Capítulo 9

La dama está indispuesta

A la mañana siguiente me desperté temprano. Había soñado con bebés que lloraban y con incendios; dos veces me había despertado con una sacudida, sintiéndome sofocada por las llamas. Cuando salí de la cama, otra vez con la impresión de que alguien había vaciado en mi cabeza un camión de grava, esta vez sin molestarse en molerla demasiado fina.

Sólo eran las seis. Cerise y Elena seguían durmiendo en el sofá, Cerise boca abajo y con los brazos abiertos, y Elena boca arriba, roncando. Me sentía como una cautiva en mi propia casa, sin poder disponer de mis libros o de mi televisión pero si las despertaba iba a ser peor. Cerré suavemente la puerta, me puse mis vaqueros y bajé por la escalera de servicio. Era demasiado temprano para despertar al señor Contreras y sacar a pasear a la perra. Y aunque el ejercicio puede ser la mejor cura para una cabeza llena de arena, correr era la cosa que menos me apetecía del mundo.

Recorrí a pie los ochocientos metros hasta el Belmont Diner, abierto las veinticuatro horas, y me pedí el desayuno especial colesterol: tortitas con mantequilla y una gran ración de bacon. Me tomé todo el tiempo que pude, mientras seguía la saga de la búsqueda de un nuevo estadio para los Bears en los tres periódicos, sin perderme ni una palabra del último escándalo sobre drogas para desacreditar a los principales seguidores del alcalde. Resulta aburrido leer los escándalos sobre drogas porque su revelación nunca produce impacto alguno en los resultados de las elecciones, así que generalmente los paso por alto.

A eso de las ocho volví por fin a mi apartamento. La vida empezaba a agitarse en la avenida Racine conforme la gente se dirigía al trabajo. Cuando llegué a mi edificio, el banquero iba saliendo para todo el día, su espeso pelo castaño pegado a la cabeza por la laca.

– ¡Hola! -dije alegremente al cruzarnos-. Vengo llegando del turno de noche. ¡Que pase un buen día!

Fingió no oírme y cruzó al otro lado de la calle mientras yo hablaba. Trata de ser buena vecina y no recibirás más que desprecio por tus esfuerzos.

Como Lyndon B. Johnson o el duque de Wellington, Elena podía dormir en cualquier lugar y a cualquier hora. Al abrir la puerta de la cocina, oí los ronquidos filtrándose desde el cuarto de estar. También percibí mi olor favorito: el humo de cigarro. Cerise estaba sentada a la mesa, mirando melancólica y fijamente a la nada, fumando un cigarro tras otro.

– Buenos días -dije lo más amablemente posible-. Sé que estás muy trastornada por lo de tu bebé, pero por favor no fumes aquí.

Me lanzó una mirada hostil, pero aplastó su cigarrillo en el platito que había estado utilizando. Me lo llevé a la cocina y traté de quitarle frotando las manchas de tabaco. Tras unos minutos me siguió y se dejó caer pesadamente junto a la mesa. Le ofrecí un desayuno pero sólo quiso café. Puse agua a hervir y saqué unas judías del congelador.

– ¿En qué piso vivía tu madre?

Me miró sin expresión y se frotó los brazos desnudos.

– En el Indiana Arms probablemente necesitaré esta información si alguien tiene que buscar a Katterina.

– El quinto -respondió tras una larga pausa-. La quinientos veintidós. Era duro para ella porque el ascensor no funcionaba, pero no consiguió nada más abajo.

– ¿Cuándo dejaste al bebé con tu madre?

Volvió a mirarme con los ojos muy abiertos, pero esta vez creí ver un elemento de cálculo en su mirada.

– Lo dejamos el miércoles. Antes de salir de la ciudad -volvió a frotarse los brazos-. Hace demasiado frío aquí, necesito fumar.

Yo sentía calor, pero estaba vestida; ella llevaba aún la enorme camiseta que le había dejado. Fui a mi dormitorio y cogí una chaqueta. Se la puso pero siguió frotándose los brazos.

Machaqué las judías y les eché agua hirviendo.

– ¿El miércoles a qué hora?

– ¿Intenta decir que vi el fuego y que no debí dejar a mi bebé? -el tono era taciturno, pero los ojos seguían vigilantes.

Vertí más agua sobre las judías e intenté hacer acopio de algo de simpatía. Era casi seguro que su hija estuviese muerta. Se encontraba ante una extraña, blanca por más señas. Le aterrorizaban las instituciones legales y sociales, y yo era la enterada en esas cosas, por eso para ella yo era parte de ellos. Quería fumar y yo no se lo permitía.

Pensar en todo eso no es que me diera ganas de correr a abrazarla, pero me ayudó a suavizar mis expresiones más extremas de impaciencia.

– Alguien provocó ese incendio -dije con cautela-, alguien hirió a tu madre y puede haber herido a tu niña. Si estabas allí el miércoles por la noche, puedes haber visto al incendiario. Tal vez él, o ella, o ellos, estaban merodeando por allí. Si viste a alguien, podríamos darle una descripción a la policía, algo para empezar una investigación.

Sacudió enérgicamente la cabeza.

– Yo no vi a nadie. Fuimos allí a las tres de la tarde. Dejamos a Katterina con mi mamá. Nos fuimos a Wisconsin, ¿vale?

– Vale -le serví café-. ¿Por qué esas preguntas te ponen tan nerviosa?

Estaba temblando. Cogió el tazón con ambas manos para no volcarlo.

– Me trata como si yo hubiera hecho algo malo, como si fuera culpa mía si mi bebé está herido.

– No, Cerise, nada de eso. Lo siento mucho, si eso es lo que te ha parecido. No pienso eso en absoluto -intenté sonreír-. Yo soy detective, sabes. Me gano la vida haciendo preguntas. Es una costumbre difícil de cambiar.

Ocultó la cara en el tazón y no me contestó. Renuncié a seguir y fui a mi habitación. La cama aún estaba sin hacer. Mi ropa de correr se había caído a los pies de la cama al agitarme durante la noche. Separé mis sudaderas de la ropa de cama, las metí en el armario y estiré las mantas sobre la cama. No es que la habitación estuviese para una foto en Casa y Jardín, pero ése era todo el trabajo doméstico para el que me sentía de humor.

Me tumbé en la cama y traté de recordar el nombre del agente de seguros que había encontrado en el Indiana Arms el jueves; era un pájaro; me había llamado especialmente la atención porque en ese momento sus ojos brillantes y llenos de curiosidad le daban cierto aspecto de pájaro. Cerré los ojos y dejé vagar mi pensamiento. No pude desenterrar su apellido del agujero de mi memoria, pero Robin [3] me llevaría hasta él.

Alcancé el teléfono de la mesita de noche y me lo puse sobre el estómago para marcar.

Cuando el telefonista de Ajax me puso con la sección de siniestros y fraudes, le pregunté a la jovial recepcionista por Robin.

– Está aquí mismo, le pondré con él.

Oí un golpe en el teléfono, debió de dejar caer el auricular, y luego una voz de tenor.

– Aquí Robin Bessinger.

Bessinger. Claro.

– Robin, soy V. I. Warshawski. Nos vimos en el Indiana Arms la semana pasada, cuando estabas rebuscando allí entre los cascotes.

– V. I. ¿La detective?

– Aja -me incorporé y volví a poner el teléfono sobre la mesita-. Dijiste que si hubiese habido algún muerto, la policía habría puesto en marcha una investigación de homicidio. Así que supongo que todo el mundo fue rescatado.

– Que yo sepa, sí -había olvidado lo cauteloso que era. Un pájaro que se aseguraba de que el gusano no fuese en realidad un cañón de escopeta-. ¿Sabes algo que te haga pensar lo contrario?

– Había allí un bebé el miércoles por la noche. Estaba con su abuela, en el quinto piso -quiso interrumpirme y me apresuré a decir-: ya sé, ya sé. Va contra las reglas. La abuela ha desaparecido, tal vez ha sido una de las víctimas del humo, así que no sé si encontraron al bebé o no.

– Un bebé allí dentro. Santo cielo, no… Yo no sé nada de eso, pero voy a llamar a alguien de la policía y te vuelvo a llamar. ¿Se trata de tu amiga? ¿La que me dijiste que se quedó sin casa?

No recordaba haberme referido a Elena como a una amiga.

– No, ella no. Pero la abuela era amiga de ella, y la madre acababa de regresar a la ciudad y se encontró con que tanto su hija como su madre habían desaparecido. Está loca de inquietud. O de hostilidad. O de confusión.

– Bueno -se agitó por allí unos instantes-. Lo siento de veras. Te volveré a llamar en un par de minutos.

Le di mi número y colgué. Miré con desagrado mi habitación. Como estoy en ella sólo para dormir, no le suelo prestar mucha atención. La cama de dos cuerpos ocupa buena parte del espacio disponible. Como el armario empotrado es grande, tengo la cómoda dentro para que me quede suficiente espacio para moverme, pero aun así me siento encerrada si paso mucho tiempo allí durante el día. Más que nunca, me molestaba la roncante presencia de Elena al otro lado del vestíbulo, que me relegaba a un solo cuarto en mi propia casa.

Recorrí el corto trecho desde la puerta hasta la cabecera de la cama varias veces, pero no paraba de golpearme la espinilla en el somier. No podía practicar el canto en esa zona, sobre todo con Cerise en la cocina. Terminé por tenderme en el suelo entre la ventana y la cama e hice tijeras con las piernas. Tras unas cuarenta con cada pierna, Robin volvió a llamar. Parecía deprimido.

– ¿V. I. Warshawski? -tropezó un poco en mi apellido-. Esto…, he estado hablando con la policía. Dicen que los bomberos no sacaron a ningún niño de ese lugar la semana pasada. ¿Estás segura de que el bebé estaba allí dentro?

Vacilé.

– Bastante segura. Pero no puedo jurarlo, porque no conozco a ninguna de las personas implicadas.

– Van a mandar a un equipo para peinar los escombros, para ver si encuentran, bueno, algún resto. Pero quisieran que estuvieses dispuesta a venir al centro a entrevistarte con ellos.

Prometí estar al tanto cada hora con mi servicio de mensajes telefónicos si salía del apartamento. Mientras colgaba lentamente, me pregunté qué podría decirle a Cerise. Cuando iba hacia la puerta, Elena la aporreó del otro lado.

– ¡Oye! ¡Vicki! Digo, Victoria. La pobrecita Cerise no se siente muy bien. ¿Puedes salir y ayudarme a ver si le asentamos el estómago?

La pobre Cerise había vomitado sobre toda la mesa de la cocina. Elena, más animada que nunca, como buena amante de los dramas, le lavó la cara con un paño húmedo mientras yo limpiaba el desastre.

– Es la conmoción, sabes -gorjeó mi tía-. Está loca de ansiedad por su hijita.

Miré atentamente a la más joven de las dos mujeres. Estaba enferma, de acuerdo, pero estaba empezando a pensar que había algo más que conmoción bajo su modo de comportarse.

– La haremos examinar por un médico – dije-. Ayúdame a vestirla y a bajarla al coche.

– No, el médico no -dijo Cerise con voz apagada-, no quiero ver a ningún médico.

– Claro que sí -espeté-. Esto no es una agencia de asistencia social. Acabas de vomitar por toda mi cocina y no pienso pasarme el día haciéndote de enfermera.

– ¡Al médico no! ¡Al médico no! -gritó Cerise.

– De verdad no quiere ir, Vicki -me dijo Elena con un susurro de teatro.

– Ya veo que no quiere ir -dije, cortante-. Tú ponle la ropa mientras yo le sujeto los brazos. Y por favor, no me llames Vicki. No me hace mucha gracia ese nombre.

– Ya sé, ya sé, cielo -se apresuró a prometer Elena-. Se me escapa.

Ya que durante toda mi infancia Gabriella no había dejado de insistir sobre el tema con Elena ("No le he puesto su nombre en memoria de Víctor Emmanuel para que la gente la llame como a una niñita cursi"), no se me ocurría cómo a Elena se le podía olvidar, pero no era el momento de discutirlo.

Vistiendo a Cerise me sentí contenta de no haber elegido como carrera enfermera de hospital psiquiátrico. Forcejeaba conmigo, gritando y dando golpes a diestro y siniestro sobre la silla de la cocina. Estoy en buena forma, pero exigió el máximo esfuerzo de mis músculos. En cierto momento me arañó el brazo izquierdo con su larga uña. No sé cómo, pero conseguí que no se me soltara.

Elena se ajetreaba con una ineficacia que me llevó a mí también al borde del aullido. Le puso a Cerise las bragas del revés y sólo pudo ponerle la falda tras unos buenos quince minutos de esfuerzo.

– Ponle sólo los zapatos -jadeé-. Arriba le podemos dejar la camiseta. Mis llaves están en el cuarto de estar. Las he dejado en la mesita baja. Abre los cerrojos de seguridad.

Traté de explicarle qué llave iba con cada cerrojo, pero renuncié al ver que Elena se confundía aún más. Por alguna especie de milagro, consiguió abrirlos en menos de una hora. Para entonces Cerise había dejado de debatirse. Estaba doblada fláccidamente sobre la mesa de la cocina, sollozando bajito, y no ofreció resistencia cuando la escolté hasta la puerta. Le cogí las llaves a Elena.

– Es mejor que cojas tu bolso. Te dejaré en tu nueva casa tan pronto como a Cerise la vea el médico.

Elena intentó discutir por su parte, pero yo había superado cualquier sentimiento de culpa. Mantuve a Cerise apoyada en la pared y repetí mi requerimiento. Mi tía terminó por volver a entrar en el apartamento. Tras una ausencia tan larga que me pregunté si había vuelto a tentar el Johnnie Walker, volvió a salir. Se había dado una ducha; el pelo canoso le caía alrededor de la cabeza en rizos mojados, pero su maquillaje era completo y, por una vez, acertado. El camisón violeta seguía colgando a un lado de la bolsa de mano. Me siguió escaleras abajo dejándolo arrastrar por el suelo.

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