Capítulo 28

Las amables palabras de una amiga

Robín llamó después esa tarde, preocupado porque no le habían permitido verme en el hospital y contento de que aún estuviese entera. Estaba deseando acercarse a visitar a la convaleciente. Yo estaba demasiado rendida para soportar más compañía, pero le dije que podría pasarse el sábado si me sentía mejor.

Antes de que colgara me acordé de una cosa.

– A propósito, ¿estaba asegurado en Ajax el Hotel Prairie Shores, el sitio donde estuve?

– No. Fue lo primero que comprobé, pero por supuesto no aseguramos edificios abandonados. Y si eso te sirve de consuelo, no era propiedad de tu amigo Saúl Seligman. Así que es o una vendetta contra esa manzana de la calle Indiana o alguien que se la tiene jurada a la familia Warshawski.

Ese último comentario pretendía ser una broma, pero me volvió a recordar a Elena, con su cara fofa y vacía surcada de venas rojas. Le farfullé a Robin algo así como que estaba demasiado débil para bromas y colgué. No tenía por qué ser Victoria el angelito e ir a sentarme a la cabecera de mi tía. No, no y no.

Me arrastré hasta el comedor y rebusqué en los armarios algo para escribir. Hacía tanto tiempo que no había escrito ninguna carta personal, que el papel de cartas estaba arrumbado detrás del servicio de fondue y el cubierto de ensalada de plata remanentes de mi fugaz matrimonio. Miré esos cacharros con perplejidad: ¿por qué habría cargado yo precisamente con esas cosas de un lado a otro de Chicago durante once años, desde mi divorcio?

Ahora no estaba en condiciones de decidir el porqué; volví a arrojarlos dentro del armario y me senté ante una hoja amarillenta para escribirle a mi tío Peter. Era una carta difícil: tenía que superar lo bastante mi repulsión hacia él como para abogar convincentemente por el caso de Elena. Describí el accidente, insistí en mi propia decrepitud y en el hecho de que le había salvado la vida, y concluí con un alegato por que se hiciera cargo personalmente de ella o bien la metiera en una casa de reposo. Por la mañana la mandaría urgente a Mission Hills. Era lo más que podía hacer por Elena.

En el espejo del baño mi cara apareció hundida, toda huesos y ojos, con su mirada de un gris casi negro por contraste con la palidez de mi piel. No era de extrañar que el señor Contreras estuviese tan ansioso por hartarme a filetes. Me subí a la báscula. Me había quedado en menos de sesenta kilos. No podía permitirme estar tan flaca si quería tener fuerzas para hacer mi trabajo. No tenía hambre, pero más valía que comiera algo.

Me acerqué de mala gana a la cocina. Después de todo ese tiempo, cualquier parecido entre las cosas que había en mi frigorífico y los alimentos humanos sería pura coincidencia. Olí el yogur. Todavía estaba bueno, pero las verduras y la fruta habían rebasado el punto sin retorno mientras que el zumo de naranja olía a la vez a podrido y a fermentado.

Saqué un paquete de fettucini del congelador y corté un trozo con mi cuchillo de carnicero. Mientras hervían, me comí el yogur directamente del bote, tratando de poner algo de orden en el caos que me envolvía.

Mucha gente se había molestado conmigo en las últimas dos semanas. Ralph MacDonald había descendido de su trono para hacerme alejar de los asuntos de Roz Fuentes. Saúl Seligman estaba indignado porque Ajax no quería satisfacer su reclamación. Zerlina Ramsay nos culpaba a mí y a Elena de la muerte de su hija. Había una larga lista, pero que yo supiera ninguno de ellos había expresado la menor preocupación por habernos dejado a mí y a Elena a punto de morir quemadas vivas. Por supuesto, Lotty también estaba furiosa conmigo, pero ella prefería arrasar por su propia cuenta.

Luego estaba Luis Schmidt. El martes me había llamado zorra y me había dicho que no hiciera más preguntas sobre Alma Mexicana o haría que me arrepintiera. Yo le había replicado con una buena machada y me había colgado. Así es que si pensaba echar algún zarpazo a alguna de esa gente, Luis era el indicado para empezar.

El siseo del agua hirviendo sobre el quemador me devolvió al presente con un sobresalto: los fettucini se habían salido al hervir, apagando el piloto. No fui capaz de encontrar una caja de cerillas entre el desorden de la cocina. Empecé a dar portazos. Es que ya no podía soportar esa vida, vivir sola sin nadie que me hiciera unos mimos cuando volvía de mis batallas, sin nada de comer, ni cerillas, ni dinero en el banco. Agarré un puñado de cucharas y espátulas y las lancé con todas mis fuerzas contra la puerta de la cocina. Cuando cesó el estruendo, la rejilla que había sobre la puerta vibró durante unos segundos con un bajo siniestro. Mis hombros se hundieron, vencidos. Fui arrastrando los pies hasta la puerta y recogí mis utensilios. Una cuchara de madera había aterrizado sobre la nevera. Al ir a cogerla tiré una caja de cerillas. Bien, muy bien. Cabréate. Da resultado. Volví a meter los cacharros en el cajón y encendí de nuevo la cocina.

Además de Luis y los posibles problemas de Alma Mexicana, tenía que considerar los asuntos de mi tía. No quería pensar más en ella -y no sólo por no querer que Victoria, el ángel Victoriano, me convenciera de que cuidara de ella. Sus lamentables historias me habían arrastrado a una serie de espantosos sucesos últimamente, empezando por tener que buscarle una nueva casa y terminando por pasar a un pelo de la muerte. No podría soportar mucho más tiempo controlando su vida.

Seguía sin hambre, pero empezaba a sentir mi cabeza más ligera por la falta de alimentos. Escurrí la pasta y rallé encima un poco de cheddar duro como una piedra. Con mis manos vendadas fue una faena lenta. Los músculos de mis brazos estaban aún tan agarrotados que tuve que dejarlo, jadeante, con sólo unas cuantas cuchara-ditas de queso después de todo ese esfuerzo. La palma derecha me daba unas punzadas tan violentas que creí haberme arrancado la costra a través del mitón.

Llevé el plato al comedor con la mano izquierda. Después de forzarme a tragar varios bocados, me apoyé en el sillón y me puse a pensar en mi tía. Elena había huido al enterarse de la muerte de Cerise. Podía ser que la hubiese asustado otra cosa; yo no sabía mucho de su vida diaria. Con su carácter era posible que hubiese pisado más de un dedo gordo.

Pero por alguna parte tenía que empezar. Relacionar su huida con la muerte de Cerise tenía un sentido. Se necesitaba una fuerte presión para sacarla de un antro seguro. Desde que perdió su casita de Norwood Park había vivido precariamente con la pequeña renta anual rescatada de la venta. Aunque el Windsor Arms era un triste lugar, tenía demasiada experiencia en vivir a salto de mata como para despreciarlo a la ligera.

Ella y Cerise habían montado algún golpe juntas. Cuando le dije a Elena que Cerise había muerto, se puso a la vez recelosa e inquieta. Así que había ido a ver al incauto. Eso también tenía sentido: habían transcurrido veinticuatro horas desde que le informé de lo de Cerise hasta la desaparición de Elena. Había tenido tiempo de hablar con su víctima y averiguar.

Mi pensamiento se iba emborronando. ¿Había descubierto que Cerise había sido asesinada? ¿Era eso posible? ¿Y qué otra cosa podía asustarla tanto como para huir? Alguien que le dijese: "Mira lo que le hemos hecho a tu amiga. A ti te puede pasar lo mismo. Un cuarto de whisky en tus venas y te quedas tiesa en Navy Pier, a ver quién es el más listo".

Me froté mi dolorida cabeza. Literatura, Victoria. Necesitas hechos. Digamos como punto de partida que Cerise y Elena tenían a un tigre por la cola. Para averiguar lo que era, necesitaba que Elena empezara a hablar. O Zerlina Ramsay: era remotamente posible que Cerise le hubiese hecho confidencias a su madre.

Mis guías de teléfonos estaban sobre el piano, sepultadas bajo una pila de partituras; últimamente me había dedicado más a cantar que a buscar números de teléfono. No había ningún Armbruster en Christiana sur. Llamé a información para asegurarme. Así que tendría que hacer otro viajecito a Lawndale norte. Me rechinaron los dientes sólo de pensar en esa grata visita. Y después de eso debería averiguar dónde había estado cada uno de mis irritados clientes de la lista el miércoles por la mañana. Aunque si Ralph MacDonald o los primos de Roz habían intentado quemarme viva, probablemente habían contratado a alguien para hacerlo. De todas formas podía valer la pena saber dónde habían estado. No era faena muy apropiada para una convaleciente. Tal vez podía esperar hasta el domingo para empezar a trabajar en ello.

Mis ojos estaban demasiado irritados para leer o ver la tele. El cuerpo me dolía demasiado para cualquier otra cosa. Después de obligarme a tragar el plato entero de fettucini, volví a la cama. Lotty remató mi maravilloso día llamándome a las ocho y media para saber si seguía viva.

– Estoy bien -dije prudentemente. Si le decía que me dolía todo a rabiar, lo único que conseguiría sería el sermón de que me lo tenía bien merecido.

– Mez me ha dicho que te ha dado el alta hoy. No estaba convencido de que estuvieses en condiciones de irte a casa, pero le he asegurado que tienes una constitución de acero y que estarías lista para volver a arriesgar tu vida la semana que viene.

– Gracias, Lotty -estaba tumbada en la oscuridad, con el auricular apoyado en un cojín junto a mi boca-. Si le diera la espalda a la gente que viene a pedirme ayuda, me imagino cuánto me aplaudirías. Y si evitara todo tipo de riesgos y me quedase en casa viendo los culebrones o algo así, harías subir a tope el aplaudímetro.

– ¿No crees que podrías encontrar un equilibrio entre no hacer nada y meter la cabeza en el nudo corredizo? -estalló-. ¿Sabes cómo me siento cada vez que veo que traen tu cuerpo en una camilla sin saber si estás viva o muerta, sin saber si esta vez tu cerebro está destrozado, tus miembros paralizados? ¿No crees que podrías arreglar tus asuntos deteniéndote un paso antes de caer en la trampa mortal, o tal vez pidiéndole a la policía que asumiera ella esos riesgos?

– Así quien se preocuparía sería la amiga o la amante de otro, ¿es eso lo que quieres decir? -no estaba enojada, sólo me sentía muy sola-. Sucederá inevitablemente, Lotty. No siempre podré saltar por los aros o trepar a la cuerda. Alguien tendrá que tomar el relevo. Pero no será la policía. Después de que tengo que estar batallando con ellos sin cesar para que miren lo del incendio y siguen sin hacerlo. Después de que su única reacción a que estuviese a punto de morir es acusarme.

Me interrumpí. Tal vez Cerise y Elena habían visto quién prendía fuego al Indiana Arms y estaban vigilándolo. O vigilándola. O vigilándolos. Además, si así era, podía ser que el pirómano quisiera suprimirla por su método favorito. Y tal vez suponía que ella me había hecho confidencias, así que yo también tenía que desaparecer. Y… ¿pero quién había matado a Cerise? La policía dijo que fue una sobredosis, así de sencillo.

– Sé que no debería perder la calma contigo. No es más que mi miedo a perderte, eso es todo -dijo Lotty.

– Lo sé -dije cansinamente-. Pero es que eso me presiona tanto, Lotty. Algunos días tengo que pelearme con cien personas sólo para poder hacer mi trabajo. Si tú eres la ciento uno, siento que lo único que me apetece hacer es tumbarme a morir.

No dijo nada durante un largo rato.

– ¿Entonces para ayudarte tengo que soportar que hagas cosas que son un tormento para mí? Tendré que pensarme eso, Victoria… Pero hay algo que no apruebo. Que le dediques tu vida a tu tía. Mez me ha mencionado esa parte de tu conversación. Le sugerí que si fueses un hombre, ni siquiera hubiese planteado nunca el tema contigo, excepto para preguntarte si tenías una mujer que hiciese el trabajo.

– ¿Y qué dijo?

– ¿Qué iba a decir? Carraspeó y dijo que seguía pareciéndole una buena idea. Pero hay un límite a lo que uno debe sacrificar por la gente, Victoria. Has estado a punto de morir por Elena. No tienes por qué sacrificar también tu mente.

– Vale, doctora -susurré. Parpadeé para reprimir las lágrimas. Estaba tan débil que una simple frase de aliento me daba ganas de llorar.

– Estás agotada -dijo bruscamente-. ¿Estás en la cama? Bien. Duerme un poco. Buenas noches.

Cuando colgó, conecté el teléfono al servicio de mensajes. Manipulé torpemente el botón en la oscuridad para desconectar el timbre. Cuando mis enormes y torpes manos lo consiguieron, me envolvió por fin un sueño profundo y claro.

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