19

Tomas Hight vivía en un estudio de un solo ambiente. Las paredes estaban pintadas de un color fucsia claro, y los muebles sobre todo eran color verde bosque y de madera oscura. No había lecho alguno a la vista, de modo que me imaginé que el sofá era también cama. Vi un casco amarillo colocado encima de la mesa de roble con dos periódicos debajo.

Hight llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros negros. Iba descalzo y era mi héroe.

– ¿Lleva usted un arma? -me preguntó.

Le tendí mi licencia de detective privado. La examinó, me la devolvió y me volvió a preguntar:

– ¿Lleva un arma?

Yo asentí.

– Pero no he venido aquí buscando problemas.

Vale la pena explicar la complejidad de mis sentimientos, en aquellos momentos. Tomas Hight era el hombre blanco por excelencia, el hombre blanco que quieren ser todos los hombres blancos. Era alto, guapo, fuerte y sobrio, pero dispuesto a la acción. Me había salvado el culo de una buena paliza o de la cámara de gas, e incluso me había dejado entrar en su casa, al final, aunque yo podía ir armado, ser peligroso y depravado. Sentía gratitud hacia él, pero al mismo tiempo sentía también que él era todo lo que se interponía en el camino de mi libertad, mi hombría y la liberación final de mi pueblo. Si esos sentimientos en conflicto hubieran sido meteorológicos, habrían conjurado un tornado en aquel pequeño apartamento.

Unido a mis ambivalentes sentimientos se encontraba el profundo deseo que anidaba en mí de respetar y admirar a aquel hombre, no por quién fuera Tomas Hight o lo que hubiese hecho, sino porque era el héroe de todas las películas, libros, programas de televisión, periódicos, clases y elecciones que yo había presenciado en mis cuarenta y siete años de edad. Yo estaba condicionado para estimar a aquel hombre, y me resultaba odioso ese hecho. Al mismo tiempo, el hombre que se encontraba ante mí en realidad me había hecho un inmenso favor, y sin coerción alguna. Le debía respeto y admiración. Era una deuda amarga.

Mis dos estados mentales chocaban uno contra otro y yo estaba algo aturdido. Eso y la adrenalina de mi reciente experiencia casi mortal explican mi franqueza en la conversación que tuvimos a continuación.

– ¿Y qué tengo yo que ver con Glen Thorn? -me preguntó Tomas Hight.

– ¿Puedo sentarme?

Él señaló hacia el sofá y cogió una silla de roble de debajo de su mesa multiusos. Me senté esperando que al relajarse la tensión de mis piernas pudiera pensar con más claridad, pero no fue así.

– ¿Glen Thorn?-me pinchó Hight.

– Me han contratado para encontrar a un hombre llamado Navidad Black -expliqué-. Era un boina verde, tenía el cargo de mayor, pero dejó el servicio armado por motivos políticos. Le estaba buscando cuando tres soldados, u hombres vestidos de soldados, me sorprendieron e intentaron obligarme a que encontrara a Black.

– ¿Uno de esos hombres era Thorn?

– Eso creo.

– ¿Y dice que fingían ser soldados? -preguntó Hight-. ¿Por qué no se creyó lo del uniforme?

Si no me hubiese salvado la vida, podría haberle dado una lista de razones sin sentido alguno, pero le respondí:

– Cuando dijeron que tenía que buscar a Black por cuenta de ellos, les hice saber que yo cobro trescientos dólares por una semana de trabajo…

– ¡Trescientos dólares!

– Los detectives no trabajan todas las semanas, pero tienen que pagar las facturas igualmente -expliqué-. El caso es que me pagaron al momento: me dieron tres billetes nuevos de cien dólares.

Hight también era listo. Asintió como demostrándome que sabía que ningún soldado, ni siquiera un general, saca billetes de ésos.

– ¿Y cómo me ha encontrado? -me preguntó.

Le expliqué lo de las medallas y la biblioteca.

– Realmente es usted detective… -dijo con admiración.

Yo no quería su aprobación, pero al mismo tiempo era lo más importante del mundo para mí tenerla.

– ¿Sirvió usted con Thorn? -le pregunté, para evitar pegarle un tiro a Hight o a mí mismo.

Hight se echó atrás en la silla y frunció el ceño. Algo tramaba; algo que llevaba ya rato fermentando, antes incluso de que yo llegase ante su puerta.

– Yo trabajaba con una unidad de PM que custodiaba un almacén donde guardábamos envíos de suministros que procedían de aquí y de otros lugares. Éramos guardianes, ya sabe. Nos asegurábamos de que los del mercado negro no pusieran las manos en nuestros artículos.

Mientras yo me sentía incómodo conmigo mismo, Tomas Hight estaba absolutamente seguro de sus objetivos y de su lugar en el mundo. Había hecho lo correcto en Vietnam, aunque Vietnam fuera un error. Hizo lo correcto en la entrada de la casa; no importaba que yo no resultase merecedor de sus actos.

– ¿Thorn trabajaba con usted? -le pregunté.

Observé que había una pequeña foto enmarcada encima de la mesita de centro. Era un marco de peltre antiguo con la fotografía de un niño de unos cinco o seis años de pie, muy erguido y sonriendo. Se encontraba delante de una pared de bloques de cemento rosa. El sol le daba en los ojos, pero aun así sonreía.

– Se hacía el enfermo -dijo Hight con una pequeña mueca de desdén-. Siempre desaparecía. Lo encontraron sacando una bolsa de un cajón de embalaje grande de vajilla que venía de Austin, una vez, y le arrestaron por contrabandista.

– ¿Y qué había en la bolsa?

– No tengo la menor idea -dijo el héroe-. La confiscó el oficial al mando.

– ¿Qué le ocurrió a Thorn?

– Nada. Nada en absoluto. Lo transfirieron a otra unidad, y al cabo de seis semanas ya estaba en casa. Creo que incluso se licenció con honores. ¿Puede usted creerlo?

– No he creído otra cosa desde hace cuatrocientos años -dije.

– ¿Cómo?

Me levanté, ya con las piernas firmes. Sabía algo más de mis «empleadores» y, aunque él no me hubiese comprendido, compartía una misma confusión con Tomas Hight.

El niño de la foto se parecía mucho a Hight, en pequeño. ¿Sería su hijo? ¿Su hermano? ¿Él mismo? ¿Por qué no tenía fotos de una novia, o de sus padres?

– ¿Adónde va?-me preguntó.

– Abajo, a mi coche.

– Me disponía a ir al trabajo. Le acompaño.

Me di cuenta de que no podía escapar a la amabilidad de Tomas Hight. Iba bajando las escaleras a mi lado con su casco bajo el brazo porque sabía que Roger y sus amigos podían esperarme abajo. Me prestó su protección sin pensar siquiera en la raza ni en el hecho de que yo lo mereciera o no. Habría protegido a un falso enfermo del mismo modo.

Cuando llegamos ante mi coche nos estrechamos la mano.

– Tenga mucho cuidado con Thorn -me aconsejó-. Un par de amigos suyos de la PM fueron asesinados después de que se fuera. Y tampoco fue Charlie quien lo hizo.

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