Me habían distraído de mi inspección del pequeño y pulcro hogar, pero no me habían descarrilado del todo. Aquellos soldados no venían para el tipo de búsqueda que yo quería llevar a cabo. O bien habían venido a buscar a Black o no; no había sutileza alguna en su intrusión.
Para satisfacer su curiosidad habrían necesitado un cuerpo muerto o un cubo de sangre derramada, y era obvio que no conocían demasiado bien a Navidad, o de otro modo habrían venido a buscarle por tres direcciones distintas, con las armas empuñadas y amartilladas. Navidad Black era un asesino entrenado por el gobierno, uno de los mejores de su clase en todo el mundo.
Volví a mi asiento en el pequeño sofá azul y miré a mi alrededor. Al cabo de un rato espié de nuevo a aquel abejorro. No se había movido desde hacía bastante tiempo.
Había una pared que se suponía que era una cocina hacia el fondo del apartamento. Los fogones estaban vacíos y el fregadero también. No había nada en la pequeña nevera, y lo único que ofrecía la mesita de comedor para dos personas era un par de pesadas sillas de arce. Me llevé una de las dos al rincón donde estaba antes de pie el soldado condecorado. Me subí y miré hacia las profundidades del pequeño agujero negro que me había parecido un abejorro. Sólo una bala podía haber creado aquella diminuta y perfecta cavidad.
Junto con la licencia de detective yo llevaba un lápiz del número 2 en el bolsillo de la camisa. Lo metí en el agujero. La gomita rosa señaló hacia el rincón más alejado del pequeño sofá.
Fui hacia allá y me agaché a cuatro patas junto al asiento de gomaespuma. Estaba a punto de inspeccionar la pared y el suelo cuando una oleada de miedo me invadió.
¿Y si Clarence Miles era más listo de lo que yo pensaba?
Quizás hubiese salido para esperar a que yo investigase un poco más. Su plan podía ser abalanzarse sobre mí, quitarme lo que hubiese encontrado y luego que uno de sus soldados me ejecutase, por si acaso.
Me puse en pie gruñendo, caminé hacia la puerta y la cerré. Luego volví al rincón, colocando mi pistola en el suelo para tener un acceso fácil. Allí, en la pared blanca, había una mancha roja muy débil. No era un goterón, ni una salpicadura, pero habían lavado algo lo mejor posible, dado el tiempo del que disponían.
Si Navidad hubiese tenido noventa minutos, habría ido a la ferretería y habría pintado encima de la sangre derramada por él.
El sofá ahora se encontraba frente a la puerta principal. Me senté en él de nuevo e intenté imaginar lo que había pasado. Quienquiera que hubiese recibido los disparos se encontraba en medio de la habitación cuando se vio sorprendido por su asaltante. La víctima iba armada y probablemente llevaba la pistola empuñada; debió de volverse rápidamente pero recibió un disparo mientras apretaba el gatillo de su arma. Cayó hacia atrás y por eso el disparo dio arriba, junto al techo.
Había otras posibilidades. Quizá la víctima estuviera poco familiarizada con el uso de armas de fuego, de modo que el disparo salió mal. Aun así, Navidad pudo disparar a aquel novato; él (o ella) iba armado, obviamente. Pero dudo de que fuese un atracador casual el que entró, o un vecino travieso; no con Clarence Miles y sus chicos por ahí alrededor. El asaltante, creía yo, era alguien que se proponía hacer daño a Navidad. Ese alguien iba armado y estaba entrenado en el uso de su arma.
Quienquiera que fuese ahora ya estaba muerto. Su asesino era Navidad Black, de eso en mi mente no quedaba la menor duda. Sólo Navidad podía haber limpiado tan escrupulosamente después de matar de esa manera.
Navidad esperaba un ataque, o quizá tuviese un sistema de aviso que le dijo cuándo se acercaba su enemigo. Salió por la puerta lateral, luego fue hacia atrás, y dio la vuelta hacia delante. Llegó rápidamente, disparó al invasor, luego lo limpió todo y eliminó el cuerpo de alguna manera, y se dirigió hacia otro escondite que tenía preparado ya semanas antes.
Confiaba mucho en mi hipótesis. Navidad había matado como medio de subsistencia durante la mayor parte de su vida. Fue educado por una familia entera de asesinos del gobierno. Seguro que oyó abrirse la puerta principal del bungaló. En el tiempo que le costó al asesino entrar en el apartamento, Navidad ya estaría fuera.
Pero ¿qué pasó con el cuerpo?
Fuera de nuevo, fui andando en torno a los dos edificios destartalados. Era 1967, y Los Angeles todavía no estaba tan poblado. La parte trasera de la iglesia era un enorme solar vacío antes de que colocaran allí aquellos dos bungalós prefabricados.
La parte de atrás de la propiedad era accesible por un camino sin pavimentar que conducía a una callecita pequeña y sin nombre, al menos aparente. El solar estaba sembrado de latas de cerveza, envoltorios de condón y paquetes de cigarrillos vacíos. Junto a la casa había una carretilla. La habían limpiado escrupulosamente.
No había rastro alguno entre los hierbajos desde la parte lateral de la casa hasta el camino, pero Navidad había aprendido a esconder sus idas y venidas a ojos tan agudos como los del Vietcong. Habría podido disimularlo.
Fui andando bajo el cielo del anochecer hacia el camino. Había sauces a cada lado del camino de tierra compacta, pero no casas. A mitad de camino de la calle sin nombre di con un cobertizo decrépito hecho de tela asfáltica y hojalata.
No había tampoco ninguna huella de carretilla, pero es que Navidad era muy bueno.
En el interior del cobertizo se encontraba una acumulación de objetos dejados por trabajadores de la construcción, borrachos, amantes, prostitutas y sus clientes y niños curiosos. Había excrementos de animales, pilas de herramientas usadas, lonas impermeables y recipientes de metal y de plástico de todo tipo.
En un rincón se veía un cajón enorme de embalaje lleno a reventar de todo tipo de trapos, marcos de metal y muebles rotos. Ese cajón me llamaba ya desde que me había dado cuenta de que el abejorro no se movía.
Después de recibir mi licencia como investigador, Saul Lynx, el detective judío, me enseñó qué herramientas necesitaba un investigador privado.
– Necesitas cosas que no se perciban como criminales -me dijo un día mientras sus hijos mulatos corrían y jugaban a nuestro alrededor en su hogar de View Park-. Nada de herramientas especiales para abrir cerraduras, más bien un tubo delgado de metal con una muesca en un lado que se haya producido por accidente. Eso te servirá para la mayoría de puertas y coches. También tendrías que llevar un par de guantes en el bolsillo de atrás…
Así que saqué los guantes e inspeccioné el cajón. En uno de los lados, completamente liso, se encontraban las cabezas de ocho clavos nuevecitos introducidos recientemente. Encontré un viejo destornillador y los saqué, y aparté ese lado del cajón.
El cadáver no me sorprendió lo más mínimo. Tampoco me molestó demasiado, la verdad. Ya había visto un montón de muertos en mi vida; la mayor parte de ellos asesinados por su raza o nacionalidad. De camino hacia New Iberia, Louisiana o Dachau los había visto muertos a tiros, ahorcados, reventados por explosiones, linchados, gaseados, quemados, torturados, muertos de inanición. Un cadáver más no me iba a poner nervioso.
Era joven, llevaba ropa oscura. Tenía un agujero de bala limpio y pequeño encima del ojo izquierdo, la mirada fija y el rostro cubierto de hormigas. La colonia de la reina lo había reclamado; miles de aquellas pequeñas socialistas se arremolinaban sobre su piel pálida y sus ropas oscuras. Estaba seguro de que habrían eliminado cualquier cosa que pudiera identificarle, pero no necesitaba ningún nombre. Su cabello rubio estaba cortado al estilo militar y su calzado eran unas botas negras de combate de origen militar. Era un explorador del buen capitán y sus valientes hombres.
Volví a colocar el lateral del cajón de embalaje y dejé aquel cobertizo funerario. Fui andando por la calle sin nombre y caminé por el vecindario.
Todavía era bastante temprano.
Mientras volvía de nuevo dando un rodeo hacia Centinella y a mi coche, mi mente derivó de nuevo hacia Bonnie. Ella era el amor de mi vida, ahora y siempre. Amaba a otro hombre, quizá no tanto como a mí, pero lo bastante para que el otro se la ganara.
Intenté imaginar si habría podido seguir viviendo con ella. Había un diálogo entablado en mi interior casi cada día desde que le enseñé la puerta. Y todos llegaba a la misma conclusión: no hubiera podido soportar dormir junto a ella mientras estaba pensando en él.
Montañas de cadáveres y soldados criminales eran algo que no significaba nada comparados con la pérdida de Bonnie Shay.