Capítulo 34

La cosa está que arde

Me até las botas y empecé a subir la rampa desmantelada por la que la semana anterior me resbalaba con mis zapatos de calle. Un buen par de botas con sus buenas suelas era algo muy distinto. Me dirigí hacia arriba a buen paso. Con el casco y el mono pasaba suficientemente inadvertida como para que nadie me dirigiera una mirada.

Conforme subía la pendiente a fuertes pasos, me di cuenta de que no tenía por qué preocuparme por el aspecto de mis ropas nuevas: el polvo de cemento no tardó en cubrirlas. Me saqué las gafas de sol de uno de los bolsillos de delante para protegerme los ojos, pero no tenía nada para evitar que el polvo me entrara en los pulmones. Aunque también mi tosecilla seca me daba un toque suplementario de autenticidad. Lo único que echaba en falta era un pañuelo al cuello: rojo o amarillo, podía servir para taparse la boca cuando uno estaba realmente inclinado sobre un martillo neumático.

En realidad, echaba de menos otra cosa: el carné del sindicato. Aunque estuviera dispuesta a arriesgarme a que me reconocieran los hombres del remolque, no podía ir por ahí preguntando por Alma Mexicana sin demostrar que pertenecía a la cofradía. Anduve caminando por allí, buscando el llamativo logotipo rojo y verde de Wunsch & Grasso.

Estaba más fuerte que dos días atrás, pero cuanto más tiempo pasaba, menor era mi entusiasmo respecto a mi proyecto. También me di cuenta de que la perfecta obrera de la construcción debería llevar colgada en la presilla de su cinturón una jarra de agua. Hoy era un día más fresco que muchos de los anteriores, pero caminar con el pesado mono, cargada con mis llaves inglesas, respirando el polvo, me hacía arder la cara y me resecaba la garganta. Los hombros me enviaban condolidas señales de aviso.

También hubieran sido útiles unas orejeras: el ruido era aterrador. Martillos neumáticos, palas gigantescas, hormigoneras, cosas que parecían excavadoras con diabólicos pinchos clavados en su pinza frontal, se combinaban con los gritos de miles de hombres en un coro discordante. Pocos trabajadores auténticos llevaban orejeras: más vale quedarse sordo que mostrar una debilidad poco viril.

Caminaba en dirección sur por el lado oeste de la carretera. Para mi ojo inexperto, ésta era la parte más compleja de la obra, ya que estaban añadiendo todo un carril para el tráfico procedente de la avenida Eisenhower. Examiné esa parte de la obra, y luego me esforcé por ver todo el tráfico que ocupaba los cuatro carriles centrales, para asegurarme de que no se me escapaba el logotipo de Wunsch & Grasso por la salida hacia el norte.

Había llegado casi al desvío para la 155 cuando descubrí su equipo, por suerte en mi hielo de la autovía. Me subí a la barrera protectora para esperar mi segundo aire mientras examinaba el terreno. La parte de Alma Mexicana en la operación comprendía una media docena de máquinas y tal vez veinte o treinta hombres.

Su contingente no se dedicaba a verter cemento. Más bien, por lo que podía ver, estaban aplanando el firme, utilizando apisonadoras gigantescas para convertir gigantescos pedruscos en chinitas diminutas, y luego pasando por encima con otra máquina para allanarlo. Los hombres que no estaban accionando las máquinas se afanaban a su alrededor con picos y palas, corrigiendo los defectos de las orillas. Varios estaban parados, vigilando el trabajo.

Era una escena activa e industriosa, y a pesar de la maquinaria moderna, recordaba una escena de tiempos pasados. No había ningún negro entre los obreros, y hasta donde pude ver tampoco había ningún hispano. La mayor parte de sus cascos estaban decorados con el logotipo de Wunsch & Grasso. Una cosa es alquilarle a alguien el equipo, pero hasta una pequeña firma debería ser capaz de pagarse sus propios cascos.

Salté de la barrera y me acerqué a uno de los hombres que vigilaban el trabajo. Junto a las tritura doras de rocas el ruido era tan intenso que necesité cierto esfuerzo para llamar la atención del capataz.

Cuando por fin levantó la vista hacia mí, le grité en el oído.

– ¿Está aquí hoy Luis Schmidt?

– ¿Quién? -voceó a su vez.

– ¡Luis Schmidt!

– No lo conozco.

Volvió a la carretera, señalando a uno de los hombres. Pensé que le iba a pasar a otro mi pregunta, pero lo que quería era indicar algo que había que hacer en el firme. Le di unos golpecitos en el brazo.

Se volvió con impaciencia.

– ¿Pero sigue ahí?

– ¿Aquí es donde trabaja Alma Mexicana?

Puso los ojos en blanco -"estúpida fulana"-. Señaló la máquina que tenía más cerca.

– ¿Usted qué cree?

– Creo que usted es de Alma Mexicana y que alquilan su equipo a Wunsch & Grasso.

Empezó a largarme una aplastante monserga, cuando otro de los capataces se acercó.

– ¿Qué pasa aquí? -preguntó, silenciando al primer hombre con un imperioso gesto del brazo.

– Estoy buscando al personal de Alma Mexicana -voceé-. Me dijeron que estaban utilizando material de Wunsch & Grasso.

El segundo hombre apartó al primero hacia un lado. Tuvieron una animada conversación que no pude oír, pero que implicó grandes gesticulaciones, en dirección al firme y a mí. Finalmente el primer hombre se alejó unos diez metros por la carretera mientras el segundo venía hacia mí.

– Rudy es nuevo aquí. El personal es de A. M., pero los maestros de obras y el material son todos de Grasso. Él no lo sabía. ¿Qué busca aquí?

Inclinó sobre mí su cara curtida para que pudiese oírle. Tal vez le estaba dando a mi imaginación, pero tras la película de polvo blanco, su expresión me pareció fría, casi amenazante.

– Estoy buscando a Luis Schmidt -era la única baza que tenía, así que me atuve a ella.

– No está en la obra. Yo le daré su mensaje.

Sacudí la cabeza.

– No me importa esperar.

– Hoy no va a venir por aquí, señorita. Ni mañana. Así que si tiene un recado, démelo, y si no, salga de la obra.

Advirtió a un par de hombres con picos y les hizo una señal con la cabeza. Cuando se acercaron les dijo:

– Esta señorita ha entrado aquí por error. Aseguraos de que sale de aquí y no vuelve.

Levanté las manos, aplacadora.

– Está bien, grandullón, puedo encontrar sola la salida. Además, ya tengo lo que quería.

Me dirigí hacia el norte a buen paso. Los del pico me seguían a corta distancia, haciendo sin parar pequeños comentarios que afortunadamente no pude oír. No era posible que alguien me pudiese atacar en pleno Dan Ryan, con dos mil hombres por testigos. Suponiendo que mis gritos pudiesen penetrar en el ruido de la maquinaria, o que no creyesen que yo era un esquirol y se unieran a la escabechina de lo que quedase de mi cuerpo.

Después de casi un kilómetro de subida, cuando creía que iba a vomitar por el esfuerzo, decidieron que habían cumplido su misión. Uno de ellos me pinchó en broma el costado con el pico. El otro me dijo que suponía que había aprendido la lección, y que podían picarme de verdad -ja, ja- si volvía.

Asentí en silencio y me alejé del firme a trompicones, para derrumbarme en la subida del lado oeste. Me quedé allí tumbada una media hora, aspirando grandes bocanadas de aire polvoriento. No podían saber quién era yo. Si hubiese alguna alerta roja respecto a mí, podían fácilmente haberme empujado bajo una de las trituradoras de rocas. Pero debía de haber alguna advertencia de prudencia en general contra cualquiera que intentase meter las narices en las cosas de Alma Mexicana.

¿Y si hubiese estado con los federales? ¿Hubiese actuado igual de precipitadamente el segundo capataz? Los sobornos masivos no parecían haber penetrado aún en la burocracia federal, pero tal vez Roz -a través de Boots- tenía alguna otra fuente de protección para la firma de su primo.

Desde donde estaba tumbada, la torre de Sears dominaba el cercano horizonte. El sol estaba suficientemente bajo en el cielo para teñir sus ventanas de un incandescente color cobrizo. Era demasiado tarde para acercarme al Centro Daley a buscar algún antecedente de Farmworks, Inc. Me quedé allí, observando cómo el incendio de la torre se tornaba de un suave anaranjado hasta apagarse.

Finalmente me levanté y emprendí la larga expedición hasta mi coche. Las piernas me temblaban un poco: demasiado esfuerzo antes de tiempo, me dije severamente. No tenía nada que ver con el susto por los tíos esos de los zapapicos.

Los obreros del turno de día estaban empezando a recoger. El turno de la noche aún no había empezado. Hubo una pausa en el ruido y una relajación general del frenético trabajo. Las máquinas seguían moviéndose con obstinación pero los obreros de a pie estaban riendo a su alrededor, bebiendo a gollete y animando de alguna forma el ambiente del lugar.

Me llevó más de media hora recorrer los dos kilómetros hasta el coche. Para entonces, la mayor parte de los vehículos aparcados a su alrededor ya no estaban. Sola entre los detritus bajo los gigantescos pilares de la autovía, me estremecí. Subí al coche y cerré cuidadosamente el seguro de las puertas antes de arrancar.

Eran más de las cinco y media. Giré por Halsted en lugar de unirme a las multitudes de la autovía o de la avenida. Nadie de la obra sabía quién era yo, pero no me quité el casco hasta que estuve en la otra punta de la avenida Congress.

Al llegar a casa metí el mono y el casco en el armario del vestíbulo y me fui derecha a la bañera. Necesitaba dormir, pero aún tenía varias tareas que cumplir. Traté de convencer a mis temblorosas piernas y a mis doloridos hombros de que un largo baño les haría tanto bien como doce horas de sueño, y más aún. Eso podía funcionar cuando tenía veinte años, pero cuando una está más cerca de los cuarenta que de los treinta, hay ciertos mitos que el cuerpo ya no se cree.

Atiborrarme de carbohidratos era mi segunda gran idea. Aunque ya no había carne ni fruta en casa, aún quedaban cebollas, ajos y pasta congelada. Exactamente el tipo de comida que mi madre juzgaba adecuada para la cena del sábado, mientras mi padre, que nunca tuvo valor para criticarla, añoraba en secreto el pollo y los buñuelos.

Encontré una lata de tomate en el fondo de mi alacena. No recordaba haber comprado esa marca y estudié atentamente la etiqueta, tratando de determinar si aún estaba bueno. Abrí el bote y lo olí. ¿Cómo sabes si algo está lleno de botulismo? Me encogí de hombros y lo vacié junto con las cebollas. Sería bastante divertido que tras escapar a los ataques de unos locos asesinos muriese por envenenamiento alimentario en mi propia cocina.

Si los tomates estaban echados a perder, no me afectaron inmediatamente. De hecho, con el baño y la cena me sentí efectivamente mejor, no tan bien como si hubiese disfrutado de un buen sueño, pero lo suficiente como para seguir con cuerda un rato más. Hasta silbé por lo bajini mientras iba a mi habitación a vestirme.

Mi único vestido negro ligero tenía grandes botones plateados delante. Con unas medias negras y unos zapatos parecía más bien que iba al teatro que a un funeral, pero pensé que unas medias blancas no mejorarían mucho la cosa. Tendría que valer así.

Mientras buscaba la Funeraria Callahan, sonó el teléfono. Era Terry Finchley, de la brigada de homicidios.

– ¡Señorita Warshawski! He estado intentando comunicarme contigo todos estos días. ¿Has recibido mi mensaje?

Me acordé de todas las llamadas que no había atendido últimamente y me di cuenta de que hacía tiempo que no comprobaba mi servicio de mensajes.

– Lo siento, detective. ¿Qué ocurre? ¿Alguna otra prueba que me relaciona con el incendio del Prairie Shores o del Indiana Arms?

Creí oírle suspirar.

– No me lo pongas todavía más difícil, ¿de acuerdo, Vic?

– Está bien, Terry -asentí dócilmente-. ¿A qué se debe el placer de oírte?

– He… esto… he hablado de nuestra entrevista con el teniente. Ya sabes, la conversación que el teniente Montgomery y yo…

– Sí, recuerdo esa conversación exactamente -me había sentado en el taburete del piano con la guía sobre las rodillas, pero dejé de buscar a los Callahan.

– El teniente, el teniente Mallory, quiero decir, se… esto… se asombró mucho de que Montgomery sugiriera una cosa así, ya sabes, que te relacionara con el incendio, y fue a hablar con él. Sólo creí que te gustaría saber que probablemente no vuelvas a oír hablar de él.

– Gracias -me alegró y me sorprendió, tanto el que Bobby rompiera una lanza por mí como el que Finchley se tomara el tiempo de telefonearme para decírmelo. Se necesitaba un valor extra para hacerlo.

– Bueno, de aquí en adelante comprueba tus llamadas, no me tengas preocupado durante tres días. Te veré el sábado.

El sábado. Ah, claro, el sesenta aniversario de Bobby. Una cosa más que añadir a mi prolífica lista de quehaceres: un regalo para él. Me froté mis ojos cansados y me forcé a fijarlos otra vez en la guía. La Funeraria Callahan estaba en Harlem norte. Busqué entre los papeles amontonados sobre la mesita mi plano de la ciudad. Según la dirección, estaba justo al norte de la autovía: debería ser fácil atravesar la ciudad hasta allí.

Estaba preparando mi mejor bolso cuando volvió a sonar el teléfono. Iba a dejarlo estar, pero podía ser alguien que también llevase tres días dejándome mensajes.

– Señorita Warshawski, me alegro de encontrarla.

– Señor MacDonald -volví a sentarme, pasmada, en el taburete del piano-. Qué sorpresa. Siento no haberle podido mandar aún una nota por sus flores, llevo una convalecencia bastante lenta.

– No es eso lo que he oído decir, jovencita. He oído que apenas se levantó de la cama empezó a andar por ahí metiendo las narices en asuntos que no le conciernen.

– ¿Y qué asuntos son ésos, viejecito? -no soporto que me llamen "jovencita".

– Creí que habíamos llegado al acuerdo de que dejara en paz a Roz Fuentes.

Dejé el auricular en mi regazo y me quedé mirándolo fijamente. Sólo podía referirse a mi intrusión en Alma Mexicana. Pero no podía estar enterado, mi única pista para ellos era un pañuelo que difícilmente podía conducirles hasta mí, nadie me lo había visto puesto, porque nunca me lo puse. Así que era mi paso por la obra. ¿Pero qué relación tenía él con Alma Mexicana para que se enterase tan pronto?

– ¿Está ahí? -su voz se elevó carrasposa desde mi regazo.

Me volví a acercar el auricular.

– Sí, estoy aquí, pero no estoy con usted. No sé qué he podido hacer para que piense que me he metido con Roz. Además, no sé por qué va tanto de protector con ella.

Rió levemente.

– Vamos, jov… señorita Warshawski. No puede ir haciendo patochadas y recorriendo todo el Dan Ryan sin que la gente se entere. El negocio de la construcción es una comunidad pequeña, las noticias vuelan rápido. A Roz le ha dolido que hurgue en los asuntos de su primo a sus espaldas. Se lo ha mencionado a Boots, y él me ha pedido que me tomara el tiempo de hacerle una llamada.

– ¿Así que todo este rollo se ha puesto en marcha por órdenes de Boots? ¿Trabaja para él o qué, Ralph? Y yo que creía que a él y al condado entero los tenía usted en su bolsillo.

– ¿De qué rollo habla, jovencita? -preguntó ásperamente.

Agité vagamente la mano.

– Oh, incendios provocados, asesinato, intento de asesinato, esa clase de cosas. ¿Así que Boots dice "quiero a esa alcohólica muerta", y usted dice "sí, Señor Presidente Meagher", y busca a alguien que se lo haga? ¿Es eso lo que ha estado pasando últimamente en la ciudad?

– Sería ofensivo si no fuese tan ridículo. Boots y yo somos viejos conocidos. Estamos juntos en un montón de negocios. Hace años que la prensa decidió hacer una larga campaña de calumnias sobre nuestra relación y nuestros métodos de trabajo y al parecer usted se la ha tragado. Me decepciona, Vic, creí que era una joven inteligente.

– Caray, gracias, Ralph. ¿Y fue usted quien maquinó el incendio que casi me mata la semana pasada? ¿Fue así como usted y Boots decidieron responder a los sentimientos heridos de Roz?

Su respiración me silbó al oído.

– Para su información, y no porque tenga que darle ninguna jodida explicación, la nota del Star es la primera noticia que he tenido de ese incendio. Y eso lo puedo jurar ante quien sea. Pero si ha ido por ahí tratando a la gente como lo ha hecho con Roz, no me extrañaría que alguien haya querido quitarla de en medio.

– Qué extraño, eso me suena a amenaza, Ralph. ¿Está seguro, está absolutamente seguro de que no ordenó que provocaran ese incendio la semana pasada?

– He dicho que puedo jurarlo -me espetó-. Pero yo de usted, me andaría con tiento, jovencita. Ha tenido suerte de salir de ésta con vida, ¿no es así?

– De eso nada, viejo chivo -grité, ocultando mi miedo bajo la cólera-. He sido hábil. Así que dígale a Roz o a Boots o a quienquiera que mueva sus hilos, que puedo confiar en mi talento, y no en mi suerte, y que aún puedo seguir dando guerra.

– Sería más adecuado decir avasallando, jov… señorita Warshawski. No sabe lo que hace, y puede causar muchos más líos si no deja de fisgonear en cosas que no la atañen -habló en el tono seco y nada baladí con que sin duda concluía el debate con sus subordinados.

– ¿Se supone que con esto voy a ponerme firme y a gemir "sí, Señor, sí Señor M."? Iré a los periódicos con lo que he sabido hasta ahora. Si yo no sé lo que hago, ellos tendrán los medios de mirarlo más detalladamente -no le iba a decir que me había sorprendido la evidente ausencia de obreros de color en la obra de Alma, eran capaces de soltar allí unas cuantas docenas antes de que Murray se presentara con un fotógrafo.

MacDonald se quedó unos minutos meditando, obviamente eso no estaba en su guión cuando llamó.

– Tal vez podamos hacerte cambiar de idea a ese respecto. ¿Qué podemos ofrecerte?

– Dinero no, de eso puede estar seguro -ni un coche nuevo, pese a los odiosos ruidos que venía haciendo el Chevy-. Pero la historia completa de Alma y de Roz, y saber qué es lo que les pone a todos tan nerviosos, podría convencerme de que tiene razón, que no sé lo que hago allí.

Hubo otra larga pausa. Luego MacDonald dijo lentamente:

– Tal vez podamos arreglar eso. Tú no vayas a ver a los periódicos hasta que volvamos a hablar.

Apreté los dientes.

– Le doy un día, Ralph. Después la suerte estará echada.

– A mí no me gustan las amenazas más que a ti -soltó una risotada nada divertida-. Y no pienso precipitarme para ajustarme a tu horario. Esperarás hasta que tenga algo que decirte y quiera hacerlo. Y si crees que puedes ir a ver a tus amigos del Star o del Tribune con tu recta indignación, recuerda que ambos periodistas son amigos personales míos. Es hora de que alguien en esta ciudad tenga agallas para pararte los pies.

– ¿Y usted es el hombre indicado para domar a la potranca, Ralph? Tal vez es hora de que alguien le enseñe que jugar al Palé en la avenida Michigan no significa que es el dueño del mundo -colgué el auricular con tal fuerza que me quedó un cosquilleo en la palma de la mano.

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