Cogimos mi coche para el viaje hasta Pasadena. Mi corazón latía de una forma errática, a veces resonaba con fuerza y otras veces parecía que vacilaba durante un latido o dos. Me sudaban las manos y si me hubiesen preguntado en cualquier momento en qué pensaba, no habría sido capaz de decirlo. O quizás hubiese dado una lista de nombres y relaciones que se habían desvanecido a mis pies. Mi madre, Bonnie, Faith, mi primera esposa, que había huido con mi amigo Dupree…
– Easy, ¿sabes dónde está ese tipo, Sammy? -me preguntó el Ratón desde el asiento de atrás.
Oí con toda claridad la pregunta. Yo no tenía ni idea de dónde estaba Sansoam, pero no podía hablar.
Eché un vistazo a Navidad. Estaba mirando por la ventanilla. Observé que se iban formando nubes de lluvia; estaban lejos, en el desierto, pero llegarían hasta nosotros al cabo de unos pocos días.
– ¿Easy?
– ¿Sí, Ray?
– ¿Estás bien, tío?
– Quiero llegar hasta la costa Este -dije-. Y luego, una vez allí, echar mi coche en el Atlántico.
Navidad asintió solemnemente y noté que algo se retorcía en mi pecho.
– Conocí a un tipo que se hizo enterrar en su Caddy -dijo el Ratón, con desenvoltura-. Pesaba 270 kilos. También había cinco mujeres llorando ante su tumba. Algunos hombres son afortunados, sencillamente.
Entonces me eché a reír.
Él estaba de buen humor, era feliz. El Ratón vivía en el mundo, mientras todos los demás intentaban fingir que estaban en otro lugar. El olía la mierda que fertilizaba los rosales.
Él aceptaba todo lo que se ponía en su camino, y ponía buena cara o sacaba el arma, depende.
– ¿De qué color era el Caddy, Ray? -le pregunté.
– Rosa.
– ¿Rosa? -rugió Navidad-. ¿Rosa? No está bien. Si uno debe tener un coche por ataúd, que sea negro.
– ¿Por qué? -preguntó el Ratón.
– El rosa no es un color funerario.
– ¿Y de qué color tiene que ser para echarlo al mar? -preguntó el Ratón.
– Apagado -dije yo, y nos quedamos callados durante el resto del viaje a casa de Hope Neverman.
Era una casa grande, del color del salmón ahumado escocés cortado a finas lonchas. Pero aun así resultaba algo apabullante que hubiese tres hombres negros armados juntos en la puerta delantera. Navidad apretó el botón y sonaron unas campanas como de iglesia en la distancia.
La mujer que contestó era blanca, hermana de Faith, sin lugar a dudas. Era más menuda, de huesos más finos, una versión muy linda de la bella Faith.
– Señor Black -dijo, sin temblar apenas.
– Siento mucho molestarla, Hope, pero mis amigos y yo tenemos que hacerle unas preguntas.
– Pasen, pasen.
La casa tenía que haber aparecido en alguna revista. Estaba decorada al estilo suroccidental, pero era también muy moderna. A la izquierda había una biblioteca enorme rodeando una mesa de comedor ovalada. A la derecha se encontraba un salón algo hundido, con un sofá en forma de herradura y unos suelos de madera oscura muy pulida. Esas salas estaban divididas por una escalera sin barandillas que conducía a los pisos segundo y tercero. La escalera ascendía hasta justo por debajo del techo.
El muro de la parte trasera estaba formado por unas puertas correderas de cristal. Éstas conducían al patio interior y a una piscina de tamaño olímpico donde cuatro niños jugaban bajo la mirada paciente de una niñera mexicana de piel oscura.
Yo no pude evitar pensar en Leafa y todos sus hermanos y hermanas apiñados en aquella pequeña casita de South Central. No tenía sentido que ambas casas existieran en el mismo mundo.
Hope llevaba un vestido de una sola pieza color azul pastel, de algodón grueso. Sus zapatos planos eran color hueso y no llevaba maquillaje alguno en su rostro de facciones perfectas. No tenía aún los treinta años. Pero nunca sería su hermana.
Nos condujo hasta la biblioteca y nos sentamos todos en un extremo de la mesa de comedor: una reunión improvisada de la junta directiva de alguna empresa o fundación.
– ¿Pasa algo malo, señor Black? -preguntó la hermana pequeña.
– Faith me dijo que me llamaría de vez en cuando para decirme que todo iba bien -explicó-. Me llamó cada dos días hasta ayer, que tenía que haber llamado, pero no lo hizo. Me preocupa.
Había compasión en el semblante de Navidad Black; amabilidad para respaldar sus mentiras.
– No lo comprendo -dijo ella-. ¿Dónde puede estar?
– ¿Ha hablado usted con ella?
– No. No desde anteayer.
Black unió sus poderosas manos y las colocó en el ligero tablero de fresno de la mesa.
– ¿Ha venido alguien por aquí preguntando por ella?
– Sólo el mayor Bryant.
– ¿El mayor?
Mi corazón se desinfló como un globo aerostático muy lejano que se hunde bajo la línea del horizonte.
– Sí. Vino anteayer, precisamente. Dijo que habían recibido una carta de ella y que tenían que hablarle para ver qué hacían con respecto a ese terrible asunto de Craig.
– ¿Y qué aspecto tenía ese tal mayor Bryant? -pregunté.
– Es Tyrell Samuels -dijo Navidad como tardía presentación-. Me ayuda últimamente.
– Encantada de conocerle, señor Samuels.
Yo asentí.
Durante un momento Hope se quedó callada, esperando algo más agradable. Al darse cuenta de que no había nada, dijo:
– Era joven y alto, más bien delgado.
– ¿Piel oscura? -pregunté-. ¿Como si procediera de Sicilia o de Grecia?
– Sí. ¿Le conoce usted?
– Sí, nos hemos encontrado.
– ¿Le dijo usted dónde vivía Faith? -preguntó Navidad, intentando por todos los medios no perder la calma.
– Ella no me dijo exactamente dónde estaba -replicó Hope-. Sólo tenía un apartado de correos. Verá, me preocupaba que quizá hubiese dejado el país o algo, pero como llamaba cada dos días para hablar con Andrew yo pensé que había algo más.
Hope miró a Navidad y luego buscó la confirmación de sus sospechas.
– ¿Le dio al mayor la dirección de su apartado de correos?
– Claro que no. Yo sabía que Faith tenía problemas. No se lo hubiera dicho nunca a nadie.
– ¡Tía Hope! -gritó un niño-. ¡Carmen no me deja tomar helado!
Desde la distancia se apreciaba que Andrew había heredado la belleza de su madre. Cuando se hiciera mayor y se convirtiera en un hombre triste sería también guapísimo.
– No se puede comer nada hasta después de nadar -dijo Hope-, lo sabes muy bien.
El niño se acercó a través de la ventana abierta atraído por los extraños que visitaban la casa de su tía.
– Ah, sí -dijo, mirando a Navidad-. ¿Conoce usted a mi mamá? -preguntó aquel niño de cinco años al ex asesino del gobierno.
– Sí -dijo él-. Muy bien.
– ¿Y sabe dónde está?
– Ella está muy triste, Andy. Pero muy pronto estará mejor y volverá contigo de nuevo.
Me pregunté si Navidad creería en Dios. Andy no supo cómo responder a aquellas palabras, al hombre o su tono, de modo que se encogió de hombros, salió corriendo hacia la piscina y se tiró al agua. Cuando el niño se hubo ido, yo pregunté:
– ¿Tiene usted una agenda de teléfonos?
– Por supuesto. -Era una mujer segura de sí misma.
– ¿Y la dirección está en esa agenda?
– Pues sí.
– ¿Le importa mirar para asegurarse de que está donde la dejó? -le pedí.
– ¿Qué está usted diciendo?
– Por favor -le pidió Navidad-. Haga lo que le pide.
Hope no fue muy lejos. Había un escritorio en un lado de la biblioteca. Lo abrió y sacó una diminuta agenda roja.
– Mire -dijo-, aquí está.
– Busque el apartado de correos de su hermana -le indicó Navidad.
Hope volvió las páginas hábilmente, frunció el ceño un poco, las pasó de nuevo.
– No lo entiendo -exclamó-, falta la página, está arrancada.
Nos miró.
– ¿Está bien mi hermana? -preguntó.
– Eso espero -dijo Navidad.
Entonces pensé que posiblemente todos los grandes soldados debían creer en un poder superior.