Capítulo 15

En la "rue Morgue"

Algún burócrata con sentido práctico puso el depósito municipal en el barrio Oeste, la zona con el mayor índice de homicidios: así se les ahorra un gran desgaste a los furgones de fiambre que tienen que transportar los cadáveres sólo unas manzanas más allá. Incluso a la luz del día, el cubo de hormigón parece un bunker en medio de una zona de guerra; a medianoche, es el lugar más deprimente de la ciudad.

Conforme caminábamos hasta las puertas metálicas corredizas marcadas "Entregas", Furey se puso a soltar una serie de observaciones jocosas, una especie de defensa contra su propia mortalidad, supongo, pero que no dejaba de ser desagradable. Por lo menos McGonnigal no le imitó. Me alejé para no oír hacia la entrada, una pequeña caja de cristal blindado cuya puerta interior estaba bloqueada. Un corrillo de empleados junto al mostrador de recepción, dentro de la caja, me miraron y prosiguieron su animada conversación. Cuando Bobby se materializó tras mi hombro izquierdo, la fiesta se interrumpió y alguien pulsó el botón de apertura de la puerta.

La abrí cuando sonó el zumbido y la mantuve abierta para que entraran Bobby y los muchachos. Furey seguía sin mirarme, ni siquiera cuando me esforzaba por ser súper educada. Era la última vez que iba a una fiesta política con él, de eso podía estar segura.

Para la gente que viene a identificar a sus queridos allegados, el municipio ha puesto una pequeña sala de espera amueblada. Se puede incluso mirar una pantalla de vídeo en vez del cadáver directamente. Bobby no creyó que yo necesitara tales amenidades. Empujó la doble puerta que daba a la sala de autopsias. Le seguí, tratando de andar con desenfado.

Era una sala utilitaria, con lavaderos y equipo para que cuatro forenses pudiesen trabajar a la vez. En plena noche la única persona presente era un celador, un hombre de mediana edad con vaqueros y la bata verde del personal hospitalario echada al descuido sobre los hombros. Estaba inclinado sobre una revista de automóviles y camiones. Los Sox aparecían en una pantalla de veinte centímetros sobre una silla frente a él. Nos miró con indiferencia, levantándose sin prisas cuando Bobby se identificó y le dijo lo que queríamos. Se acercó a las espesas puertas dobles que conducían a la cámara frigorífica.

Dentro había cientos de cuerpos dispuestos en hileras. Sus torsos estaban parcialmente cubiertos con plástico negro, pero las cabezas estaban expuestas, arqueadas hacia atrás, con la boca abierta de sorpresa ante la muerte. Sentí que la sangre se me retiraba del cerebro. Esperaba no estar poniéndome verde, hubiera sido la guinda de la velada si llego a marearme delante de Furey y de McGonnigal. Al menos Furey se había callado, algo es algo.

El celador consultó una lista de su bolsillo y se acercó a uno de los cuerpos. Cotejó la etiqueta sujeta al pie con su lista y se dispuso a llevar la camilla a la sala de autopsias.

– Vale así -dijo Bobby tranquilamente-. La miraremos aquí.

Bobby me llevó hasta la camilla y apartó la envoltura de plástico para dejar al descubierto el cuerpo entero. Cerise clavó sus ojos en mí. Desnuda parecía patéticamente flaca. Las costillas le sobresalían siniestramente bajo los pechos; su embarazo aún no había provocado ninguna redondez en su vientre hundido. Sus trenzas, cuidadosamente entreveradas de cuentas, se extendían en desorden sobre la mesa: involuntariamente extendí una mano para alisárselas.

Bobby me observaba atentamente.

– Sabes quién es, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

– Se parece a dos mujeres que he conocido de pasada. ¿Qué tenía que te hizo pensar que la conocía?

Volvió a apretar los labios -tenía ganas de insultarme pero pertenece a una generación que no dice tacos a las mujeres.

– No juegues conmigo, Vicki. Si sabes quién es, dínoslo para que podamos buscar a sus colegas.

– ¿Cómo murió? -pregunté.

– Aún no lo sabemos; no le harán la autopsia hasta el viernes. Probablemente sobredosis de heroína. ¿Te ayuda eso a distinguirla de las demás? -el sarcasmo de Bobby era siempre burdo.

– Pero bueno, ¿por qué te preocupa? Yonquis muertas las hay a docenas por ahí. Y aquí tenemos a tres expertos de homicidios sólo tres horas después de su hallazgo.

Los ojos de Bobby lanzaron destellos.

– Tú no diriges el departamento, Vicki. No tengo que rendirte cuentas de cómo gasto mi tiempo.

La intensidad de su enfado me sorprendió; también clamaba claramente que no estaba allí por gusto. Observé pensativamente a Cerise. ¿Qué había en su vida o en su muerte que pudiese ejercer presión desde arriba en la División Central en tan corto lapso de tiempo?

– ¿Dónde la encontraron? -pregunté bruscamente.

– En la obra del gran proyecto que están construyendo junto a Navy Pier -ése era McGonnigal-. El vigilante la encontró en el hueco del ascensor cuando estaba haciendo su ronda, y nos llamó. No llevaba mucho tiempo muerta cuando llegó la brigada.

– Las Torres Rapelec, ¿no es así? ¿Qué le hizo mirar por el hueco del ascensor?

McGonnigal sacudió la cabeza.

– Una casualidad. Por qué estaba en ese lugar, probablemente nunca lo sabremos tampoco. Bonito escondrijo si quieres meterte un chute en paz, pero terriblemente lejos de donde uno esperaría encontrarla.

– Bueno, ¿y qué tenía que os hizo pensar en mí?

Bobby le hizo una seña con la cabeza a Furey, que sacó una bolsa transparente de guardar pruebas. Dentro había un rectángulo de plástico. Mi fotografía estaba pegada en el ángulo izquierdo, con el mismo aspecto demencial que la que me había sacado esa mañana.

– Mmm -dije cuando la hube mirado-. Parece mi carnet de conducir.

Bobby sonrió ferozmente.

– Esto no es Second City, Victoria, y nadie se lo está pasando en grande. ¿Conoces a esta chica o no?

Asentí de mala gana. Como Bobby, detesto dar información a través de un cordón de policía.

– Cerise Ramsay.

– ¿De dónde ha sacado ese carnet?

– Me lo robó ayer por la mañana -me crucé de brazos.

– ¿Has dado parte? ¿Has dado parte del robo?

Sacudí la cabeza sin contestar.

Bobby dio tal manotazo contra el borde de la camilla que el metal resonó.

– ¿Y por qué coño no?

Estaba verdaderamente cabreado. Le miré decididamente.

– Pensaba que Elena podía habérmelo cogido.

– Oh -el fuego desapareció de su cara. Señaló con la cabeza a Furey y a McGonnigal-. ¿Por qué no me esperáis en el coche, muchachos?

Cuando hubieron salido dijo en un tranquilo tono paternal:

– Bueno, Vicki, suelta toda la historia. Y no sólo la parte que crees que averiguaré de todas formas. Sabes que Tony diría lo mismo si estuviese aquí.

Claro que lo sabía. Sólo que ya era demasiado mayor para hacer las cosas porque mi papaíto me lo decía. Por otra parte, no tenía que proteger a ningún cliente. No había ninguna razón para no contarle la patética poca cosa que sabía de Cerise, con tal de que no siguiéramos rodeados de cuerpos tiesos.

Bobby pidió al celador que nos acompañara a un pequeño cubículo donde los forenses beben café o whisky, o cualquier otra cosa, entre dos disecciones. Y le conté todo lo que sabía de Cerise, incluyendo a Katterina y a Zerlina.

– Puedo firmar los papeles si quieres. Su madre está mal del corazón, y no creo que le sentara muy bien venir acá abajo.

Bobby asintió.

– Ya veremos. ¿Qué estabas haciendo en la calle Once que tanto sacó a Roland Montgomery de sus casillas?

El cambio de tema fue casual y experto, pero no me hizo saltar.

– Nada -dije, muy seria-. Yo misma no lo entiendo. -Vino a verme echando humo y me pidió que te encerrara si aparecías cerca del Indiana Arms.

El tono de Bobby era neutro: no me estaba criticando, sólo ofreciendo información, diciéndome que no podría protegerme si yo hacía enfurecer a la gente poderosa. De paso lanzaba una sonda para que le diera una buena pista sobre por qué el Indiana Arms era un tema candente. Lamentablemente no podía ayudar, y finalmente se enfadó, no se daba cuenta de que no estaba haciendo obstrucción, sino que simplemente no sabía nada. Cree que yo acepto clientes y casos sólo por darle en las narices, que sufro ataques de adolescencia tardía. Está esperando a que crezca para que cambie, lo mismo que hicieron todas y cada una de sus seis hijas.

Eran las dos cuando Furey, que conducía en silencio como un loco, me dejó en mi apartamento. No hice ningún intento de conciliación, entendía por qué estaba cabreado, pero también había sido una casualidad que me viese con Robin. Era farsa, no tragedia, nada más lejos de mí que creerme una Desdémona.

Esperé dentro del vestíbulo a que su coche arrancara con un chirrido y enfilara por Racine hasta Belmont. Mi Chevy estaba aparcado al otro lado de la calle. Me subí, di media vuelta, y me dirigí al sur por las calles vacías hacia Navy Pier.

El complejo Rapelec era un monstruo. No estaba exactamente en Navy Pier, claro: ningún plan de urbanismo se ha aprobado allí porque los concejales no saben cómo dividirse el pastel de los sobornos por los permisos de urbanización de la zona. El lugar estaba al lado oeste de la calzada del Lago, frente al muelle, una hilera de decrépitos almacenes y edificios de oficinas que de repente se habían convertido en el paraíso del desarrollo.

La obra abarcaba todo el tramo entre el río y la calle Illinois. Los cimientos habían sido colocados en mayo pasado. Habían levantado ya unos veinte pisos de las torres, pero los pormenores del complejo de oficinas iban más despacio. Los planos de los periódicos tenían el aspecto de un gigantesco auditorio de una escuela superior. Se estaban tomando tiempo para la estructura de base.

Unas bombillas desnudas que colgaban de arriba del esqueleto perfilaban sus huesos de hierro. Me estremecí. No es que tenga precisamente miedo a las alturas, pero la idea de encaramarme allí arriba sin paredes a mi alrededor -no tanto la altura, sino la desnudez del edificio- me asustaba. Incluso desde el suelo parecía amenazador, con agujeros negros donde debería haber ventanas y rampas de madera que sólo conducían a insondables abismos.

Se me estaba poniendo carne de gallina. Tuve que luchar contra el impulso de correr hasta el Chevy y dirigirme a casa. Concéntrate en poner un pie delante del otro, Vic, y maldice tu estupidez de dejarte puesta la ropa de fiesta, en vez de cambiarte y ponerte zapatillas y vaqueros.

Rodeé el lugar por el exterior. Los monos hacía tiempo que se habían ido, dejando tras ellos acordonada la zona del suceso pero ningún vigilante. Había por lo menos doce sitios por donde entrar en el lugar a oscuras. Con una nerviosa mirada a mi alrededor, elegí una entrada bordeada de luces que no parecía tener ninguna viga de hierro balanceándose encima a punto de caer. Mis zapatillas hicieron un suave plaf sobre la tabla.

Los tablones se acababan en el tercer piso. Salté sobre una losa de cemento. Delante de mí, y a la derecha, las sombras engullían el suelo y las vigas, pero las luces continuaban a la izquierda, donde habían tendido más tablas para improvisar una rústica cubierta. Las palmas de las manos me sudaban y los dedos de los pies me cosquilleaban cuando me forcé a adentrarme en el corredor.

Los pisos inferiores estaban cerrados en ese punto, pero no habían construido ningún tabique interior. La única luz provenía de las bombillas desnudas colgadas de las vigas de carga. Apenas podía ver los huecos del edificio.

Unas vigas de acero apuntaban como dedos entre sombras, sustentando el piso superior. Unas manchas como tinta podían ser agujeros en el suelo o alguna pieza de maquinaria. Pensé en Cerise entrando allí sola para morir, y la piel de la nuca se me erizó incontrolablemente.

– ¡Holaa!-grité abocinando las manos.

Mi voz rebotó desde las vigas de acero como un débil eco. Nadie contestó. Ahora me caía el sudor por el cuello hasta el suéter de algodón. Una leve brisa nocturna lo secaba, haciéndome tiritar.

El rústico suelo terminaba abruptamente en una serie de cubículos de madera contrachapada. La puerta del de mi derecha estaba abierta. Entré. El cuarto estaba levemente iluminado por la bombilla del vestíbulo exterior. Busqué a tientas un interruptor, y encontré finalmente un posible aspirante en un grueso cable. Lo toqué nerviosamente, con miedo de electrocutarme, pero se hizo la luz en la habitación.

Había dos grandes mesas de dibujo junto a una pared. Unos estantes con libros, que parecían enormes muestrarios de papel pintado, cubrían los otros tres. Saqué uno de ellos. Era muy pesado y difícil de manipular. Con un esfuerzo, lo apoyé en la estantería y lo abrí. Eran anteproyectos. Eran difíciles de descifrar, pero me pareció que estaba mirando una esquina del piso veintitrés. De hecho, todo el volumen parecía estar dedicado al piso veintitrés. Lo cerré y lo devolví a su estante.

Había un par de cascos sobre una de las mesas de dibujo. Bajo ellos había una pila de cuadernos de trabajo. Esos documentos eran mucho más fáciles de interpretar: la columna de la izquierda consistía en una lista de subcontratistas. En la siguiente había espacios para rellenar con el número de horas a pagar por cada día de la semana.

Estudié por encima el cuaderno, preguntándome si vería algún nombre que me fuese familiar.

Wunsch & Grasso figuraba en primer plano como el principal contratista en la empresa conjunta que llevaba la construcción del complejo. Hurlihey y Frain, arquitectos, también habían echado un montón de horas. No había reparado en que los arquitectos seguían trabajando en un proyecto después de iniciada la construcción.

Uno de los nombres me llamó la atención por resultar más bien cómico: Farmworks, Inc [4]. Me pregunté qué necesidades agrícolas podía tener un edificio así. Habían trabajado también un montón de tiempo: presentaban más de quinientas horas por la semana que acababa de terminar.

Unos fuertes pasos resonaron en el suelo de madera al exterior. Solté los papeles, con el corazón a mil.

– ¿Hola? -la voz me salió trémula. Furiosa conmigo misma por ponerme tan nerviosa, tomé una honda inspiración y salí al corredor.

Un negro fornido, con mono y casco, me miraba frunciendo el ceño. Llevaba una linterna. Su otra mano descansaba sobre la culata de una pistola que colgaba de su cintura.

– ¿Quién es usted y qué coño está haciendo aquí? -su voz de barítono era grave y tajante.

– Me llamo Warshawski. Soy detective y estoy aquí para algunos datos que nos faltan sobre esa chica muerta que encontró.

– Hace horas que se largaron los polis -apartó la mano de la pistola, pero su dura mirada no se suavizó.

– Acabo de llegar del depósito, donde he estado hablando con el sargento McGonnigal y el teniente Mallory. Olvidaron preguntar un par de cosas que necesito saber. Y también, ya que estoy aquí, me gustaría saber dónde la encontró.

Durante un momento de tensión creí que me iba a pedir alguna identificación policial, pero mi fluidez manejando los nombres adecuados pareció satisfacerle.

– No puedo llevarla allí abajo donde la encontré si no lleva casco.

Cogí uno de los cascos de Hurlihey y Frain de la mesa de dibujo.

– ¿Por qué no este mismo?

Sus helados ojos me volvieron a sopesar; no quería dejarme hacerlo, pero parecía ser un hombre de lógica y no estaba tan convencido de devolverme a Mallory con las manos vacías.

– Si hicieran su trabajo como es debido no tendrían que hacerme perder tanto tiempo. Vamos. No me voy a quedar esperando mientras se pasea con esos ridículos zapatos: nuestra póliza de seguros no cubre a los policías que no van vestidos de acuerdo a su tarea.

Cogí el casco y le seguí mansamente por el oscuro laberinto.

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