Anduvimos cogidos de la mano por la playa bajo la luna creciente. Nadie podía vernos con claridad, pero estábamos allí. La preocupación de Faith Laneer me hacía sentir seguro. Allí estaba ella, bajo la protección de Navidad Black, pero al mismo tiempo refugiándome a mí.
Hablamos de Jackson Blue durante un rato. En realidad fui yo más bien quien habló. Me gustaba contar historias de aquel genio cobarde que durante la mayor parte de su vida lo había hecho todo mal.
– Es un genio, pero algo retorcido -dije yo-. Como si fuera un hombre de las cavernas que inventa la rueda y luego la usa para huir del jefe cromañón porque se ha acostado con su mujer.
– ¿Es un buen amigo? -preguntó Faith.
– Antes no pensaba que lo fuera. Es un mentiroso y un cobarde, pero un día estaba contando una historia sobre él y me di cuenta de que me importaba tanto que podía reírme de sus defectos. Y eso lo convierte en amigo.
Faith se cogió a mi brazo, apretándose a mi costado.
– Me gusta cómo huele tu piel -dijo-. Quiero frotar mi cara contra la tuya y que respires en mi interior.
Mientras estábamos allí de pie, besándonos bajo la luna de plata, noté que mi alma gritaba. Allí estaba un hombre negro besando al epítome de la belleza europea norteña con una pistola en un bolsillo y mis malas pulgas en el otro. No había sexo en el mundo mejor que aquél.
No volvimos a hacer el amor. Fui hasta su casa y me quedé con ella en la puerta, hablando de algunos hechos de nuestra vida. A mí me gustaba cocinar; ella pintaba antes de hacerse monja.
Yo había visto la aurora boreal en Alemania mientras se libraba un duro combate de artillería; ella se casó con un homosexual llamado Norman después de colgar los hábitos.
– Así pensé que podría mantener el celibato -me confesó-. Pero resultó que le deseaba por las noches. Iba hasta su puerta y les oía a él y a sus amantes…
Al cabo de más de una hora rozó sus labios contra los míos y entró. Yo me alejé dando tumbos como en una neblina.
Estaba ya completamente envuelto por la oscuridad. Mi familia estaba escondida. Yo conocía la identidad de mis enemigos. Faith me había enseñado, aun sin proponérselo, que había amor para mí en alguna parte si quería cogerlo. Mi estupor era similar a la sensación que se tiene cuando se despierta de una noche de sueños confusos. Al principio te preguntas si todas esas locuras han ocurrido de verdad. ¿Había sido yo arrestado y sentenciado a muerte? ¿Me había encontrado con dos hombres brutalmente asesinados en una casa que llevaba un disfraz?
Volví a casa a medianoche y encontré la puerta delantera destrozada. Aunque sabía que los niños no estaban allí, corrí al interior y encendí las luces.
No habían tocado ni robado nada. El contenido de los cajones de mi armario estaba ordenado, mi correo estaba sin abrir. Lo único que querían los hombres de Sansoam era sangre.
Intenté recordar la luna y los labios de Faith en los míos. Intenté no hacer caso del allanamiento y de lo que significaba. Durante un rato trabajé en la puerta, volviendo a colocar las bisagras y eliminando las partes desgarradas de la jamba.
Me senté en mi sillón favorito y encendí el televisor. Desde el exterior todo habría parecido normal excepto la puerta, que se encontraba torcida en su marco, y el 28 en mi mano.
Estaban poniendo una película del oeste. John Wayne iba abriéndose paso por una historia que yo había visto ya mil veces, por lo menos.
Pensé que nada había cambiado, que Navidad y sus esbirros sin nombre matarían a los hombres que habían entrado en mi casa. Me dije que lo único que tenía que hacer era esconderme y esperar a que todo hubiese acabado o a que llegase el momento adecuado. Pero mi corazón no escuchaba a mi mente.
Me sentía igual que en la Segunda Guerra Mundial, cuando nos preparábamos para enfrentarnos al enemigo. La muerte, mi muerte, era una conclusión previsible. Yo no pensaba en la supervivencia; lo único que podía comprender era la promesa de arrojar sobre mi enemigo muerte y desolación.
Quería beber algo. El aroma punzante del bourbon parecía flotar e introducírseme en la nariz. Miré a mi alrededor pensando que quizás hubiese una botella cerca. Era demasiado tarde para que estuviera abierta ninguna tienda de licores y no quería ir a un bar. Yo quería un trago para tranquilizar mi mente rabiosa. Habría sido como un bálsamo contra los asesinatos que planeaba. Pero luego decidí con todo mi corazón no entregarme al alcohol. No quería estar calmado, ni entumecido. Lo único que quería era matar a Sammy Sansoam antes de que Navidad tuviese el placer de hacerlo.
Ya estaba borracho.
La simple idea de que aquellos hombres, fueran quienes fuesen, irrumpiesen en una casa que mis hijos llamaban hogar destruía cualquier pacto por el que se mantenía el mundo civilizado.
Esa idea me hizo reír; la de imaginarme pensando que yo vivía en un mundo civilizado, que los linchamientos, la segregación basada en la raza, que todos los hombres que habían muerto por la libertad se encontraban de algún modo bajo la protección del pensamiento ilustrado.
Fui riéndome y dando tumbos de camino al coche. Raramente me sentía tan embriagado. Ni tan malvado.