Capítulo 43

El ojo del huracán

Me quedé en medio de la calle LaSalle tratando de aplacar una ola de pánico que me estaba invadiendo. Necesitaba aliados y los necesitaba rápido. Era la suerte, simple y llanamente, la que me había evitado hoy desintegrarme en mis partes componentes. Si así hubiera sido, Roland Montgomery habría cerrado la investigación por falta de pistas -o me hubiera descrito como una extraña maniática suicida-. Había esquivado milagrosamente mi sino, pero ése no sería el último esfuerzo de Ralph MacDonald por presentarme bajo su versión de la historia, como lo había dicho el lunes.

Tal vez estaba sacando conclusiones demasiado rápidas al relacionar a Ralph con la dinamita de mi coche. Tal vez fue Roland Montgomery: él tenía acceso directo a todo tipo de material explosivo. O Michael, que lo podía conseguir a través de Wunsch o Grasso. Michael. El estómago se me volvió a encoger. No era posible que hubiese intentado hacerme volar. Nunca habíamos estado enamorados, pero habíamos sido amantes durante una breve y agradable temporada. ¿Es posible querer que un cuerpo que has acariciado estalle en un montón de pedazos de huesos sanguinolentos? ¿O fue mi rechazo lo que le dio ganas de verme así?

Sacudí la cabeza, impacientándome conmigo misma. Éste no era el momento ni el lugar para sumirme en melancólicas meditaciones. Necesitaba organizarme. La Smith & Wesson estaba en mi mochila, eso era una buena cosa. Por supuesto, no era muy indicado sacarla en medio de la calle LaSalle, y no me parecía muy probable que alguien intentara liquidarme en plena tarde durante la hora punta. Había tenido suerte de que Montgomery estuviese tan ansioso por meterme en el cuarto de interrogatorios y romperme la mandíbula que no se había molestado en seguir las formalidades habituales en la comisaría. Nadie había comprobado mis antecedentes; no había tenido que entregar la pistola y pasar por el tedioso proceso de presentar mi licencia y luego obtener la autorización de retirarla de nuevo.

Necesitaba un teléfono, pero estaba demasiado asustada sin saber qué dirección seguiría MacDonald -o Montgomery o Michael- en su siguiente ataque, como para ir a mi oficina. Era un sitio fácil para poner una trampa. Por la misma razón no quería ir a mi casa, ni a la de Lotty. Si las ideas de MacDonald implicaban ya la dinamita, no quería que matase a Peppy o a Lotty en su intento por destruirme.

Finalmente paré un taxi para recorrer las nueve manzanas hasta el Golden Glow. Sal me dejaría usar su teléfono y no me importaría echarme un pequeño Black Label para calmar algunas de las sacudidas más extremas que convulsionaban mi estómago.

Mientras el taxi se colaba temerariamente entre las últimas aglomeraciones del tráfico de la hora punta, se me ocurrió que Ralph probablemente no había dado la orden de que pusieran dinamita en mi coche. Lo más probable era que hubiese sucedido exactamente como en Becket -mientras se pasaba los dedos entre sus impecables cabellos plateados, preguntaría en tono trágico si nadie le iba a librar de esa entrometida bruja-. Siempre sucede así, pensé amargamente, desde Enrique II hasta Reagan: tus barones, u Oliver North, o quienquiera que sea, hacen el trabajo sucio, y tú te envuelves en un manto de perplejidad y de abogados. "Yo no sabía nada de eso, malinterpretaron mis instrucciones".

– ¿Ha dicho algo, señorita? -preguntó el chófer.

No me había dado cuenta de que estaba tan furiosa que farfullaba en voz alta.

– No. Quédese el cambio.

Murray Ryerson estaba sentado ante la barra de caoba en forma de herradura tomando Holstein y charlando con Sal sobre la inminente liga universitaria de baloncesto. Ninguno de los dos interrumpió el animado debate sobre las sanciones que la NCAA [9] había impuesto a los Jayhawks KU cuando me senté en un taburete junto a Murray, pero Sal alcanzó detrás de ella el Black Label y me sirvió un vaso.

La prima de Sal estaba atendiendo a los clientes de las mesas. Sorbí mi whisky sin ofrecer ninguna opinión sobre las perfidias de Larry Brown o las habilidades de Milt Newman, ahora que Danny Manning ya no dirigía el equipo. Cuando Sal y Murray agotaron sus ideas sobre el tema, Murray me preguntó casualmente qué había de nuevo.

Me tomé el resto de mi copa y acepté otra de Sal.

– Casi se cumple tu deseo de escribir mi esquela hoy, gran hombre: alguien colocó una bomba en la bobina de encendido de mi coche.

Al principio Murray creyó que estaba bromeando.

– ¡No me digas! ¿Y cómo es que estás aquí para contarlo?

– Es cierto -cuando llegué a la parte en que el jefe de la brigada antibombas y atentados se negó a hacer una investigación correcta, me hizo callar y fue al coche a por una grabadora. Estaba algo ofendido por haberse perdido la historia. Había estado en una conferencia en el aeropuerto todo el día, y no había visto ni oído ninguno de los sensacionales reportajes que habían difundido a bombo y platillo los medios de comunicación.

Le conté todo lo que sabía, desde Saúl Seligman y el Indiana Arms hasta el pequeño fraude entre Farmworks, Alma Mexicana y Wunsch & Grasso, pasando por la extraña teoría de Roland Montgomery de que yo había prendido fuego al Indiana Arms y luego intenté suicidarme por remordimientos.

Cuando terminé, Murray me pasó un brazo por el hombro y me dio un ligero beso.

– Eres maravillosa, Vic. Te perdono tus tapujos del invierno pasado. Esta historia es fantástica. Lo único que le falta es una pequeña prueba.

– ¿Un trozo de dinamita no te parece una prueba? -Sal posó con un golpe seco una botella de Holstein frente a Murray-. ¿Su cadáver te impresionaría más?

– Demuestra que alguien ha querido matarla, pero no quién -Murray bebió directamente de la botella-. ¿No has copiado nada de lo que encontraste en las oficinas de Alma o de Farmworks, verdad?

– Apunté cosas en las oficinas de Alma, pero no vi ninguno de los libros de Farmworks. ¿Pero no se podría seguir la pista de esos datos a través de Lexis y de la Oficina de Contrataciones y demás? ¿Y conseguir que alguien del condado te cuente qué deuda tiene Roland Montgomery con Boots? Eso es lo que más miedo me da de todo: tener a un policía tras tus huesos que te puede liquidar o trincar o hacer lo que puñetas quiera contigo. Voy a raparme la cabeza y a dejarme crecer la barba hasta que ese hijoputa apunte tan alto que ya no sea yo la única artista bailando en la cuerda floja.

Sal me volvió a ofrecer la botella pero la rechacé. No podía pasar la noche en el Golden Glow, y no sobreviviría si salía de allí demasiado borracha como para no darme cuenta de quién me seguía.

Murray entró en la oficina de Sal para hacer unas llamadas telefónicas. Era demasiado tarde para consultar los archivos del condado, pero iba a emprender una búsqueda más a fondo que la que había hecho para mí Freeman Cárter a través de la red de Lexis: ahora que estábamos buscando un vínculo entre MacDonald o Mea-gher y Alma Mexicana, Murray podía consultarle al sistema combinaciones de nombres que antes no se me habían ocurrido a mí.

– Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? -me preguntó Sal-. ¿Perderte de vista hasta que pase la tormenta?

– Creo que me iré a casa -interrumpí sus volubles protestas-. Ya sé, he llegado aquí asustada, gimiendo en busca de ayuda. Sigo estando asustada pero… -me callé, intentando ordenar mis incoherentes sentimientos en una semblanza de lógica.

– Así están las cosas. Ahora Murray tiene la historia: puede conseguir lo suficiente si se mueve mañana, incluso tal vez para publicar algo el viernes o el sábado, si el Star no le tiene demasiado miedo a Boots o a Ralph. Así que en cuanto Boots y MacDonald vean que empiezan a salir cosas a la luz, se pondrán a destruir documentos como locos, borrando sus pistas en el Ryan. Puede que ahora mismo estén acarreando un camión de trabajadores hispanos y negros con documentos que prueben que han estado trabajando allí desde el uno de marzo.

– Si creen que sigo estando sola en el asunto, tal vez tratarán de venir a por mí. Y entonces al menos podremos trincar a unos cuantos in fraganti.

– ¿Tú y Murray? -Sal arrugó la cara con gran desdén.

– Yo haré el guión y Murray las fotos -dije con una ligereza que estaba lejos de sentir-. No. Creo que estaré bien en casa. Hace un rato me entró el pánico preguntándome si Ralph sería capaz de dinamitar el edificio entero sólo para liquidarme a mí. Pero de hecho es mucho más probable que espere a que esté sola para intentar otra cosa. Mi vecino de abajo ha salido por todas las emisoras hablando de los hombres que vio ayer: los dos que vinieron en persona a buscarme y el par que probablemente me puso la bomba en el coche. Así que no creo que se arriesguen otra vez por allí, o al menos no tan pronto -eso esperaba.

Entraron un par de tipos con trajes de ejecutivos y se sentaron al otro extremo de la barra de caoba. Sal se acercó para tomarles el pedido.

Jugueteé sombría con mi vaso de whisky. El único nombre que no le había dado a Murray era el de Michael Furey. No es que quisiera proteger a Furey, pero no tenía pruebas: únicamente una sarta de conjeturas que se sostenían sólo por lógica. Su nombre ni siquiera estaba en las fichas de Star. Antes de iniciar mi propia ofensiva quería saber hasta qué punto estaba involucrado Furey con sus amigotes del barrio: si se había conformado con invertir dinero del seguro de vida de su papá en Farmworks cuando le dieron la oportunidad, o si había hecho algo más. Como tal vez birlar heroína del depósito de pruebas para que Cerise pudiese acabar consigo.

Si había hecho algo así, no podía imaginarme tratando de soltarle la noticia a Bobby. Lo había intentado hoy sin pruebas. Si se presentaban las pruebas…, me encogí de hombros. Mejor que no fuese yo la que se lo hiciera saber a Bobby, y ya está.

Cuando Murray salió de la oficina de Sal, entré yo para llamar a Lotty y decirle lo que iba a hacer. Se había enterado de lo de mi bomba por la enfermera de su clínica, que la había llamado después de ver las noticias de las seis y estaba realmente alarmada. Quería que fuese a quedarme con ella, que esperase recluida hasta que la policía cogiera a mis agresores, pero cuando se enteró de cómo respondía la policía, convino a regañadientes en que estaba tomando la decisión correcta.

– Pero eso sí, Vic: lleva cuidado, ¿de acuerdo? No podría soportarlo si te mataran. ¿Te acordarás de mí antes de ponerte a tiro de pistola?

– Por Dios, Lotty, pensaré en mí antes de hacerlo. No, no pienses que me importa tan poco mi vida. Ahora estoy más asustada de lo que recuerdo haber estado en mucho tiempo. Si Bobby Mallory me estuviese haciendo un pelín de caso, no me metería en esto ni por asomo.

Seguimos hablando un poco más. Cuando colgamos, estaba al borde de las lágrimas. Me levanté lentamente de la mesa de Sal y volví al bar por la puerta de caoba. Las palmas de las manos me hormigueaban por los nervios, pero la cálida sensación de bienestar producida por el whisky me mantenía el estómago en su lugar.

El bar se había vaciado. Sal estaba fregando los vasos y su prima los iba recogiendo de las mesas. Terminó de colocar una hilera de vasos en sus soportes encima de la barra y se me acercó.

– ¿Estás segura de que quieres irte ahora, chica?

– Aja -hundí profundamente las manos en los bolsillos. Mis dedos de la mano derecha encontraron algo metálico. Saqué las llaves del Cavalier: había olvidado dejarlas allí. La vista del logo de Chevy impreso en las llaves acrecentó mi nerviosismo.

Sal no es muy dada a las demostraciones de afecto, pero salió de detrás de la barra para abrazarme con fuerza.

– Ten mucho cuidado, Vic. Esto no me gusta nada.

– Es sin duda la mejor cosa que he hecho en mi vida -recité, intentando fanfarronear.

– Si te vas al otro barrio, no estarás en un sitio mejor del que has estado en tu vida, así que ve con tiento, ¿me oyes?

– Haré lo que pueda, Sal.

Murray se ofreció a acercarme al norte en su coche.

– Y luego tal vez recorra unas cuantas veces la manzana para ver si sigues viva.

– Cierra el pico, Ryerson -le increpó rudamente Sal-. Las bromas morbosas no encajan esta noche.

Permanecimos torpemente en silencio durante unos minutos. Un cliente tardío irrumpió en el local, rompiendo el hechizo. Murray y yo salimos mientras Sal le servía un Martini.

Murray y yo tenemos una manera de bromear entre nosotros que de alguna forma excluye una verdadera intimidad. Esa noche yo estaba demasiado nerviosa como para responder en positivo a sus bromas. Demasiado nerviosa para responder siquiera. No paré de secarme las palmas de las manos en las piernas de los vaqueros, tratando de no imaginar lo que MacDonald iba a hacer a continuación.

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