Capítulo 46

En la balanza de la justicia

Me cuesta mucho recordar el resto de aquella noche. Conseguí quién sabe cómo bajar por los tablones que comunicaban la plataforma con el piso de abajo. Los brazos me temblaban tan violentamente que no sé cómo lo hice: más a fuerza de voluntad que de músculos. Y pude subir el montacargas, tras una penosa serie de intentos y errores. No era ya fácil de manejar en las mejores condiciones; con una sola mano era de lo más jodido. Y puse a Elena y a Ernie en la caja y bajamos hasta la planta baja.

Furey estaba allí esperando, pero se le habían unido algunos guiris de uniforme. Uno de ellos que pasaba por allí había oído los disparos y se había acercado corriendo a la obra. Estaban haciéndole compañía a Furey hasta que bajara el montacargas. Pasé buena parte de lo que quedaba de la noche en un calabozo de la calle Once: estaba esposada y Furey les convenció de que me había resistido a ser arrestada.

Furey se fue al hospital a que le curaran la rodilla. Se había quedado valientemente en la obra como castigo expiatorio esperando a que sus compinches bajaran: había tenido la mala suerte de que el coche patrulla apareciese antes.

No pude convencer a los guiris que me detuvieron de que había otro hombre arriba del edificio, en las redes de la grúa, y de que él tenía la llave de mis esposas. Después de un rato dejé de intentarlo. No dije nada excepto mi nombre. Cuando cerraron la puerta del calabozo, me eché en el suelo y me dormí, ignorando el clamor de los borrachos a mi alrededor.

Me despertaron al cabo de unas dos horas. Estaba tan adormilada y desorientada que ni siquiera intenté preguntar adonde íbamos: supuse que íbamos a la audiencia matutina del juzgado. Pero en lugar de eso me hicieron subir al tercer piso, a la sección de homicidios, al despacho del rincón donde Bob Mallory estaba sentado detrás de su mesa. Tenía los ojos rojos por falta de sueño, pero se había afeitado y su corbata estaba pulcramente anudada.

– ¿Hay alguna razón para que siga esposada? -preguntó Bobby.

Los hombres que me escoltaban no sabían nada de eso. Les habían dicho que era peligrosa y que me mantuvieran bajo llave.

– Vamos, quitádselas antes de que le haga un informe a vuestro comandante.

No volvió a decir nada hasta que encontraron una llave que quisiera abrir esas esposas. Cuando estuve libre, frotándome las muñecas doloridas, me empezó a dar la paliza con una amargura mordaz. Se echó la perorata de que seguía jugando a policías, que le echaba a perder a sus mejores hombres, que armaba tal follón en su departamento que ya nadie sabía lo que tenía que hacer. Lo dejé desahogarse conmigo, demasiado cansada, demasiado dolorida, demasiado abrumada por su furia, para intentar formular una respuesta. Cuando por fin quedó agotado, se sentó en silencio, corriéndole las lágrimas por su rojizo rostro.

– ¿Puedo irme ya? -le pregunté con un hilo de voz-. ¿O sigo estando acusada?

– Vete. Vete -su voz era un ronco rugido. Se cubrió la cara con la mano derecha y agitó la izquierda en el aire como para sacarme de la habitación.

– Los chicos estos no han querido escucharme, pero hay un hombre llamado Cray atrapado en lo alto del edificio Rapelec. Se cayó en las redes que rodean la grúa -me levanté-. ¿Puedes decirme dónde está mi tía?

– Lárgate, Vicki. Esta noche no puedo soportar el sonido de tu voz.

Cuando salí de su despacho y alcancé la puerta de la calle Once, Lotty me estaba esperando. Caí en sus brazos, más allá de toda sorpresa o interrogante.

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