Capítulo 2

Las profundidades del abismo

El timbre de la entrada me volvió a arrancar del sueño a las ocho. Volví a ponerme la sudadera y el pantalón corto y entré dando traspiés en el cuarto de estar. Nadie respondió a mi pregunta por el telefonillo. Me acerqué a la ventana y divisé al banquero camino de Diversey, contoneando los hombros con aire satisfecho. Chasqueé el pulgar en dirección a su espalda.

Elena siguió durmiendo durante toda la escena, incluidos mis gritos por el telefonillo. Durante un instante me sentí poseída por el impulso colérico del banquero, tuve ganas de despertarla y hacer que se sintiera tan incómoda como yo.

La miré con asco. Estaba acostada boca arriba, con la boca abierta, emitiendo irregulares ronquidos al inspirar, y unos cortos bufidos al exhalar. Tenía la cara congestionada. Los capilares rotos de su nariz se destacaban claramente. A la luz del día pude ver que el camisón violeta hacía tiempo que necesitaba un viaje a la lavandería. La visión era espantosa. Pero también era insoportablemente patética. Nadie debería verse expuesto a las miradas de un extraño mientras duerme, y menos aún alguien tan vulnerable como mi tía.

Con un escalofrío, me dirigí rápidamente a la parte trasera del piso. Desafortunadamente, su patetismo no aplacaba mi irritación por tenerla allí. Gracias a ella, sentía como si alguien hubiese descargado un camión de gravilla en mi cabeza. Lo peor de todo era que al día siguiente tenía que exponerle un proyecto a un potencial cliente. Quería terminar mis gráficos y hacer que les sacaran unas diapositivas. Y, al parecer, iba a tener que pasarme el día buscando alojamiento. Según el tiempo que me llevara, podía terminar pagando el cuádruple por las diapositivas por pedirlas a deshora.

Me senté en el suelo del comedor y practiqué algunos ejercicios respiratorios, tratando de aflojar el nudo que tenía en el estómago. Finalmente conseguí relajarme lo suficiente como para hacer mis estiramientos antes de correr.

Como no quería volver a ver la cara enrojecida de Elena, bajé por la escalera de atrás y recogí a Peppy por la puerta de la cocina del señor Contreras. El viejo asomó la cabeza y me llamó justo cuando estaba cerrando la puerta; fingí no haberle oído. Pero no pude hacerme otra vez la sorda cuando volví: me estaba esperando, sentado en las escaleras de servicio con el Sun-Times, comprobando sus apuestas del día para Hawthorne. Intenté dejar a la perra y escaparme escaleras arriba, pero me agarró la mano.

– Espera un segundo, cielo. ¿Quién era esa señora a la que hiciste entrar anoche?

El señor Contreras es un mecánico retirado, viudo y con una hija casada a la que no le tiene un afecto particular. En el transcurso de los tres años que llevamos viviendo en el mismo edificio, ha llegado a tomarme el apego de un tío adoptivo, o tal vez de una lapa.

Liberé mi mano de un tirón.

– Mi tía. La hermana menor de mi padre. Siente inclinación por los hombres maduros con buenas pensiones, así que asegúrese de tener puesta toda su ropa si esta tarde se detiene a charlar.

Ese tipo de comentario siempre le sulfura. Estoy segura de que oyó -y dijo- cosas mucho peores tirado en el suelo en sus tiempos de mecánico, pero de mí no soporta ni siquiera referencias veladas al sexo. Se pone rojo y tan al borde del enfado como puede estarlo alguien con un talante tan indefectiblemente alegre como él.

– No necesitas decirme guarrerías -espetó-. Sólo estoy preocupado. Y te diré, bomboncito, que no deberías permitir que la gente venga a verte así a cualquier hora. O al menos, si lo haces, no deberías dejarles en el vestíbulo, dando unas voces como para despertar a todo el edificio.

Tuve ganas de arrancar una de las tablillas sueltas de la barandilla de la escalera y pegarle con ella.

– Yo no la invité -chillé-, no sabía que iba a venir. No quería que viniera. No quería despertarme a las tres de la madrugada.

– No hace falta que chilles -dijo con severidad-. Y aunque no la estuvieses esperando, podíais haber subido a tu apartamento para hablar.

Abrí y cerré la boca varias veces, pero no pude elaborar una respuesta coherente. Además, había dejado a Elena en el vestíbulo con la esperanza de que se sintiera lo bastante ofendida como para coger su bolsa y marcharse. Pero al hacerlo ya sabía en el fondo de mi corazón que a esa hora no podría echarla. Así que el viejo tenía razón. El darle la razón no me hizo sentirme más feliz.

– Vale, vale -gruñí-, no volverá a pasar. Ahora déjeme ir, tengo un montón de cosas que hacer hoy -subí pisando fuerte hasta mi cocina.

Desde el cuarto de estar aún seguían filtrándose unos ronquidos sordos a través de la puerta cerrada. Hice una cafetera llena y me llevé una taza al cuarto de baño mientras me duchaba. Deseando salir del apartamento lo antes posible, me puse unos vaqueros y una camisa blanca e hice una pausa en la cocina para improvisarme un desayuno.

Elena estaba sentada a la mesa de la cocina. Se había puesto una bata acolchada sucia sobre el camisón violeta. Sus manos temblaban ligeramente; utilizó las dos para llevarse la taza de café a los labios.

Mostró una sonrisa ansiosa.

– Qué estupendo café haces, cariño. Tan bueno como el de tu madre.

– Gracias, Elena -abrí el refrigerador e hice recuento de su magro contenido-. Siento no poder quedarme a charlar, pero quiero tratar de encontrarte un lugar para dormir esta noche.

– Oh, Vicki… Victoria, quiero decir. No te precipites así. No es bueno para el corazón. Déjame quedarme aquí, sólo por unos cuantos días. Sólo para reponerme del susto del infierno que viví anoche. Te prometo que no te voy a molestar para nada. Y podría limpiarte un poco la casa mientras estás en el trabajo.

Sacudí implacablemente la cabeza.

– De ninguna manera, Elena. No quiero que vivas aquí. Ni una noche más.

Su cara se arrugó.

– ¿Por qué me odias, cariño? Soy la hermana de tu propio padre. Entre familiares hay que respaldarse.

– No te odio. No quiero vivir con nadie, pero además tú y yo llevamos unas vidas particularmente incompatibles. Sabes tan bien como yo que Tony diría lo mismo si estuviese aún entre nosotros.

Hubo un doloroso episodio cuando Elena anunció que se independizaba de mi abuela y se mudó a su propio apartamento. Pero como descubrió que la soledad no era de su agrado, apareció por nuestra casa en Chicago Sur un fin de semana. Se quedó tres días. No fue mi fiera mamá quien le pidió que se fuera -el amor de Gabriella por los desvalidos era capaz de abarcar incluso a Elena-, pero mi acomodadizo padre volvió a casa un lunes después de su turno en el cementerio y se la encontró desvanecida sobre la mesa de la cocina. La metió en la unidad de desintoxicación del condado y cuando salió de allí se negó a dirigirle la palabra durante seis meses. Al parecer, Elena también recordaba este episodio. Los pucheros desaparecieron de su cara. Parecía destrozada y, no sé por qué, más real.

Le apreté suavemente el hombro y le ofrecí unos huevos. Sacudió la cabeza sin decir palabra y me contempló en silencio mientras yo untaba pasta de anchoas en una tostada. Me la comí rápidamente y salí antes de que la conmiseración turbara mi juicio.

Eran ya más de las nueve. Ya se estaban terminando los atascos de la mañana y llegué rápidamente a la autovía pasando por Belmont. Pero al acercarme al Loop, el tráfico se iba inmovilizando conforme avanzábamos entre un laberinto de obras. Las cuatro millas de la calzada del Ryan entre la calle Eisenhower y la Treinta y Uno, que se supone son las ocho calles más concurridas de todo el universo conocido, habían terminado por derrumbarse bajo el peso de los semirremolques. Las calles en dirección al sur estaban cortadas mientras los empleados federales llevaban a cabo una cirugía reconstructiva. Mi pequeño Cavalier rebotaba entre un par de camiones de dieciséis toneladas conforme las lentas filas del tráfico serpenteaban alrededor de las barreras de las obras. A mi derecha, el firme de la antigua calzada de la carretera había quedado totalmente destrozado; se veía el enrejado de las barras de refuerzo. Parecían atestados nidos de víboras: aquí y allá se levantaba una cabeza oxidada, lista para atacar.

La desviación hacia la calzada de la orilla del Lago había sido tan hábilmente disimulada que antes de darme cuenta me encontré en posición paralela a la baliza que bloqueaba una de las salidas. Con mi acompañante de dieciséis toneladas pisándome los talones, no podía dar un frenazo y sortear bruscamente la baliza. Apreté los dientes y bajé hasta la Treinta y Cinco, luego subí a Cermak tomando calles laterales.

El hotel de viviendas de ocupación individual de Elena estaba a unas cuantas casas al norte de la intersección con Indiana. La pequeñísima duda que había tenido respecto a su historia se desvaneció cuando subí la calle desde el cruce. El Hotel Indiana Arms (se admiten viajeros, tarifas al día o al mes) se había jubilado y unido a los demás despojos de la calle. Aparqué y me acerqué a mirar su esqueleto.

Rodeando el edificio hacia el lado norte, descubrí a un hombre con una chupa deportiva y un casco hurgando en los escombros. De vez en cuando recogía algún residuo con unas pinzas y lo metía en una bolsa de plástico. Marcaba la bolsa y luego murmuraba algo en un dictáfono de bolsillo antes de proseguir su exploración. Me vio cuando giró hacia el este para rebuscar dentro de un prometedor promontorio de sedimentos. Terminó de recoger un objeto y de marcar su envase antes de acercarse a mí.

– ¿Ha perdido algo aquí? -su tono era amable, pero sus ojos castaños mostraban recelo.

– Sólo el sueño. Una conocida mía vivía aquí hasta anoche, y apareció por mi casa esta madrugada.

Frunció los labios, sopesando mi historia.

– Entonces, ¿qué está haciendo aquí ahora?

Encogí un hombro.

– Supongo que quería verlo con mis propios ojos. Ver si el lugar estaba realmente destruido antes de invertir mi energía en encontrarle un nuevo hogar. Por cierto, y usted, ¿qué hace aquí? Alguien suspicaz podría pensar que está llevándose los objetos de valor.

Se echó a reír y parte de la desconfianza desapareció de su cara.

– Tendrían razón. En cierto modo, eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Pertenece al cuerpo de bomberos?

Sacudió la cabeza.

– Compañía de seguros.

– ¿Ha sido intencionado? -había estado tan sumergida en las aguas pantanosas de las relaciones familiares, que ni siquiera me había preguntado cómo se inició el incendio.

Reapareció su recelo.

– Sólo estoy recogiendo cosas. El laboratorio me dará un diagnóstico.

Sonreí.

– Tiene razón en ser cauteloso, nunca se sabe quién puede venir a fisgonear después de un incendio como éste. Me llamo V. I. Warshawsky. Soy detective privada, cuando no me dedico a buscar alojamiento urgente. Y hago proyectos para Seguros Ajax de vez en cuando -saqué una tarjeta de mi bolso y se la tendí. Se limpió la mano llena de hollín en un kleenex y estrechó la mía.

– Robin Bessinger. Estoy en la sección de incendios provocados y fraudes de Ajax. Me sorprende no haber oído su nombre.

A mí no me sorprendía. Ajax tenía sesenta mil empleados en el mundo entero, no era posible que alguien los conociera a todos. Le expliqué que mi trabajo con ellos había consistido en reclamaciones o renovación de pólizas y le di unos cuantos nombres que podía conocer. Se ablandó un poco más y me confió que las señales de un siniestro provocado eran bastante evidentes.

– Le enseñaría los lugares donde vertieron acelerador, pero no quiero que entre en el edificio si no lleva casco. Aún siguen cayendo cascotes.

Mostré el oportuno pesar por verme negada esa atención. -¿Ha suscrito últimamente el propietario un montón de seguros extra?

Sacudió la cabeza.

– No lo sé. No he visto las pólizas. Me pidieron que viniera antes de que los saqueadores se llevaran demasiadas pruebas. Espero que su amiga sacara todas sus cosas, poco se puede rescatar de esta ruina.

Había olvidado preguntar a Elena si había habido algún herido grave. Robin me dijo que la unidad de homicidios de la policía se hubiese unido a la brigada antibombas y atentados si hubiese habido algún muerto.

– No le habrían permitido estacionar aquí sin dar alguna buena razón de encontrarse junto al lugar del siniestro, es un hecho que a los incendiarios les gusta volver para ver si el trabajo ha quedado bien hecho. No ha habido ningún muerto, pero media docena de personas o más han sido trasladadas al Michael Reese con quemaduras y problemas respiratorios. Los pirómanos suelen asegurarse de que el edificio pueda ser evacuado, saben que una investigación en un viejo tugurio como éste no recibirá demasiada atención si no hay delito de homicidio para excitar a los polis -consultó su muñeca-. Debo volver al trabajo. Espero que su amiga encuentre un nuevo hogar que esté bien.

Asentí fervientemente y partí para iniciar mi búsqueda con un fácil optimismo producto de la ignorancia. Empecé por la Oficina de Alojamiento de Emergencia de Michigan Sur, donde me uní a una larga cola. Había mujeres con niños de todas las edades, viejos murmurando para sí mismos, abriendo exageradamente los ojos, mujeres que se aferraban ansiosamente a unas maletas o a pequeños objetos, al parecer un interminable mar de gentes tiradas a la calle por alguna crisis o cualquier otra cosa desde el día anterior.

Los altos mostradores y las paredes desnudas nos hacían sentir como si fuésemos solicitantes a la puerta de un campo de trabajo soviético. No había ningún asiento; cogí un número y me apoyé en la pared para esperar mi turno.

Junto a mí, una mujer de unos veinte años, en avanzado estado de gestación y con un bebé ya grande en los brazos, estaba bregando con otro niño que apenas caminaba. Le ofrecí cogerle al bebé o distraer al de dos años.

– Está bien -dijo suavemente en voz baja-. Todd sólo está cansado de estar en pie toda la noche. No pudimos entrar al refugio porque nos mandaron a uno que no admitía bebés. No pude conseguir dinero para el autobús y volver aquí para que nos mandaran a otro.

– ¿Y entonces qué hizo? -no sabía qué era más terrible, si su lamentable situación o su forma dulce y resignada de contarlo.

– Bueno, encontramos un banco en el parque allá arriba, en Edgewater, junto al refugio. El bebé durmió, pero Todd no se podía acomodar.

– ¿No tiene amigos o familiares que la puedan ayudar? ¿Y el padre del bebé?

– Bueno, él ha intentado encontrarnos casa -dijo con indiferencia-, pero no encuentra trabajo. Y mi madre, estábamos viviendo con ella, pero tuvo que ir al hospital, parece que va a estar allí mucho tiempo y no puede seguir pagando el alquiler.

Eché un vistazo a mi alrededor. Docenas de personas esperaban antes que yo. La mayoría tenían esa mirada abatida de mi interlocutora, cuerpos encorvados por tanta humillación. Los que no, se mostraban agresivos, en espera de aceptar un sistema que no había posibilidades de vencer. Las necesidades de Elena -mis necesidades- estaban con toda seguridad muy por detrás de su urgente solicitud de refugio. Antes de irme le pregunté si Todd y ella querían desayunar algo: iba a acercarme al burguer a comprar algo.

– Aquí dentro no dejan comer, pero a lo mejor Todd quiere ir con usted a comer algo.

Todd mostraba una gran renuencia a separarse de su madre, ni siquiera para conseguir algo de comer. Finalmente lo dejé gimiendo junto a ella, fui al burguer, compré una docena de panecillos con huevo y envolví todo en una bolsa de plástico para ocultar que era comida. Se lo alargué a la mujer y salí tan rápidamente como pude. Aún sentía escalofríos en la piel.

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