Capítulo 30

Preparándose para el gran salto

El domingo, cuando me levanté, supe que había pasado el punto crítico hacia la recuperación. No es que hubiese recobrado todas mis fuerzas, pero me sentía con energías y con la mente despejada. La persistente depresión desde mi almuerzo con Robin terminó por reducirse a las proporciones de un problema soluble: mi capacidad para manejar la investigación Seliginan era lo que estaba en tela de juicio, y no toda mi carrera ni mi personalidad. Hasta mis manos estaban mejor. No me quité la gasa, pero podía efectuar pequeñas tareas caseras sin sentir que la piel se me abría hasta el hueso.

Al detective que madruga Dios le ayuda. Aunque era poco probable que alguien fuese a las oficinas de Alma Mexicana un domingo, y aún era menos probable que fuese a primera hora de la mañana.

Antes de salir me fui al cuarto de estar a practicar una versión abreviada de mis ejercicios: aún no estaba lista para empezar a correr, pero necesitaba mantenerme flexible. Las flores de Ralph MacDonald dominaban la habitación. Las había olvidado. Mientras me estiraba los cuadrangulares y fortalecía los glúteos, contemplé tristemente el bosque tropical húmedo. Tanto si eran una amenaza como un gracioso cumplido, eran demasiado abrumadoras, un gesto demasiado exagerado por parte de un hombre que apenas me conocía.

Cuando acabé mis levantamientos de pierna -veinticinco con cada pierna, en lugar de mis habituales cien, me dejaron sin aliento- me coloqué el vaquero y una camiseta. Con un esfuerzo, me llevé las flores al coche. Me fui hasta Broadway y compré un buñuelo, una manzana y leche en uno de los delicatessen.

Mis intentos por comer y conducir al mismo tiempo demostraron mi grado de curación: con dos manos, el volante era manejable. Con una mano, las palmas me empezaban a escocer y las muñecas me dolían. Me acerqué hasta la esquina de Diversey y Pine Grove para comer. Las flores tropicales llenaban el coche de intenso perfume, haciendo difícil comer sin náuseas. Bajé completamente la ventanilla, pero el olor seguía siendo cabezón. Finalmente engullí la leche y tomé rumbo al sur sin acabarme el buñuelo.

El domingo por la mañana es el mejor momento para conducir por Chicago, porque no hay tráfico por las calles. Recorrí los quince kilómetros hasta el Michael Reese en quince minutos sin sobrepasar la limitación de velocidad.

Subir el compacto ramo hasta el cuarto piso exigió de mis manos en proceso de curación y de mis hombros un esfuerzo casi intolerable. Al salir del ascensor, un simpático enfermero se ofreció a llevármelas.

– Son magníficas. ¿En qué habitación las quiere?

Le di el número de la habitación de Elena. Transportó la maceta tan fácilmente como si fuese un balón de fútbol -tan fácilmente como podía haberlo hecho yo una semana antes-. Le seguí por el pasillo hasta la habitación de Elena. Una mujer aproximadamente de mi edad con una bata de nailon amarilla estaba sentada en la cama de Elena leyendo el Tribune.

Mi mandíbula se abrió ligeramente, como cuando te cogen desprevenido.

– Mi tía -dije estúpidamente-. Estaba aquí el viernes.

– Tal vez le han dado el alta -sugirió el enfermero.

– No estaba muy bien. Tal vez la han trasladado -volví corriendo a la sala de enfermeras.

Una mujer de mediana edad hacía unas complicadas anotaciones en un gráfico. Quise interrumpirla, pero levantó una mano disuasiva y siguió escribiendo.

Por fin me miró.

– ¿Sí?

– Soy V. I. Warshawski -dije-. Mi tía, Elena Warshawski, estaba aquí, había sido golpeada en la cabeza y estuvo inconsciente durante uno o dos días. ¿La han trasladado o algo?

La enfermera sacudió majestuosamente la cabeza.

– Se fue ayer.

– ¿Se fue? -repetí, atónita-. Pero… me dijeron que estaba delicada, que necesitaba un mes o así de convalecencia. ¿Cómo han podido dejarla ir sin más?

– No la han dejado. Se fue por iniciativa propia. Robó la ropa de la mujer con la que compartía la habitación y desapareció.

La cabeza empezó otra vez a darme vueltas. Me así al borde del mostrador para no perder el equilibrio.

– ¿Cuándo ocurrió eso? ¿Por qué no me ha avisado nadie.

La enfermera negó cualquier conocimiento de los detalles.

– El hospital llamó a la persona que estaba registrada como su pariente más próximo. No habrán considerado que usted necesitaba saberlo.

– Yo soy su pariente más próxima -aunque tal vez había dado el nombre de Peter, no podía hacer valer con demasiada fuerza mis derechos como la persona más allegada a ella-. ¿Puede decirme cuándo se marchó?

Dejó el lápiz sobre el mostrador con un golpe, exasperada.

– Pregúntele a la policía. Mandaron a un oficial ayer por la tarde. Estaba bastante fastidiado y recabó todos los detalles.

Estaba a punto de aullar de frustración y confusión.

– Déme usted su nombre y hablaré con todo gusto con él.

Suspiró audiblemente y se metió en el cuarto de los archivos, tras el mostrador. El enfermero había estado durante todo ese tiempo detrás de mí cargado con las flores.

– ¿Quiere cogerlas, señora? -preguntó mientras yo esperaba.

– Oh, déselas a la persona que más tiempo lleve aquí sin visitas -dije brevemente.

La enfermera volvió con una carpeta.

– Michael Furey, detective -leyó sin levantar la vista. Volvió al gráfico en el que trabajaba cuando yo la interrumpí. Daba obviamente por concluida la entrevista.

Cuando volví al coche los brazos me temblaban: había abusado de ellos acarreando las flores de Ralph MacDonald. Así que Elena ha vuelto a poner pies en polvorosa. ¿Debería preocuparme? La policía ya lo sabía. Lo más probable era que se mantuviesen alertas respecto a ella. Yo tenía cosas más importantes que hacer.

En lugar de seguir conduciendo hasta las oficinas de Alma Mexicana en Ashland Sur, dirigí el Chevy hacia el Hotel Prairie Shores. Volvió a gemir otra vez cuando giré en Indiana.

– Crees que te sientes mal -gruñí-. Yo tampoco quisiera estar aquí. Y me duelen las manos.

Tenía las palmas de las manos inflamadas bajo los mitones. Me palpitaban sobre el duro volante. El próximo coche que compre tendrá dirección asistida.

El Prairie Shores hacía buen conjunto ahora con el Indiana Arms. Los dos caparazones renegridos se miraban el uno al otro a ambos lados de la calle. Ni siquiera Elena podría ocultarse en alguno de los dos. Pero había otros edificios abandonados en esa manzana: un viejo almacén, una escuela tapiada, los restos de una casa de reposo. Podría estar en cualquiera de ellos. No tenía la energía suficiente como para buscar en todos. Que lo hiciera la policía.

Enfilé por Cermak a ochenta por hora, cambiando sin parar de carril, saltándome los semáforos en rojo. Sencillamente estaba cabreada a tope. Además, ¿qué clase de astuto jueguecito se traía? ¿Y cuánto tiempo tendría yo que pasarme jugando con ella? Había puesto a alguien lo bastante nervioso como para querer matarla. Y en vez de contármelo a mí, se andaba escondiendo por la ciudad, creyendo que era una borracha lo bastante lista como para que él no la descubriese. O ella, corregí concienzudamente.

Giré a la izquierda por Halsted frente a un remolque que frenó pitando como un loco. Eso me enfrió bastante rápido. Lo peor del mundo que se puede hacer con un coche es utilizarlo cuando estás furiosa. Eso me había dicho Tony, él mismo más al borde del enfado que nunca, cuando me quitó las llaves durante un mes. Tenía diecisiete años y fue el castigo más fuerte que sufrí jamás. Debería haberme curado de ese tipo de arranques.

Proseguí a paso sobrio y alerta hasta el Anfiteatro. Las oficinas de Alma Mexicana estaban a espaldas de éste, en la calle Ashland. Tony solía llevarme allí a ver espectáculos con caballos y perros, pero hacía por lo menos veinte años que no había estado en esa parte de la ciudad. Me había olvidado del laberinto de callejones sin salida entre Ashland y Halsted. Incluso teniendo que volver hasta la calle Treinta y Nueve y buscar un camino por las calles principales, pude llegar a la compañía contratista en veinte minutos.

Pasé despacio por delante de su triste edificio de ladrillo. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Las altas ventanas sucias reflejaban el aire gris de la mañana: no había ninguna luz tras ellas. Di un prudente rodeo por el callejón de detrás del edificio. Las puertas metálicas de atrás tenían una gruesa cadena colgada de sus tiradores y sujeta con un imponente candado American Master.

Seguí por el callejón y volví por Ashland hasta la Cuarenta y Cuatro. Dejé el Chevy en la esquina, delante de un parquecito como un pañuelo, donde un viejo paseaba a un aletargado terrier. Ninguno de los dos me prestó atención alguna. Avancé por el callejón con la cabeza alta, deliberadamente, proclamando: yo soy de aquí. Cuando la tapa de un cubo de basura se cerró con un chasquido tras una verja junto a mí, no di un salto, o al menos no muy alto.

Con un American Master se necesita o un soplete, o una sierra de gran calidad, o la llave. No tenía ninguna de esas cosas. Estudié pesarosamente la cadena. Era también más gruesa que yo. Después de haber dado una vuelta completa al edificio, pensé que no podría alcanzar ninguna ventana sin una escalera. Quedaba el tejado, lo que significaba también dar media vuelta y regresar por la noche.

Más allá, en el callejón, había un poste telefónico bastante próximo a un edificio al que podría trepar y desde allí pasar al de Alma Mexicana. Estiré los brazos junto al poste. Las primeras clavijas estaban a más de un metro de mi alcance. Pero con alguna especie de taburete sería posible escalarlo.

Tres cubos de techo plano de distintos tamaños se interponían entre el poste y mi meta. Medí en pasos la distancia. La distancia más ancha que tendría que saltar sería sólo de metro y medio. Hasta en mi estado de debilidad, debería ser capaz de hacerlo en la oscuridad.

Busqué un punto de referencia que me permitiera saber cuándo alcanzaba Alma Mexicana. Los edificios frente al callejón estaban todos bordeados de altas vallas de madera indiferenciadas, pero habían construido un garaje en el muro haciendo esquina con el edificio de los contratistas. Debería ser capaz de localizarlo con mi linterna.

El viejo del terrier estaba sentado en un banco leyendo el periódico de la mañana cuando volví al Chevy. Ninguno de los dos levantó la vista cuando cerré la puerta del coche con un portazo. Me dirigí hacia el Ryan a paso veloz. El Chevy empezó con su odioso rechinar cuando pasé de los cien en la autovía, pero se calló cuando bajé a sesenta. Llegué a casa a tiempo de pillar en la tele el saque de los Bears contra los invencidos Bills. Como todo ciudadano de Chicago que se precie, apagué el sonido de la tele y conecté el comentario de la radio: nos gusta Dick Butkus con su sabiduría y su partidismo.

Mediado el partido de los Bears, miré los periódicos del domingo. Hojeaba distraídamente la sección de sucesos del Star cuando el nombre de Seligman me saltó a la vista. Las oficinas de la compañía habían sido asaltadas. La señora Rita Donnelly, de cincuenta y siete años, empleada allí desde hacía treinta años, había resultado muerta.

Detrás de mí, Jim Hart y Butkus seguían comentando las buenas jugadas de Dan Hampton en el primer tiempo. Apagué la radio y leí lentamente la noticia.

El Star sólo le dedicaba cinco pulgadas. Recorrí el Tribune y el Sun-Times y di finalmente con suficientes detalles para enterarme de la hora aproximada en que la policía pensaba que había sucedido -a última hora del viernes- del hallazgo del cuerpo por el cartero el sábado, cuando entró -ya que la puerta no había sido cerrada con llave- con una carta certificada, y de la conmoción del señor Seligman. La señora Donelly dejaba dos hijas, Shannon Casey (de treinta y dos años) y Star Wentzel (de veintinueve), ambas casadas, y tres nietos. La misa se celebraría el martes por la tarde en la parroquia de San Inanna; el velatorio, en la Funeraria Calla-han el lunes por la noche. En lugar de flores, se rogaba enviar donativos en metálico a la fundación de becas de San Inanna.

Los Bears y los Bills estaban enfrascados en una violenta 17 ntélée en la silenciosa pantalla de la tele: el segundo tiempo había empezado sin mí. Apagué el aparato y me acerqué a la ventana para mirar afuera. Podía tratarse de una agresión fortuita: a la oficina llegaba algo de dinero. Alguien lo sabía, montó la guardia, y la mató antes de que pudiese ir al banco.

– Simplemente no te olvides de que es posible -me sermoneé en voz alta-. No te emociones tanto con tus teorías favoritas como para ignorar la proporción de asquerosa violencia fortuita en esta ciudad -pero cómo iba a ser fortuita, con Cerise muerta, el ataque a Elena y a mí, los dos incendios. Todo tenía una conexión en alguna parte. El asesino había registrado los archivos, pero no se había llevado dinero, ni de la oficina, ni siquiera del bolso de la señora Donnelly.

La muerte de la señora Donnelly me impulsó a hacer algo que antes me sentía demasiado hosca para hacer: llamé a Furey para averiguar lo que sabía de Elena.

Pareció alegrarse bastante de oírme, pese a que pude darme cuenta, por el ruido de fondo, que había interrumpido una partida.

– Nos has tenido preocupados a todos, Vic. ¿Cómo vas?

– Me estaba sintiendo mejor, hasta que esta mañana fui al hospital a visitar a mi tía. Me han dicho que habías estado allí para hablar con ella y que te dieron todos los detalles.

– Sí. He intentado llamarte varias veces pero sólo daba con tu servicio de mensajes. Esperaba que tuvieses alguna idea de dónde se ha metido. Es nuestra única pista seria en lo del incendio del miércoles.

– Además de mí -le conté la teoría de Montgomery.

– ¡Oh, Monty! A veces se sale un poco de sus casillas. No le hagas ningún caso. ¿Qué pasa con tu tía? La he buscado en aquel hotel de Kenmore, pero no ha vuelto por allí desde que se largó hace días.

Sugerí lo de los edificios abandonados de la zona sur y me prometió que mandaría a una patrulla para comprobarlo. Los chicos se habían acercado todos para ver el partido, le apetecía volver a él, pero me volvería a llamar durante la semana.

El teléfono se puso a sonar tan pronto como colgué. Era mi tío Peter, echando espumarajos por causa de mi carta: ¿Quién creía yo que era, un cretino que iba a exponer a sus hijos a la presencia de alguien como Elena?

– Está bien, Peter, ella ha desaparecido. Nadie te va a pedir nada -de hecho, estaba pensando en llamar al Reese a la mañana siguiente para asegurarme de que tenían su nombre y su dirección como garante financiero de Elena, pero no creí que a él le sirviera de nada enterarse esa tarde.

La noticia no lo ablandó.

– Métete esto en la cabeza, Vic: si quisiera vivir atado a un montón de perdedores, no me hubiera marchado de Chicago. Si eso te ofende, lo siento, pero yo quiero algo más para mis hijas de lo que Tony quería para ti.

Estuve a punto de lanzar un contraataque de gran envergadura, diciendo que lo que no le hubiese gustado a Tony para mí era su mierda, pero al ir a hablar me di cuenta de la inutilidad de decir nada. Peter y yo ya habíamos pasado por esa discusión un montón de veces. Ninguno de los dos iba a cambiar. Colgué sin despedirme.

Volví a la ventana y contemplé las casitas que había frente a mi edificio. Tal vez a Tony le hubiese gustado para mí una mansión en Winnetka, pero lo único que conocía eran las casitas y los pisos sin ascensor, y no hubiese pensado que eran ninguna desgracia para mí.

Mi discusión con Peter me había agotado más que llevar por ahí esa selva tropical por la mañana. Si quería estar saltando por los tejados esa noche, tenía que descansar. Desconecté los teléfonos y me desplomé en la cama.

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