. Ni siquiera había llamado para preguntárselo: mi cerebro cansado no estaba en condiciones de rebatir su suficiencia. ¿Tenía algún deber para con Elena que dejara en segundo lugar toda consideración respecto a mí misma, mi trabajo, mis propios anhelos de plenitud?

Le había sostenido el vaso de agua a Gabriella cuando sus brazos ya no tenían fuerza para levantarlo, había vaciado los orinales de Tony cuando ya no pudo moverse de la silla de ruedas para ir al retrete. Ya he hecho bastante, me repetía sin cesar, ya he hecho bastante. Pero no podía convencerme del todo.

El agitado sueño que estaba teniendo se interrumpió del todo a las cuatro cuando llegó la policía, representada por Roland Montgomery y Terry Finchley. Montgomery dejó el dedo en el timbre hasta que ya no pude ignorarlo, y luego me dijo por el telefonillo que si no les dejaba subir para hablar, conseguirían una orden judicial y me sacarían de allí. Fue Montgomery el que se encargó de todo el rollo intimidatorio. Terry Finchley, enviado por Bobby en representación de Homicidios, estaba evidentemente descontento con la actitud de Montgomery, pero era demasiado subalterno como para protestar con algo de fuerza.

Me deslicé hasta el cuarto de estar envuelta en una manta. Había estado sudando durante mi incómodo sueño y sentí un estremecimiento de frío en todo el cuerpo al levantarme de la cama. Las manchas negras habían desaparecido, pero tenía la cabeza acorchada, como si alguien la hubiese rellenado de borra. Me senté en el sofá con las piernas recogidas bajo mi cuerpo.

– Suelte el rollo completo, Warshawski. ¿Qué estaba haciendo en ese edificio? ¿Cómo fue que se incendió cuando estaba allí?

– Fue la potencia de mi fogosa personalidad -farfullé, con la lengua pastosa.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Montgomery, furioso. Finchley sacudió la cabeza y trató de ponerme en guardia sin que lo viera el experto en incendios intencionados.

– Llamé a Furey -dije, recordando súbitamente-. Quería saber dónde estaba mi tía y le dejé un mensaje al vigilante nocturno diciéndole a dónde iba. ¿Lo recibió? ¿Fue por eso por lo que Bobby y él estaban en el incendio?

– Soy yo el que pregunta -espetó Montgomery-. ¿Por qué llamó a la comisaría?

– Déjese de resentimientos, teniente, y escúcheme. Le acabo de explicar por qué llamé a la comisaría. ¿Recibió mi mensaje el detective Furey?

Finchley intervino apresuradamente, antes de que Montgomery pudiese vociferarme nada.

– Furey estaba echando una partida de póker. Se dejó el transmisor en el bolsillo de la chaqueta y no recibió el mensaje hasta que fue a coger un cigarro y encontró el aparato vibrando. Entonces llamó a la comisaría, le dieron tu recado y se fue zumbando a la zona sur. Pero para entonces ya alguien había avisado del incendio. El teniente Mallory le echó un buen puro al operador nocturno por no habérselo notificado a otra persona de la unidad, pero no habías dicho nada de que fuese urgente.

– Así que Furey y Bobby armaron un revuelo en el hospital. ¿Cómo es que estás aquí ahora?

Señorita Warshawski -interrumpió glacialmente Montgomery-. El detective Finchley está aquí para ayudar en una investigación. El por qué lo ha enviado el departamento no es asunto suyo.

Quise hacer un gran discurso sobre el hecho de que la policía trabajaba para los ciudadanos y que yo era una de ellos, y por lo tanto una de las jefas de Montgomery, pero me sentía demasiado enferma para luchar. Lo único que hice fue ceñirme más la manta al cuerpo y seguir tiritando. Y cuando Montgomery me preguntó, volví a repetir todos los añejos detalles. Lo de la desaparición de Elena, lo de Furey buscándola, su llamada por la mañana temprano, y tal y tal.

– Pero ¿por qué alguien quiso dejaros morir a las dos ahí dentro? -preguntó Montgomery.

– Usted es de Bombas y Atentados, teniente. Dígamelo usted. Lo único que sé es que me llamó asustada, que la encontré en un jergón en el sótano respirando apenas, que a mí misma me aporrearon, y que tengo suerte de estar aquí gozando de esta brillantísima conversación con algún fragmento de mi juicio intacto.

Finchley empezó una frase, luego cambió de idea y escribió una laboriosa nota en su agenda de bolsillo. A la tenue luz de la lámpara, su cabello muy corto armonizaba con su rostro negro y liso.

Montgomery me miró, ceñudo, pero sólo dijo:

– El Hotel Prairie Shores está al otro lado de la calle de ese incendio que tanto la exaltaba la semana pasada.

Esbocé la sombra de una sonrisa.

– Curioso.

– Me estoy preguntando si no sería usted misma la que le prendió fuego al edificio, pretendiendo que el departamento respondiese a su solicitud de que se hiciera una investigación en el Indiana Arms.

Sentí una sacudida, como cuando la tierra vuela por el espacio y una no ha seguido exactamente su movimiento. La mandíbula de Finchley se abrió de golpe. Era evidente que no le habían puesto al tanto de las teorías de Montgomery.

– No sabía que estuviésemos considerando esa posibilidad, Monty -dijo en voz baja.

– Y yo nunca hubiese sospechado en usted una imaginación tan desbordante -añadí-. Parece que lee demasiado a Tom Clancy en su tiempo libre.

Finchley reprimió una sonrisa tan rápidamente que no estuve segura de haberla visto.

– Monty, ¿qué pruebas tenemos que apunten a la señorita Warshawski?

Montgomery lo ignoró.

– La semana pasada usted quiso malgastar los recursos policiales, proclamando que había en el Indiana Arms un bebé que nunca estuvo. Una de las características de los incendiarios es que no soportan que ignoren su bonito trabajo.

– Oh-oh -sacudí la cabeza-. Lárguese y haga algo de verdad respecto a este problema antes de seguir molestándome. Encuentre el acelerador y a quien tuvo acceso a él, y vuelva con alguna razón para que yo me noqueara a mí misma y luego prendiera fuego y después me desesperara por salir. Entonces volveremos a hablar.

– Un cómplice -afirmó Montgomery con aire satisfecho-. Debió pelearse con su cómplice en esto.

Me recliné en la esquina del sofá y cerré los ojos.

– Adiós, teniente. La puerta se cerrará automáticamente detrás de usted.

Empezó a gritarme. Como no respondí, se levantó y me sacudió el hombro hasta que la cabeza me empezó a latir seriamente.

– Está usted a un pelo de que le denuncie por brutalidad policiaca -dije fríamente-. A no ser que tenga una orden judicial con mi nombre estampado en ella, lárguese ahora mismo de mi casa.

Si Finchley no hubiese estado allí, creo que Montgomery me hubiera aporreado, pero se dio cuenta del lado de quién estaba el detective: no era tan estúpido como parecía.

– Tú ándate con ojo, Warshawski. Voy a estar más pegado a ti que tus bragas. Si estás metida en algo, la próxima vez te pillaremos con las manos en la masa.

– Gracias por la advertencia, teniente. Ayuda saber quiénes son tus enemigos antes de salir a la calle.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, volví a atrancar todos los cerrojos y comprobé la puerta trasera por si acaso. Estaba demasiado cansada para pensar en lo que todo eso significaba, demasiado cansada hasta para llamar a Bobby y calentarle las orejas con ello. Volví lentamente a mi habitación y me sumí de nuevo en un profundo y desasosegado sueño.

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