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Aparcamos en un solar vacío junto al centro de la ciudad. Apagué el motor del coche y tiré del freno de mano, pero antes de abrir la portezuela me volví para hablar con mis funestos pasajeros.

– No tenéis por qué quedaros aquí y esperar -dije.

– ¿A qué, Easy? -preguntó el Ratón, mientras Navidad seguía mirando por la ventanilla hacia fuera.

– Los policías te quieren muerto, Ray.

Leer los sutiles cambios emocionales en el rostro de mi mejor amigo requería una vida entera de estudio. Sus ojos podían pasar de la diversión a la furia asesina con un simple parpadeo. En aquel preciso momento sus ojos grises y las comisuras de sus labios estaban adquiriendo una frialdad de acero.

¿Qué policías?

– No lo sé -mentí, esperando que el Ratón no fuera capaz de interpretar mis expresiones tan bien como yo las suyas-. Suggs me lo contó. Creen que como mataste a Perry, tu carrera debería llegar a su fin.

– Eso no significa que yo tenga que esconderme en ningún coche.

– Ray, escúchame, tío -dije, con tranquilidad y muy clarito-. Lo tengo todo pensado. Sé lo que hago. Quédate en el coche y haz lo que te digo sólo durante unos días, y todo acabará. Sabes que Etta se volvería loca si te mataran… otra vez.

Fue la broma la que lo decidió todo.

El día que JFK fue asesinado, Raymond Alexander accedió a acompañarme a un recado sin importancia. Las cosas se descontrolaron y Ray quedó herido por un disparo, casi muerto. Mama Jo consiguió devolverlo a la vida con su magia de Louisiana y yo me prometí que nunca más sería la causa de su muerte.

– Vale, hermano -dijo el Ratón-. De todos modos, estoy cansado.

– Volveré dentro de un minuto.


– Hola, al habla Jewelle.

– Hola, cariño. ¿Qué tal está mi familia? -dije ante el teléfono de pago pensando, en realidad deseando, haberme casado cinco años antes con aquella adolescente y estar llamando ahora sólo para saludarla. Habría sido una vida totalmente distinta, ella habría sido mía, nos habríamos amado el uno al otro y a los niños que sin duda habríamos tenido. Jackson y Mofass lo habrían pasado mal, pero yo habría sido feliz, y Bonnie podría haber hecho lo que le hubiese dado la gana.

– ¿Qué te pasa, Easy? -me preguntó.

Quizá se hubiese transparentado el deseo en mi voz.

– No es fácil ser yo -dije.

Ella lanzó una risita y dijo:

– ¿Tienes un lápiz?

Saqué uno del número dos que usaba para tomar notas y calcular trayectorias de balas y Jewelle me dio una dirección en Crest King, una calle que empezaba y terminaba en Bel-Air.

– ¿Qué es esto? -le pregunté.

– Nuestra casa era demasiado pequeña para tu familia, así que he decidido llevarlos a una casa que tengo allí.

– ¿Tú tienes una casa en Bel-Air?

– Sí. Era de uno de los amigos de Jean-Pierre, pero necesitaba dinero rápido, así que liquidé algunos solares y le pagué en efectivo. Me imaginé que tú, el Ratón o Jackson podríais necesitarla algún día, y mientras tanto yo podía conservarla, ya que, como sabes, los precios van a subir.

– ¿Y qué pensarán los vecinos cuando vean una casa llena de mexicanos, vietnamitas y negros?

– Ah, eso no es problema, señor Rawlins -dijo ella, encantadora-. Ya verás.


Navidad estuvo callado todo el trayecto. Era un soldado derrotado; no había venganza ni represalia que pudiera aliviarle.

Había sido aplastado por el enemigo después de haber ganado todas las batallas. Ninguna condena podía ser peor para él; ningún tribunal podía recomendar un castigo más duro que el que ya estaba experimentando.

– ¿Cómo me has encontrado, Easy? -me preguntó el Ratón mientras bajábamos por Sunset Boulevard y pasábamos por el strip.

– Se lo pregunté de buenos modos a Pericles.

– ¿Y cómo le encontraste?

– Le dije a su mujer que me había contratado Etta para probar tu inocencia -le conté.

Diez minutos después estábamos en la dirección que me había dado Jewelle y yo ya estaba acabando mi relato. El Ratón se reía de Jean-Pierre y de Nena Mona y Navidad languidecía en su infierno.

En aquella dirección había una enorme puerta de hierro con un muro de piedra. No se podía ver nada por encima de aquella barrera excepto las copas de unos árboles que sobresalían desde el otro lado. Tuve que salir del coche para apretar el botón del sistema intercomunicador.

Allô?-dijo Feather, con acento francés.

– Soy yo, cariño.

– ¡Papá! -chilló-. Ven con el coche hasta la casa. Supongo que ella activó algún mecanismo, porque la puerta de hierro se abrió lentamente hacia dentro, revelando una carretera asfaltada y curva que serpenteaba entre un jardín botánico que rodeaba la casa.

Volví al coche y entramos. Ni siquiera se veía la casa hasta que cogimos tres curvas en la carretera. Entonces se empezó a ver, en la distancia.

La casa de un hombre es una mansión para otro, me habían dicho. Nosotros éramos los otros, en mi coche, dirigiéndonos hacia aquella casa de cuatro pisos, construida de madera clara y cristal. En torno al lugar se alzaba un bosquecillo de pinos y delante se encontraba una fuente. La fuente tenía una escultura con mujeres y hombres bailando en círculo en torno a un surtidor de agua que podría haber surgido de una ballena azul gigante.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Navidad.

– No tengo ni puta idea.

La puerta delantera de la casa era roja, con un marco que alternaba el negro y el amarillo. Tenía tres metros de alto y era al menos dos veces más ancha que una puerta normal. Se abrió mientras nosotros salíamos del coche y toda mi familia y la familia de Navidad vino corriendo hacia nosotros.

– ¡Papá! -gritaron Feather y Amanecer de Pascua.

Detrás de ellas venía Jesus en traje de baño, y Benita con Essie en los brazos. Entre todas aquellas piernas llegó también el perrillo amarillo enseñando los dientes y ladrando, con el pelo del lomo todo erizado y los ojos relampagueando de odio.

Mientras abrazaba a mi hija hice que se acercaran mis amigos. El Ratón estrechó la mano a Jesus y le felicitó por su niña. Intentó besar a Benita en la mejilla, pero ella se apartó. Navidad levantó a Pascua muy por encima de su cabeza, casi la arrojó por el aire, y la niña rio con unas ganas que jamás había demostrado en mi presencia.

– Papá -dijo Feather, apartándose, pero con los dedos enlazados detrás de mi cuello-. Lo siento mucho.

– ¿El qué?

– Haberte hecho daño.

Yo quería negarlo. Quería decirle que no podía hacerme daño, que yo era un padre y estaba más allá del dolor y las lágrimas que son tan importantes para los niños. Quería hacerlo, pero no pude. Porque sabía que si hubiese intentado negar lo que ella afirmaba, ella habría notado el dolor que había en mi corazón.

– Anda, enséñame la casa, cariño -dije.

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