Capítulo 5

La “suite real”

Trabajé para el condado durante cinco años cuando terminé leyes. Durante mis años en la escuela de Derecho, los veranos me los pasaba encerrada en las gigantescas empresas del Loop, y había ocupado toda una serie de empleos extraños para pagarme los estudios universitarios. El peor de todos fue vender libros por teléfono para Time-Life de cinco a nueve de la tarde. Llamas a la gente a la hora de la cena y te despachan a gritos. Ocho o nueve veces llamé a casas de gente fallecida: una de esas mujeres acababa de morir el día anterior, y me zafé de la llorosa hija a toda prisa y sin ninguna elegancia.

Así que sé que trabajar para mí misma vale mil veces más que toda una sarta de otros empleos. Pero aun así, ser detective privado no es como el romance del caballero solitario que Marlowe y Spencer quieren hacernos creer, la mitad del tiempo estás metida en alguna tediosa vigilancia o te pasas el día en el Centro Daley comprobando antecedentes. Y buena parte del tiempo restante te lo pasas vendiéndote a la gente que contrata tus servicios. Y a menudo sin el menor éxito.

Cartwright y Wheeler, agentes de seguros, escucharon atentamente mi disertación sobre los peligros y posibilidades de presentar falsas reclamaciones. Hicieron un montón de preguntas, pero las nueve personas que estaban en la habitación no se sintieron capaces de tomar la decisión de contratarme sin consultar a sus superiores. Yo rezumaba entusiasmo, profesionalismo y una actitud mental positiva, tratando de forzar un compromiso, pero lo más que pude conseguir fue la promesa de que lo discutirían en la junta directiva del lunes.

Volví a mi oficina para guardar mis quinientos dólares de diapositivas en los archivos. No suelo irritarme demasiado por una respuesta tibia, pero estaba tan nerviosa respecto a Elena que me puse a golpear cajones y a romper cartas para desahogar mi mal humor. A Larry Bowa le gustaba destrozar los lavabos cuando había jugado mal. Todos tenemos nuestros arrebatos inmaduros.

Cuando me hube calmado un poco, comprobé mi servicio de llamadas. Marissa Duncan me había dejado un mensaje. La llamé y hablé con su secretaria. Marissa había encontrado un cuarto para Elena en un hotel residencia en Ken-more, entre Wilson y Lawrence. Pedían por él noventa al mes. Vacilé un instante. Me fastidiaba rechazarlo, Marissa se sentiría ofendida, y estaba tan bien relacionada que me convenía más que estuviese a bien conmigo. O peor aún, ¿y si Elena volvía a aparecer a las tres de la mañana?

– No puede mudarse inmediatamente -dije finalmente-, pero yo me pasaré por allí de paso hacia mi casa y pagaré la habitación.

– En efectivo -dijo brevemente la secretaria-, y nada de animales ni niños.

– Estupendo -comprobé dos veces la dirección y colgué. Por primera vez en mi vida se me ocurrió preguntarme qué anticonceptivo habría usado Elena durante todos esos años. Y de repente caí en la cuenta de por qué Gabriella había estado tan acogedora aquella vez que apareció por casa, treinta años atrás. No recordaba punto por punto lo que habían dicho, pero Elena estaba embarazada. Gabriella le ayudó a conseguir algún tipo de aborto clandestino, y después Elena se emborrachó.

Estaba sentada en mi despacho, con los hombros encorvados, observando a las palomas que peleaban por un sitio en el alféizar de la ventana. Finalmente extendí el brazo para encender mi lámpara de mesa y llamé a Michael Kurey al Distrito Central. No demostró mucho entusiasmo al oírme, pero me dijo que había indagado en el depósito de cadáveres y en algunos hospitales de la zona: no les habían llevado a ninguna borracha de pelo gris desde la tarde anterior.

– Tengo que irme, Vic, estamos en ello. Hasta el domingo…

Normalmente me hubiera metido con él, diciéndole que en lo que estaba era en una partida de póker, pero colgué sin decir nada: no estaba de humor para bromas.

Me di cuenta demasiado tarde de que una de las cartas que estaba rompiendo era de un antiguo cliente. Rebusqué entre los pedazos del suelo y la reconstruí lo suficiente como para ver que me pedían una simple comprobación de antecedentes. Podía esperar hasta el lunes, tampoco estaba de humor para hacerlo esa noche. El resto de los papeles los amontoné y los tiré a la papelera.

Abochornada por mi anterior arranque de ira, archivé sensatamente los papeles restantes de mi mesa, y luego fui al lavabo de señoras del séptimo piso a buscar agua para fregar el suelo. Quedaba tan bien que terminé fregando los alféizares y los archiveros. Limpia ahora en pensamiento, palabra y obra, cerré la oficina.

De camino al garaje pasé por un cajero automático para sacar los noventa dólares, y luego me uní a la lenta procesión que salía del Loop. El viernes todo el mundo sale temprano del trabajo para ampliar al máximo la cantidad de tiempo que pasan inmovilizados en los atascos antes del fin de semana.

Eran casi las cinco cuando llegué al Windsor Arms, en Kenmore. El edificio se había construido en pleno auge del duque, cuando gozaba de la hospitalidad de Goering y prestaba su nombre a hoteles residencia que esperaban reflejar su regio esplendor. El duque de Windsor ya estaba muerto, pero el hotel no había tenido esa suerte. Si la fachada había sido lavada alguna vez desde la coronación de Jorge VT, no lo demostraba. Tampoco se le había prestado mayor atención a las reparaciones básicas: cierto número de ventanas tenían trozos de cartón sustituyendo a los cristales que faltaban.

El interior olía ligeramente a col hervida, a pesar de un gran cartel sobre el mostrador que rezaba enfáticamente: "Prohibido terminantemente cocinar en las habitaciones". Junto al cartel, el rostro de Alderman Helen Schiller sonreía beatíficamente a sus votantes.

No había nadie tras el mostrador, pero un puñado de residentes estaban sentados en un pequeño salón, viendo a Vanna White en un minúsculo televisor fijado en la pared a considerable altura. Me acerqué y pregunté si alguien sabía dónde estaba el encargado. Una mujer de mediana edad con una bata sin mangas me miró con recelo: cuando alguien con traje de chaqueta y medias entra en una residencia suele tratarse de una inspectora municipal o abogada que amenaza con alguna acción judicial en nombre "de la familia de algún residente muerto".

Exhibí mi sonrisa más fiable.

– Creo que tiene una habitación para Elena Wárshawski.

– ¿Y qué? -la mujer tenía el fuerte deje monocorde del barrio irlandés del sur.

– Soy su sobrina. Ella podrá mudarse dentro de un par de días, pero yo quería pagar un mes por adelantado para que le reserve la habitación.

La mujer me miró de arriba abajo, sus húmedos ojos grises firmes e impenetrables. Finalmente decidió que mi mojigata honradez era real. Se volvió otra vez hacia el televisor, esperó a que hubiese un anuncio y luego se levantó pesadamente del sillón con funda de vinilo. La seguí hasta el mostrador y, tras éste, a un chiribitil cuyo rasgo más destacado era una gran caja de caudales. El ama contó por dos veces mis billetes de diez dólares, garabateó torpemente un recibo y puso el dinero en un sobre que cerró e insertó en la caja por una ranura lateral.

– No sé cómo abrir este trasto, así que no creas que va a poder venir tu novio con su fusca a recuperar el dinero. Vienen a vaciarlo dos veces por semana.

– No, señora -asentí débilmente.

– Le enseñaré la habitación. Su tía puede venir cuando esté lista para cambiarse. Que no se olvide de traer el recibo.

Subimos tres pisos, lentamente, ajustándonos a la respiración corta y jadeante de mi guía, y recorrimos un pasillo sin moqueta. Los apliques de cristal sobre las puertas eran reliquias de los días más fastos del Windsor Arms: ahora el vestíbulo estaba iluminado por dos bombillas desnudas. La recepcionista se detuvo ante la segunda puerta de la izquierda antes del final y la abrió. Quienquiera que fuese el dueño del edificio, le debía a Marissa Duncan un favor. O eso, o esperaba que Marissa le diese un amable empujoncito para trepar los escalones de la política local.

La ventana tenía sus cuatro cristales, el suelo estaba limpio, y la estrecha cama hecha con esmero. Una cómoda de cajones de plástico blanco presidía el rincón. Bajo la ventana, una mesa de pino completaba el mobiliario.

– El baño está al fondo del pasillo. Puede encerrar sus cosas en un cofre bajo la cama si teme a los yonquis. La llave me la deja a mí si sale. Y nada de cocinar aquí. Los cables son viejos. No quiero que el garito se convierta en humo.

Asentí sensatamente y volví a bajar tras ella. Volvió a su Ruleta de la Fortuna sin volver a mirarme. Una vez fuera, aspiré el aire a grandes bocanadas.

Tengo la impresión de que nunca gano lo suficiente como para ahorrar más de mil pavos o así al año para un plan de jubilación. ¿De qué iba a vivir cuando estuviera demasiado vieja para seguir buscando clientes? La idea de encontrarme a los sesenta y seis años sola, viviendo en un cuarto con tres cajones de plástico para guardar mi ropa, me estremeció de pies a cabeza, haciéndome casi perder el equilibrio. Una mujer que pasaba remolcando a tres chiquillos les alejó de mí de un tirón: yo no era más que una borracha tambaleándose ante los ojos de sus hijos de camino a casa. Me subí pesadamente al Chevy y me dirigí hacia el sur. La mezcla de culpabilidad y temor que el Windsor Arms había removido en mí mermó el placer de mi fin de semana. El sábado por la mañana fui a la tienda y compré fruta y yogur para la semana. Pero al escoger los ingredientes para una ensalada de pasta que iba a llevar a una comida informal en el campo esa tarde, pasé de largo por el aceite de oliva y cogí una marca barata, ¡cómo iba a gastarme once dólares en medio litro de aceite de oliva, si ni siquiera tenía para ingresar el tercer trimestre de mi plan de jubilación! Compré incluso parmesano hecho aquí. Gabriella me lo hubiera criticado mordazmente, pero, para empezar, tampoco hubiese aprobado que comprara la pasta en vez de hacerla.

Compré los tres periódicos de la mañana y los leí minuciosamente antes de salir al parque. Por el momento nadie había encontrado a una mujer de edad sin identificar en el río, ni errando como una demente por las calles. Tenía que confiar en que Furey, o el mismo Bob Mallory, me llamarían si Elena era arrestada. Al parecer no me quedaba otra cosa que hacer más que unirme a mis amigos en Montrose Harbor y pagar mí agresividad con una pelota de softball [2].

No conseguí del todo sacudirme de encima la depresión, pero una parada que hice en el sexto juego y que salvó el partido me animó: no sabía que aún podía tirarme a por una pelota y pararla como lo hacía a los veinte años. Después del Soave y el pollo asado no pude compartir del todo el ánimo procaz de mis amigos. Me largué cuando la fiesta aún tenía marcha, para pillar las informaciones de las diez.

Elena aún no había aparecido de forma dramática. Finalmente llegué a la conclusión de que estaba vagando por algún sitio con Ana de las Tejas Verdes y me fui a la cama, dividida entre mi disgusto con ella y mi irritación conmigo misma.

Había abrigado esperanzas de que los dioses echaran a perder la fiesta de Boots con violentas tormentas, pero el domingo amaneció otra vez con el deslumbrante e inclemente sol que habíamos soportado durante todo el verano. Con septiembre tocando a su fin, los días eran ya sólo cálidos en lugar de sofocantes, pero el medio oeste seguía padeciendo la peor sequía de sus últimos cincuenta años.

Por toda la ciudad las aceras y el firme se habían alabeado y hundido. Al arreciar la ola de calor, las chispas que desprendían los trenes habían incendiado las vigas que sostenían los pasos elevados, de tal forma que algunas de las estaciones estaban ahora cerradas más o menos permanentemente. Habida cuenta de la perpetua falta de fondos de Chicago, no tenía esperanzas de que esos apeaderos se volviesen a abrir en lo que me quedaba de vida.

Llevé a correr a Peppy hasta el puerto de Belmont y a la vuelta me puse a hojear los periódicos del domingo. El Sun Times era el más difícil, nunca he podido hacerme una idea de su esquema de composición, y tuve que leer mucho más de lo que me apetecía sobre decoración del hogar y festivales de otoño en Wisconsin antes de dar con las noticias metropolitanas.

Cuando terminé de recorrer el Herald-Star sin encontrar ni una palabra sobre Elena, era hora de ducharme y vestirme para mi barbacoa de doscientos cincuenta dólares. Sabía que Marissa aparecería seguramente con un elegante pijama de seda o algo igualmente exótico, pero a no ser que Rosalyn Fuentes hubiese cambiado drásticamente, probablemente iría en vaqueros. Me pareció que la etiqueta de las colectas de fondos dictaba no ir más llamativa que la invitada de honor. Además, no quería estar pendiente de mi ropa de lavar en seco si me la ponía para una barbacoa gigante. Me puse unos pantalones caqui y una camisa amplia color oliva. Perfecto: camuflaría los derramamientos de comida y sobre todo sería confortable para pasar la tarde al sol.

Michael llegó un poco antes de las tres, su pelo negro y ojos oscuros vivamente resaltados por una chaqueta de marinero y un polo azul pálido. Su habitual buen humor se había convertido en exuberancia: le gustaban las grandes juergas, le gustaba juntarse con su basca, y aún llevaba dentro lo bastante del demócrata rancio como para estar deseando pasar la tarde codeándose con peces gordos en una fiesta.

Me deshice en alharacas ante su elegancia.

– ¿Estás seguro de que quieres llegar conmigo a casa de Boots? De verdad que voy a empañar tu imagen.

Me dio un golpecito burlón en la nariz.

– A tu lado tengo buena presencia, Warshawski. Por eso quiero que esta tarde no te alejes de mí.

– ¿Una chabola al lado de un barrio residencial? Es algo así como me siento con todo este asunto -no sé por qué, su efervescencia me daba ganas de ser desagradable.

– Venga, vamos ya, Warshawski. ¿De verdad te gusta vivir entre la basura y los graffiti? En el fondo, secretamente, ¿no vivirías en los amplios espacios abiertos si pudieras permitírtelo?

– Tú vives en Norwood Park -le recordé.

– Sólo porque los que estamos para serviros y protegeros a vosotros los artistas del graffiti tenemos que vivir en la ciudad. Y es más interesante estar cerca del crimen en Chicago que entre esa basura de Streamwood.

– Sí, eso es lo que yo pienso también. Por eso no me imagino fuera de aquí -saqué mi billetera del bolso y la metí en un bolsillo del pantalón junto con la invitación a la fiesta: no quería cargar con un bolso toda la tarde en la barbacoa.

– Pero sí que haces un montón de investigaciones para los barrios altos -objetó Michael mientras salíamos del apartamento.

– Por eso me gusta más el crimen de la ciudad -bloqueé los dobles cerrojos-. Te dan un palo en la cabeza y te birlan el bolso. No están sentados en salas de juntas insultando a los negros de Chicago mientras se meten un millón o dos de la compañía en el bolsillo.

– Podría presentarte a algunos chorizos -ofreció Michael cuando salíamos a la calle-. Necesitan a alguien para sus relaciones públicas: tal vez eres exactamente la chica que les va -dibujó con las manos en el aire una cartelera-. Casi puedo imaginármelo: "Crimen limpio y honesto, como el que solía cometer su abuelito".

Reí a mi pesar.

– Vale, vale. Los chorizos son una escoria. Sólo tengo un pequeño resentimiento contra los barrios altos, eso es todo. Sea como sea, no puedo permitírmelos. No me importaría saber lo que hizo Boots para financiar el traslado desde la esquina de División y Central a Streamwood.

Michael me cogió la cara entre sus manos y me besó.

– Hazme un favor, Vic: no se lo preguntes esta tarde.

Me solté y me metí en el Chevy.

– No te preocupes, mi mamá me educó para que supiese comportarme en público. Te veré en el baile.

Se metió de un salto en el Corvette, me hizo varias llamadas de luces, y salió en dirección a Belmont con un gran chirriar de neumáticos.

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