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Llegué a casa poco después de la una. El perro me gruñía lleno de odio en la puerta. Por el desorden de los cojines en el sofá sabía que Jesus y Benita todavía estaban en casa, y aquello hizo que me sintiera bien. Pascua y Feather estaban en la cama de Feather. Essie murmuraba en sueños.

Fui a la antigua habitación de Juice y me desnudé. Fue un niño bajito y se había convertido en un hombre no muy alto, de modo que nunca le compré una cama grande. El pequeño colchón lleno de abolladuras era bastante bueno para mí, sin embargo. La habitación de Jesus olía a desierto. A menudo pensaba que él era un alma antigua que había conseguido regresar a la tierra de su pueblo después de haber sido destrozada por el hombre blanco… y los esclavos del hombre blanco.


Como norma, pensar me calma. No me asusta la sangre ni el dolor. No tuve protección de niño y, por lo tanto, sabía que moriría un día. El peligro y la vida eran sinónimos en mi diccionario particular; el baile y el boxeo también.

Esa idea vino a mí allí echado en la cama del hijo de mi corazón. Las palabras que yo conocía sólo tenían una leve relación con las mismas palabras en el léxico de los americanos blancos. No se trataba de que yo sintiera más, ni con más profundidad, sino de que mi forma de pensar era diferente. Yo sabía otras cosas.

Siguiendo esa línea de pensamiento esotérica llegué a Leafa; esa niña oscura, fea, adorable, de un hombre que tenía demasiadas bendiciones.

Leafa me había dicho que su padre era un superviviente, que sería capaz de permanecer a salvo entre hombres empeñados en su destrucción.

Yo sabía otras cosas, y la mayoría de los niños también. A los adultos les gusta pensar que conocen mejor el mundo porque los niños no tienen palabras para expresar sus visiones y porque carecen de miedo. Pero yo sé que los jóvenes siempre ven el mundo con mucha mayor claridad y cercanía que yo. Que huelen las cosas, que ven las variaciones más diminutas. Piensan sin extraer conclusiones por anticipado, y escuchan con el corazón.

Pericles Tarr no estaba en deuda con el Ratón; no de la forma habitual. Raymond hacía amigos de vez en cuando, los frecuentaba, tramaba planes clandestinos con ellos. El Ratón era un criminal, un maestro del crimen. También era miembro activo de una comunidad de marginados. Fuera el que fuese el asunto que había hecho desaparecer a Tarr, seguro que tenía algo que ver con los negocios del Ratón. Yo no dudaba de que Perry estuviese muerto, pero no porque el Ratón le hubiese prestado dinero.

¿Y dónde estaba Raymond? No era de esas personas que matan a un hombre y salen huyendo. El Ratón corría detrás de las cosas, no huyendo de ellas.

El esfuerzo de pensamiento que estaba haciendo me dejaba exhausto. Ya casi me dormía cuando recordé el recibo de compra que Tourmaline había robado para mí. ¿Por qué habría hecho aquello? ¿Porque era una estudiante universitaria pobre que necesitaba dinero para libros? Pero me lo había entregado y había rechazado el dinero…

A medida que me hacía viejo, mi profesión empezaba a ocupar un lugar primordial en mi vida. Quería saber por qué pasaban las cosas, pero no como cuando era joven. En las primeras etapas de mi vida quería dinero y mujeres, éxito y respeto, no por lo que yo hiciera, sino por ser quien era. Ahora me interesaba Tourmaline porque no podía comprender del todo sus motivaciones; no sabía qué era lo que veía ella en mí, y eso era muy poco habitual.

Y además no importaba.

Amanecer de Pascua dormía en la habitación de Feather soñando con el hombre a quien llamaba padre. Un día, él le entregaría una pistola y le diría que había asesinado a sus padres, tíos, tías, primos, a todos sus amigos… pero hasta aquel día, el amor de la niña por él sería tan grande como el propio cielo.

Esos pensamientos me consolaban. Por la mañana volvería a buscar a Navidad. Quizá pudiera ayudarle. Quizás él me ayudase a buscar al Ratón, incluso.

Ray: el amigo más íntimo de toda mi vida antes de que apareciese en escena Bonnie.

Pensar en Bonnie era precisamente el giro que me garantizaba una noche más sin dormir. Una vez había hecho aparición Bonnie en mi mente, ya no había posibilidad de reposo. Ella era el libro que no podía dejar a un lado, los ahorros de una vida perdidos, la pregunta sin respuesta.

Y no era sólo ella. Yo tenía una hija de mi propia sangre por ahí, completamente perdida para mí, y unos padres que habían muerto antes de que cumpliera los ocho años.

Recordaba a una mujer, Celestine. Era una prima lejana de mi madre que me llevó a vivir con ella cuando me quedé huérfano. Su casa estaba tan limpia que yo tenía miedo de andar por el suelo, porque allá donde fuera, se desprendía de mi cuerpo un montón de polvo y tierra, migas y restos de todo tipo. La vida de Celestine estaba perfectamente ordenada, impoluta. Yo no pertenecía a su mundo, aunque ansiaba hacerlo.

A la edad de nueve años me escapé después de romper un tarro de mermelada de fresa que se hizo añicos en el suelo de su cocina, en sus baldosas perfectas. Yo no sabía limpiar aquel desastre, todo rojo y pegajoso, así que huí y no volví nunca.

Luego me hice mayor y fui a la guerra. Las manchas rojas se las llevaron las explosiones, las moscas y los perros que se comían a quienes antes fueron sus amos. Limpiar en Europa era matar. Eso sí que sabía hacerlo.

Llevaba en la cabeza una lista de todos y cada uno de los seres humanos a los que había matado. La lista era larga, demasiado larga. Y aunque nunca asesiné directamente a nadie, muchos inocentes murieron por mi mano: hombres blancos y negros, jóvenes y viejos. Una vez disparé a un tirador alemán que resultó ser un niño de nueve años encadenado a su puesto por su superior, un adolescente.


La larga y oscura mañana pasó así, como una interminable cadena de asociaciones entre cosas perdidas o delitos que yo había cometido. Justo antes de que el sol empezara a salir llegué a comprender que mi mente era un abismo muy profundo, una falla llena de culpabilidad. Antes de que la echara, Bonnie me reclamaba cuando empezaba aquella inevitable caída dentro de mí mismo.

Me di cuenta de otras cosas, pero no significaban nada. Era como un fumeta resolviendo los problemas del mundo con una pipa de hachís y demasiado tiempo entre manos.

Un rato después salió el sol y yo me levanté del abollado lecho de mi hijo. Me duché, me afeité y me puse el mismo traje color antracita con el que había salido.

Durante un momento intenté pensar qué tal habría sido el sexo con Tourmaline, pero no pude acostumbrar mi mente a esa idea.

Cogí el expediente con los nombres que me había dado Gara tras su investigación de las medallas y empecé a examinar los nombres y sus breves descripciones.

El primero que rechacé fue a Xian Lo. El hombre al que conocí no era asiático, y aunque era posible que un occidental tuviese un nombre asiático, la probabilidad era ínfima. Morton, Heatherton y Lamieux eran demasiado bajos para ser mi hombre.

Tampoco era Charles Maxwell Bob, porque era negro. Así lo indicaba en la parte inferior de su hoja. Rz. neg. Era la única indicación de raza en cualquiera de los expedientes. Eso no me sorprendió; no habría sorprendido a dos personas entre dos millones en la América de aquellos años. Sí que me fijé en lo tendencioso del asunto, pero ese era otro caso.

La mañana de trabajo había sido productiva. Acababa de reducir mis sospechosos de ocho a dos. Buenas probabilidades.

Mi hombre era Glen Thorn o Tomas Hight. A Tourmaline no le habría gustado el primero, pocas sílabas para ella.

Busqué en mis guías telefónicas del sur de California y encontré la dirección de ambos hombres. La vida no era buena, pero al menos las cosas seguían su curso.

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