Fui en coche hasta los grandes almacenes Sears, Roebuck y compañía, del este de Los Angeles, y compré una escopeta de aire comprimido de gran potencia con tres cartuchos y un tubo lleno de munición de 6 mm. Luego me fui hasta Hooper con la calle Sesenta y cuatro. En la esquina de ésta había una casa que se había quedado vacía tras los disturbios; era una casita muy pequeña en un terreno enorme. Quizá por eso las ventanas no estaban rotas, porque había que salir allí, a plena vista, para tirar una piedra a los cristales.
En tiempos la casita había sido de un amarillo intenso, pero la pintura se había ido desgastando hasta quedar casi gris. Sólo quedaban manchas de color aquí y allá. El césped estaba muy crecido y seco.
La puerta delantera tenía un candado puesto. Lo forcé y entré. La casa estaba completamente vacía. No había ni un solo resto de muebles o alfombras, ni un solo cuadro, ni bombillas siquiera. Hacía mucho tiempo que nadie vivía allí.
El patio trasero también estaba tan reseco y vacío como la parte delantera. Hubo un garaje en el extremo más alejado del terreno, pero se había hundido y ahora sólo quedaban un montón de tablas desordenadas.
Era el lugar perfecto para mis propósitos.
Al otro lado de la calle se encontraba otro edificio abandonado, una casa de vecinos de tres pisos clausurada por el ayuntamiento. A diferencia de la casita que acababa de visitar, ese edificio ocupaba todo el terreno. Detrás encontré un caminito oscuro de cemento que conducía a un callejón.
Después de toda aquella investigación llevé mi coche hasta el callejón, busqué la puerta trasera del edificio de vecinos, entré y subí hasta el tejado cubierto de tela asfáltica. Estaba muy sucio, lleno de latas de cerveza y envoltorios de condones vacíos. Era una zona de recreo nocturna para las jovencitas que compartían dormitorio en la habitación de sus padres y recién casados que salían con las amigas de sus consortes porque se habían dado cuenta demasiado tarde de que se habían equivocado.
Me dirigí hacia la cornisa delantera del edificio que daba al terreno donde había invertido Jewelle. Allí cogí mi escopeta de aire comprimido y la cargué con un cartucho nuevo de gas. Disparé a un tubo de chimenea de hojalata con una bala grande de plomo. El impacto soltó el cilindro de metal de sus anclajes.
Volví a guardar de nuevo la escopeta de aire comprimido en su funda, levanté un poco la tela asfáltica de la cornisa y metí debajo el estuche, esperando allí a que todo encajara.
A media manzana de distancia me detuve en una cabina telefónica. Tenía tres monedas en el bolsillo y me prometí que antes de que hubiese acabado el día las habría gastado todas.
Marqué el primer número que tenía apuntado en una tarjeta, en la cartera.
– Despacho oficial -respondió la voz de un hombre.
Los insultos acudieron a mis labios, pero conseguí acallarlos. El desprecio, el odio y la rabia hervían en mi garganta, pero conseguí mantener la voz serena. Quería usar un tono calmado para decirle quién era, pero sólo dije:
– ¿Coronel?
– ¿Quién es?
– Easy Rawlins.
– Señor Rawlins, ¿qué se le ofrece?
– Coronel, no fui sincero del todo cuando nos vimos en mi despacho.
– ¿Ah, no? ¿Y qué más quiere?
– Yo… bueno, conocía a una mujer llamada Laneer. Estaba casada con Craig Laneer.
– ¿Ah, sí?
– Faith me dio una copia de la carta que usted dice que Craig le envió, sólo que esa carta prueba que Sammy Sansoam y los demás están traficando con drogas.
El silencio que guardó Bunting al otro lado de la línea era delicioso.
– Tengo que ver esa carta, señor Rawlins.
– Ah, sí -repliqué-. Ya lo sé.
– ¿Puede traérmela?
– No, no señor. Tengo miedo. He intentado llamar a Faith, pero no contesta. ¿Sabe?, creo que le ha podido pasar algo.
– Necesito esa información, señor Rawlins.
– Podría enviársela -dije.
– No. Tráigamela hoy. Tenemos que actuar rápidamente. No hay tiempo para esperar al correo.
Esta vez fui yo el que se quedó silencioso.
– Señor Rawlins -dijo Bunting.
– ¿Habrá alguna recompensa o algo si le entrego esto?
– Si la carta conduce a una acusación, podemos pagarle hasta quinientos -dijo.
– ¿Dólares?
– Sí.
– ¿Conoce una casa que hay en la Sesenta y cuatro con Hooper? -le di la dirección mirando mi reloj para controlar el tiempo. Eran las 11.17-. Nos encontraremos a las 16.00. Para entonces estaré allí.
El repitió la dirección y luego me dijo que estuviera allí, o que si no tendría que llamar a la policía y cursaría una orden de detención en mi contra.
– Allí estaré -dije-. Desde luego.
Volví a mi atalaya en el tejado. Allí sentado pensé en Bonnie de una manera distante, casi nostálgica. Tantas cosas habían ocurrido que ya casi no notaba mi corazón roto. Bonnie habría comprendido lo que yo estaba haciendo. Ella no creía en eso de quedarse sentado cuando se ha cometido un crimen. De alguna manera, ella era como Navidad.
A las 12.11, Sammy Sansoam y Timothy Bunting aparecieron frente a la casa abandonada. Sammy se deslizó por la cancela y se fue a la parte de atrás, mientras Tim merodeaba por la acera un minuto o dos. Luego el coronel, o ex coronel o lo que demonios fuera, se dirigió hacia la puerta delantera. Cuando llegó allí apareció Sammy. Ambos miraron a su alrededor y desaparecieron en el interior de la casa.
– Melvin Suggs -respondió al primer timbrazo.
– Hola.
– ¿Easy? ¿Qué tienes para mí?
– Sé de buena fuente que alguien ha visto a Pericles Tarr vivito y coleando. Ésta escondido con una chica llamada Nena Mona.
– ¿Dónde?
– Capitán Rauchford.
– Hola. Mire, estoy aquí en Hooper con la Sesenta y cuatro -atronó una voz profunda desde mi interior-. Esa casita pequeña en el solar vacío. Hay seis tíos ahí. He oído que mi novia hablaba con ellos por teléfono.
– ¿Quién es? -preguntó Rauchford, y colgué el teléfono.
Los mayores errores se producen de una forma limpia, precisa. El ejército alemán entró en Rusia como una bayoneta caliente en una cuba de mantequilla, y se ahogaron en su propia mierda.
Yo pensaba aquellas cosas cuando llegó el primero de los silenciosos coches de policía allí, frente al terreno de Jewelle. Veinte polis se desplegaron mientras yo apuntaba con mi arma. Se estaba congregando una multitud, pero ninguno de ellos estaba en la línea de tiro.
Apreté el gatillo. El silencioso disparo pasó por encima de las cabezas de los policías. Yo había sido tirador durante la guerra; estaba seguro de que había dado al cristal. Volví a disparar una y otra vez, pero no ocurrió nada.
El capitán Rauchford se disponía a usar un megáfono potente para advertir al Ratón y a su cohorte. Los policías tenían también los rifles a punto.
Disparé de nuevo y la ventana delantera de la casita saltó hecha añicos.
Era lo único que necesitaban los hombres de Rauchford. Abrieron fuego. Los transeúntes reaccionaron con rapidez, los hombres se agacharon y las mujeres se pusieron a chillar. El humo empezó a alzarse desde la falange de ejecutores. Los niños se quedaron muy quietos viendo que los policías disparaban sus armas. Siguieron disparando hasta que las paredes quedaron como un colador, hasta que esas mismas paredes cayeron hacia dentro y el techo se desplomó, y hasta que dieron a la tubería del gas y se alzaron las llamas entre las ruinas.
Durante cinco minutos los policías fueron disparando y recargando, disparando y recargando de nuevo.
Luego, Rauchford dio el alto el fuego y yo fui avanzando de bruces hacia la trampilla, me llevé mi escopeta de aire comprimido escaleras abajo y corrí por el caminito trasero hasta mi coche. Me alejé sin mirar atrás. No me sentía feliz por las muertes que había provocado, pero tampoco triste.
Cuando volví a la habitación de mi motel, llamé al apartamento de Lynne Hua.
– Hola.
– Soy Easy, Lynne.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Nada, ¿por qué?
– Tu voz -dijo ella-. Pareces un muerto viviente.
– Déjame hablar con el Ratón.
– Hola, Easy -dijo el Ratón un momento después-. ¿Quieres que vayamos a hacernos cargo ahora del asunto aquél?
– Ya lo has hecho -dije.
– ¿Cómo?
– Alguien le contó a la policía que estabas en una casa en la calle Sesenta y cuatro. Han averiguado enseguida que no estabas ahí, y que los que estaban eran aquellos soldados. Pon las noticias, ya verás.