Capítulo 13

La colada

Dormí hasta tarde la mañana siguiente. Normalmente, tan pronto como me despierto salto de la cama y me pongo en marcha, no soy una marmota ni se me suelen pegar las sábanas. Pero ese día sentí una languidez gatuna envolverme, una sensación de bienestar proporcionada por la seguridad de tener mi castillo para mí sola. Los ruidos de la calle llegaban amortiguados -los currantes de 9 a 5 hacía tiempo que se habían ido a sus trabajos- y me sentí flotando en una pequeña burbuja de privacidad.

Al rato me acerqué a la cocina para hacerme café. Los restos del desastre del día anterior hicieron una pequeña mella en mi euforia, lo suficiente como para decidir no volver a escurrir el bulto durante dos días seguidos. Había limpiado lo de Cerise, pero los trapos sucios estaban aún en la pila, emitiendo un ligero olor a lejía mezclado con vómito viejo. Tenía que meterlos en la lavadora, y mejor si lo hacía lo primero de todo.

Cuando bajé al sótano después de hacer mis estiramientos, mi buen humor se deterioró aún más al ver que alguien había tirado mi colada mojada al suelo. Encima había una nota garabateada con rabia a toda prisa: "¡A ver si te crees que el sótano también es tuyo!". Sabía que el señor Contreras nunca hubiese hecho una cosa así. Los ocupantes del segundo piso eran coreanos; su inglés no estaría a la altura de la agudeza del mensaje. Mi vecina del tercero era una tranquila anciana noruega que casi nunca aparecía. Quedaba por eliminación el banquero, mi buen amigo Vincent Bottone.

Volví a meter la ropa en la lavadora, añadí los trapos puse doble medida de jabón y una buena taza de lejía, y dejé que Westinghouse hiciera mi trabajo sucio. Me detuve en el primer piso para sacar a la perra, que estaba más impaciente que nunca por verme: hacía varios días que no había tenido un paseo como es debido. El señor Contreras estaba dispuesto a interrogarme sobre mi tía y Cerise, pero la perra gemía tan fuerte que pude escapar relativamente rápido.

Mientras corría subiendo por Belmont y cruzando hacia el puerto, mi mente seguía escapándose hacia Vincent Bottone, tratando de idear alguna respuesta adecuada a su profanación de mi colada. Claro que no tenía que haberme largado dejándola allí todo el día, pero ¿por qué tirarla al suelo y añadir una nota hostil? La mejor idea que me vino fue entrar en su apartamento un fin de semana que estuviese fuera, robarle la cartera y dársela a Peppy para que la hiciera pedazos. Pero entonces sería capaz de envenenar a la perra, era exactamente esa clase de gente.

Cuando Peppy y yo estuvimos de vuelta, mi euforia mañanera se había evaporado por completo. Le devolví la perra al señor Contreras y alegué un montón de trabajo pesado para escapar a un segundo cerco de preguntas. A mitad de la escalera me acordé de mi ropa y volví a bajar al sótano para meterla en la secadora.

La lavadora aún iba por su último centrifugado. Apoyé los codos en la vibrante máquina y traté de elaborar un plan de acción para el día. Tenía que conseguir un duplicado del carnet de conducir, lo que significaba una excursión en autobús hasta Elton: ni siquiera tenía que haber conducido sin él la noche anterior. Después de eso… me pregunté si valdría la pena confrontarme con Elena respecto a mis efectos desaparecidos. Si sabía algo, no lo admitiría; además, la idea de enfrentarme a sus zalameras evasivas me daba náuseas. Si era Cerise la que me había robado, no tenía ningún deseo de encontrarla, aunque supiese dónde buscar.

Como ya no pensaba perder más el tiempo con esas dos, nada me impedía volver a mis clientes solventes -y expectantes-. Me repetí a mí misma algunas órdenes bastante severas como subir las escaleras, vestirme y dirigirme al Loop, pero algo me mantenía plantada junto a la lavadora.

El ritmo del centrifugado era tranquilizante. Mi mente se relajaba mientras contemplaba las redondas puertas. Los fútiles asuntos soterrados bajo las exigentes necesidades de Cerise y de Elena volvieron a agitarse en la superficie de mi cerebro.

Rosalyn. ¿Por qué ese interés tan gratuito por mí en la fiesta de Boots? Con miles de personas por conocer -y muchos de ellos con un montón de pasta-, ¿de verdad quería tanto asegurarse de que yo estaba de su lado?

Me hubiera gustado creerlo, pero no podía. Sabía que había soltado pasta por ella; debería de ser suficiente garantía por parte de alguien que no era especialmente allegada a ella. Por mucha coba que ella y Marissa me dieran, mi apoyo público no le era especialmente útil. Hacía tiempo que ya no era políticamente activa. Mi nombre empieza a sonar más en el mundo financiero, pero no cuenta para nada en la política del condado. De hecho, el saber que yo respaldaba a Roz -o a cualquier otro candidato- podía hacer que la gente que me conocía de mis tiempos con el defensor de oficio votase tanto a favor, como en contra.

No podía apartar la idea de que ella estaba convencida de que yo sabía algo que podía perjudicarla. Tenía algún secreto y a su primo le preocupaba que yo pudiera estar al tanto. Fue después de que él me señalara con el dedo cuando ella se acercó y me pidió que nos viéramos junto al columpio. Me había buscado para tantear cómo se presentaban las cosas.

– No importa, Vic -me dije en voz alta-. Así que tiene un secreto. ¿Y quién no? No es asunto tuyo.

Con un gruñido trasladé la ropa mojada de la lavadora a la secadora. Cerré la puerta de golpe y me quedé mirando los botones, ceñuda. El problema es que ella lo había convertido en asunto mío al buscarme de esa extraña manera. Si ella y Marissa querían embaucarme entre las dos… atajé la idea a media frase y me decidí a subir. En mitad de la escalera, caí en que no había puesto en marcha la secadora. Bajé otra vez a grandes zancadas hasta el sótano y giré el mando.

Me puse mis vaqueros más nuevos para parecerles aseada y respetable a los del carnet de conducir. También me puse una blusa rosa para salir decente en la foto.

Durante todo el lento trayecto en autobús hasta Elton y durante la larga espera mientras los funcionarios procesaban a los solicitantes a un paso poco menos que morboso, barajé distintas formas de enterarme de la situación de Roz. Mi primer pensamiento había sido acercarme al Centro Daley para ver si le habían puesto alguna demanda. Pero tratándose de alguien en su situación, los periódicos tendrían toda la historia: lo primero que hacen los ambiciosos reporteros cuando alguien se presenta a un cargo público es comprobar sus antecedentes.

Me di cuenta con un sobresalto de que me tocaba a mí. Rellené los formularios, presenté mis tres documentos de identificación, esperé algo más, consentí en separarme de mis riñones y mis globos oculares si algún imbécil me hacía papilla, y finalmente me sacaron unas fotos. Mi esmero al vestirme no había sido de ninguna utilidad: seguía pareciendo una prófuga del psiquiátrico del Condado de Cook. Tal vez debería volver a perder ese carnet e intentarlo de nuevo.

Me eché la caminata de vuelta hasta el autobús número 41 y soporté el largo recorrido hacia el sur. La vista de mi fotografía de mirada demente me hizo pensar en alguien que podía saber en qué andaba Roz. Velma Riter era una fotógrafa que conocí cuando estaba en el Herald Star. Le habían asignado cubrir tantos casos en los que yo estaba involucrada, que llegamos a conocernos bastante, al menos de vista. Poco antes de dejar el periódico para establecerse por su cuenta, había hecho un gran reportaje fotográfico para una edición especial sobre "Cincuenta Mujeres Que Mueven Chicago". Me habían incluido a mí, y también a Roz.

La artista estaba en casa. Evidentemente estaba esperando alguna otra llamada, porque contestó inmediatamente al teléfono a la primera señal, pero pareció sorprendida al oírme a mí.

– V. I. Warshawski -repitió lentamente, recalcando las sílabas-. Bueno, bueno. ¿A qué debo el placer?

– Me acaban de renovar el carnet de conducir. Hubiera querido que me retocaras la foto.

– Los falsos pasaportes son mi especialidad -dijo secamente-. ¿A qué te dedicas últimamente?

– A poca cosa. Bueno, vi a Roz Fuentes el domingo, en una gran comilona que Boots Meagher dio para ella.

– Ya me enteré; quería que yo fuera, pero estoy preparándome para una exposición. Ni siquiera hubiese contestado el teléfono si no fuese porque estoy esperando una llamada de mi agente.

Proferí los oportunos sonidos de felicitación, apunté el nombre de la galería y la fecha de inauguración, y me disculpé por interrumpir su trabajo.

– ¿Sigues viendo a Roz?

– Estoy haciendo algún trabajo para la campaña -un matiz de impaciencia se coló en la voz de Velma-. Vic, de verdad que ahora mismo no tengo tiempo de charlar.

– No estaría molestándote si tuviese a otro a quien interrumpir. Pero es que Roz me tiene algo preocupada. Me pregunto si no se estará metiendo en algún atolladero del que sus amigos deberíamos conocer la existencia.

– ¿Qué ha dicho ella exactamente que te haga pensar eso?

– No es tanto lo que ha dicho como lo que ha hecho -le conté lo de Roz, apartándose del grupo sólo para sondear hasta qué punto me importaba su alianza con Boots.

– Te preocupas demasiado por los asuntos de los demás, Warshawski. Algunos hasta piensan que eres un grano en el culo. Vete a atrapar a algún verdadero criminal y deja en paz a Roz. Ella está tranquila.

Sus terminantes palabras me encendieron las mejillas. Colgué sin intentar siquiera replicar. Vi una horrible imagen de mí misma: una chiflada y una metomentodo.

– Sigo pensando que no debió venir a preguntarme si iba a hacer algo para perjudicarla -musité ofendida para mis adentros.

Encogiéndome de hombros, volví a salir. Estaba seca y no tenía ninguna tarjeta del cajero. El resto de la tarde transcurrió en idas y venidas para recuperar mi crédito perdido: al banco para cobrar un cheque y solicitar una nueva tarjeta, a la tienda para comprar algo de comida y conseguir otra tarjeta. Finalmente a las cuatro me cogí un poco de tiempo para acercarme al Centro Daley e investigar algo sobre ciertos antecedentes para un antiguo cliente. Las palabras de Velma seguían escociéndome tanto que ni siquiera intenté investigar a Roz.

El archivo de documentos cerró a las cuatro y media. Me fui andando hasta mi oficina para ver si habían llegado nuevas facturas desde el viernes, parándome en una tienda de ultramarinos de lujo para tomarme un gigantesco pastel con copos de chocolate y una taza de café amargo.

Mientras me terminaba el pastel, encendí mi lámpara de mesa y llamé a mi servicio de contestación de llamadas. Tanto Michael Furey como Robin Bessinger habían telefoneado. Y uno de los directores de Cartwright & Wheeler, los agentes de seguros a quienes había hecho mi presentación el viernes.

Me dejé caer en la silla. Un potencial cliente. Un cliente solvente. Y me había olvidado por completo de hacer una llamada para saber qué pasaba. Después de haberme gastado quinientos dólares y dos días en prepararles la presentación.

Tal vez era el principio de la demencia senil. Dicen que la memoria reciente es lo primero que falla. Por muy agotada que estuviese ayer bregando con Cerise y con Roland Montgomery, debí acordarme de hacer una llamada tan importante. Consulté mi agenda de bolsillo: allí estaba. Llamar Cartwright & Wheeler. Había anotado incluso el número y el nombre de la persona con la que contactar.

Cuando llamé, fue para recibir malas noticias: habían decidido que en ese momento no necesitaban mi ayuda. Por supuesto, desde el momento en que habían aplazado la decisión, las probabilidades de que me contrataran eran escasas. Pero Velma tenía razón, pasaba tanto tiempo preocupándome por los asuntos de los demás que ni siquiera era capaz de ocuparme de los míos. Volvió la imagen de mí misma como una grotesca metomentodo. Puede que el resultado hubiese sido el mismo si me hubiera acordado de llamar el día antes, pero al menos me habría sentido como una profesional en vez de como una estúpida.

Загрузка...