Capítulo 20

Seria advertencia

La visita de Bobby me dejó tan mal sabor de boca, que me dieron ganas de decirle a Eileen que no podía ir a su fiesta. Pero Bobby tenía razón en una cosa: una no debería serrar la rama en que está sentada sólo por no dar su brazo a torcer.

Llamé a un par de amigos para ver si alguno quería ver una peli, pero ninguno estaba. Dejé mensajes en diferentes aparatos y me fui a la cocina a hacerme unos huevos revueltos. Normalmente, quedarme sola en casa un sábado no me importa, pero la visita de Bobby me hizo preguntarme si no estaba destinada a hacerme vieja en el aislamiento y la amargura.

Encendí la tele y cambié de un canal a otro, malhumorada. Una pensaría que los sábados por la noche podrían pasar algo entretenido para los que se quedan en casa, pero las emisoras al parecer pensaban que toda América había salido a bailar. Cuando sonó el teléfono apagué rápidamente el aparato, creyendo que tal vez alguien contestaba a mi mensaje. Me quedé patitiesa al oír la ronca voz de Roz Fuentes.

Ni siquiera dijo "hola" antes de empezar a ponerme como un trapo por meter las narices en sus asuntos.

– ¿Qué intentas hacerme, Warshawski? -su voz había recuperado su timbre rico y gutural de siempre; la vibración a través del teléfono me hizo zumbar el oído.

– Yo no te estoy haciendo nada, Roz. ¿No tienes que preparar una campaña? ¿Por qué la has tomado conmigo?

Estalló su exuberante risa, pero carecía de alegría.

– Velma me ha llamado. Dice que intentaste sonsacarle alguna basura sobre mí, que te ha puesto en tu sitio, pero que ha creído conveniente ponerme al tanto. ¿Qué clase de basura estás buscando, además?

Enseñé los dientes al teléfono.

– Oye, Roz, Velma ya me ha puesto en mi sitio, así que tranqui.

– Vic, tengo que saberlo -habló en voz baja, apremiante. Era como oír la sección de cuerdas de la sinfónica de Chicago-. Esta campaña lo significa todo para mí y para mi gente. Te lo dije el fin de semana pasado. No puedo permitirme tener a alguien emboscado esperándome con un fusil.

Había sido un día demasiado largo para mí para poder hacer una gran demostración de sutileza.

– Roz, me importa un rábano que te hayas acostado con Boots y con toda la plana mayor del condado con tal de estar en las listas. Lo que me fastidia es que te molestes tanto en averiguar si yo te estaba minando el terreno. Qué ha podido hacerte siquiera pensar una cosa así, ¿a no ser que me quieras embarcar en algo de lo que más tarde me podría arrepentir? Yo soy sensible, Roz, y me pone muy nerviosa que alguien intente camelarme.

– Yo me he acercado a ti por respeto a nuestra vieja amistad -dijo, indignada-. Y ahora estás rebajando nuestra amistad a algo sucio. Velma tenía razón. Es una pérdida de tiempo acudir a una blanca con mis preocupaciones.

– Pero acudir a un blanco no lo es, ¿verdad? -estaba totalmente fuera de quicio-. ¿Boots puede ser tu aliado pero yo no? Anda, vete a salvar a los hispanos de Chicago, Roz, pero a mí déjame en paz.

Colgamos sobre esa nota fracturada. Estaba tan furiosa que hubiese llamado a Velma para pedirle cuentas sobre eso de no confiar en mí sólo por ser blanca, pero ese tipo de conversaciones no conducen a nada constructivo.

El domingo por la mañana obtuve un indicio más de que algo se cocía en la olla de Fuentes-Meagher cuando Marissa me invitó a su casa a tomar unas copas esa tarde. Algo espontáneo e informal, así lo definió, para la gente con la que no había pasado suficiente tiempo en la campaña de Roz. Le dije que estaba verdaderamente abrumada de que se acordara de mí y que la idea de una velada de ésas era irresistible. Pero Marissa tenía un buen dominio de sí misma y se negó a dejarse encrespar.

A las cinco salí hacia su casa de Lincoln Park, una de esas construcciones de tres pisos en Cleveland en la que cada ladrillo ha sido pulido y cada madera tiene un acabado brillante y cálido. Marissa alquilaba la planta baja y vivía en los otros dos pisos.

Cuando llegué al primer piso, salió a recibirme al descansillo para escoltarme hasta lo que ella llamaba su cuarto de dibujo. Como siempre, tenía un aspecto magnífico, siendo su idea de la informalidad un amplio pantalón de seda roja, una túnica a juego, y un montón de adornos de plata. No es que yo me hubiese puesto unos vaqueros viejos, pero no pude evitar la sensación de que se había vestido con la intención de hacerme parecer corriente.

El cuarto de dibujo, que antes eran los dos dormitorios exteriores, ocupaba todo el ancho del edificio, con una hilera de ventanas con parteluz que daban a la calle Cleveland. Por muchos pensamientos negativos que tuviese respecto a Marissa, éstos no incluían sus gustos: la habitación estaba amueblada de forma sencilla pero preciosa, predominando un estilo victoriano de primera época, completado con tapices turcos escarlatas repartidos en sitios estratégicos. Un exótico despliegue de plantas le daban calidez a todo el escenario.

Cuando la felicité, se echó a reír y dijo que era gracias a su hermana, que tenía un negocio de alquiler de plantas y cada pocas semanas se las iba cambiando por follaje fresco.

– Déjame presentarte a alguna gente, Vic.

Unas quince o veinte personas charlaban con la fluidez que da la familiaridad. Mientras me conducía hacia el grupo más cercano, el timbre volvió a sonar. Se disculpó, diciéndome que me sirviera yo misma una copa y viera si conocía a alguien.

En parte esperaba ver a Roz, o incluso al contingente Wunsch y Grasso, pero la única persona a la que reconocí fue Ralph MacDonald. Me quité el sombrero ante Marissa; debía de estar incluso mejor conectada de lo que pensaba, para que el gran hombre consintiera pasar una tarde del domingo en una función de tan poca categoría.

Estaba hablando con un par de tipos con pinta de banqueros que se habían puesto cómodos para el fin de semana con camisas de cuello abierto y chaquetas deportivas. Dos mujeres de su pequeño grupo hablaban sotto voce entre sí para no molestar a los chicos. Esta escena de buena conducta mujeril me hizo alegrarme más que nunca de no haberme quedado junto a mi propio maridito, un abogado que ahora vivía con esplendor palatino en Oak Brook.

El bar, instalado en un rincón tras uno de los árboles, tenía prácticamente todo lo que se puede desear, incluida una botella de indiferente champán. El whisky era J &B, una marca que ni me va ni me viene, así que me serví un vaso del chardonnay. Me hacía sentirme demasiado como una nativa de Lincoln Park como para consolarme, pero no era mal vino.

Me lo llevé hasta un sillón y observé a Marissa, que volvía con los recién llegados, una pareja de treinta y tantos que tampoco reconocí. Los condujo hacia un grupo no muy alejado de mí, donde fueron recibidos con entusiasmo por Todd y Meryl. Marissa, anfitriona perfecta, se quedó a charlar, y luego se acercó al grupo de MacDonald antes de contestar otra vez al telefonillo.

Al poco, dos mujeres con pantalones negros y blusas blancas entraron con unas bandejas de entremeses calientes. Ralph MacDonald se alejó de su grupo con las dos mujeres justo en el momento en que yo me servía un par de triángulos de espinacas.

– ¿Vic? Soy Ralph MacDonald, nos conocimos en la fiesta de Boots el fin de semana pasado.

– Le recuerdo, por supuesto, pero me sorprende que se acuerde de mí-procuré parecer afable mientras tragaba apresuradamente el resto de mi pastel de espinacas.

– No seas modesta, Vic, eres una chica bastante memorable.

El comentario era inofensivo, pero el tono parecía recalcón. Antes de que pudiese interrogarle, me presentó a las dos mujeres, que obviamente estaban tan entusiasmadas por conocerme como yo a ellas. Llenaron unos platitos con un surtido de exquisiteces y se retiraron hacia los banqueros mientras Marissa nos acercaba a otro hombre no acompañado. Se presentó como Clarence Hinton; él y MacDonald evidentemente se conocían bastante bien.

– Recuerdas a Vic del domingo pasado, Ralph -declaró Marissa.

– Precisamente le estaba diciendo que no se subestimase -se volvió hacia mí-. De hecho, probablemente no te hubiese recordado de no haberme tropezado con Clarence, aquí presente, cuando te fuiste.

Sacudí la cabeza.

– Clarence y yo éramos ambos amigos de Edward Purcell.

Enrojecí a pesar mío. Purcell había sido presidente de Transicon, y el instigador del mayor fraude que había descubierto en mi primera gran investigación. No fue culpa mía que se suicidara un día antes de que los federales llegaran a por él, pero tuve que reprimir una respuesta defensiva.

Me forcé a preguntarle a Clarence en voz neutra si él también era promotor.

– Oh, me entretengo montando proyectos. No tengo la energía de MacDonald para esa clase de cosas. Ralph, quiero tomar algo, y esta dama necesita una segunda copa. Vuelvo enseguida.

– Lo mío es bourbon con hielo -dijo MacDonald mientras Hinton se acercaba al bar. Añadió dirigiéndose a mí:

– Me alegro de que hayas venido, Vic. Esperaba tener una oportunidad de hablar contigo.

Enarqué las cejas.

– ¿De Edward Purcell? Fue hace casi diez años.

– Oh, siempre me sentí un poco decepcionado por Teddy con aquello. No hay golpe tan duro como para no poder llevarlo a los tribunales.

– Sobre todo en esta ciudad -dije secamente.

Sonrió brevemente para hacerme saber que había pillado el chiste sin encontrarlo particularmente gracioso.

– No voy a recriminarte por lo de Teddy. No, quería hablarte de algo más actual.

Tal vez había llegado mi gran oportunidad, mi estrellato como detective. La posibilidad de fundar una empresa internacional que haría palidecer de envidia a mi tío Peter. Antes de poder preguntar nada, Clarence volvió con las bebidas y Ralph nos condujo a través del vestíbulo a un pequeño cuarto interior. Probablemente fue el cuarto de la criada en los primeros tiempos de la casa, pero Marissa lo había decorado en distintos tonos de blanco y lo utilizaba para ver la tele.

Me senté en una de las duras sillas tapizadas y me alisé la falda sobre las rodillas. MacDonald se quedó de pie frente a mí, con el pie en el travesaño del sofá, mientras Hinton se apoyaba en la puerta. No había ninguna amenaza especial en sus caras, pero las poses estaban pensadas para intimidar. Sorbí un poco de vino y esperé.

Cuando quedó claro que no iba a decir nada, MacDonald empezó.

– Donnel Meagher lleva muchos años como presidente de la Junta del Condado de Cook.

– ¿Y usted cree que le ha llegado la hora de que le despachen? -pregunté.

MacDonald sacudió la cabeza.

– Ni mucho menos. En este tiempo ha desarrollado una inteligencia política que nadie de por aquí puede igualar. Me figuro que no estás de acuerdo con todas sus posiciones, pero estoy seguro de que respetas sus criterios.

– Si respetara sus criterios, estaría de acuerdo con sus posiciones -objeté.

– Sus criterios políticos -MacDonald sonrió levemente-. Después de que Clarence me dijese quién eras, estuve preguntándole a la gente sobre ti. Hay consenso en que te consideras graciosa.

– Pero con buen criterio -no pude evitar decir.

Rechazó el gambito.

– Boots eligió a Rosalyn Fuentes para la lista del condado estrictamente por sus méritos políticos. Ése es el tipo de decisión que creo que te puede resultar difícil de admitir.

En el fondo de mi corazón no es que esperara de veras que me contratara, pero no dejó de ser un chasco que sólo quisiera advertirme que dejara en paz a Roz.

– No me plantea ningún problema esa clase de decisión. Boots es evidentemente un cerebro político, y si Roz puede conseguir su apoyo, su futuro se presenta brillante.

– ¿Así que no estás intentando sabotear su campaña? -era la primera intervención de Hinton en la discusión.

– Vosotros me estáis despertando una tremenda, pero una tremenda curiosidad -dije-. Marissa me cogió del brazo para ir a la fiesta de recaudación de fondos de Roz en nombre de la solidaridad de toda una década. Solté más pasta de la que nunca he dado por ningún candidato, me aburrí como una ostra, y ya estaba a punto de marcharme cuando Roz habló conmigo sólo para asegurarse de que yo no iba a hacer nada que la perjudicase. Ahora vosotros dos me encerráis en un cuartito para comerme el coco. Yo no sé nada de los secretos de Roz y no me importarían para nada si la gente no se estuviese molestando tanto que me pone a pensar.

– Sería muchísimo mejor para ti que esta vez te dedicases a tus propios asuntos -dijo Hinton en una voz sin timbre, mucho más amenazante que un grito.

MacDonald sacudió la cabeza.

– No hará caso de amenazas, Clarence, toda su historia lo deja claro. Mira, Vic: Roz necesita el apoyo de Boots si quiere ganar su primera confrontación a nivel del condado. Pero Boots también la necesita a ella: el contingente hispano vota prácticamente lo que ella le dice que vote.

Eso no era nuevo para mí, así que no dije nada.

– Roz cometió una indiscreción muy grande en su juventud. Le confesó todo a Boots cuando hablaron de las listas, y su opinión fue que eso no la perjudicaría si salía a la luz de aquí a unos cinco años, cuando ella esté afianzada, pero que sería bastante perjudicial para el apoyo de su gente si se enteraran ahora. Así que el día de la barbacoa alguien le comentó algo que le hizo pensar que estabas indagando y quiso asegurarse de que no era así.

– ¿Y qué indiscreción juvenil fue ésa?

MacDonald sacudió la cabeza.

– Aunque lo supiera, no podría decírtelo: Boots es un viejo zorro de la política y no comparte secretos con la gente que no necesita saberlos.

– Bueno, conoces mi reputación: no me importa que se estuviese tirando al chivo del pueblo, pero no me adhiero al fraude.

MacDonald se rió.

– Lo ves, Vic, cada quien tiene una noción distinta de la moralidad. Hay mucha más gente en Humboldt Park que se preocuparía más por el chivo que por cualquier dinero que se hubiese embolsado de algún proyecto público. Así que no pongas tus criterios por modelo para gobernar el condado, ¿está claro?

Sonreí dulcemente.

– Mientras nadie me esté convirtiendo a mí en chivo. Probablemente eso es lo que más me preocupa.

Se acercó y me ayudó a levantarme.

– Se necesitaría a un equipo más listo que nosotros para lograrlo. Volvamos a la fiesta, quiero probar alguna de esas cositas de salmón antes de que la gleba ignorante se las acabe todas.

Cuando volvimos al cuarto de dibujo, Marissa buscó ansiosamente la mirada de Ralph. Él inclinó imperceptiblemente la cabeza para telegrafiar que todo iba bien, que me habían convencido. ¿Pero de qué?

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