El restaurante podría haber sido diseñado por la misma empresa que construyó el banco. Cristal y cromo, linóleo rojo y vinilo era lo único que se veía por allí. Había un mostrador con catorce taburetes y seis mesas a lo largo de la cristalera. Me senté en la mesa del rincón, la que estaba más lejos de la pared con ventanales. Una camarera con los ojos rojos, la cara roja y el pelo rojo, de unos treinta y tantos años, se acercó a mí y me dijo:
– Lo siento, cariño, pero las mesas son para dos personas o más.
El nombre que se leía en su etiqueta era RILLA.
– Mi amiga vendrá del banco dentro de un minuto -dije-. Quiere un trozo de tarta helada de fresa y un café. Yo tomaré lo mismo, pero sin la tarta de fresa.
Eso hizo sonreír a la camarera de dura vida. Me mostró sus dientes amarillos y salientes y dijo:
– Yo tuve un novio como tú allí en San Diego, una vez. Jugaba tan bien con las palabras y me hacía reír tanto que incluso cuando me robó el dinero y el coche seguí pensando que casi valió la pena.
– Eso nunca se sabe -dije yo-. Y él no supo lo que se perdía.
Su sonrisa se ensanchó, mientras movía la cabeza como si asintiera.
Miré a Rilla pensando en las miles de especies de árboles que proliferaban bajo el sol del sur de California. No se pueden contar porque cada día aparece una nueva. Hay más tipos de personas que de árboles en Los Angeles. Rilla, con su uniforme de cuadros azules y blancos, y yo con mi traje color antracita, éramos semillas análogas traídas por el viento desde lejos. Pensar aquello aligeraba mi espíritu.
La camarera se habría quedado un rato más a ver qué gemas podía obsequiarle, pero entonces entró Faith Laneer. Yo levanté la vista y Rilla se volvió.
– Aquí, señorita -dijo la mujer rojo sobre rojo-. Este hombre es una risa por minuto.
Faith intentó sonreír, pero sólo consiguió que pareciera que sentía náuseas. Rilla la miró y meneó de nuevo la cabeza.
– Cuídela ahora usted, Groucho -me dijo la camarera.
Me pareció un anuncio, un pronunciamiento de la deidad que yo imaginaba que sólo aparece de vez en cuando para aconsejarnos y contemplar nuestros errores.
Rilla se fue y Faith se dirigió hacia mí. Estaba destrozada. No era un estado de ánimo que la hubiese invadido de pronto; yo podía leer su historia en las arrugas en torno a sus ojos y el declive de sus hombros.
– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté.
Ella consiguió levantar la mirada, pero no le salieron las palabras. Envidié su habilidad para trabajar tan amigablemente cuando soportaba al mismo tiempo aquel peso.
– Lo siento -dije-. Sé que deben de ser malas noticias lo que la trae aquí. Quiero decir que conseguir que Navidad se aparte de Amanecer de Pascua es algo muy serio en sí mismo.
Había algo etéreo en Laneer. Su mente parecía presionar la mía mientras me miraba, preguntándose cómo podía yo comprender su dolor. Me sentí atraído hacia ella como un animal que huele el agua y recuerda vagamente su propia infancia distante, jugueteando con sus gruñones hermanos y hermanas cachorros, desaparecidos hace muchas estaciones.
Aquel fue un momento especial para mí… O quizá no, quizá no fuese un acontecimiento fundamental, sino un momento en el que contemplar en qué me había convertido. Mientras Faith me examinaba buscando fuerza y lealtad, yo la contemplé pensando en Bonnie Shay. Faith tenía aquel aura a su alrededor, la misma que Bonnie. Sentado allí, sintiendo lo que había desaparecido de mi vida hacía tanto tiempo, comprendí que ya no podía vivir más sin Bonnie. No importaba que hubiese estado con otro hombre, no importaba mi masculinidad, ni mi rabia. O bien volvía con ella o, de una manera u otra, yo acabaría por morir.
– Aquí tienen -dijo Rilla, poniendo dos cafés y una porción obscenamente grande de tarta helada de fresa en la mesa.
– Yo no he pedido esto -dijo Faith.
– El hombre simpático lo pidió -le informó Rilla.
Faith se volvió hacia mí mientras Rilla se iba. Desapareció una barrera de los ojos azules de la empleada bancaria, y sonrió, por el hecho de que yo hubiese pedido algo dulce para que se sintiera mejor. Resulta divertido cómo inventamos las verdades sobre las personas.
– ¿Ha oído hablar alguna vez de las Hermanas de la Salvación? -me preguntó ella.
– No, de las hermanas no, sólo del Ejército.
– Éramos… somos un grupo de antiguas monjas de diferentes denominaciones y religiones que se unen para ayudar a las mujeres en todo el mundo. Tenemos una misión en Vietnam. Yo trabajé allí tres años y medio. Llevaba un orfanato a las afueras de Saigón.
– Eso es más que un trabajo -dije yo.
– Navidad me trajo a Pascua después de masacrar a diecisiete civiles junto a la zona desmilitarizada. Venía a visitarla siempre que podía, y me confesó en qué se había convertido, cómo le habían transformado los militares.
»Lo pasó muy mal. Pensó en unirse a las fuerzas de Ho Chi Min o matarse para expiar sus crímenes. Al cabo de unos pocos meses le convencí de que adoptase a Amanecer de Pascua. Le dije que ambos se podrían salvar el uno al otro, y supongo que así ha sido… al menos hasta ahora.
La mayoría de las bellezas se evaporan cuando se examinan más de cerca. Unos rasgos algo bastos, unas peculiaridades que no se habían notado, dientes falsos, cicatrices, embriaguez o simplemente tontería; existen un montón de defectos que podemos obviar a primera vista. Esas imperfecciones son las que llegamos a amar con el tiempo. Nos vemos atraídos por la ilusión, pero nos quedamos por la realidad que es la que construye a la mujer. Pero Faith no sufría bajo la luz del más severo escrutinio. Su piel y sus ojos, la forma de moverse, aun bajo el peso de sus temores, eran… impecables.
– Pero el problema ahora no es Navidad, ¿no?
– No -afirmó ella.
Esperé más, pero no estaba demasiado comunicativa.
– Veo que llevaba usted un anillo de boda no hace demasiado tiempo -dije.
Ella se cubrió la marca más clara del dedo anular con la mano derecha mientras el café se enfriaba y el helado se derretía.
– Craig -dijo-. Era farmacéutico del ejército. Trabajaba en un transporte aéreo, preparando medicinas. Le conocí y… le convencí para que donase algunas pastillas y medicamentos para los niños que yo cuidaba.
– ¿Y dónde está Craig ahora?
Sucedía algo extraño con el tiempo mientras estábamos allí los dos sentados. Había algo extraño en mí. Yo era el animal que olía un lago lejano. Rilla y yo éramos los cachorros que en tiempos jugábamos juntos, inconscientes de los peligros a los que íbamos a enfrentarnos, y Faith era el ser que nos cuidaba. Yo sentía ansia de ella. Me acerqué unos centímetros por encima de la mesa. Los minutos no pasaron, sino que se acumularon a nuestro alrededor, esperando una señal para seguir su mecánico camino.
– Se me ofreció la posibilidad de traer a todos mis niños de vuelta a Estados Unidos para buscarles unos padres adoptivos. Craig me pidió que me casara con él. -Faith enlazó sus ojos con los míos-. Era un hombre débil, señor Rawlins. Quería que todo el mundo le quisiera y le respetara. Alardeaba y fanfarroneaba, pero no era un mal hombre.
No «era».
– Así que usted volvió a América y trajo a sus huérfanos -dije-, y a su reciente marido.
– Encontramos un hogar para todos ellos, y luego Craig compró una casa enorme para nosotros en Bel Air.
– Guau -dije yo-. Débil pero rico.
– Él y otro hombre habían hecho un trato con un señor de la guerra en Camboya. Sacaban heroína de Vietnam y la distribuían en Los Angeles y otras ciudades. Cuando me enteré de que vendía droga, le dije a Craig que yo no lo toleraba, y que tenía que dejar de hacerlo. Él me explicó que necesitaba tiempo para salir de aquello, y le dejé.
Ella me miraba a la cara, pero veía las imágenes de su marido y la elección que ella había hecho.
– Fui a casa de una amiga en Culver City y le dije a Craig dónde estaba. A la mañana siguiente leí el periódico y vi una foto suya en la página tres. Decía que le habían encontrado torturado y asesinado y que yo había desaparecido. Me levanté de la mesa y la ventana del comedor estalló en mil pedazos. Alguien me disparó. Salí corriendo y seguí sin parar durante dos días. Estaba fuera de mí…
– ¿Llamó usted a la policía?
– No.
– ¿Por qué?
– En el artículo del periódico parecía que yo era culpable. Nuestros vecinos dijeron que nosotros discutíamos, y yo estaba muy preocupada, porque los hombres que le habían matado a él eran del ejército. Pensé que me arrestarían y me matarían. Ya sabe lo que ocurría siempre en Saigón.
Entonces le cogí la mano. Me pareció que era lo que debía hacer.
– Me alojé en un motel tres días -continuó ella-, hasta que pensé en Navidad. Me sabía su número de memoria porque le llamaba cada semana para saludarle y para ver qué tal le iba a Pascua. Ella es una niña muy especial. Entonces él vino y me sacó de allí. Al cabo de unos pocos días me instaló en un apartamento en Venice.
– Quiero creer todo esto -le dije-, pero no entiendo lo de Pascua. Ella le vio en el coche con Navidad, pero no la reconoció.
– Era un bebé cuando él se la llevó. No se acuerda de mí, y debido a las circunstancias de la muerte de sus padres decidimos no contarle demasiadas cosas. Ella no me recordaba antes de que fuera a su casa en Riverside.
– ¿Sabe quién ha intentado matarla? -le pregunté.
– No exactamente. Conocía a algunos de los hombres con los que estaba implicado Craig. Había un teniente de la Marina llamado Drake Bishop y un tipo al que llamaban Lodai. Y luego estaba aquel cabrón sonriente, Sammy Sansoam.
– ¿Un hombre negro? -le pregunté-. ¿De un metro cincuenta y cinco más o menos?
– Sí. Craig me dijo que habían ganado miles de dólares. Supongo que intentaron matarme porque soy la única que sabe algo de ellos. Mataron a Craig porque yo intenté que les dejara.
La culpabilidad que sentía era tan intensa que hasta yo la notaba. Durante un momento sus sentimientos anegaron mi corazón roto.
– Los asesinos son ellos, no usted -dije, cogiéndole ambas manos.
– Ya lo sé -dijo.
Ella me agarró los dedos con tanta fuerza que me hacía daño. Me sentí muy feliz de darle una salida!
– ¿Queréis algo más, chicos? -preguntó Rilla. Ninguno de los dos la había oído llegar.
– No -dije yo, dándome cuenta de que mi voz estaba empapada de emoción-. Eso es todo, Rilla. Gracias.
Rilla, mi antigua hermana cachorrilla, me miró con auténtica empatía. Dejó la nota de fino papel amarillo encima de la mesa de color rojo, diciendo:
– Pueden dejarlo aquí mismo.
Cuando se fue la camarera le pregunté a Faith:
– ¿Sabe cómo puedo ponerme en contacto con Navidad?
– No.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Puede llevarme en coche a mi apartamento.
– ¿No va a volver a trabajar?
– Le he dicho al jefe que venía a reunirme con usted, y me ha dicho que tenía que volver a mi puesto, así que me he despedido. Lo habría hecho pronto, de todos modos. Es demasiado duro fingir que todo va bien.
Faith tenía un apartamento que daba a un patio, junto a la playa, en Venice. La acompañé hasta la entrada, bastante apartada. Ella se volvió hacia mí. Me pareció que la cosa más fácil del mundo en aquel momento habría sido abrir aquella puerta de par en par, llevarla a través del umbral y hacerle el amor hasta que se pusiera el sol y luego saliera de nuevo. Esos pensamientos parecían estar en la mente de ambos, allí de pie.
– ¿Navidad no le dio algo para los casos de emergencia? -le pregunté.
– Me dio un número para que le llamara -dijo ella, y lo recitó.
– Es mi teléfono -dije.
– Easy -dijo ella, levemente sorprendida-, la abreviatura de Ezekiel…
Maldita sea.
– ¿Me llamará? -preguntó.
– Sí.
– ¿Vendrá a visitarme?
– Claro que sí.