Capítulo 24

Dormida en un cuarto del sótano

Pasé la noche en casa de Robin. Era un amante tierno y solícito, pero no pudo borrar de mi mente la miseria del barrio norte de Lawndale. Caí en un sueño agitado a eso de la una, y me desperté sobresaltada por una pesadilla en que iba caminando por Christiana mientras un coche me seguía. Me desperté justo antes de que me atropellara.

Tanteé la mesita de noche buscando mi reloj. Esforzándome en la oscuridad, pude vislumbrar las agujas: las cuatro y diez. Volví a echarme y traté de dormir. Pero en una cama extraña, y con el recuerdo del mal sueño que no se desvanecía, no podía relajarme. Al final, poco después de las cinco, renuncié y me fui de puntillas al cuarto de baño con mi ropa.

En la cocina encontré un pequeño bloc de espiral junto al teléfono. Arranqué una hoja y garabateé una nota para Robin, explicándole por qué me iba, y me deslicé fuera sin hacer ruido.

A las cinco y media la ciudad apenas empezaba a cobrar vida. Había luz en varias ventanas: era un barrio de currantes que empezaban temprano su jornada, pero en el camino estuve sola hasta llegar a una arteria importante.

Cuando llegué a casa me sentí lo suficientemente cansada como para volver a la cama. Esta vez conseguí dormir hasta las ocho. Cuando volví a levantarme, me sentía aturdida y desorientada. Me coloqué una camiseta y unas bragas y me senté en la cocina a leer el periódico y a beber café hasta después de las nueve, cuando llamó Furey.

– Creía que me ibas a telefonear anoche, Vic.

No me gustó la irritación impaciente de su tono.

– Sí, eso pensaba yo también, Michael, pero se me fue de la cabeza. Si hubiera tenido algo que comunicarte, lo habría recordado, pero la mujer ni siquiera me dejó cruzar la puerta.

– ¿Por qué no me das su nombre y hago un intento? -trocó su irritación por un indulgente engatusamiento.

– ¿Por qué no lo dejas estar, Furey? Elena no le hace daño a nadie por ahí. Debes tener tropecientos crímenes y violaciones y demás rollos para mantenerte ocupado. Ella se dejará ver cuando llegue el momento, borracha y arrepentida, y además no creo que necesite que se derroche en ella todo ese dinero público.

– La única razón por la que lo hacemos es porque el tío Bobby quería evitarte el sofoco de tener que pagarle la fianza para sacarla de los tribunales -dijo secamente-. Si yo tuviera voz en el asunto, no estaría malgastando tiempo buscándola.

– Entonces llamaré a Bobby y le diré que no se preocupe -eché un vistazo al reloj y me acordé de mi programa de actividades. Al cuerno con todo. Debería haber estado en el Centro Daley veinte minutos antes para echar un vistazo al proyecto de Darrough Graham-. Lo siento, Michael. Tengo que salir pitando.

– Espera, Vic -dijo apresuradamente-. No se lo digas al teniente. Me quitaría la piel a tiras si supiera que te he estado dando quejas.

– Está bien -acepté, irritada-. Pero en ese caso, deja de controlarme. Tan pronto como la vea o sepa algo de ella te lo haré saber. Adiós.

Colgué de golpe y corrí a mi dormitorio. Cuando me estaba subiendo la cremallera del vaquero, el teléfono volvió a sonar. Primero no le hice caso, pensando que sería probablemente Furey, y luego cedí ante la insistencia del timbre.

– Quiero hablar con Victoria Warshawski -la voz con marcado acento pertenecía al hombre con el que había hablado el día antes en Alma Mexicana. Pronunciaba "Warchasi". Después de decírselo correctamente, inquirí quién preguntaba por ella.

– Soy Luis Schmidt, Warchasi. Me ha dicho un pajarito que has estado fisgoneando a mi personal en el Ryan. Te llamo para decirte que te ocupes de tus asuntos.

– Creo que se ha equivocado de número -aparté el teléfono de mi oreja mientras me pasaba por la cabeza un suéter de algodón amarillo-. Aquí no hay nadie que se llame Warchasi.

– ¿No es Victoria Warchasi? ¿La detective privada? -preguntó, irritado.

– Soy detective privada, pero mi apellido es Warshawski -mantuve mi tono afable.

– Eso es lo que he dicho, zorra. Es a ti a quien hablo. Si sabes lo que te conviene, aparta tus narices de los asuntos de los demás.

– Oh, Luuui, Luuui, acabas de pronunciar la palabra mágica. Odio absolutamente que un extraño me llame zorra. Acabas de ganarte un lote completo de mi curiosidad por lo que Alma Mexicana está haciendo en el Ryan.

– Te lo aviso, Warchasi, que dejes de meterte en lo que no te importa. O podrías arrepentirte muchísimo -el teléfono restalló en mi oído.

Me até las zapatillas de correr y bajé de dos en dos las escaleras. Tras la puerta del señor Contreras oí a Peppy gimiendo. Reconocía mi paso y quería venir conmigo. No era justo dejarla vagar todo el día con el señor Contreras, él no podía llevarla a correr como es debido. Pero no podía detenerme por ella.

Me sentía a punto de estallar con todas esas presiones sobre mí. La perra. Furey. La misma Elena. Graham. Mis demás clientes. Y ahora mi bravata con Luis Schmidt. Bah, de todas formas que le dieran por saco por llamar con sus estúpidas amenazas.

Si al menos pudiese conseguir algo de pasta como anticipo, me tomaría un descanso, sólo limpiarme de esta ciudad por unos seis meses. Apreté los dientes ante la futilidad de la idea y puse ferozmente el Chevy en marcha.

A eso de las tres había terminado una búsqueda exhaustiva sobre la vida y amores del vicepresidente de prospección de mercado de Graham. En mi informe incluí el hecho de que el chico tenía una amante fija además de su mujer y su hijo pequeño, y no es que eso le fuera a importar a Graham. A mí me haría correr quince kilómetros en dirección contraria, pero Graham pensaba que lo que pasaba más abajo de la cintura no tenía ninguna incidencia en el rendimiento en el trabajo.

Hasta que no terminé de pasar a máquina el informe y lo mandé a la otra punta del Loop por mensajero, no me paré a comer. Para entonces el hambre me había provocado un persistente dolor de cabeza, aunque me sentí mentalmente mejor por poder tachar una tarea importante de mi programa.

Fui a un café vegetariano al doblar la esquina, para tomarme una sopa y un tazón de yogur. Eso dio cuenta del hambre, pero mi dolor de cabeza se volvió más intenso. Traté de ignorarlo, traté de obligarme a pensar en Luis Schmidt y en su cabreo por mi visita a la obra del Ryan. La cabeza me dolía demasiado para la lógica. Cuando saqué el Chevy del aparcamiento subterráneo, lo único que quería era irme a casa y volver a meterme en la cama, pero me seguía preocupando todo el tiempo que había perdido últimamente. Enfilé penosamente hacia el norte, dirección: la casa de Saúl Seligman.

No se puso muy contento al verme. Ni tampoco quería darme fotos de sus hijas. Necesité hasta el último gramo de energía para mantenerme amable y persuasiva a pesar del dolor cegador que me punzaba las sienes.

– En su lugar yo también estaría furiosa. Tiene derecho a esperar una indemnización con las primas que paga. Desgraciadamente, hay demasiada gente deshonesta por ahí y el resultado es que pagan justos por pecadores.

Proseguimos así durante tres cuartos de hora. Finalmente, Seligman hizo un gesto de irritación. Se acercó a un macizo escritorio en un rincón y abrió la tapa de persiana. Una pila de papeles cayó en cascada al suelo. Los ignoró y hurgó en un cajón detrás de los papeles que quedaban hasta que encontró un par de fotos.

– Supongo que sería capaz de quedarse hasta el alba si no se las doy. Quiero un recibo. Y luego váyase, déjeme solo. No vuelva hasta que no sea para decirme que ha limpiado mi nombre.

Las dos fotos eran de grupo, tomadas en alguna fiesta familiar. Sus hijas estaban de pie a ambos lados de su mujer, flanqueadas por Rita Donnelly y otras dos jóvenes. Supuse que esas dos serían las hijas de Rita, pero a esas alturas no me importaban demasiado, ya tenía bastante con intentar discernir algo.

Me saqué del bolso una pequeña libreta de apuntes para anotarle a Seligman la fecha y la descripción de las fotos. Las letras me bailaban ante los ojos al escribir; no estaba segura de que mi nota tuviera algún sentido. Seligman la metió en el escritorio, cerró la tapa, y me empujó hacia la puerta.

Pude llegar a casa más por suerte que por destreza. Cuando llegué, estaba tiritando y sudando. Conseguí no sé cómo trepar hasta mi cuarto de baño antes de vomitar. Después me sentí algo mejor, pero me arrastré hasta la cama, me puse una sudadera gruesa y unos calcetines y me deslicé bajo las mantas. Cuando entré en calor, mis tensos músculos del cuello y de los brazos se relajaron y caí en un profundo sopor.

El timbre del teléfono me devolvió lentamente a la vida. Estaba sumida tan profundamente en el sueño, que me llevó algún tiempo relacionar el ruido con el exterior. Después de un buen lapso de tiempo en que el timbre se entretejió con mis sueños, mi mente terminó por incorporarse perezosamente al mundo consciente. Me sentía como una recién nacida, como cuando un dolor intenso ha sido expulsado del organismo, pero el insistente repiqueteo no me dejó disfrutarlo. Finalmente extendí un brazo y cogí el receptor.

– ¿…iga? -tenía la voz velada y pastosa.

– ¿Vicki? ¿Vicki, eres tú?

Era Elena, llorando aparatosamente. Miré con resignación la pantalla del reloj: la una y diez. Sólo Elena podía despertarme a esa maldita hora.

– Sí, tía, soy yo. Cálmate, deja de llorar y cuéntame cuál es el problema.

– Yo… oh, Vicki, te necesito, tienes que venir a ayudarme.

Estaba verdaderamente aterrorizada. Me incorporé y empecé a ponerme los vaqueros que había dejado al pie de la cama.

– Dime dónde estás y qué clase de problema tienes.

– Yo… oh… -prorrumpió en fuertes sollozos, y luego su voz desapareció.

Por un momento creí haber perdido la comunicación, pero luego me di cuenta de que estaba tapando el micrófono. O se lo estaban tapando. ¿Había huido de algo y sus perseguidores la habían alcanzado? Esperé con ansiedad, indecisa, pensando que debería colgar y avisar a Furey, sin querer colgar hasta estar segura de que la había perdido. Como no tenía ni idea de adonde mandar a la patrulla de policía, esperé, y tras un par de minutos con el corazón en vilo volvió a hablar.

– Me he escapado -resopló miserablemente-. La pobre Elena se ha asustado y se ha escapado.

Así que no es que estuviese mortalmente aterrorizada, sólo ensayando su actuación. Hice un esfuerzo por mantener un tono ligero de voz.

– Ya sé que te escapaste, tía. ¿Pero adonde fuiste?

– He estado viviendo en uno de los edificios viejos junto al Indiana Arms, hace meses que está abandonado pero algunas de las habitaciones están en muy buen estado, se puede dormir ahí sin que nadie te vea. Pero ahora me han encontrado. Vicki, me matarán, tienes que venir a ayudarme.

– ¿Estás ahora en ese edificio?

– Hay un teléfono en la esquina -dijo con un hipido-. Me matarán si me ven. No podía salir durante el día. Tienes que venir, Vicki, no deben encontrarme aquí.

– ¿Quién te quiere matar, Elena? -hubiera querido poder ver su cara y no sólo oírla, era imposible discernir cuánta verdad había en todo su parloteo.

– Los que me están buscando -chilló-. Tú ven, Vicki, deja de hacer tanta puñetera pregunta, pareces un jodido inspector de hacienda.

– Bueno, bueno -dije en el tono apaciguador con que se habla a los niños-. Dime dónde está el edificio y estaré allí en treinta minutos.

– Hace esquina con el Indiana Arms -se fue calmando hasta no emitir más que un trémulo sollozo.

– ¿En la calle Indiana o en Cermak? -me até las zapatillas de correr.

– Indiana. ¿Vas a venir?

– Ya estoy saliendo. Tú quédate donde estás, junto al teléfono. Llama al 091 si realmente crees que alguien se acerca.

Encendí la lámpara de la mesita. Mientras marcaba el número de la casa de Furey, me acerqué a mi armario con el teléfono. Lo dejé sonar quince veces antes de renunciar e intentar la comisaría. El vigilante me dijo que Michael no estaba. Tampoco estaban Bobby, Finchley ni McGonnigal.

Vacilé mientras abría el cofre del fondo del armario donde guardo mi Smith & Wesson. Finalmente expliqué que Bobby quería encontrar a Elena y que Michael había sido designado para buscarla.

– Me acaba de llamar desde un edificio abandonado en la calle Indiana. Dice que tiene problemas, no sé si los tiene o no, pero voy para allá a buscarla. Quisiera que Furey y el teniente lo supieran.

Prometió llamar por radio a Michael para darle mi recado y la dirección. Dejé el teléfono en el suelo del armario mientras comprobaba el cargador. Estaba lleno y la novena bala estaba en la recámara. Me aseguré con cuidado de que tenía el seguro puesto, me puse la funda sobaquera sobre la sudadera y salí.

Cuando llegué abajo, Peppy empezó a ladrar ansiosamente tras la puerta del señor Contreras. No me había visto en todo el día, echaba de menos su carrera, y estaba determinada a que no me fuera sin ella. Sus ladridos me siguieron por la senda hasta la calle.

Cuando subía al Chevy, Vinnie asomó la cabeza por la ventana. Vociferó algo, pero yo ya estaba rodando y no lo oí.

Me dirigí hacia la calzada de la margen del Lago. El Dan Ryan me dejaría más cerca del lugar, pero no estaba de humor para vérmelas con la obra y los desvíos en la oscuridad. Por la misma razón, dejé la calzada en Congress y bajé por la avenida Michigan con tal de no sortear a los espaguetis detrás de la plaza McCormick.

La luna estaba casi llena. Pasadas las farolas de Michigan Sur, su luz fría creaba escenas en blanco y negro: objetos iluminados con una claridad sobrenatural, proyectando sombras negras. Todavía me sentía algo débil por haber vomitado y haber comido sólo una vez en las últimas veinticuatro horas, pero tenía la mente maravillosamente clara. Podía distinguir a todos y cada uno de los borrachos de los bancos de Grant Park, y cuando giré por Cermak para subir por Prairie, pude ver incluso a las ratas que se deslizaban por los baldíos.

A la luz de la luna, la zona sur parecía Berlín después de la guerra. Los cascarones sin vida de almacenes y fábricas estaban rodeados de montañas de escombros y cascotes de ladrillo. Cuando salí por la Veintiuno y Prairie, me estremeció la desolación de la escena. Saqué una linterna del maletero y me la metí en el bolsillo de la chaqueta.

Saqué la Smith & Wesson de la sobaquera y me deslicé entre las sombras de la calle Veintiuno, con ella en mi mano derecha. El frío metal me servía de magro consuelo. Estaba tan tensa como para apuntarle a un gato callejero que pasaba por la senda. Me gruñó y sus ojos destellaron a la luz de la luna mientras pasaba.

Aunque el corazón me estaba martillando, me pregunté hasta qué punto tenía que creerme el pánico de Elena. Me acordé de todas las veces que había sacado a Tony de la cama con alarmas urgentes, sólo para que él se las despejara, una vez identificadas como los fantasmas de su embriaguez. Ésta podía muy bien ser una más de esas noches, tal vez ni siquiera debería haber avisado a Furey.

Mis persistentes dudas no me impedían mostrarme precavida. Cuando llegué a la calle Indiana me mantuve a cierta distancia en la sombra, junto a un chiringuito abandonado de piezas de coche, con los ojos y los oídos bien abiertos, atentos al menor movimiento. Me preguntaba si encontraría el escondrijo de Elena con sus vagas indicaciones, pero sólo había un hotel en esa calle junto al Indiana Arms. La luz de la luna se reflejaba en los tubos de neón fundidos del Hotel Prairie Shores, a media manzana del lado de la calle en el que yo me encontraba.

Oí un roce al otro lado de la calle y me arrodillé, con la pistola otra vez amartillada, pero sólo era una gran bolsa de plástico que las ubicuas ratas habían sacado del resto de la basura. Contra mi voluntad, imaginé sus dientes amarillos desgarrando mis manos expuestas; las sentí temblorosas e incontroladas cuando me las metí bajo los sobacos, hundiendo la pistola en mi pecho izquierdo. Apreté los dientes y avancé calle Indiana abajo. En la otra acera se vislumbraba la carcasa calcinada del Indiana Arms. El vivido aire nocturno transportaba hasta mí el ácido olor de sus vigas carbonizadas y reprimí un estornudo. Cuando llegué a la esquina vi la cabina telefónica, pero no a mi tía. Rondé por la calle durante unos minutos, con la tentación de volver a mi cama. Al final cuadré los hombros y me acerqué al Hotel Prairie Shores.

Su fachada estaba sellada con tablones; cautelosamente, lo rodeé hasta la parte trasera. Allí la puerta ostentaba unas fuertes cadenas, pero en el lado norte una ventana rota permitía un fácil acceso.

Enfoqué con la linterna el hueco de la ventana sin cristales. Lo que vi fue una parte de la despensa de la antigua cocina. Recorrí con el haz de luz el máximo espacio que pude abarcar del interior. No había nadie, pero un crujido y el oscurecimiento repentino de las sombras por encima de las alacenas me advirtió que mis amigas de amarillos dientes estaban allí.

Me arrepentí de no llevar una gorra. Traté de no pensar en los rojos ojillos que me observaban mientras franqueaba el pandeado marco metálico. Una esquirla de vidrio me enganchó el fondillo de los vaqueros. Me detuve a soltar la tela y a escuchar un poco más antes de volver a moverme. Seguía sin oír ningún ruido humano.

Una vez dentro, avancé con cuidado desde la despensa hasta la cocina. Unos rancios olores a grasa seguían flotando insistentemente en el aire; no era de extrañar que las ratas estuviesen tan interesadas. Me perdí en un laberinto de cuartos de servicio, pero al cabo llegué a una puerta que daba acceso a un tramo de empinados escalones.

Antes de empezar a bajar, me detuve otra vez a escuchar. Alumbré cada uno de los escalones, no quería tropezar en las tablas podridas. Cada pocos pasos llamaba en voz baja a mi tía. No la oí.

El pasillo que había al pie de la escalera conducía a otra zona laberíntica. Comprobé todas las habitaciones cuyas puertas se abrían, pero no vi nada excepto muebles destrozados. Al final del pasillo, otro corredor se abría a la derecha. Al extender la mano para mantener el equilibrio mientras echaba un vistazo desde la esquina, no así más que el vacío. Tragué saliva y di un salto atrás, pero la linterna reveló algo tan amenazante como un montaplatos.

Volví a llamar a Elena, otra vez sin respuesta. Apagué la linterna para concentrarme más en los ruidos. No se oía nada más que el escarbar y los chillidos de los roedores.

Avancé de puntillas por ese corredor lateral, aguzando el oído. Estaba flanqueado por una serie de habitaciones. Las miré una tras otra, recorriéndolas con la linterna y llamando en voz baja a mi tía. Algunas estaban vacías, pero la mayoría estaban atestadas con los desechos destrozados del antiguo hotel: sofás abandonados con el relleno saliéndoseles por todas partes, colchones, viejos muelles de hierro. De vez en cuando sorprendía un movimiento, pero cuando me detenía a mirar, lo único que veía eran los ojos rojos brillando en mi dirección.

Finalmente llegué al otro extremo del pasillo, donde colgaba un teléfono sin vida. Era un viejo modelo negro con el disco marcado con letras en lugar de números. Al colgarlo y volver a descolgarlo, no se oyó ninguna señal. Estaba tan muerto como el propio edificio.

Me invadió la ira. ¿Cómo se atreve a hacerme esto, a embarcarme en esta absurda misión en esta carcasa infestada de ratas? Me di media vuelta y empecé a recorrer el pasillo a buen paso en dirección opuesta. De repente creí oír mi nombre. Me paré en seco y me esforcé por oír.

– ¡Vik!

Era un murmullo ronco, procedente de una habitación a mi izquierda. Creía haber mirado allí pero no estaba segura. Abrí la puerta de golpe y enfoqué el montón de muebles viejos. Una gran masa estaba tirada en un sofá encajado en un rincón. Lo había pasado por alto en mi primera inspección superficial de la habitación.

– ¡Elena! -llamé vivamente-, ¿estás ahí?

Me arrodillé junto al sofá. Mi tía estaba tumbada de lado, envuelta en una manta repugnante. Su bolsa de mano estaba apoyada en la pared, con el camisón violeta todavía asomando por un lado. El alivio y la ira me invadieron por partes iguales. ¿Cómo podía ser capaz de quedarse torrada después de llamarme de esa manera?

La sacudí con brusquedad.

– ¡Elena! Despierta. Tenemos que irnos de aquí.

No respondió. Su cabeza se bamboleó, exánime, al sacudirla. Con el estómago en un puño, volví a recostarla suavemente. Todavía respiraba con cortos y superficiales ronquidos. Le palpé la cabeza. En la nuca había una masa blanda e hinchada. Un golpe: ¿debido a una caída o a una persona?

Oí a alguien moverse a mi espalda. Presa del pánico, volví a sacar la pistola de la sobaquera. Antes de que pudiese ponerme en pie, la noche estalló en mil puntos luminosos a mi alrededor y quedé sumida en la oscuridad.

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