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Al llegar a la oficina a las nueve de la mañana del día siguiente, vi que el abogado de Bobby me había enviado una copia del primer informe del accidente, junto con las notas relativas a la investigación incoada y muchas fotos en color que revelaban con detallismo satinado lo destrozado que había quedado el coche de Bobby y cómo se había producido la muerte de Rick Bergen a consecuencia de la caída. El cadáver, aplastado y magullado, se había encontrado en mitad de la pared montañosa. Aparté los ojos de la fotografía como si me hubiesen puesto en la cara un foco potentísimo y un escalofrío me recorrió el espinazo. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para observar los detalles con objetividad. Las luces del fotógrafo de la policía habían falseado el escenario negro de la noche de tal manera que la muerte parecía exageradamente truculenta, como en esas películas de terror donde el presupuesto y el guión no dan para más. Repasé por encima la colección entera hasta que di con las que recogían las imágenes del accidente en cuanto tal.

El Porsche de Bobby se había llevado por delante un buen pedazo de pretil, había partido por la base una carrasca, arañado rocas y cavado una trinchera entre los matojos, dando al parecer cinco o seis vueltas de campana antes de quedar inmóvil en el fondo del desfiladero, convertido en un amasijo de metales doblados y vidrios rotos. Se había fotografiado el coche desde perspectivas distintas, por delante y por detrás, para dar constancia de su posición relativa respecto de diferentes puntos del terreno; también había primeros planos de Bobby antes de que los de la ambulancia lo sacaran del coche. "Mierda", murmuré entre dientes. Dejé estar las fotos unos instantes y me llevé la mano a los ojos. Aún no me había tomado el café matutino y allí me tenías mirando un par de cuerpos forrados con sus propias entrañas.

Abrí el balcón y salí a tomar un poco el fresco. A mis pies, State Street estaba en orden y en silencio. Había poco tráfico y los peatones obedecían las señales como si fueran protagonistas de una de esas películas educativas que se pasan en los colegios para que los niños aprendan a andar por la calle. Los ciudadanos parecían gozar de buena salud y paseaban por las aceras con los miembros intactos y la carne cubriéndoles los huesos, como está mandado. El sol brillaba en un cielo sin nubes y las ramas de las palmeras permanecían inmóviles, ya que no soplaba la menor corriente de aire. Todo parecía de lo más normal, aunque sólo por el momento y hasta donde la vista me alcanzaba. Donde menos se esperaba podía saltar la muerte, igual que esos muñecos siniestros que salen de repente de una caja, con una mueca de crispación asesina.

Volví al interior, preparé la cafetera de filtro, me senté a la mesa, repasé otra vez las fotos y me puse a leer con atención y detenimiento los informes de la 'policía. Había también una copia del resultado de la autopsia de Rick Bergen, y advertí que la había practicado Jim Fraker, que por lo visto se dedicaba también a aquellos menesteres en el St. Terry. Santa Teresa es demasiado pequeña para que la policía tenga su depósito de cadáveres particular y su propio forense, y hay que contratar a especialistas ajenos a la administración.

El informe redactado por el doctor Fraker reducía pragmáticamente el fallecimiento de Rick a una serie de observaciones sobre el traumatismo craneocerebral sufrido por la víctima, con todo un catálogo de abrasiones, contusiones, avulsiones en el intestino delgado, laceraciones en el mesenterio y daños óseos en cantidad y proporción suficiente para garantizar el viaje de Rick al otro mundo.

Cogí la máquina de escribir y abrí un expediente a nombre de Bobby Callaban. Me tranquilizó someter el caos de datos aislados que obraba en mi poder a una escueta relación cronológica. Registré el cheque que me había dado Bobby, tomé nota del número de factura y archivé la copia del contrato que habíamos firmado. Apunté el nombre y dirección de los padres de Rick Bergen y de la ex novia de Bobby, y elaboré una lista de las personas que se habían encontrado en casa de Glen Callaban la noche anterior. No improvisé ninguna hipótesis. No incluí opiniones personales. Me limité a mecanografiar lo que sabía, agujereé los papeles con la perforadora de agujero doble, los inserté en una carpeta de tapas blandas y guardé esta última en el archivador.

Consulté la hora. Las diez y veinte. El régimen fisioterapéutico de Bobby consistía en tandas diarias de ejercicios, el mío en visitas al gimnasio los lunes, miércoles y viernes. Puede que aún estuviera allí. Cerré el despacho, bajé por las escaleras de atrás y fui a buscar el coche. Puse rumbo a Santa Teresa en Forma, llené el depósito en el camino y pesqué a Bobby cuando ya salía del edificio. Aún tenía el pelo húmedo a causa de la ducha, y de la piel le emanaba el olor perfumado del jabón Coast. A pesar de la parálisis facial, del brazo izquierdo inutilizado y de la cojera, parte del antiguo Bobby Callaban, joven y fuerte, seguía resplandeciendo entre las ruinas con el saludable aspecto de los surfistas californianos. En las fotos lo había visto hecho pedazos y al compararlo ahora con las imágenes del pasado me parecía milagrosamente entero, aun con las cicatrices que le cuarteaban la cara como tatuajes hechos por un aprendiz. Al verme, esbozó una sonrisa quebrada y se limpió el mentón con un gesto automático.

– No esperaba verte aquí esta mañana -dijo.

– ¿Cómo han ido los ejercicios?

Cabeceó en sentido lateral, como para decir "así así". Le enlacé el brazo con el mío.

– Quisiera pedirte algo, pero no estás obligado a aceptar -dije.

– ¿Qué es?

Titubeé antes de decírselo.

– Quiero que me acompañes al desfiladero y me indiques el lugar por donde cayó el coche.

La sonrisa le desapareció de la cara. Apartó los ojos de mí y se puso otra vez en movimiento, avanzando hacia el coche con los saltitos rítmicos de siempre.

– De acuerdo, pero antes quisiera pasar por el hospital para ver a Kitty.

– ¿Le permiten recibir visitas?

– Sé cómo entrar -dijo-. Los minusválidos molestan a la gente y por lo general consigo lo que quiero.

– Niño mimado -dije.

– Hay que sacarle partido a todo -replicó, algo avergonzado.

– ¿.Quieres coger el coche?

Negó con la cabeza.

– Lo dejaremos en casa e iremos en el tuyo.

Esperé en el parking de las visitas del St. Terry mientras Bobby iba a ver a Kitty. Supuse que ya se habría recuperado, que seguiría cabreada y que estaría armando las mil y una en el pabellón psiquiátrico. No me apetecía ver el espectáculo. Ya hablaría con ella al cabo de un par de días, por ahora era preferible que se calmase. Puse la radio y tabaleé en el volante al ritmo de la música. Dos enfermeras cruzaron el parking con su uniforme blanco, zapatos blancos, medias blancas y una capa azul marino que parecía de la época de la primera guerra mundial. Por fin salió Bobby del edificio y se acercó cojeando y con cara de preocupación. Entró en el coche. Apagué la radio, encendí el motor y salí del parking reculando.

– ¿Todo bien?

– Sí, por supuesto.

Estuvo en silencio mientras yo ponía rumbo a las afueras y giraba a la izquierda para tomar la carretera de segundo orden que cruza el arrabal de Santa Teresa que se alza al pie de las colinas. El cielo estaba despejado y era de un azul desangelado, como el de esas pinturas semibrillantes que se aplican con rodillo. Hacía calor, las montañas eran pardas, estaban resecas, como gavillas de leña amontonadas. Los matojos que bordeaban la carretera se habían decolorado y adquirido un matiz pajizo; de tarde en tarde veía algunos lagartos encaramados a las rocas, grises, inmóviles, semejantes a ramas de árbol.

Llegamos a la cuesta. La estela doble de la carretera asfaltada se retorcía formando ángulos que ascendían la falda de la montaña. Cambié dos veces de marcha, pero el Cucaracha se quejó de todos modos al emprender la subida.

– Me pareció recordar algo -dijo Bobby por fin-. Pero no lo acababa de concretar. Por eso quería ver a Kitty.

– ¿Qué era?

– Yo tenía un cuaderno de direcciones. Pequeñito, con tapas de piel, del tamaño de una baraja. Barato. Rojo. Se lo di a alguien para que me lo guardase, pero he olvidado a quién. -Se detuvo y cabeceó vencido por la confusión.

– ¿Recuerdas por qué era importante?

– No. Recuerdo que estaba nervioso por algo relacionado con él, que era mejor no llevarlo encima porque era peligroso para mí, por eso se lo confié a otra persona. Pensaba recuperarlo después, esto lo recuerdo con claridad. -Se encogió de hombros y lanzó un bufido irónico-. Tantas precauciones y ya ves.

– ¿Fue antes o después del accidente?

– No lo sé. Sólo recuerdo que se lo di a alguien.

– ¿Y no era peligroso para la persona a quien se lo diste?

– Creo que no. Hostia. -Deslizó el trasero en el asiento para apoyar la cabeza en el respaldo. Oteó por el parabrisas.

El perfil de las montañas grises de la izquierda y en cuya cima estaba el desfiladero-. No soporto esta sensación. No, Soporto saber que supe algo a lo que ahora no tengo acceso. Es como una imagen aislada y sin detalles. Sin ninguna pista para la memoria y sin forma por tanto de situarla en el tiempo. Es como recomponer un rompecabezas sobre un tablero agujereado.

– Pero ¿qué ocurre cuando no puedes recordar? ¿Se recupera algo de información o sencillamente ha dejado de existir?

– A veces recuerdo cosas, pero por lo general tengo la memoria en blanco… como un agujero en el fondo de una caja por el que se ha salido lo que hubiera dentro.

– ¿Qué hizo que te acordaras del cuaderno?

– Lo ignoro. Estaba mirando en un cajón y de pronto vi el bloc de piel encarnada que hacía juego con el cuaderno. Fue algo impensado, como un relámpago asociativo.

– Guardó silencio. Me volví para mirarle y me di cuenta de que estaba en tensión. Empezó a darse masajes en la mano inútil, a ordeñarse los dedos como si fuesen ubres alargadas de caucho.

– ¿Kitty no sabía nada?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué tal está? -añadí.

– Ya se puede levantar. Creo que Derek pasará a verla más tarde… -Se interrumpió. Faltaba poco para la cima y empezó a temblarle un músculo próximo al ojo izquierdo.

– ¿Está seguro de que puedes aguantarlo? -le pregunté.

Miraba con suma atención a un lado de la carretera.

– Es aquí. Para donde puedas.

Miré por el espejo retrovisor. Tenía detrás tres vehículos pero la carretera a partir de aquel punto comenzaba a tener dos carriles en vez de tres. Me hice a la derecha y vi un andén cubierto de grava para aparcar. El puente, con sus pretiles bajos de cemento, se encontraba a diez metros de nosotros. Bobby estaba inmóvil mirando a la derecha.

El valle se abre en el punto donde la carretera comienza a descender, y las montañas se prolongan hasta el infinito en una sucesión de ondulaciones de color lila que se incrustan en el borde inferior del cielo. El calor de agosto despertaba vapores trémulos y silenciosos. La tierra era allí primitiva, como si no hubiera cambiado en miles de años. Las hayas virginianas moteaban a lo lejos el paisaje, hirsuto, sombrío y jorobado como un bisonte. Hacía meses que no llovía y todo parecía calcinado e incoloro.

A pocos pasos de nosotros, el arcén se curvaba y caía en picado para formar el precipicio traidor que hacía nueves meses había estado a punto de causarle la muerte a Bobby. La valla metálica de la carretera se había reparado, pero en el puente faltaba aún un pedazo de pretil.

– El coche que nos seguía empezó a darnos topetazos nada más llegar a la cima de la montaña -dijo. Pensé que iba a continuar y esperé.

Se adelantó unos pasos, la grava le crujió bajo las suelas. Saltaba a la vista que estaba inquieto cuando se asomó para contemplar la pared del desfiladero. Volví la cabeza para mirar los escasos coches que pasaban. Ninguno nos prestó la menor atención.

Observé el lugar con detenimiento, reconocí uno de los pedruscos arañados que había visto en las fotos y, más abajo, el tocón de la carrasca cortada por la base. La policía de Santa Teresa había limpiado la zona de todo rastro del accidente, así que era absurdo coger una lupa o ponerse a buscar hilachas en los matojos.

– ¿Has estado alguna vez a punto de morir? -dijo volviéndose.

– Sí.

– Recuerdo que pensé: ya está, me ha llegado la hora. Se me desconectaron todos los cables. Me sentí como una planta arrancada de raíz. Flotando en el aire. -Hizo una pausa-. Luego tuve frío, me dolía todo, la gente me hablaba y no entendía ni una palabra. Eso fue en el hospital.

Habían transcurrido dos semanas. Desde entonces me pregunto si será así como se sienten los recién nacidos. Igual de confusos y desorientados. Indefensos. Tenía que esforzarme lo indecible para mantenerme en contacto con el mundo. Para echar raíces nuevas. Sabía que podía elegir. Nada me atraía, nada me ataba y era muy fácil dejarme ir como un globo y alejarme volando.

– Pero te quedaste.

– Jo, por decisión de mi madre. Veía su cara cada vez que abría los ojos. Y cuando los cerraba, oía su voz. "Ya verás cómo salimos de ésta, Bobby", me decía. "Entre los dos lo conseguiremos."

Volvió a guardar silencio. Pensé: Dios mío, tiene que ser fabuloso tener una madre que te quiera tanto. Mis padres habían fallecido cuando yo tenía cinco años, en un accidente de tráfico espantoso. Era domingo e íbamos de excursión; nos dirigíamos a Lompoc cuando un peñasco inmenso se desprendió de la montaña y nos cayó en la parte delantera del coche. Mi padre murió en el acto y chocamos. Yo iba en el asiento de atrás, y a causa del impacto, me estrellé contra el suelo y quedé empotrada en el chasis. Mi madre tardó un rato en morir, gimió, lloró y al final cayó en un mutismo que intuí de mal agüero y definitivo. Atrapada entre los muertos que amaba y que me habían abandonado para siempre, tardaron horas en sacarme del vehículo destrozado. Se hizo cargo de mí una tía que no tenía pelos en la lengua, que me educó lo mejor que supo y que me quiso muchísimo, pero era tan pragmática que fue incapaz de darme algo que también necesitaba.

Bobby había estado rodeado de un amor tan grande que había sido este amor lo que lo había rescatado de la tumba. Era extraño, pero a pesar de estar hecho un inválido me dio tanta envidia que los ojos se me anegaron en lágrimas. Se me formó una burbuja de risa y me miró con desconcierto. Saqué un pañuelo de papel y me soné la nariz.

– Acabo de darme cuenta de que te envidio un montón -dije.

Sonrió con melancolía.

– Por algo se empieza.

Volvimos al coche. No había habido ninguna reacción rememorativa, pero yo había visto el pozo hediondo al que había sido arrojado y había sentido que se estrechaba el vínculo que nos unía.

– ¿Has vuelto alguna vez desde el accidente?

– No. No tenía valor suficiente y nadie me lo sugirió nunca. Sólo de verlo me he puesto a sudar.

Puse el coche en marcha.

– ¿Te apetece una cerveza?

– ¿Te apetece a ti un bourbon con hielo?

Fuimos al pub La Diligencia, que está junto a la carretera principal, y estuvimos charlando el resto de la tarde.

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