Capítulo 7

Lección de idiomas

Mientras me dirigía al prado del aparcamiento, vi a Marissa de pie junto a la entrada trasera de la casa de Boots. Se estaba riendo con ganas por algún comentario del hombre de mediana edad que hablaba con ella. Me pareció vagamente conocido, pero no conseguía situarlo. Tal vez lo que reconocía era la mirada ávida que le dirigía a Marissa: con la cabeza echada hacia atrás, el escote de su vestido color melocotón cobraba un relieve espectacular.

Antes de volver a la ciudad le haría saber que había cumplido con mi deber dejándome ver allí y que no había afligido a ningún oído sensible con historias sobre problemas de vivienda. Subí a pasitos rápidos el camino hacia la casa.

Visto de cerca, su acompañante era más viejo de lo que pensaba, tal vez más que sesentón, con numerosas y distinguidas hebras grises entre su pelo oscuro. Bronceado, aún musculoso, llevaba los años con elegancia. Probablemente también era rico, a juzgar por su chaqueta de pelo de camello y sus botas tejanas. Una buena pieza para Marissa.

– Estupenda fiesta, Marissa. Gracias por invitarme.

No me había visto acercarme. La sonrisa de su cara morena se desvaneció un instante, y luego volvió a resplandecer.

– Hola, Vic. Me alegro de que hayas podido venir.

No me miraba exactamente a mí. Podía haber pasado de ella. De hecho, haber seguido mi primer impulso y haberme quedado en Chicago. No me apetecía ver a ninguna de esas gentes y estaba perfectamente claro que tampoco a ellas les apetecía verme.

– Adiós, Marissa. Gracias por permitirme participar en esta maravillosa empresa cívica. Sólo quería que supieras que no he hablado con nadie de la vivienda.

Al oír eso sí que me miró.

– ¿Te vas, Vic? ¿Por qué no te quedas hasta después de los discursos? Sé que a Rosalyn le encantaría tener la oportunidad de volver a verte.

Mi sonrisa de circunstancias empezaba a cansarse.

– Ya tiene unos cuantos miles de manos que estrechar esta tarde. La llamaré a la sede de la campaña.

El hombre vestido de pelo de camello consultó su reloj.

– Van a hablar ahora mismo, allí al otro lado, donde está la barbacoa. No les llevará más de quince minutos, Boots me prometió que no se eternizaría cascando, ¡vamos!, tengo que hacer acto de presencia -me tendió una mano muy cuidada y exhibió una amplia sonrisa blanca-. Ralph MacDonald.

Mientras pronunciaba mi nombre estreché apreciativamente su mano: no todos los días puede una tocar una carne que vale varios billones de dólares. En cuanto dijo su nombre supe dónde había visto su cara: en el periódico varios millones de veces, cuando se habilitaban nuevos terrenos para tal o cual proyecto que él financiaba, o extendiendo un cheque gigantesco a la orquesta sinfónica. La única pregunta que me hacía era qué pintaba allí, tenía entendido que era republicano.

Cuando dije esto Marissa me miró con fría desaprobación, pero MacDonald se rió.

– Boots y yo nos conocemos de tiempo, de hace mucho tiempo. El chico nunca me perdonaría que votara republicano. Y no me perdonará ahora si no escucho un rato su perorata. ¿Marissa? -le tendió su brazo izquierdo-. Y… Vic, ¿no es así? -me ofreció el derecho.

Quién sabe, a lo mejor le apetecía que le contara algunos de mis casos -a lo mejor necesitaba unas investigaciones por valor de varios millones de dólares y ni siquiera lo sabía. No sólo eso, sino que a Marissa la sulfuraría: razón en sí suficiente para no apartarme de él. Me cogí de su brazo y me dejé guiar hacia el hoyo.

La barbacoa había sido instalada en el lado de la casa opuesto al de la carpa de las bebidas.

Un grupo nutrido de gente se arremolinaba en torno al humo espeso y acre. No pude ver a la pobre vaca muerta entre el gentío, pero presumí que estaría asada y consumiéndose.

La gente, en pie, formaba una herradura irregular alrededor de una pequeña plataforma -en realidad, un gran tocón de árbol con unos cuantos tablones clavados encima- donde estaba subido Boots, rodeando los hombros de Roz con el brazo izquierdo. Boots, que es un hombre alto, se ha vuelto majestuoso en sus años maduros: cabello plateado que enmarca con leoninas ondas su huesudo rostro, anchos hombros generalmente envueltos en ante, y una risa profunda y franca. Ahora su cabeza estaba inclinada hacia atrás mientras se reía a carcajadas. Era su imagen de marca, la pose que afectaba para los carteles de propaganda, pero hasta una escéptica como yo encontraba su risa contagiosa, y eso que no sabía cuál era el chiste. La gente que lo rodeaba incluía a hombres y mujeres de todas las edades y razas. Cuando Boots cesó de reír, Rosalyn gritó algo en español y recibió unos afables aplausos. Tal y como esperaba, llevaba unos vaqueros descoloridos, y su concesión a la fiesta era una almidonada camisa blanca con un lazo mexicano. Tenía el mismo aspecto que cuando estaba en Logan Square, la tez de un bronceado claro, los ojos brillantes. Tal vez yo era demasiado pesimista, tal vez ella era lo suficientemente lista como para saber cómo moverse con los demócratas ortodoxos y conservar intacta su propia agenda.

Rosalyn se bajó del cajón sobre el que había estado subida y desapareció de la vista: no mide mucho más de metro y medio. Mientras ella y Boots empezaban a estrechar manos y a intercambiar agudezas, Marissa apartó a MacDonald de mí. Sonreí para mis adentros. Debía de ser la primera vez que provocaba manifiestamente los celos de Marissa, y todo por un billonario por el que yo no tenía ningún interés. O al menos, no mucho interés.

Detrás de ellos vislumbré a los dos contratistas hispanos que estaban hablando con Michael y los chicos. Me observaban atentamente; cuando vieron que les miraba, me sonrieron cautelosamente. Esbocé un saludo y pensé que tal vez había llegado por fin el momento de poder volver a Chicago. Pero antes de que pudiera huir, Rosalyn y Boots se materializaron junto a mí. Rosalyn me vio y batió palmas.

– ¡Vic Qué maravilla verte. Me entusiasmé cuando supe que podías venir -me abrazó efusivamente, y luego se volvió para presentarme a Boots-. Vic Warshawski. Trabajó para ti Boots, en la oficina del defensor de oficio. Pero ahora trabajas por su cuenta, ¿verdad? ¿Como investigadora, me han dicho?

Me sentía como una niña prodigio que es exhibida ante el vecindario. Conseguí balbucear una especie de respuesta.

– ¿Qué tipo de investigadora, Vic? -Boots vertía sobre mí su genialidad.

– Detective privada. Principalmente investigaciones financieras.

Boots soltó su risa legendaria y me estrechó la mano.

– Siento que el condado te haya perdido, Vic: no nos esforzamos lo suficiente por conservar a la gente que vale. Pero espero que tengas éxito en tu propio trabajo.

– Gracias, señor -dije con gazmoñería-. Buena suerte en el desarrollo de la campaña, Roz.

Boots advirtió de pronto a Ralph MacDonald. Un sincero placer iluminó su sonrisa.

– Mac, viejo bribón. ¿Sabías que tu contribución hubiese sido doble si no llego a verte la cara por aquí, eh? -Boots extendió la mano por encima de mi cabeza para darle a MacDonald una palmada en el hombro-. Y por supuesto has encontrado a Marissa Duncan, siempre te llevas lo mejorcito de lo que hay, ¿no es así?

Aparté la cabeza del brazo y de la francota efusividad. La cara de Marissa estaba rígida, con esa expresión de maniquí que muchas mujeres adoptan cuando les echan un piropo a contrapelo. Con aire pensativo, levantó la mano para arreglarse el cuello del vestido. Hasta llegué a sentir dentro de mí algo de pena por ella.

Al alejarme de ella vi a Rosalyn delante de mí hablando con Schmidt y Martínez. Para mi sorpresa, estaban gesticulando en mi dirección.

Rosalyn volvió la cabeza, vio que miraba, y activó una pronta sonrisa. El diente delantero de acero inoxidable que había adquirido en su infancia, regida por la pobreza, relampagueó. Habló poniendo cara seria con los contratistas y luego se volvió otra vez hacia mí. Me hizo expresivas señas para que me acercara a ella. Con una mueca para mí misma, me abrí paso entre las anhelantes manos tendidas hacia ella.

– ¡Warshawski! Los chicos y yo estábamos hablando precisamente de ti. ¿Conoces al pequeño Luis, eh? Es mi primo, la hermana de mi madre se casó con un alemán en México, ¡y sobrevivió para arrepentirse! Ya sabes, la clásica historia de amor -se rió alegremente-. Podríamos necesitar tu ayuda, Warshawski.

– Ya tienes mi voto, Roz. Ya lo sabes.

– No, algo más que eso -antes de que pudiese continuar, Boots se acercó, remolcando a MacDonald. Me dedicó una rápida y superficial sonrisa y se llevó a Roz para conferenciar en la casa.

– Espérame, ¿eh, gringa? Te veré junto al columpio del porche… dentro de una hora -gritó con voz ronca por encima del hombro.

Me dejó acribillándole la espalda con la mirada. Por el hecho de ser una mujer en un negocio de hombres la gente cree que soy dura, pero una persona verdaderamente dura y determinada se hubiera vuelto a la ciudad en ese instante. En cambio sentí que los viejos y trasnochados tentáculos de la responsabilidad se replegaban sobre mí.

Lotty Herschel me dice que es por ser hija única de unos padres que tuve que cuidar en sus dolorosas enfermedades. Piensa que unos cuantos años con un buen analista me permitirían saber decir "no" cuando alguien grita: "te necesito, Vic".

Tal vez tenía razón; la amarga evocación de mis padres al recordar sus palabras se conjugó con el olor de la res asada, provocándome náuseas. Durante un instante me identifiqué con el animal muerto, atrapado entre gente que lo alimentaba sólo para destrozarle la cabeza con una maza. Pensé que no podría probarlo. Cuando el encargado de la barbacoa gritó que estaba listo para trinchar, yo encorvé los hombros y me alejé.

Di la vuelta a la casa buscando el columpio del porche que Rosalyn había mencionado. Lo que Boots consideraba parte trasera en realidad había sido concebido como entrada principal cuando se construyó el edificio, cien años atrás. Unos escalones bajos conducían a un pórtico con columnas y a un par de puertas con cristales traslúcidos de vidrio tallado.

Frente al porche había un macizo de flores y un pequeño estanque ornamental. Era un lugar apacible; el rumor de la banda y de la gente aún me llegaba, pero nadie más se había aventurado tan lejos de la acción. Me acerqué hasta el estanque y lo contemplé. Las nubes pintadas de rosa por el sol poniente le daban a la superficie del agua un brillo plateado. Un banco de peces de colores se acercó, pidiendo pan.

Los miré ferozmente. Todo el mundo en este país nada en agua turbia, ¿por qué ibais a ser vosotros distintos, tíos? Sólo que hoy ya he agotado mi sentimentalismo.

Oí que alguien se acercaba a mi espalda y me volví cuando Michael me rodeaba los hombros con el brazo. Me lo quité de encima y retrocedí varios pasos.

– Michael, ¿qué te pasa hoy? ¿Estás mosqueado porque he querido traer mi coche? ¿Por eso has hecho el numerito ése en la entrada, y luego otro aquí con tus colegas? No puedes hacerme a un lado y luego venirme con carantoñas para que se me pase el mal humor.

– Lo siento -dijo simplemente-. No era ésa mi intención. Ron y Ernie me han presentado a esos dos tipos, Schmidt y Martínez. Están introduciéndose en la construcción, consiguiendo algunos buenos trabajos, y algunas de sus obras han sufrido destrozos. Los chicos pensaron que podían conseguir algún consejo policial gratuito. Cuando llegaste estábamos con ese tema. Temía que siguieras enfadada conmigo y no sabía cómo resolverlo sin que pensaran que no les estaba escuchando. De modo que lo fastidié todo. ¿Puedes aún hablar conmigo?

Encogí impacientemente un hombro.

– El problema, Michael, es que perteneces a un grupo en el que las chicas están sentadas sobre una manta esperando a que los chicos terminen de hablar de negocios para que les lleven una bebida. Aprecio a LeAnn y a Clara, pero nunca seremos buenas amigas, no es mi modo de pensar, ni de actuar, ni de vivir, ni de nada. Creo que el estilo ese -la forma de segregación con la que funcionáis tú, Ernie y Ron- forma demasiado parte de vosotros. No sé cómo tú y yo podemos a veces hacer algo juntos.

Se quedó callado durante unos minutos, reflexionando.

– Tal vez tengas razón -dijo escépticamente-. Quiero decir que mi madre se ocupaba de la casa y salía con sus amigas, y mi padre tenía su club de bolos. Nunca les vi hacer nada juntos, ni siquiera ir a la iglesia, siempre era ella la que llevaba a los chicos a misa mientras él se quedaba en la cama los domingos por la mañana. Supongo que era un error querer verte en ese papel -el sol se había puesto, pero pude ver en un destello su sonrisa contrita, sin engreimiento.

La superficie del estanque se tornó negra; a nuestras espaldas la casa se erguía como un buque fantasma. Era la capacidad de Michael para reflexionar sobre sí mismo lo que le distinguía de sus amiguetes. Hubo un tiempo en que tal vez valía la pena, resolver las cosas con alguien dispuesto a detenerse a pensar. Pero tengo treinta y siete años y ya no creo ser capaz de gastar energía en dudosas promesas.

Antes de poder decidir lo que quería decir, apareció Roz. No había esperado verla, en una sesión como ésa su tiempo estaría tan solicitado que el deseo de encontrarse conmigo muy bien podía habérsele ido de la cabeza. Schmidt y Martínez estaban con ella.

– ¡Vic! -su voz se había apagado hasta convertirse en un ronco murmullo, después de pasarse todo el santo día hablando, pero vibraba con su energía habitual-. Gracias a Dios que me has esperado. ¿Podemos charlar un momento en el porche?

Carraspeé sin entusiasmo.

Schmidt y Martínez estaban saludando a Michael a media voz, muy serios. Se lo presenté a Rosalyn. Le estrechó distraídamente la mano y me condujo a través del jardín.

El césped estaba perfectamente cortado; incluso al paso que iba podíamos caminar en la oscuridad. El porche se perfilaba bajo la luz procedente de las puertas esmeriladas. Pude ver el columpio, y la silueta de Rosalyn al sentarse en él, pero su cara estaba demasiado a oscuras como para poder distinguir su expresión.

Me senté en el último escalón de arriba, apoyando la espalda en el pilar, y esperé a que ella hablara. En el parterre, detrás de nosotras, podía distinguir las siluetas de Michael y de los dos contratistas como manchas oscuras. Desde el otro extremo de la casa la banda estaba cogiendo un ritmo más marchoso; el volumen más fuerte y el ruido de las risas llegaron hasta nosotros.

– Si gano las elecciones estaré por fin en posición de ayudar realmente a mi gente -dijo finalmente Rosalyn.

– Ya has hecho mucho.

– No me des coba ahora, Vic. No tengo tiempo ni energía para zalamerías. He puesto las miras muy altas. Conseguir que Boots me respalde ha sido difícil pero necesario. ¿Lo comprendes?

Asentí con la cabeza, pero no podía verme, así que solté un gruñido afirmativo. Comoquiera que fuese, lo comprendía.

– Estas elecciones son sólo el primer paso. Aspiro al Congreso y quiero estar en posición de ganarme un puesto en el gabinete si los demócratas ganan en ocho o doce años.

Volví a gruñir. La forma específica de su ambición era interesante, pero yo siempre había sabido que tenía la capacidad y el empuje necesarios para aspirar a la cima. Tal vez en ocho o doce años el país estuviese incluso preparado para tener a una mujer hispana como vicepresidente. Pero debía ser nacida en México, por eso pensaba sólo en el gabinete.

– Tu asesoramiento siempre me será de gran valor.

Tenía que esforzarme para oírla, tan ronca se había vuelto su voz.

– Gracias por la confianza, Roz.

– Alguna gente…, mi primo… te cree capaz de hacer algo para perjudicarme, pero le he dicho que tú nunca harías una cosa así.

No podía figurarme ni por asomo de qué podía estar hablando, y eso fue lo que le dije. No me contestó enseguida, y cuando finalmente lo hizo tuve la impresión de que había elegido cuidadosamente cada palabra.

– Porque trabajo con Boots. Cualquiera que te conozca sabe que siempre te has opuesto a todo lo que él defiende.

– No a todo -dije-. Sólo a las cosas que conozco. Además, tu primo no me conoce. Nos hemos conocido esta tarde.

– Sabe de ti -insistió con su voz ronca-. Has hecho mucho trabajo significativo de una forma u otra. La gente que tiene contactos en la ciudad ha oído tu nombre.

– Yo tampoco necesito coba, Roz. No he dicho ni hecho nada que pueda hacer pensar que me voy a interponer en tu camino. ¡Joder, si hasta he cascado doscientos cincuenta pavos para apoyar tu campaña! ¿Qué se imagina tu primo que estoy haciendo? Puede ser moco de pavo para un contratista, pero para mí es un gasto gordo, no lo haría por frivolidad.

Posó su mano sobre la mía.

– Aprecio el que hayas venido por mí, sé que te ha costado mucho, no sólo el dinero, sino toda la función -emitió una risita gutural-. Yo también he tenido que tragar con algunas cosas para estar aquí, las miradas de soslayo de la vieja guardia del partido. Sé lo que piensan, que Boots ha conseguido un culo hispano y que en pago le ha hecho un hueco en la lista.

– Entonces, ¿qué es lo que tanto preocupa a Schmidt? ¿Que yo sea de la Liga Pro-Decencia y que monte un escándalo sexual? Estoy muy ofendida, Roz. Ofendida por esa idea, y porque has pensado que tenías que sondearme sobre el tema.

Sus dedos callosos asieron los míos.

– No, no, Vic. No te lo tomes así. Luis es mi primo pequeño, mi hermanito, casi, por la forma en que se preocupa por mí. Algunos hombres con los que estaba hablando le dijeron lo negativa que eres respecto a Boots y se preocupó por mí. Le dije que hablaría contigo, eso es todo, gringa. Boots tiene sus defectos, después de todo, no estoy ciega. Pero puedo utilizarlo.

No sabía si estaba oyendo la verdad o no. Tal vez se acostaba con Boots por el bien de la comunidad hispana, había pocas cosas que Roz no estuviese dispuesta a hacer por ayudar a su gente. Podía repatearme las tripas, pero en el fondo no me interesaba. De cualquier forma, prolongar la conversación con ella no me iba a dar un calco de sus pensamientos.

– No me gusta mucho que ates tu carro a la estela de Boots, pero puedo permitirme ser exigente: trabajo para mí misma y me muevo a niveles pequeños. Y seguramente hay algo a favor de que el trabajo sucio te lo haga Boots. Después de sabotear la cuestión del aborto en el condado de Cook como lo ha hecho, creo que les debe algo a las mujeres de esta ciudad, y ¿por qué no a ti?

Roz soltó una risa ronca.

– Sabía que podía contar contigo, Vic -recuperó suficiente voz como para llamar a su primo-. Eh, Luis, vamos, tenemos que hacernos con algo de beber y estrechar algunas manos más.

Luis se acercó al porche con Michael; Cari Martínez, al parecer, se había marchado.

– ¿Todo va bien, Roz?-no sonó como una pregunta.

– Como la seda. Te preocupas demasiado, sabes, te pareces a tu mamá.

Nos levantamos. Roz me abrazó.

– Puede que te llame, Warshawski. Para que me rellenes sobres o me sujetes la mano si me desmando.

– Claro, Roz, cuando quieras.

La seguí hasta abajo de los pequeños escalones. Cuando Luis se la llevó al otro lado de la casa, Furey me cogió el brazo.

– Déjame subir a tu casa, Vic, para que hablemos las cosas. No quiero que todo se vaya al cuerno entre nosotros sin decirnos al menos adiós amistosamente.

Me quedé mirando la esquina de la casa por donde Roz había desaparecido, aún empeñada en averiguar qué puñetas significaba toda esa conversación. Estaba tan absorta en mis pensamientos que, cuando quise darme cuenta, le había dicho que sí a Furey.

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