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Yo planeé irme en cuanto dejase de hablar por teléfono con Tourmaline, pero después de tanta confesión, no tenía fuerzas ni para levantarme. Ella quería saber cosas de mí, de mi vida. La mayor parte de los hombres a los que había conocido o bien eran muy callados o muy fanfarrones. Para ella resultaba raro oír hablar a un hombre de su vida tal y como la sentía. Pero yo no era completamente sincero. Lo que había dicho era verdad, pero lo que había hecho era engañar a mi corazón creyendo que hablaba con Bonnie, confesándoselo todo a Bonnie, intentando encontrar el camino de vuelta a su corazón.

La mentira no hizo daño a Tourmaline, pero a mí me destrozó. Todo lo que pensaba que había conseguido en los últimos días se desvaneció, y me quedé otra vez enfrentado a mí mismo.

La habitación desnuda estaba muy tranquila. Cuando el teléfono sonó yo pegué un salto en la cama. Sonó diez veces. Al principio de cada timbrazo yo decidía abandonar aquella casa, pero luego, cuando volvían los intervalos de silencio, ya había perdido toda mi determinación.

Temí dejar la casa absurda y hueca de Nena Mona. Su vida era muy sencilla y directa; era casi como si viviera en un plató de cine, en lugar de una casa real. Había mucho alivio en semejante simplicidad. Y fuera había peligro.

Cogí el receptor color rosa y marqué otro número.

– Proxy Nine -dijo una voz femenina.

– Jackson Blue -dije yo.

– ¿Y su nombre es?

– Ezekiel Porterhouse Rawlins.

– ¿De qué empresa, señor Rawlins?

– De ninguna empresa. Yo trabajo solo.

– ¿Y cuál es el objetivo de su llamada?

– ¿Objetivo? Quiero hablar con mi amigo.

– ¿Le conoce él a usted?

La mujer no era idiota, de eso me daba cuenta. Lo que estaba experimentando era simplemente otro cambio en el mundo, mientras yo me quedaba ahí enfurruñado en el mismo sitio.

– Muy bien -afirmé-. Somos amigos desde antes de la guerra.

– Oh.

Casi podía oír cómo intentaba imaginar otra forma de identificarme mejor antes de pasarme a Jackson. Su trabajo consistía en proteger a los mandamases de Proxy Nine, la aseguradora francesa de empresas de seguros internacionales y bancos, y Jackson era un mandamás de los más gordos. Era el vicepresidente a cargo del proceso de datos.

– Un momento, por favor -dijo la telefonista.

Luego se oyeron una serie de clics y un timbre.

– Despacho de Jackson Blue -me contestó otra mujer.

– Easy Rawlins quiere hablar con él.

– ¿De qué empresa es usted, señor Rawlins?

En aquel preciso momento mi opinión de Jackson cambió. Tenía «dos» secretarias protegiéndole de las llamadas exteriores. A partir de entonces nuestras relaciones estarían a capricho de su generosidad. De alguna manera, el cobarde genial había conseguido soslayar las maquinaciones del racismo. Tenía más poder, facilidades, protección y estima que la mayoría de los hombres blancos.

– Hola -dijo al fin él a mi oído.

– Hola, Jackson -le dije-. Tengo que ir a verte.

– Estoy muy ocupado -dijo, sin apenas tartamudear.

– Escucha, Jackson. Estoy sentado en la cama, en casa de una mujer. He entrado ilegalmente y ahora tengo miedo de irme. Me da la sensación de que si salgo habrá una emboscada ahí mismo, esperándome.

Aquello no era una continuación de mi confesión con Tourmaline. Jackson y yo teníamos un pie en el lado criminal de las cosas desde que éramos niños. Admitir que había cometido un allanamiento no era nada del otro mundo. Y el miedo era precisamente la lengua materna de Jackson.

– Vale, hermano -dijo-. Está bien. Vente para acá.

Las palabras de Jackson fueron como un conjuro que me sirvió para romper el hechizo que la casa de Nena Mona ejercía sobre mí. Salí por la puerta delantera y la cerré con mucho cuidado al salir. Fui hasta mi coche y me dirigí hacia el edificio de Proxy Nine, en el centro.


Los directivos de la empresa estaban todos en la planta treinta y uno. Lo recordaba porque el día que averiguó dónde estaría situado su despacho Jackson me llamó.

– Les he pedido que lo cambien, Easy -me dijo en el bar Cox, un domingo por la tarde-, pero dicen que debe estar ahí porque Jean-Paul quiere tenerme cerca, al alcance de la mano.

– ¿Jean-Paul?

– Jean-Paul Villard. Es el presidente de la empresa -explicó Jackson, como si hablara de un primo lejano en lugar del amo de una empresa multimillonaria-. Así que estoy pensando en dejar el trabajo.

– ¿Dejarlo? Pero ¿por qué dejar algo así?

– Treinta y uno, tío -gimió-. El piso treinta y uno. Es trece al revés.

Tuve que utilizar toda mi persuasión, igual que Jewelle y un pastor a quien ella conocía, para evitar que Jackson dimitiera. A mí aquello me resultaba sorprendente. Jackson era el único hombre a quien conocía personalmente que comprendía la teoría de la relatividad de Einstein, y sin embargo seguía siendo más supersticioso que una habitación entera llena de niños de cuatro años.


Me costó tres llamadas telefónicas y cuatro recepcionistas llegar al fin ante la puerta de roble de Jackson. La mujer que me llevó allí tenía acento francés, el pelo castaño y un vestido con estampado de cachemir muy ajustado a su figura a lo Jane Mansfield. Dio unos golpecitos en la puerta, se quedó escuchando, oyó un sonido que yo no fui capaz de oír y metió la cabeza en el despacho.

Cuando salió la cabeza de la ranura de la puerta de Jackson, la joven tenía una expresión de asombro en la cara.

– Quiere que entre de inmediato -dijo, como si no creyera sus propias palabras.

– ¿Hay alguna sorpresa? -le pregunté.

– Pues sí -contestó la chica-. Monsieur Villard está con él.


Jean-Paul Villard era un hombre con la piel olivácea, los ojos oscuros y un bigote fino y recortado. Su cabello era negro. Era nervudo pero no flaco, alto, vestido con pantalones negros y una chaqueta de espiguilla sobre una camisa verde manzana iridiscente, con el cuello abierto. Estaba sentado en uno de los dos sofás amarillos que se encontraban uno frente al otro y frente al enorme escritorio de ébano de Jackson.

Yo no había visitado a Jackson desde el traslado. El tamaño de su despacho era monumental: unos techos de casi cinco metros de altura en una habitación que era al menos de diez metros de ancho y veinte de largo. Sus ventanales daban a las montañas que quedaban al norte de la ciudad. En las paredes se encontraban cuadros al óleo originales de famosos músicos de jazz.

Jackson y Jean-Paul se levantaron para recibirme.

– Jean-Paul -dijo Jackson-, éste es Easy Rawlins. El francés me sonrió y me estrechó la mano.

– He oído muchas cosas de usted, monsieur Rawlins.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué?

– Jackson dice que es usted el hombre más peligroso que conoce.

– ¿Más peligroso que el Ratón?

Las cejas de Villard se alzaron ante la mención del diminuto asesino. Supuse que Jackson le había contado muchas historias adornadas con hipérboles tales que probablemente pensaba que el Ratón, y el peligro que éste representaba, debían de ser un mito.

– Decía que monsieur Ratón era… ¿cómo lo llamaba? El hombre más mortífero, oui, el hombre más mortífero que conoce.

– Sobre el Ratón tiene razón -dije, soltándome de su apretón de manos, sorprendentemente fuerte-. Pero no veo cómo podría ser yo más peligroso.

– Raymond te quita la vida, nada más -dijo Jackson, con una mueca mortal en su oscuro rostro-. Easy te quita el alma.

Las palabras de Jackson tenían algo de sentencia. Al cabo de un momento de silencio profundo, nos sentamos. Yo me instalé en un cojín, junto a Jackson, mientras Jean-Paul se inclinaba hacia adelante, al borde del sofá, frente a nosotros. En la mesa de centro baja de mármol había una botella de vino tinto y dos copas.

– Déjeme que le traiga una copa -me ofreció el directivo francés.

– No se moleste, hombre -dijo Jackson-. Easy no mama.

«Tio…»

– Gracias de todos modos -dije yo. Luego miré hacia las paredes-. Bonitos cuadros.

– Los ha pintado mi amante -dijo Jean-Paul, lleno de orgullo-. Cuando la conoció, Jackson hizo que los trajera aquí, a su despacho.

– Nadie tuvo que obligarme -dijo Jackson-. Ya sabes, Easy. Satchmo en persona posó para Bibi, para éste de aquí. También ha pintado a un montón de escritores. Richard Wright, Ralph Ellison, Chester Himes…

Era una experiencia nueva para mí. Jackson era un cobarde, pero no era ningún lameculos. Realmente le gustaba Jean-Paul y aquellos cuadros extraños de músicos americanos. Estaba en su salsa en aquella habitación.

Durante un rato nos quedamos allí sentados, intercambiando cumplidos. El hombre blanco se sirvió una copa de vino y se arrellanó en los cojines amarillos. Estaba claro que no tenía intención alguna de irse.

Llegamos al final de una breve discusión sobre Vietnam y el hecho de que ningún hombre blanco, americano o francés tenía por qué estar allí.

– Entonces, ¿qué quieres, Easy? -me preguntó Jackson.

Quizá Jackson y el francés fuesen amigos, pero él y yo teníamos una historia mucho más antigua. No habíamos sido amigos todo aquel tiempo, pero podíamos llegar el uno al otro en la oscuridad. Con aquella simple frase, él había contado una historia entera.

Jean-Paul estaba fascinado por Jackson y las historias que contaba. Estaba ansioso por ver una América que no aparecía en la televisión ni en la radio. Quería experimentar la vida negra que había dado origen al jazz y el blues, el gospel y los disturbios de Watts. Jackson era su primer atisbo real de lo que podía haber debajo de la fachada confiada y blanca de los americanos.

Jackson tenía en alta estima a aquel hombre, quería impresionarle y por tanto me preguntaba para permitir al presidente de la Proxy Nine que conociera algo de nuestras vidas. Confiaba en que si yo había matado a alguien, o me encontraba en alguna dificultad grave, me limitaría a contar una historia neutra y volvería más tarde con los detalles auténticos cuando Jean-Paul se hubiese cansado.

Todos los días en los años sesenta eran como un nuevo día. Desde los hippies hasta la guerra, América no tenía salida. Los negros se estaban rebelando por sus derechos y algo sacaban: clubs Playboy, buenos trabajos, héroes negros del deporte, millonarios franceses codeándose con gente como Jackson Blue y como yo…

– EttaMae me ha llamado -dije, decidiendo matar dos pájaros de un tiro.

Cuando Jackson oyó el nombre de Etta su sonrisa amistosa palideció, pero yo seguí hablando.

– … ha dicho que la policía buscaba al Ratón. Creen que ha matado a un hombre llamado Pericles Tarr.

– ¿Y quieres que hable con Etta? -me preguntó Jackson, esperando acabar así nuestra conversación.

– No, no, no, no -dije yo-. Escúchame, hermano. Como he dicho, la policía cree que el Ratón ha asesinado a ese hombre y lo ha enterrado por ahí, en San Diego.

– ¿Pero han encontrado el cuerpo? -dijo Jean-Paul. Se había metido de cabeza en mi historia.

– Justamente, JP -afirmé-. No, no han encontrado el cuerpo, y la esposa del hombre asesinado dice que el Ratón estaba ejerciendo de usurero y que se cargó a su marido porque él no pudo devolverle el dinero.

– ¿Qué es «usurero»? -preguntó Villard. Jackson se lo explicó en un francés sorprendentemente fluido. Incluso en aquel momento, en que le daba lecciones a él, me demostraba a mí que estar en su compañía era compartir la presencia del genio.

– Ah, sí, muy bien -dijo Jean-Paul en un inglés aprendido de un británico.

– ¿Así que tú sabías que ese Pericles no estaba muerto…? -añadió Jackson, esperanzado.

– Sí…

Entonces les conté toda la historia explicando que había obtenido información de la novia, sin admitir el allanamiento.

– Apuesto a que Perry es ese tipo de tío que sale a hurtadillas por la ventana de atrás cuando llegan los problemas ante su puerta -dije yo-. Así que necesito que tú toques el timbre mientras yo espero atrás.

– Lo va a agarrar por la nariz -especuló Villard.

– Y voy a retorcer un poquito -añadí yo.

– ¿Puedo ir con usted, señor Peligroso? -me preguntó el presidente.

– Claro -dije-. Nada resulta más indicativo de peligro que un hombre blanco llamando a la puerta de un negro.

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