Al llegar la moda del aerobic fue más bien lógico que las galerías angostas de suelo de madera se transformaran en hornos crematorios de grasa para las mujeres que suspiraban por estar delgadas y en forma. Pregunté por Carric y la mujer de la entrada señaló sin decir nada hacia el lugar de donde provenía la música ensordecedora que impedía todo intento de conversación. Seguí la prolongación de su índice y doblé la esquina. A mi derecha había una barandilla hasta la cintura desde la que pude ver, en la planta inferior, una clase de aerobic en plena actividad.
La acústica era infernal. Mientras estuve mirando desde la galería, la música estuvo sonando sin parar a todo volumen. Carric daba gritos de ánimo, y quince de las ciudadanas más esculturales de Santa Teresa se ejercitaban con un fanatismo que pocas veces he tenido ocasión de ver. Por lo visto había llegado en el momento más frenético de la clase. Las elevaciones de nalgas tenían algo de obsceno: enfundadas en un body ceñidísimo y echadas de espaldas, las mujeres se dedicaban a gemir mientras metían y sacaban la pelvis como si estuvieran debajo de compañeros invisibles que las achucharan al unísono.
Carric St. Cloud fue una sorpresa. Por el nombre se habría dicho que era la finalista de algún concurso de belleza para adolescentes o una actriz principiante que en realidad se llamaría Wanda Maxine Smith. Me la había imaginado con buen tipo, aunque nada fuera de lo corriente, la típica surfista californiana, rubia, con dentadura de anuncio de dentífrico y tal vez con alguna debilidad por el zapateado. No era nada de esto.
No tendría más de veintidós años, tenía un cuerpo escultural y musculoso, y un pelo negro que le llegaba hasta la cintura. La cara era de rasgos acusados y enérgicos, como un busto griego, boca carnosa y barbilla redondeada. El body, que llevaba era un Spandex amarillo que le marcaba las espaldas anchas y caderas estrechas típicas de los gimnastas. Por lo que vi, no había en su anatomía ni un gramo de grasa.
De sus pechos no había mucho que decir, aunque producían un efecto muy femenino a pesar de todo. No era un pendón de playa. Se tomaba en serio a sí misma, sabía qué significaba estar en forma y pasaba de un ejercicio a otro sin jadear siquiera. A las otras mujeres se les notaba que hacían esfuerzos. Di gracias al cielo por limitarme a trotar cinco kilómetros al día. Nunca tendría su buen aspecto, pero tampoco salía perdiendo con el cambio.
Carric ordenó a la clase que practicara movimientos de relajación, un estiramiento pausado y un par de posturas de yoga, y dejó a las alumnas tiradas en el suelo igual que soldados heridos en un campo de batalla. Apagó la música, cogió una toalla, hundió el rostro en ella y abandonó la sala por una puerta que había justo debajo de mí. Busqué las escaleras, bajé y la alcancé junto al surtidor de agua que había a la entrada de las taquillas. El pelo le caía por los hombros como la toca de una monja y tuvo que atárselo y echárselo a un lado para que no se le mojara al beber.
– ¿Carric?
Se enderezó y se secó un hilo de sudor con la manga del body, la toalla ahora alrededor del cuello, igual que un boxeador nada más abandonar el ring.
– Sí.
Le dije quién era yo y a qué me dedicaba y le pregunté si podíamos hablar sobre Bobby Callahan.
– Bueno, pero tendrá que ser mientras me adecento. A mediodía tengo que estar en un sitio.
Cruzamos una puerta y accedimos a la sala donde estaban las taquillas. La sala en cuestión carecía de forma y límites concretos, un mostrador la flanqueaba por la derecha hasta la mitad y había filas de taquillas metálicas y una serie de secadores del pelo adosados a la pared. Las baldosas eran de un blanco purísimo, todo el lugar estaba limpio como una patena, había bancos de madera clavados al suelo y espejos por todas partes. Las duchas estaban a mi izquierda, no las veía pero las oía funcionar. Empezaron a entrar las mujeres y supe que las risas aumentarían de volumen a medida que la sala se fuese llenando.
Carric se quitó los zapatos y se despegó el body como quien pela un plátano. Me puse a buscar un sitio donde instalarme. Tengo por norma no entrevistar a señoras desnudas en una estancia llena de cotorras que se despelotan. Advertí que olían igual que los héroes de Santa Teresa en Forma y pensé que era justo que así fuese.
Aguardé mientras se remetía el pelo bajo un gorro de plástico y se dirigía a las duchas. Las mujeres, en el ínterin, desfilaron de aquí para allá más o menos desvestidas. Era un alivio verlas. Como contemplar versiones múltiples de un solo modelo inicial: pechos, nalgas, vientres y pubis. Parecían sentirse bien consigo mismas y había entre ellas una camaradería que me gustó.
Carne volvió de la ducha envuelta en una toalla. Se quitó el gorro de baño y sacudió la cabellera morena. Me habló por encima del hombro mientras se secaba.
– Pensaba ir al entierro, pero me faltó valor. ¿Estuviste?
– Sí, yo sí que fui. Hacía muy poco que conocía a Bobby, pero de todos modos lo pasé muy mal. Tú salías con él cuando tuvo el accidente, ¿no?
– Bueno, acabábamos de romper. Salimos durante dos años y nos peleamos. Quedé embarazada, entre otras cosas, y aquello fue el final. El aborto lo costeó él, aunque ya no nos veíamos mucho por entonces. Lo pasé muy mal cuando supe lo del accidente, pero me mantuve al margen. Todos pensaron que era una antipática y una cerda, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Habíamos terminado. No iba a correr a su lado para hacerme la santa.
– ¿Oíste algún comentario sobre el accidente?
– Sólo que alguien le obligó a salirse de la carretera.
– ¿Se te ocurre quién pudo hacerlo o por qué?
Tomó asiento en un banco, alzó un pie y se pasó toalla a conciencia entre los dedos.
Pues sí y no. Exactamente quién, no, pero sé que le ocurría algo. Entonces no era muy dado a las confidencias, pero quiso estar conmigo cuando lo del aborto y estuvimos muy unidos durante un par de días. -Alzó el otro pie y se inclinó para observarse los dedos-. El pie de atleta me obsesiona -murmuró-. Disculpa.
Arrojó la toalla a un lado, se levantó, se acercó a una taquilla y sacó la ropa. Se volvió para mirarme.
– No quisiera decirte lo que no es, porque la verdad es que hechos concretos no sé ninguno. Es sólo una impresión que tuve. Recuerdo que me habló de un amigo suyo que estaba en apuros. Y me dio la sensación de que se trataba de un chantaje.
– ¿Chantaje?
– Bueno, sí, pero no en el sentido corriente. Vamos, que no me pareció que se tratara de entregar dinero a otra persona ni nada por el estilo. Nada que ver con las películas. Alguien tenía algo relacionado con otra persona, y era un asunto muy serio. Supuse que Bobby había querido ayudar a su amigo y al parecer encontró la manera… -Se puso las bragas y una camiseta. Por lo visto pensaba que sus pechos eran demasiado pequeños para llevar sostén.
– ¿Cuándo fue eso? -pregunté-. ¿Recuerdas la fecha?
– Bueno, el aborto fue el dieciséis de noviembre y aquella noche estuvo conmigo. Creo que el accidente fue al día siguiente, el diecisiete por la noche, todo la misma semana.
– He revisado los periódicos de principios de septiembre porque pensaba que a lo mejor estaba involucrado en algún asunto conocido. ¿Tienes idea de cuál fue el escenario, el ambiente en que tuvo lugar esta historia? Es que ni siquiera sé qué busco.
Negó con la cabeza.
– No, no sé nada. De verdad. Lo siento, pero ni siquiera puedo hacer suposiciones.
– ¿Crees que el amigo en apuros podía ser Rick Bergen?
– Lo dudo. Conocía a Rick. Si hubiera sido él, Bobby me lo habría dicho.
– ¿Alguien del trabajo?
– Mira, no puedo decirte lo que no sé -dijo con un ramalazo de impaciencia-. Se mostraba muy reservado y yo no estaba de humor para tirarle de la lengua. Ya tenía bastante con haber solucionado lo del aborto. En cualquier caso, como tomé calmantes, dormí mucho, y del resto ni me enteré. Lo que Bobby dijo aquella noche fue hablar por hablar, para hacerme olvidar lo ocurrido y supongo que también para tranquilizarme.
– ¿Te dice algo el apellido Blackman?
– No, creo que no.
Se puso un pantalón de chándal y unas sandalias. Se dobló por la cintura, se echó el pelo por encima de un hombro, se dio un par de pasadas con un cepillo, cogió el bolso, se lo puso en bandolera y se dirigió hacia la salida. Tuve que correr para alcanzarla. Creía que aún no había terminado de vestirse, pero al parecer no pensaba ponerse nada más. ¿Un pantalón de chándal y una camiseta? Cogería un catarro en cuanto saliese a la calle. Sostuve la puerta mientras accedíamos al pasillo.
– ¿Con qué otra gente se veía Bobby por entonces? -le pregunté mientras trotaba a su lado, escaleras arriba, camino de la entrada principal-. Bastaría con un par de nombres. No puedo irme con las manos vacías.
Se detuvo para mirarme.
– Habla. con un chico que se llama Gus. No sé su apellido, pero trabaja en la playa, donde alquilan patines. Creo que Bobby le tenía confianza, estudiaron juntos. Puede que sepa algo.
– ¿Cuáles eran las otras cosas? ¿Dijiste que quedaste embarazada "entre otras cosas"?
Esbozó una sonrisa crispada.
– No seas plasta, por favor. Estaba enamorado de otra. No sé de quién, o sea que no me lo preguntes. Si hubiera sabido lo de la otra, habría roto con él mucho antes. No tuve la menor noticia de su existencia hasta que le dije que estaba embarazada.
Al principio pensé que igual se casaba conmigo, pero cuando me contó que estaba liado en serio con otra, supe lo que tenía que hacer. He de reconocer que, a pesar de todo, se preocupó sinceramente por lo que me ocurría e hizo cuanto pudo. Bobby no tenía nada de falso y en el fondo era un muchacho dulce y amable.
Hizo ademán de alejarse y la sujeté por el brazo mientras pensaba a toda velocidad.
– Carric, ¿cabe la posibilidad de que el amigo en apuros y la mujer con quien estaba liado fueran la misma persona?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
– ¿Te dio por casualidad un cuadernito rojo de direcciones?
– Sólo me dio sufrimiento -dijo, y se alejó sin mirar atrás.
El chiringuito de los patines es una barraca de color verde oscuro que está pegada al parking del muelle. Por tres dólares se pueden alquilar patines durante una hora; no se cobra nada por las rodilleras, coderas y muñequeras, que se prestan para que, en caso de accidente, no se pueda demandar a la casa por los daños sufridos.
No era fácil adivinar el gusto de Bobby en lo tocante a las amistades. Gus era de esos individuos que, cuando los ves en la esquina, te obligan a cerciorarte de que has cerrado bien las puertas del coche. Debía de tener la edad de Bobby, sólo que tenía el pecho hundido, aspecto frágil y una tez de aire enfermizo. Tenía el pelo castaño oscuro y se empeñaba en cultivar un bigote que sólo conseguía acentuar su pinta de fugitivo. De rufianes con peor aspecto me había fiado en esta vida.
Acababa de presentarme y de asegurarme de que Gus era, en efecto, amigo de Bobby, cuando apareció una rubia de pelo volátil y largas piernas bronceadas para devolver unos patines. Observé la operación. Gus.sabía ser simpático a pesar de la primera impresión que producía. Se Hizo el coqueto sin dejar de mirarme de reojo de vez en cuando, para exhibirse, imagino. Aguardé mientras le veía calcular cuánto debía la muchacha. Gus le devolvió las bambas y la documentación y la chica se dirigió a un banco a la pata coja para calzarse. Gus no abrió la boca hasta que se fue.
– Te vi en el entierro -dijo con algo de timidez en el momento de volverse hacia mí-. Estabas al lado de la señora Callahan.
– No recuerdo haberte visto -dije-. ¿Fuiste a la casa después?
Cabeceó con un asomo de rubor.
– No me sentía bien.
– No creo que nadie se sintiera bien en aquellas circunstancias.
– Era mi colega -dijo. En su voz había un temblorcillo apenas perceptible. Se volvió y colocó los patines en su sitio con mucho aparato.
– ¿Has estado enfermo? -pregunté.
Pareció debatirse durante una fracción de segundo y dijo:
– Tengo la enfermedad de Crohn. ¿Sabes lo que es?
– No.
– Una especie de inflamación intestinal. Todo lo que corno lo expulso al instante. No puedo engordar. La mitad del tiempo tengo fiebre. El estómago me duele. "Etiología desconocida", lo que significa que no se sabe ni la causa ni el origen. Hace casi dos años que la tengo y estoy hecho polvo. No puedo tener un empleo normal, por eso hago esto.
– Pero ¿puedes curarte?
– Espero que sí. Con el tiempo. Vamos, es lo que dicen los médicos.
– Suena horrible, lo siento.
– Pues no te he contado ni la mitad. Bobby me daba ánimos, pero como también él estaba hecho un asco, a veces nos reíamos de todo. Lo echo de menos. Cuando me enteré de que había muerto, estuve a punto de enviarlo todo al carajo, pero entonces oí una vocecita que me dijo: "Coño, Gus, parece mentira, levanta la cabeza… no es el fin del mundo, así que no te comportes como un gilipollas". -Cabeceó-. Era la voz de Bobby, te lo juro. Clavada a la suya. Y levanté la cabeza. ¿Estás investigando su muerte?
Asentí y me quedé mirando a los dos jóvenes que se acercaban a alquilar unos patines. Se hizo el intercambio y Gus volvió a atenderme tras excusarse por la interrupción. Estábamos en verano y aunque hacía un frío anormal, la playa estaba llena de turistas. Le pregunté si sabía en qué andaba metido Bobby. Se removió con intranquilidad y desvió la mirada.
– Tengo una ligera idea, pero no sé qué hacer.
Vamos, que por qué he de decírtelo yo si no te lo contó él.
– Bobby había perdido la memoria. Por eso me contrató. Pensaba que estaba en peligro y quería que yo averiguase lo que sucedía.
– Entonces quizá sea mejor dejarlo estar.
– ¿Qué es lo que hay que dejar estar?
– Oye, yo no sé nada concreto. Sólo lo que Bobby me contó.
– ¿Por qué estás preocupado entonces?
Volvió a apartar la mirada.
– No lo sé. Déjame pensarlo. La verdad es que no sé mucho, pero no quisiera decir nada sin estar seguro del todo. ¿Lo comprendes?
Se lo concedí. Siempre se puede apretar las clavijas a la gente, pero no da buenos resultados. Es mejor esperar a que el otro hable voluntariamente y por iniciativa propia. Se obtiene más así.
– Bueno, ya me llamarás -dije-. Si no lo haces, te arriesgas a que vuelva por aquí, y puedo ponerme muy pesada. -Saqué una tarjeta y la dejé encima del mostrador.
Por lo visto se sentía culpable por resistirse y esbozó una sonrisa.
– Si te apetece, puedes patinar gratis un rato. Es un buen ejercicio.
– Otra vez será, gracias -dije.
Me estuvo observando hasta que salí del parking y giré a la izquierda. Vi por el espejo retrovisor que se rascaba el bigote con el canto de mi tarjeta. Deseaba que me llamase.
Decidí buscar mientras tanto la caja de cartón donde los del laboratorio habían guardado las cosas de Bobby a raíz de su accidente. Me dirigí a la casa. Glen había cogido el avión a San Francisco y no volvería hasta el día siguiente, pero Derek sí estaba y le dije lo que quería.
Puso cara de escepticismo.
– Recuerdo la caja, pero no dónde se guardó. Tal vez en el garaje; si me quiere acompañar…
Cerró la puerta principal al salir, cruzamos el jardín y entramos en el garaje de tres plazas que estaba adjunto a un ala del edificio. En la pared del fondo había armarios empotrados para guardar objetos. Ninguno estaba cerrado con llave y casi todos estaban llenos de cajas que parecían llevar allí más años que Matusalén.
Vi una de cartón que reunía muchas probabilidades. Estaba pegada a la pared, debajo de un banco de carpintero, con un sello que decía "jeringuillas de plástico" encima del nombre del proveedor, y una etiqueta de expedición medio rota, a nombre del Departamento de Patología de Hospital de Santa Teresa. La sacamos y la abrimos. El contenido parecía de Bobby, pero no había nada que valiese la pena. Ningún cuadernito rojo, ninguna alusión a nadie apellidado Blackman, ningún recorte de prensa, ninguna nota misteriosa, ninguna carta personal. Había libros de medicina, dos manuales de instrucciones para el equipo radiológico y material de oficina totalmente inofensivo. ¿Qué iba a hacer yo con una cajita de clips y un par de bolígrafos?
– No parece gran cosa -observó Derek.
– No parece nada en absoluto -repliqué-. ¿Le importa si a pesar de todo me la llevo? Puede que le eche otro vistazo.
– No, de ningún modo. Pero permítame. -Me hice atrás, levantó la caja del suelo y la llevó hasta mi coche. Habría podido hacerlo yo, pero ¿para qué ofenderle, si para él era tan importante? Apartó algunos trastos y entre los dos instalamos la caja en el asiento trasero. Le dije que le llamaría me fui.
Volví a mi domicilio y me puse el chándal. Cerraba la puerta cuando por la esquina aparecieron Henry y Lila Sacos. Iban cogidos del brazo, rozándose con las caderas. El era varios centímetros más alto que ella y parecía una sílfide en aquellos detalles en que ella parecía una foca. La felicidad coloreaba las mejillas de Henry y le daba esa aura especial que tienen las personas cuando acaban de enamorarse. Llevaba unos pantalones de dril de color azul claro, y una camisa del mismo tono que casi volvía luminosos sus ojos azules. Tenía el pelo recién cortado y supuse que para celebrar la ocasión habría recurrido a algún "estilista". Cuando Lila me vio se le crispó un tanto la sonrisa, pero se recuperó en el acto y se echó a reír como una niña.
– Ah, Kinsey, mire, mire qué acaba de comprarme -dijo enseñándome la mano. Se trataba de un anillo con un diamante supergordo que deseé fuera más falso que Judas.
– Hala, qué bonito. ¿Qué se celebra? -pregunté con el corazón en un puño. No me cabía en la cabeza que se hubieran comprometido. Aquella mujer no le convenía, era artificial y frívola, mientras que él era un hombre de una pieza.
– Sólo celebramos el habernos conocido -dijo Henry mirándola-. ¿Cuándo fue? ¿Hace un mes? ¿Seis semanas?
– Ay, pero qué malo es este hombre -dijo ella dando en el suelo una patadita con el piececito-. Como sigas así, te obligaré a que lo devuelvas. Nos conocimos el doce de junio. Era el cumpleaños de Moza y yo acababa de mudarme. Fuiste tú quien le llevó el té que nos sirvió y desde entonces no has dejado de mimarme. -Bajó la voz para adoptar un tono confidencial-. ¿Verdad que es un hombre terrible?
Yo no sé hablar así a los demás, no sé intercambiar bromas y pullas que no tienen sentido. Noté que la sonrisa se me ponía tensa, pero no iba a borrármela de la cara, faltaría más.
– Yo creo que es un hombre estupendo -dije, aunque el elogio me sonó un poco a inexperto e idiota.
– Pues claro que es estupendo -dijo ella en un arrebato Y que nadie se atreva a decir lo contrario. Pero es tan ingenuo que cualquiera podría aprovecharse de él.
Lo había dicho con un tono que de pronto se había vuelto pendenciero, como si yo hubiese ofendido a Henry. Percibí el tintineo de las señales de alarma, pero fui incapaz de adivinar lo que llegó a continuación. Me señaló con el dedo, y sus uñas pintadas de rojo perforaron el aire a escasos centímetros de mi cara.
– Por ejemplo, tú, mala mujer -añadió-. Se lo dije a Henry y te lo voy a decir a ti en la cara, lo que pagas de alquiler es un abuso y sabes muy bien que le estás robando sin que se dé cuenta.
– ¿Qué?
Entornó los ojos y acercó la cara a la mía.
– No te hagas la tonta conmigo. ¡Doscientos dólares al mes! ¿Habrase visto? ¿Sabes por cuánto se alquilan los estudios en esta zona? Por trescientos. O sea que cada vez que le extiendes un cheque le robas cien dólares. Abusona, eso es lo que eres, una abusona.
– Lila, por favor -dijo Henry, interrumpiéndola. Parecía desconcertado ante aquel ataque sorpresa, aunque saltaba a la vista que habían hablado del asunto-. No hablemos de eso ahora. Kinsey tendrá cosas que hacer.
– Seguro que nos puede dedicar unos minutos -dijo Lila, dirigiéndome una mirada que echaba chispas.
– Seguro -dije en voz baja y me quedé mirando a Henry con fijeza-. ¿Está usted descontento de mí? -Sentí esa mezcla enfermiza de trío y calor que produce el síndrome de la comida china. ¿Pensaría en serio que abusaba de él?
Lila volvió a entrometerse y respondió antes de que Henry pudiese abrir la boca.
– No trates ahora de comprometerle -dijo-. Te admira y te respeta muchísimo, por eso no ha tenido valor para decírtelo hasta ahora. Pero ya me gustaría a mí darte unos azotes en el culo. ¿Cómo te atreves a aprovecharte así de este cacho de pan? Debería darte vergüenza.
– Yo no me aprovecharía nunca de Henry.
– Pero si ya lo haces. ¿Cuánto hace que vives aquí por la miseria que pagas? ¿.Un año? ¿Quince meses? No me digas que no has pensado nunca que es una auténtica ganga. Porque si me lo dices, entonces te diré en la cara que eres una embustera y las dos quedaremos en muy mal lugar.
Creo que despegué los labios, pero no pude pronunciar una sola palabra.
– Hablaremos de esto en otra ocasión -murmuró Henry, cogiéndola por el brazo. La obligó a dar un rodeo para evitarme, pero los ojos de Lila seguían clavados en los míos y tenía el cuello y las mejillas enrojecidos de rabia. Me volví para ver cómo se la llevaba Henry hacia la puerta trasera. Se había puesto a protestar en el mismo tono irracional que yo había oído la otra noche. ¿Estaría loca?
Cuando se cerró la puerta tras ellos, el corazón empezó a latirme con fuerza y advertí que estaba empapada de sudor. Me até la llave de casa al cordón de la bamba, me alejé y me puse a trotar antes de que se me calentaran los músculos. Apreté a correr para poner tierra por medio.
Hice cinco kilómetros y volví andando a casa. Las ventanas traseras de Henry estaban cerradas y habían bajado las persianas. Toda la parte de atrás parecía desierta e inhóspita, como un parque estival de atracciones después de cerrar.
Me duché, me puse lo primero que vi y me fui a la calle, con ganas de huir de aquella casa. Aún me sentía picada, pero es que encima empezaba a cabrearme. ¿Por qué se metía aquella mujer donde no la llamaban? ¿Y por qué no había salido Henry en mi defensa?
Caía la tarde cuando entré en Rosie's y no se veía ni un alma. El local estaba a oscuras y olía al tabaco de la noche anterior. El televisor de la barra estaba apagado y las sillas todavía boca abajo encima de las mesas, igual que una compañía de equilibristas haciendo su número. Recorrí el local entero y empujé la puerta batiente de la cocina. Rosie alzó los ojos con sobresalto.
Estaba sentada en un taburete alto de madera y troceaba puerros con una cuchilla de carnicero. No soportaba que nadie se metiera en su cocina, sin duda porque no cumplía ninguna norma sanitaria.
– ¿Qué pasa? -preguntó cuando me vio la cara.
– He tenido un tropiezo con la amiga de Henry -contesté.
– Oh -dijo. Partió un puerro de una cuchillada y saltaron algunas briznas-. Pues por aquí no ha vuelto. Ha aprendido la lección.
– Está como una cabra. Habrías tenido que oírla la noche que os peleasteis. Estuvo renegando y desvariando durante horas. Ahora me acusa de aprovecharme de Henry en el alquiler.
– Anda, siéntate. Tengo que tener una botella de vodka en algún sitio. -Se dirigió al armarito que había encima del fregadero, se alzó de puntillas y cogió una botella de vodka. Rompió el precinto y me sirvió un dedo en una taza de café. Se encogió de hombros y se sirvió otra ración para sí. Bebimos y noté que la sangre me volvía a correr por la cara.
"¡Uh!", exclamé sin querer. El esófago comenzó a escocerme y sentí que el alcohol me perfilaba el estómago. Fue curioso. Siempre había creído que el estómago estaba más abajo. Rosie puso los puerros troceados en un cuenco y limpió la cuchilla en el fregadero.
– ¿Tienes veinte centavos? Dos monedas de diez -dijo con la mano extendida. Rebusqué en el bolso y le di un puñado de calderilla. Se dirigió al teléfono público de la pared. Todo el mundo utiliza este teléfono público, hasta ella.
– ¿A quién llamas? ¿No llamarás a Henry, verdad? -dije alarmada.
– ¡Chist! -Levantó una mano para que me callara y puso los ojos que la gente suele poner cuando descuelgan al otro extremo del hilo. La voz le salió musical y más dulce que el azúcar-: Hola, querida, soy Rosie. ¿Qué haces en este momento? Ajá, creo que será mejor que vengas. Tenemos que hablar de cierto asuntillo. -Colgó sin esperar respuesta y posó en mí una mirada de satisfacción-. La señora Lowenstein viene a charlar un rato conmigo.
Moza Lowenstein tomó asiento en la silla de cromo y plástico que cogí de detrás de la barra. Es una mujer de grandes dimensiones, con unas trenzas del color del hierro colado, con las que se envuelve la cabeza como si fueran cintas de fantasía y con una cara que, a causa de los polvos blancos que se pone, parece tener la consistencia del merengue. Cuando habla con Rosie suele empuñar un talismán defensor, unos cuantos lápices, un cucharón de madera, cualquier objeto. Aquel día se presentó con un trapo de cocina. Rosie, por lo visto, la había sorprendido en plena limpieza y la mujer había salido tal como estaba, como si hubiese recibido una orden. Le tenía miedo a Rosie, al igual que toda persona sensata. Rosie se saltó todos los protocolos y fue derecha al grano.
– ¿Quién es esa Lila Sams? -dijo. Cogió la cuchilla de carnicero y la descargó sobre un pedazo de ternera. Moza dio un respingo. Cuando ésta pudo articular palabra, la voz le salió trémula y pastosa.
– La verdad es que no lo sé. Se presentó en mi casa, según ella porque había leído un anuncio en el periódico, pero se trataba de una equivocación. Yo no alquilaba habitaciones y se lo dije. La pobre se echó a llorar y no tuve más remedio que invitarla a tomar un té.
Rosie se la quedó mirando con incredulidad.
– ¿Y le alquilaste una habitación?
Moza dobló el paño de cocina y le dio esa forma de cangrejo o de croissant que tienen las servilletas de algunos restaurantes.
– Bueno, no. Le dije que se podía quedar conmigo hasta que encontrase alojamiento, pero ella insistió en pagar por las molestias. Dijo que no le gustaba deber nada a nadie.
– A eso se le llama alquilar una habitación. Ahí está -exclamó Rosie.
– Bueno, sí. Dicho de ese modo…
– ¿Y de dónde es esta mujer?
Moza desplegó el paño y se lo pasó por el labio superior, donde la transpiración le había formado un bigote húmedo. Se lo colocó acto seguido en el regazo y se puso a alisarlo con la mano extendida, como si fuera una plancha. Los brillantes ojos de Rosie no se perdían ninguno de sus movimientos y se me ocurrió que igual le daba un tajo con la cuchilla y le cercenaba la mano. Parece que a Moza se le ocurrió lo mismo porque dejó de juguetear con el paño y se quedó mirando a Rosie con cara de culpable.
– ¿Qué?
Rosie repitió la frase, remarcando las sílabas como si hablara con una extranjera.
– ¿De dónde es Lila Sams?
– De un pueblo de Idaho.
– ¿De qué pueblo?
– Bueno, no lo sé -dijo Moza a la defensiva.
– Hay una mujer viviendo en tu propia casa y no sabes de dónde es.
– ¿Y qué importancia tiene eso?
– ¿No sabes qué importancia tiene? -Rosie la miró de hito en hito, con asombro exagerado. Moza apartó los ojos y compuso una mitra de obispo con el patio de cocina.
– Hazme un favor, ¿quieres? Averígualo -dijo Rosie-. ¿Podrás?
– Lo intentaré -dijo Moza-. Aunque no le gusta la gente curiosa. Me lo dijo de un modo categórico.
– Yo también soy categórica. Soy categórica en que no me gusta esa mujer y en que quiero saber qué busca. Averigua de dónde es y Kinsey se encargará del resto. No creo que haga falta decírtelo, Moza, no quiero que Lila Sams se entere. ¿Entendido?
Moza parecía acorralada. Vi que se debatía, tratando de calcular qué era peor: cabrear a Rosie o que Lila Sams la sorprendiera fisgoneando. Iba a ser una lucha muy reñida, pero yo sabía por quién tenía que apostar.