Capítulo 29

Un gramo de peso

Cuando me desperté el sábado eran más de las nueve y media. Había dormido más de trece horas y por primera vez en una semana me sentía descansada por el tiempo que había pasado en la cama. Procuré espabilarme poco a poco, no quería provocar otra vez manchas negras moviendo bruscamente la cabeza.

En el baño me quité las vendas de las manos. Las palmas se habían vuelto de un amarillo anaranjado. Las aparté con náuseas: su hinchazón y su color llenaron de asco mi despertar. Al apretar suavemente las ampollas sanguinolentas que surcaban mi mano como vías de ferrocarril, me pareció que estaban cicatrizando. Procuré recordar que las heridas siempre tienen peor aspecto cuando están empezando a curarse, pero esa masa blanda y húmeda seguía revolviéndome el estómago. Tampoco estaba segura de poder volver a vendarlas yo sola. En el hospital me habían dado un ungüento y unas vendas, pero no habían incluido un manual sobre cómo aplicarlos con los dientes.

Al menos, si dejaba las manos en el borde de la bañera, podría tomar un baño decente. Abrí el agua, le eché algo de gel, y me dirigí a pasos vacilantes a la cocina para hacer café. Como sólo podía usar la punta de los dedos para sujetar la cafetera, fue una experiencia lenta y cansada. Cuando por fin pude verterme una taza, la bañera estaba a punto de desbordar. Me metí con cuidado, sujetando el café con los dedos. Al sumergirme con las piernas cruzadas, una gran ola rebosó el borde de la bañera, pero mis manos no se mojaron.

Estuve en remojo hasta que el agua se puso apenas tibia, sin pensar en nada al principio, y luego volví a mi penosa comedura de coco de la noche anterior. Seguía sin entender por qué la muerte de Cerise había aterrorizado y empujado a huir a Elena, a no ser que alguien la hubiese atiborrado de heroína y abandonado a su muerte. Pero no podía trabajar sobre esa idea. No tenía ninguna prueba: no era más que la única explicación que se me ocurría. ¿Y cómo se había enterado Elena? Lo había averiguado en las veinticuatro horas entre mi visita y su partida aterrada a mitad de la noche. Mientras estuviese en cama, muda tras la barrera protectora de médicos y enfermeras, no tenía ninguna forma de averiguarlo. Tendría que dejarlo estar por el momento. Lo que podía hacer era echar un vistazo a Alma Mexicana. Dejé la taza de café en la repisa de la ventana y volví a mirarme las palmas con una mueca. Mañana sería el momento ideal para deslizarme en sus oficinas, pero no creía estar mucho mejor de lo que estaba esta mañana.

Me enjaboné y me extraje con precaución de la bañera. El secado presentaba más dificultades. Cuando no puedes utilizarlas es cuando te das cuenta de lo mucho que necesitas tus manos. A la tercera vez que se me cayó la toalla, la dejé en el suelo y volví a meterme en la cama para terminar de secarme.

El timbre de la puerta de la calle sonó en el preciso momento en que intentaba embutir en los vaqueros mi culo aún húmedo. Se me había olvidado que iba a venir Robin. Metí los brazos en un suéter con cremallera y conseguí tenerla subida cuando él alcanzó el descansillo del tercer piso.

– ¡Vic! Me alegro de verte entera -me examinó críticamente-. No pareces tan maltrecha como me han dado a pensar los informes. ¿Cómo te sientes?

– Mejor que hace unos días. Tengo la cabeza despejada, eso es lo principal.

Me tendió un ramo de flores estivales tardías, cortadas de su propia diminuta parcela primorosamente cuidada. Le hice llevarlas a la cocina y llenar un jarrón. Algo en las margaritas de un oro pálido sobre la mesa me despertó bruscamente un enorme apetito. Me apetecían tortitas, huevos, bacon, un desayuno granjero completo.

Aunque él había comido hacía varias horas, Robin aceptó amablemente acompañarme al chiringuito de la esquina. Se sobrepuso incluso a sus propias náuseas para vendarme las manos. Creí que con las manos vendadas podría arreglármelas con el sostén, pero los corchetes aún se me resistían. Una cosa era que me vendaran las manos, y otra necesitar ayuda para ponerme el sostén. Me puse una sudadera que me quedaba grande y me fui sin él.

El señor Contreras y la perra llegaban a la puerta cuando íbamos saliendo. Miró a Robín con críticos celos. Peppy se me subió y empezó a lamerme la cara. Jugueteé con sus orejas y presenté a ambos a Robin.

– ¿Adonde vas, niña?

– A desayunar. No he comido como es debido desde el lunes por la noche.

– Te dije ayer que parecías macilenta. La princesa y yo te podíamos haber subido el desayuno si lo hubieras pedido, te habrías ahorrado la salida. No he subido porque me imaginé que estarías aún dormida.

– Necesito hacer ejercicio -dije-. Robin aquí presente cuidará de que no me exceda.

– Bueno, llámame si necesitas ayuda. No dejes de darle mi teléfono, niña. Si te desmayas o algo en el restaurante, no quiero enterarme por los periódicos.

Le di mi palabra solemne de que tendría el honor de darme a oler las sales si lo necesitaba. Nos miró ceñudo pero entró junto con Peppy.

– ¿Quién es? -preguntó Robin cuando estuvimos fuera del alcance de sus oídos-. ¿Tu abuelo?

– Es sólo mi vecino de abajo. Está jubilado y yo soy su hobby.

– ¿Por qué le mosquea tanto que salgas a comer?

– No es porque salga a comer, es porque salgo a comer contigo. Si tuviese veinte años menos, se pegaría con todos los tíos que vienen a visitarme. Es un fastidio, pero en el fondo tiene tan buen corazón que no puedo decidirme a darle un corte.

Las cuatro manzanas hasta el Belmont Diner me agotaron. He estado convaleciente otras veces. Sé que los principios son lentos y que luego las fuerzas te vuelven bastante rápido, pero no dejaba de ser frustrante. Tenía que esforzarme por aplacar esa tensión en mi estómago.

La mayoría de las camareras del comedor me conocían: creo que hago allí al menos una comida a la semana, y a veces más. Todas habían leído mis desventuras y se apiñaron en torno a la mesa para enterarse de cómo iba y quién era el talento con el que iba. Bárbara, en cuya sección estábamos, ahuyentó a las demás cuando empezaron a ofrecerme zumo y rollitos. Cuando pedí una tortilla de queso, patatas, bacon, tostadas y un acompañamiento de fruta con yogur, sacudió la cabeza.

– No te vas a comer todo eso, Vic: es el doble de lo que te comes cuando acabas de correr ocho kilómetros.

Insistí, pero ella tenía razón. Acabé con la mitad de la tortilla y de las patatas, pero ni siquiera pude hacer un esfuerzo tentativo con la fruta. Tenía el estómago desagradablemente hinchado; lo único de lo que me sentía capaz era de echarme una siesta, pero me forcé a hablar un poco con Robin de nuestros asuntos profesionales.

– ¿Sabes algo del incendio del Prairie Shores? ¿Qué tipo de acelerador utilizaron, y si ha sido algo parecido a lo del Indiana Arms?

Sacudió la cabeza.

– El asunto del Indiana Arms era más sofisticado porque había gente dentro. Parece que pusieron un fusible en los cables en la garita del guarda nocturno después de quitarlo de en medio. La mecha bajaba hasta un depósito de parafina que había en el sótano y tenían un temporizador, así que no necesitaban estar cerca de los locales. El incendio que te pilló a ti no necesitaba tantas precauciones: se conformaron con echar gasolina en la cocina y las puertas del sótano, la prendieron, y se largaron -me miró seriamente-. Tuviste suerte, V. I. Tuviste una suerte del copón.

– Eso es lo que permite que se haga la faena. Napoleón quería generales con suerte, no teóricas promesas -me irrita que la gente me sermonee por haberme salvado por los pelos. Sí había tenido suerte, pero toda la suerte del mundo no me hubiera servido para nada si yo no procurase también mantenerme en plena forma mental y física. ¿Por qué mi propia capacidad no contaba para nada?

– Ya, pero al final le derrotaron a base de bien. ¿Tienes alguna idea de quién te pudo hacer eso? Mis jefes temen que tenga algo que ver con tu investigación sobre el Indiana Arms, que tienes en la manga alguna información que no has compartido con nosotros.

Me esforcé por no perder la calma.

– No sé quién lo hizo. Es posible que esté relacionado con vuestra reclamación, pero la única persona que puede decírmelo se está escabullendo. Si tuviera ese tipo de información, no sería tan poco profesional como para callármela.

Titubeó, jugando con el salero.

– Yo sólo me pregunto… ayer mi jefe y yo estuvimos hablando… trabajamos con un montón de investigadores. Tal vez podríamos poner a otro en el caso Seligman.

Me mantuve rígidamente en mi puesto.

– Comprendo que no he conseguido los resultados que queréis, pero he comprobado el estado financiero y he hecho un buen informe sobre la organización. Si queréis que sea otro el que hable con el vigilante nocturno o investigue lo que han estado haciendo las hijas de Seligman, estáis en vuestro derecho, claro.

– No se trata de tu competencia, Vic, pero… bueno, es que esa agresión que has sufrido está llevando a alguna gente a cuestionar tu buen juicio.

Intenté relajarme.

– Me metí allí porque recibí una llamada de auxilio de mi tía. Ya que tiene una fuerte propensión a las exageraciones etílicas, quería verla por mí misma primero, antes de compartir con extraños ese aspecto de mi vida familiar. Si hubiese tenido la menor sospecha de un peligro real, hubiese manejado las cosas de forma distinta. Pero ya estoy más que harta de que todos, desde los médicos hasta la policía, pasando por ti, me echen el puro por haberla salvado y haber salido intacta del peligro.

Cuando terminé de hablar estaba jadeando. Me recliné en la silla con los ojos cerrados, intentando arrancarme de la cabeza un incipiente dolor.

– Vic, lo siento. Me alegro de que estés viva. Has hecho un trabajo estupendo. Pero nos preguntábamos si otro no podría añadir un enfoque diferente. El simple hecho de que tu tía está implicada puede influir en tu objetividad.

– Estás en tu derecho -repetí secamente-. Pero si ponéis a otro en el caso, no pienso trabajar como su subordinada. Compartiré encantada mis notas y mis ideas, pero no seguiré trabajando para Ajax.

– Bueno, tal vez a estas alturas no tengamos que contratar a alguien. Hay una brigada antibombas y atentados en esta ciudad -ofreció tentativamente Robin.

– Que ni siquiera querrá echarle un vistazo al Indiana Arms por vosotros. No confiéis en ellos sólo porque yo ya he hecho algunos intentos, hará falta algo más que eso para que Roland Montgomery acceda a fijarse seriamente en el caso. Ha estado incluso barajando el cuento de que yo misma provocaba los incendios.

Robin se quedó atónito.

– ¡Bromeas!

Cuando le conté mi encuentro del día anterior con Montgomery, torció el gesto.

– ¿Qué coño le pasa al tipo ese? Odia que los extraños metan las narices en las investigaciones de incendios provocados, eso ya lo sé, ya hemos chocado otras veces, pero esto es insultante hasta para él.

Su alusión a los extraños me devolvió a la mente el escurridizo recuerdo de una cara ante el incendio, pero no podía situarla.

– No sabes quién dio la alarma, ¿verdad? Si no hubiesen estado allí los bomberos, no creo que mi tía hubiese escapado.

Robin volvió a sacudir la cabeza.

– Tengo conocidos en el cuerpo de bomberos que me han dejado ver todo lo que tenían sobre ambos incendios, pero la llamada al 091 fue anónima.

Removí con el tenedor la grasa fría de mi plato, buscando las preguntas que podía hacerle sobre el incendio. Por ejemplo, ¿tenía la policía una lista de los curiosos, o se había encontrado algo en el lugar que pudiera servir de indicio para buscar al incendiario?

Pero no estaba con ánimos para eso. El que pusieran en tela de juicio mi discernimiento profesional me dolía más que cualquier otra crítica. A la vez me veía bajo un aspecto lamentable, llegando estruendosamente al Hotel Prairie Shores como un elefante en una tienda de porcelana. Si hubiese llamado a los maderos -claro, que había llamado a Furey. Pero de todas formas un batallón de policía podía habernos evitado a Elena y a mí un trastazo en la cabeza. Aunque lo cierto es que si volviera a suceder esa noche, yo volvería a hacer exactamente lo mismo. No podía exponer a Elena a la vergonzosa indiferencia de la policía. Tenía que resolver mis problemas privados en privado. No sé siquiera si es una debilidad o una fuerza. Simplemente es.

Pagué la cuenta y salimos en silencio hacia mi casa, sin que ninguno de los dos pretendiese hacer como si la conversación no hubiese tenido lugar. Delante de mi edificio, Robin jugueteó con las vendas de mi mano derecha, eligiendo las palabras.

– Vic, creo que vamos a dejar descansar la investigación Seligman durante unos días. Vamos a enviar a alguien para que hable más a fondo con el guarda nocturno, pero no le vamos a pedir que se haga cargo del caso. La semana que viene, cuando te sientas mejor, veremos qué ha conseguido y podrás decidir si te apetece seguir con ello o no.

Eso me parecía correcto. No evitó que me sintiera deprimida mientras subía las escaleras, pero aflojó el fuerte nudo que tenía entre los omóplatos.

Cuando estaba abriendo mi puerta el señor Contreras y la perra iban subiendo a saltos la escalera. Al llegar al descansillo del segundo piso, le oí regañarla cariñosamente: no veía por dónde iba, ¿es que tenía que ir y venir sin parar entre sus piernas? Como le hiciera caer, a ver qué iba a ser de ella, si yo estaba siempre mera. Sentí que se me volvía a formar un nudo en la nuca y les miré sin ninguna sonrisa de bienvenida.

El señor Contreras estaba oculto tras un gigantesco paquete envuelto en el papel a rayas que utilizan los floristas.

– Ha llegado esto mientras estabas fuera, niña -dijo jadeando-. Pensé que sería mejor que lo cogiera yo para que no lo volviesen a traer mientras estabas dormida o algo así.

– Gracias -le dije con toda la buena educación que pude acopiar-. Lo único que quería hacer es meterme a hibernar en mi cueva. Sólita.

– Está bien, niña, encantado de poder ayudarte. ¿Qué le ha pasado a tu amigo? ¿Te ha dejado plantada? -depositó con cuidado el paquete y se enjugó la frente.

– Él sabe que quiero descansar -dije con intención.

– Claro, cielo, claro. Entiendo. Quieres estar sola un rato. ¿Necesitas que te haga algo?

Estaba a punto de proferir una firme negativa, cuando me acordé de la carta urgente que quería enviarle a mi tío Peter. Tenía tal necesidad de dormir que no me sentía capaz de llegar a Correos antes del cierre temprano del sábado.

El señor Contreras estuvo más que encantado de llevármela a Correos. Estaba entusiasmado de que le hubiese elegido para esa misión. Se emocionó tanto que me arrepentí de no haberme sobrepuesto a mi cansancio y haber llevado yo misma la jodida carta.

Después de que se largara con la carta -"no me des dinero ahora, muñeca, ya haremos cuentas después"-, metí las flores dentro. Era un espléndido ramo, con unos rojos, dorados y púrpuras tan exóticos que no había visto nunca algo así. Estaban dispuestas en un bonito cuenco de madera forrado de plástico. Hurgué entre el follaje en busca de una tarjeta.

"Me alegro de que hayas salido del hospital" -rezaba la informe letra redonda del florista-. "La próxima vez, procura elegir un trabajo más tranquilo".

Estaba firmada "R. M.". Estaba tan cansada que ni siquiera intenté determinar si era una pequeña pulla amistosa o una advertencia. Atranqué todos los cerrojos, desconecté los dos teléfonos, y me metí en la cama.

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