Capítulo 25

La dama incombustible

Mi dolor de cabeza había vuelto a plena potencia. Traté desesperadamente de vomitar. Mi estómago vacío no produjo más que un poco de bilis, que me dejó con más náuseas que nunca. Estaba tan mareada que no quería ni moverme, pero sabía que me sentiría mejor si iba a la cocina y me ponía unas compresas en mi dolorida cabeza y me tomaba un poco de coca. Era una cura milagrosa.

Me enderecé y me dio una punzada de dolor tan intensa que solté un grito. Y me di cuenta, bajo ese dolor, de que no estaba en casa ni en mi cama, había estado tirada en un sofá que olía tan mal que no pude volver a tumbarme a pesar de mi dolor de cabeza.

Permanecí sentada con la cabeza sobre las rodillas. Estaba en un sofá sin cojines. Cuando extendí una mano cautelosa pude palpar la pelusa del relleno que sobresalía. A tientas, mi mano topó con una pierna. Retrocedí tan rápidamente que las luces volvieron a danzar ante mis ojos y me dieron otra vez arcadas. El pequeño bulto huesudo de una rótula, el borde de una delgada bata de algodón.

Elena. Me había llamado, me había hecho venir a la carbonizada cáscara del Indiana Arms. ¿Y luego? ¿Cómo había llegado a quedar inconsciente? Me dolía pensar. Extendí una mano y toqué el lugar doloroso. Un bonito bulto, con la consistencia del hígado crudo y más o menos igual de atractivo. ¿Me habían golpeado? ¿O me había caído? No podía recordarlo y representaba demasiado esfuerzo intentarlo.

Pero Elena también estaba herida. O tal vez inconsciente. Tanteé en la oscuridad buscando su pecho. Pude sentirle el corazón a través de la delgada tela. Producía un latido irregular y superficial. Y estaba herida en la cabeza. La habían golpeado, alguien me había llamado por mi nombre para que creyera que era ella, pero entonces ella ya estaba allí inconsciente. Y entonces ése (o ésa, el ronco murmullo parecía pertenecer a Elena) me había noqueado.

Me alegré tanto de poder recordar los acontecimientos de esa noche, que me quedé un rato sentada sin moverme. Pero mis recuerdos no eran del todo exactos. No había acudido al Indiana Arms sino a un hotel abandonado al otro lado de la calle. Sólo era el acre olor a humo lo que me hacía pensar que estaba en la antigua vivienda de Elena. Me apoyé en los asquerosos restos de tapicería para descansar la vista. El olor acre no disminuía. No había reparado en que el aire fuese tan fuerte esa noche como para arrastrar las cenizas a través de la calle, y además, ¿cómo podía ser tan intenso el olor a quemado después de una semana? Otra cosa se estaba quemando, alguna otra parte de la zona sur se desvanecía en humo. No era problema mío. Mi problema era sentirme lo suficientemente bien como para salir de allí.

Me había traído una linterna. Reprimiendo mis náuseas, me puse a cuatro patas para buscarla. Recorriendo el maloliente suelo, tropecé con una cosa dura de metal. Mi pistola, caí en la cuenta después de moverme unos instantes a tientas y a ciegas. Recogí la Smith & Wesson. En la oscuridad, mis dedos comprobaron inmediatamente el seguro antes de enfundármela en la sobaquera.

No pude encontrar la linterna, sólo pedazos roídos de cojín. Al tocar un cuerpecillo caliente no pude reprimir un grito. Me levanté tambaleándome, la cabeza me daba vueltas. No pude forzarme a volverme a agachar para seguir buscando. Tendríamos que apañárnoslas para salir de allí a oscuras.

Recorrí a ciegas la habitación, tropezando con formas sin nombre, y enganchándome en unos muelles con tanto ímpetu que se me clavaron en las costillas, arrancándome unas lágrimas. Bueno. Eso es bueno, V I. Ese dolor en el costado te evitará que sigas mareando a tu estúpida cabeza. No te hace ningún bien, así que olvídate de ella. O mejor aún, desenróscatela y déjala sobre el sofá.

Cuando por fin encontré la puerta, no pude abrirla. Tiré con todas mis fuerzas pero no conseguí desplazarla ni un milímetro. A lo mejor lo estaba haciendo al revés y se abría hacia afuera. Pero por mucho que empujé no se movió. Estaba cerrada con llave.

Tenía ganas de sentarme en el suelo y llorar de impotencia, pero la idea de unas cositas peludas y calientes me mantuvo en pie. Vale, Vic, este problema tiene arreglo. Lo único que pasa es que tienes lástima de ti misma porque te duele la cabeza.

Saqué la Smith & Wesson de la sobaquera, le quité el seguro, la apoyé en la cerradura y disparé. El retroceso me subió por el brazo, sacudiéndome el hombro. El disparo resonó violentamente en la pequeña habitación y en mi cráneo dolorido, poniendo a girar unas espirales frenéticas frente a mis ojos cerrados.

Cuando volví a tentar la puerta, se sacudió pero no se abrió. "Vamos, estúpida sesera, piensa algo", me urgí en voz alta. Si haciendo saltar la cerradura no se abría la puerta, es que estaba clavada, no cerrada con llave. Estaba demasiado cansada como para averiguar dónde estaban los clavos y hacerlos saltar a balazos. Hice cuatro disparos sobre los goznes en la parte de la pared, preparándome cada vez para resistir el retroceso y el tronido. Tras el último disparo, el aire estaba tan cargado de humo y la cabeza me zumbaba de tan mala manera que tuve que arrodillarme. Vomité más bilis y tuve que hacer una pausa, dando boqueadas, intentando aplacar las vibraciones de mi cráneo.

Cuando pude volver a levantarme, empujé de nuevo la puerta. Para entonces estaba tan débil que no pude poner mucha fuerza en mi impulso, pero sentí que la hoja cedía un poco. Volví a enfundarme la pistola en la sobaquera, inspiré profundamente, y golpeé el borde de la puerta con el hombro derecho. Algo se astilló del otro lado. Volví a empujar y sentí que todo cedía. Extendí un brazo para explorar y comprobé que la madera podrida se había astillado, ofreciendo un gran hueco dentado.

Apoyada en el marco para recuperar el aliento y aplacar mi cabeza, me pareció que el humo era más espeso en el pasillo que en la habitación. No era humo de disparos, sino fuego.

La razón por la que me olía a humo desde que recobré el conocimiento era que el jodido edificio estaba ardiendo. Nada de restos del Indiana Arms. Un incendio nuevecito y reciente provocado especialmente para mí. El edificio donde me encontraba estaba en llamas. Alguien me había noqueado, encerrado en una habitación, y había prendido fuego al local. Hotel Prairie Shores, ése era su nombre. Mentalmente volví a ver el apagado anuncio de neón oscilando levemente en la brisa nocturna.

Vaya, muy útil, tu último pensamiento es felicitarte por desenterrar un nombre de tu pastoso cerebro. En lugar de eso, más vale que intentes actuar un poquito. Si no, Robin Bessinger estará buscando entre los escombros tus huesos calcinados mañana por la mañana.

Volví adonde estaba mi tía, intentando pergeñar alguna forma de moverla. Toda la cabeza me dolía por el esfuerzo de pensar. Tenía que luchar contra un irresistible impulso por tirarme a descansar, arriesgándome a no volver a despertarme a tiempo.

Elena no pesaba mucho, pero aunque hubiese estado en mi mejor forma, no hubiera podido cargar con ella mucho tiempo. Temía que si la arrastraba podía sacudirla demasiado en su estado y acabar con ella, pero ¿qué otra opción tenía? Bueno, si la dejaba sobre el colchón… podía ser más incómodo, pero el colchón podía ser una buena protección si teníamos que atravesar las llamas.

Tenía asas en los lados pero no en los extremos. Me saqué las llaves del bolsillo del pantalón y practiqué algunos desgarrones en la funda. Si no se rasgaban completamente, podrían servir. Alcancé la bolsa de Elena y le quité la correa. Hasta ese pequeño esfuerzo me hizo jadear y una nueva oleada de dolor me recorrió todo el cerebro hasta la frente. Tuve que apoyarme en la pared hasta que cedió un poco y fui capaz de andar.

Pasé la correa por los desgarrones que había hecho en la funda del colchón. Antes de empezar a arrastrarlo, volví a escuchar el corazón de Elena. Mantenía su latido errático.

Me pasé la correa por la cabeza y los hombros y me até los extremos a la cintura. Tambaleándome un poco bajo el peso que arrastraba, empecé a remolcarlo hacia la puerta. Una vez allí, me solté la correa y saqué suavemente el colchón al pasillo con los brazos, no quería golpear la cabeza de Elena contra la puerta astillada.

Una vez en el pasillo, emprendí un viaje de pesadilla. A nuestro alrededor las ratas se agitaban en la oscuridad, asustadas por el fuego y tratando de sumirse más profundamente en las entrañas del edificio. No dejaban de correr sobre mis pies. Sabía que estarían trotando alrededor del colchón, trotando sobre el cuerpo de mi tía. Ese pensamiento me hizo estremecer y empezar a desmayarme.

Apoyé una mano en la pared y forcé mi mente a despejarse, forcé a desaparecer de mi mente cualquier pensamiento sobre lo que ocurría a mis espaldas, forcé a las oleadas de dolor a mantenerse en un rincón de mi cerebro. El humo empezaba a alcanzarme por el pasillo, aturdiéndome todavía más. Necesitaba sentarme pero tenía demasiado miedo a los roedores que se agitaban por el suelo buscando aire como para poder hacerlo.

Casi había llegado a las escaleras del sótano. Si el humo se estaba espesando, significaba que el fuego estaba en lo alto de las escaleras y no iba a ser capaz de encontrar una salida en el laberinto.

Me lloraban los ojos. Tenía la garganta seca y sentía una punzante opresión en el pecho al tratar de inspirar. Sola, hubiera podido correr hasta arriba con la camiseta enrollada en la cabeza, pero si lo intentaba con Elena, moriríamos las dos.

Entonces muévete, Vic. No te quedes ahí, vuelve, ponte otra vez el arnés, pórtate bien, burrita, da la vuelta y tira. Había una puerta abierta al pie de la escalera. Tuve apenas suficiente juicio para cerrarla de un empujón antes de volver a cargar con mi fardo y retroceder por el pasillo.

Los brazos empezaban a temblarme de agotamiento. No podía recordar ningún poema de verdad, así que comencé a salmodiar canciones de saltar a la comba para imprimir algo de ritmo a mis movimientos y apartar mis pensamientos de mi cuerpo exhausto.

"Baila, niña, baila, salta a la pata coja". ¿Pero saltar hacia dónde? No recordaba ninguna otra puerta en esa parte del sótano en que estábamos atrapadas. Después, en el cruce de los dos pasillos, me acordé del montaplatos que había encontrado por casualidad.

Extendí una mano y lo exploré. Era un espacio amplio, utilizado originalmente para subir enseres desde el sótano. Cuando se construyó, el hotel estaba en el barrio más exclusivo de Chicago. Necesitarían montones de ropa y de cosas, y antes de que la electricidad llegase a todas partes, constituía un pasadizo ideal.

Si el incendio era dentro del edificio, el hueco sería también un conducto ideal para las llamas. Pero si lo habían provocado desde el exterior y estaba avanzando hacia dentro, podríamos tener la merced de una tregua. Por supuesto, podía ser que las ratas hubieran roído los cables desde hacía tiempo. Todo es posible, Warshawski, solía decir mi antiguo profesor de latín. Yo quiero saber lo que es. Saqué a Elena del colchón y la icé con gran esfuerzo sobre mi hombro dolorido.

– Allá vamos, tía. Tú relájate y respira con normalidad.

La metí en el hueco. Tenía suficiente altura como para poder ir sentada, pero la tendí de lado. Miré el colchón. ¿Aligero la carga, o conservo mi única herramienta? Lo levanté y lo doblé formando un bulto informe junto a mi tía, asegurándome de que le quedaba sitio para respirar. Finalmente metí un pie en el hueco y me monté.

Estaba cubierto de polvo grasiento y de unas cositas que debían ser excrementos de rata. "Pero aquí no hay ratas, tía, porque todas han sido lo suficientemente listas como para enterrarse bajo el edificio. Nosotras subimos y las dejamos abajo a todas".

Tanteé la oscuridad buscando los cables, encontré uno y estiré. Crujió siniestramente, aunque la caja no se movió. Pero estaba tenso, aún estaba conectado a algún sitio. Volví a tirar y sentí que la caja oscilaba un poco. Tal vez tiraba del cable equivocado. Lo sujeté con la mano izquierda y agité la derecha en la oscuridad. Finalmente encontré otra cuerda al otro lado del hueco. Desplacé mi peso dentro de la caja y tiré con ambas manos. El montacargas dio una sacudida y empezó a moverse. Era una labor lenta y tediosa. La cuerda me quemaba las palmas desnudas. Mis bíceps se habían reblandecido bastante para entonces y se resistían firmemente a la idea de más ejercicio.

"Ahora estás contra la pared, Vic, ve a por todas", me fustigué, y luego volví a entonar mis canciones de saltar a la comba.

Había repasado por dos veces mi repertorio cuando por fin llegamos a la abertura de la planta baja. La puerta estaba cerrada. Al apoyar la mano en ella, abrasaba. Triste opción como salida. Intenté mirar hacia arriba pero fue un esfuerzo inútil. Aún acostumbrados a la oscuridad, mis ojos no distinguían nada.

Me puse a tirar de nuevo, levantando una mano cada pocos tirones para ver si iba a chocar contra el techo. Mi dolor de cabeza, que había sobrepasado la agonía, se convirtió en una sensación remota y ligera, como si mi coronilla flotase a varias millas de mi cuerpo. Pero cada vez que paraba el esfuerzo para sentir algo a mi alrededor, volvía a estallar con un punzante martilleo. ¿Sería algo así el efecto de la heroína? ¿Era por algo así por lo que Cerise se había escapado hasta el Rapelec, para sentir su cabeza flotando por encima de su cuerpo?

"Anoche y anteanoche, veinticuatro ladrones llamaron a mi puerta. Pregunté qué querían, y así me dijeron" -las palabras seguían brotando, contra mi voluntad, mucho después de que ya no soportara su sonido. En la oscuridad veía ruedas de fuegos artificiales que giraban dentro del hueco del elevador, arrojando luces psicodélicas desde mis retinas quemadas. El futuro y el pasado desaparecieron absorbidos por un interminable presente, la presencia de la cuerda, de los músculos más allá de la fatiga, de una mano áspera tras otra mano áspera, y el insoportable sonido de mi propia voz vomitando canciones infantiles.

La cuerda cesó de moverse bruscamente. Durante unos segundos seguí tirando de ella, con la frustración de ver interrumpidos mis movimientos de cristal líquido. Luego me di cuenta de que estábamos al final del trayecto. Si no podíamos salir aquí, estábamos… bueno, con la soga al cuello.

Me senté en la caja. Mis rodillas estaban entumecidas por la larga subida a pulso, y reaccionaron a mi brusco doblamiento dándome pinchazos de protesta. Me incliné hacia adelante y busqué a tientas la puerta del montacargas. Estaba fresca al tacto. Me revolví, me acerqué al frente de la caja y giré para quedar sentada contra el bulto del colchón.

La puerta estaba atrancada pero no cerrada con llave, como me había temido. Me apoyé en el colchón y empujé con todas las fuerzas de mis inseguras piernas. La puerta crujió. Doblé las rodillas hasta el pecho, ignorando su temblor, y pateé con fuerza. La puerta quedó arrancada de su marco.

Me deslicé fuera y giré hacia mi tía. Años y años de estar abusando de su cuerpo le habían dado un gran poder de recuperación: seguía inconsciente, pero su respiración superficial e insegura aún se oía roncamente.

La apoyé contra la pared y obligué a mis piernas exhaustas a avanzar por el vestíbulo. Ahora que estábamos al nivel del suelo, la leve claridad de la luna llena y de las farolas producían un pálido resplandor sobre las paredes, lo suficiente para poder caminar sin ir a tientas. Pude oír a lo lejos la arrebatada y profunda sirena de los coches de bomberos. Lo único que tenía que hacer era buscar una ventana desde la que pudieran verme.

"El amor encontrará un camino" -me canturreé a mí misma-. "De noche o de día, el amor encontrará un camino" estaba patinando, deslizándome con tanta suavidad que parecía flotar. Mi primo Boom-Boom y yo estábamos en la prohibida laguna helada, dibujando círculos y más círculos hasta caer mareados sobre el hielo. No hubiésemos debido estar allí, nadie sabía qué espesor tenía el hielo, y si cedía, nos hubiéramos ahogado sin lugar a dudas, porque nadie iba a rescatarnos. El primero que parase era un gallina, y yo no estaba dispuesta a ser gallina ante mi primo. Él patinaba mejor que yo, pero no era más tozudo.

Estaba por ahí, cerca de mí, lo sabía, pero no podía averiguar dónde. Patinaba y patinaba, llamándolo, abriendo todas las puertas, pero no lo veía. Me acerqué a una ventana y tras ella vi una plataforma de metal. Creía que Boom-Boom estaba detrás de mí, pero cuando me di la vuelta había desaparecido. Cuando volví a mirar por la ventana lo único que encontré fue mi propio reflejo. Tras el cristal había una escalera de incendios. Forcejeé con la ventana pero estaba sellada con pintura. Miré alrededor de la habitación buscando una herramienta, pero estaba completamente vacía. Alcé mi temblorosa pierna derecha y di una patada lo más fuerte que pude. El viejo cristal retumbó y crujió. Di otra patada y cedió todo el cristal de abajo.

Miré hacia abajo. A mis pies el edificio ardía a buen ritmo y las llamas lanzaban sus lenguas hacia arriba. Habíamos subido tres pisos y más valía que los bajáramos aprisa. La escalera de incendios estaba en la parte de atrás. Fuese cual fuese el contingente de los lejanos coches de bomberos, estaba al otro lado del edificio.

Volví tambaleándome por los kilómetros de pasillos que había recorrido hasta llegar a donde estaba mi tía, que seguía roncando en el montacargas. Saqué su jergón de la caja y la volví a instalar en él. En algún momento mi cuerpo renunciará sin duda, dejará de responder a las insensibles órdenes de un cerebro tiránico. Me espoleé para seguir, buen caballo de batalla, viejo y a punto de derrumbarse, pero respondiendo a la última llamada de las armas.

Volviendo a la escalera de incendios, me envolví el brazo derecho con la camiseta y golpeé las astillas que quedaban. Luego deslicé a Elena hasta el suelo, acerqué su jergón a la escalera de incendios y volví a levantarla, con las corvas y la espalda aullando de consternación, y la extendí afuera sobre el colchón.

– Tendrás que esperarme aquí, tía. Volveré, tú respira profundamente y no tengas miedo. Tengo que conseguir ayuda, no puedo transportarte sola.

Lentamente, pesándome mil kilos cada pierna, me arrastré escaleras abajo, atravesando la nube de humo, más allá de todo sentir, hasta donde el aliento y la vista no fueron más que un sólido pinchazo de agonía, alcanzando el pie de la escalera, girando y bajando, sintiendo zafarse el último tramo y mis pies arrastrarse por el suelo.

Rodé a través del humo y di la vuelta al edificio tambaleándome. Allí había una muchedumbre. Bomberos, curiosos, polis, y un hombre de uniforme que se acercó a mí y me dijo severamente que el edificio era peligroso y que no se permitía el paso a nadie más allá de las barreras de la policía.

– Mi tía -dije en un jadeo-. Está arriba, en la escalera de incendios de la parte de atrás. Estábamos en el sótano cuando estalló el incendio. Tienen que sacarla.

No me entendió y me volví hacia un bombero que ayudaba a dirigir una pesada manguera. Tiré de su manga hasta que se volvió, fastidiado. Señalé con el dedo y seguí profiriendo sonidos jadeantes hasta que alguien entendió y una pequeña tropa se adentró al trote en el humo.

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