Yo partía, lógicamente, de la base de que Bobby había escondido el cuaderno de direcciones en algún lugar de la casa. Me había dicho que recordaba habérselo dado a alguien, pero podía no ser verdad. No podía registrar la casa entera, pero sí husmear en un par de sitios. El estudio de Glen, quizá la habitación de Kitty. En la planta superior reinaba el silencio y me alegré de haber estado un rato a solas. Registré durante hora y media y no encontré nada. Pero no me desmoralicé. Me sentía con ánimos, eso es lo raro. Confiaba en la memoria de Bobby.
A eso de las seis empecé a dar vueltas por el pasillo. Apoyé los codos en la balaustrada que rodeaba el descansillo y me puse a escuchar los ruidos y murmullos que llegaban de abajo. El gentío, al parecer, se había reducido mucho. Oía el cascabeleo de algunas risas, retazos de conversación en voz alta, pero me dio la sensación de que se había ido la mayoría de los invitados. Volví sobre mis pasos y llamé a la puerta de Kitty.
Respuesta apagada.
– ¿Quién es?
– Yo, Kinsey -dije a la puerta desnuda. Al cabo de unos segundos oí que descorría el pestillo, pero no me abrió la puerta.
– ¡Adelante! -exclamó.
Era un coñazo de niña. Entré. Habían ordenado la habitación y hecho la cama; sin contar en absoluto con su ayuda, de eso estaba convencida.
Me dio la impresión de que había estado llorando. Tenía la nariz enrojecida y se le había corrido el rímel. Como era de esperar, se estaba drogando. Había cogido un espejito de mano y una cuchilla de afeitar y se estaba preparando un par de rayas de coca. En la mesita de noche había una copa de vino medio vacía.
– Estoy hecha una mierda -dijo. Se había despojado del vestido de gitana y se había puesto un kimono de seda natural, de un verde luminoso, con mariposas bordadas en la espalda y en las mangas. Tenía los brazos tan delgados que parecía una mantis religiosa de ojos relampagueantes y verdes.
– ¿Cuándo tienes que volver al St. Terry? -pregunté.
Como no quería estropear la esnifada, antes de responderme se sonó la nariz.
– ¿Quién sabe? -dijo con abatimiento-. Esta noche creo. Al menos podré llevarme algo de ropa. Iba sin nada cuando me llevaron al loquero, joder.
– ¿Por qué te complicas así la vida, Kitty? Con Kleinert te iba bien.
– Es la hostia. ¿Has venido para sermonearme?
– He subido para registrar la habitación de Bobby. Busco el cuaderno rojo de direcciones por el que Bobby te preguntó el martes pasado Supongo que no sabes dónde está.
– No. -Se dobló por la cintura y, sirviéndose de un billete enrollado a modo de pajita, se puso a sorber por una de las fosas nasales como si fuese un aspirador en miniatura. Vi cómo el polvillo de coca le subía hasta la nariz, igual que en un truco de magia.
– ¿Se te ocurre a quién pudo habérsela dado?
– No. -Se recostó en la cama apretándose la nariz con los dedos. Se humedeció el índice, rebañó la superficie del espejito y se pasó la yema por las encías, como si se tratase de un calmante para el dolor de muelas. Cogió la copa de vino, volvió a recostarse en las almohadas y encendió un cigarrillo.
– Qué grande eres, tía -dije-. Hoy le das a todo. Unas rayitas, un lingotazo de vino, tabaco. Me parece que antes de meterte en la Tres Sur vas a tener que pasar por Desintoxicación.-Sabía que la estaba provocando, pero la niña me ponía a cien y tenía ganas de pelearme con ella; por lo menos me sentaría mejor que llorar y lamentarme.
– Vete a cagar -dijo con voz aburrida.
– ¿Te importa si lo hago sentada? -pregunté-
Me autorizó con un ademán, me senté en el borde de la cama y miré en derredor con curiosidad.
– ¿Qué ha sido de tu alijo?
– ¿Qué alijo?
El que guardabas aquí -dije- señalándole el cajón de la mesita de noche.
Se me quedó mirando con fijeza.
– Jamás he guardado ahí ningún alijo.
Me encantó el detallito de indignación puritana.
– Pues es curioso -dije- Yo vi que el doctor Kleinert sacaba de ahí un monedero repleto de pastillas.
– ¿Cuándo? -dijo con incredulidad.
– El lunes por la noche, cuando te llevaron en camilla. Quaaludes, Placidyles, Tuinales, la tira.-Yo no creía en realidad que aquellos somníferos y sedantes fueran suyos, pero tenía curiosidad por saber su versión.
Siguió mirándome durante unos momentos y soltó una bocanada de humo que volvió a inhalar limpiamente por la nariz.
– Yo no tomo esas cosas -dijo-.
– ¿Qué tomaste el lunes por la noche?
– Valium. Por prescripción facultativa.
Se levantó con fastidio y se puso a dar vueltas por la habitación.
– Me estás aburriendo, Kinsey. Por si se te ha olvidado, hoy han enterrado a mi hermanastro. Tengo otras cosas en que pensar.
– ¿Estabas liada con Bobby?
– No, no estaba "liada" con Bobby. Te refieres a tener relaciones sexuales, ¿no? A tener una historia, ¿no?
– Más o menos.
– Qué imaginación tienes. Para que lo sepas, ni siquiera se me ocurrió pensar en Bobby de ese modo.
– Puede que él sí pensara en ti de ese modo.
Se detuvo.
– ¿Quién lo dice?
– No es más que una suposición mía. Tú sabes que te quería. ¿Por qué no podía desearte sexualmente también?
.-Venga ya. ¿Te lo dijo Bobby?
– No, pero vi cómo reaccionaba la noche que te hospitalizaron. Lo que vi no me pareció que fuera amor exclusivamente fraternal. De hecho se lo pregunté a Glen entonces, pero según ella no había nada.
– ¿Lo ves? No había nada.
– Eso es lo malo. Porque habríais podido salvaros el uno al otro.
Imprimió un bailoteo a los ojos y me miró como diciendo: "qué morbosos sois los mayores"; pero con todo y con eso estaba inquieta y como pensando en otra cosa. Localizó un cenicero en la cómoda y apagó el cigarrillo. Levantó la tapa de una caja de música y oí las notas iniciales del Tema de Lara de Doctor Zivago antes de que la cerrase de golpe. Cuando volvió a mirarme, vi que tenía lágrimas en los ojos y al parecer le daba vergüenza llorar. Se apartó de la cómoda.
– Tengo que hacer la maleta.
Fue al ropero y cogió una bolsa deportiva de lona. Abrió el primer cajón de la cómoda y cogió un puñado de bragas, que metió en la bolsa con brusquedad. Cerró de golpe el cajón y abrió el siguiente, del que sacó camisetas, tejanos y calcetines.
Me puse en pie y me dirigí a la puerta, donde me volví con la mano ya en el tirador.
– Nada dura eternamente. Ni siquiera la desdicha.
– Claro, claro. La mía no, desde luego. ¿Por qué crees que tomo drogas, por la salud?
– Quieres hacerte la dura, ¿eh?
Joder, ¿por qué no te vas a predicar a las misiones? Te has aprendido muy bien el papel.
– Lo quieras o no, algún día llamará a tu puerta un poco de felicidad. Te convendría mantenerte con vida para disfrutar de ella.
– Lo siento. No hay trato. No me interesa.
Me encogí de hombros.
– Pues muérete. Nadie lo lamentará. Por lo menos, no tanto como la muerte de Bobby. Hasta ahora no has hecho nada por lo que valga la pena recordarte.
Abrí la puerta.
Oí el golpe de un cajón al cerrarse.
– Kinsey.
Me volví. Sonreía como burlándose de sí misma, aunque no lo suficiente.
– ¿Te apetece una raya? Yo invito.
Salí de la habitación y cerré con suavidad. Me habría gustado dar un portazo, pero ¿qué sentido tenía?
Bajé a la sala de estar. Tenía hambre y me apetecía una copa de vino. No quedaban ya más que cinco o seis personas. Sufi estaba sentada en un sofá, al lado de Glen. A los demás no los reconocí. Me acerqué a la mesa del bufé que se había instalado al fondo de la sala. Alicia, la doncella chicana, reordenaba una bandeja de gambas y unificaba entremeses para que lo que quedaba no pareciese un montón de sobras. Lo de ser rico era la hostia. A mí nunca se me habría ocurrido. Yo creía que bastaba con invitar a la gente y que cada cual hiciera lo que le diese la gana, pero no; ahora me daba cuenta de que para celebrar una fiesta había que controlarlo todo con muchísima astucia.
Llené un plato, me hice con una copa sin estrenar y me serví vino. Elegí un asiento lo bastante cerca de los demás para no quedar como una grosera, pero lo bastante alejado para no verme obligada a hablar con nadie. Tengo una vena de timidez que sale a la superficie en situaciones como ésta.
Prefería chismorrear con cualquier puta de la parte baja de State Street a intercambiar plácemes con aquella gente. ¿De qué íbamos a charlar? En aquel momento hablaban de las inversiones a largo plazo. Probé el paté de salmón y traté de poner interés en mi expresión, como si hubiera hecho un montón de inversiones a largo plazo y ahora me resultaran un engorro. Qué jodido, ¿no?
Noté que me rozaban el brazo y vi que Sufi Daniels se instalaba en el sillón contiguo al mío.
– Glen me ha dicho que Bobby le tenía mucho aprecio -dijo.
– Espero que sea verdad. A mí me caía muy bien.
Se me quedó mirando con fijeza. Seguí comiendo porque no tenía nada más que decir. Llevaba un vestido raro, largo, negro y de un tejido sedoso que combinaba con la chaqueta que se había puesto. Supuse que su intención era ocultar la pequeña joroba que le afeaba la espalda, pero tal como le quedaba se habría dicho que tocaba en alguna orquesta filarmónica, de las multitudinarias. En la cabeza lucía el mismo penacho claro y liso que le había visto al conocerla y se había maquillado con ineptitud. No habría podido diferenciarse más de Glen Callahan. Sus modales eran un tanto condescendientes, como si de un momento a otro me fuera a dar bajo manga un par de dólares por mis servicios. Habría podido darle un corte, pero siempre cabía la posibilidad de que tuviese el cuadernito rojo de Bobby.
– ¿Cómo conoció a Glen? -pregunté mientras tomaba un sorbo de vino. Dejé la copa en el suelo, al lado del sillón, y cogí una gamba fría con salsa picante. La mirada de Sufi se desvió para posarse en Glen durante unas décimas de segundo.
– Nos conocimos en la escuela.
– Entonces hace mucho que son amigas.
– Sí, efectivamente.
Asentí mientras tragaba.
– Y estaría usted por aquí cuando nació Bobby -observé; para que la conversación no decayera, sólo por eso.
– Así es.
Ojo al parche, me dije.
– ¿Tenía una relación estrecha con Bobby?
– Simpatizaba con él, pero yo no diría que se trataba de una relación estrecha. ¿Por qué lo pregunta?
Cogí la copa de vino y tomé un sorbo.
– Entregó un cuadernito rojo a cierta persona. Quisiera saber a quién.
– ¿Cómo era el cuadernito?
Me encogí de hombros.
– De los que sirven para apuntar direcciones y teléfonos. Según me dijo, era pequeño y con tapas rojas de piel.
Se puso a parpadear de pronto.
– Pero usted no continúa con la investigación -dijo. No era una pregunta. Era una afirmación salpicada de incredulidad.
– ¿Y por qué no?
– Bueno, Bobby ha muerto. ¿Qué importancia puede tener ya?
– Si murió asesinado, para mí es importante -dije.
– Si murió asesinado, el asunto compete a la policía.
Esbocé una sonrisa.
– A los polis de aquí les encanta que les eche una mano.
Sufi echó un vistazo a Glen y bajó la voz.
– Estoy convencida de que ella no tiene intención de que esto continúe.
– No me contrató ella sino Bobby. En cualquier caso, ¿qué más de da a usted?
Pareció advertir en mi tono una señal de peligro, pero no hizo mucho caso. Esbozó una ligera sonrisa sin abandonar los aires de superioridad.
– Tiene razón. No quería entrometerme -murmuró.
Pero no estaba segura de sus intenciones y no quería que Glen siguiese sufriendo.
Me correspondía emitir una exclamación tranquilizadora, pero guardé silencio y seguí mirándola. Una manchita rosa en sus mejillas.
– Bien. Ha sido un placer verla de nuevo. -Se levantó, se acercó a uno de los invitados que quedaban y se puso a hablar con él dándome la espalda de manera ostentosa. Me encogí de hombros mentalmente. No estaba segura de lo que buscaba aquella mujer. Tampoco me importaba, salvo que tuviera que ver con el caso. La miré y me puse a cavilar.
Al rato empezaron a despedirse todos los invitados a la vez, como si se hubiera dado una señal. Glen se quedó en la puerta de la sala, recibiendo abrazos y apretones de mano de condolencia. Todos decían lo mismo. "Ya sabes cuánto te apreciamos, querida. Si necesitas alguna cosa, no tienes más que decírnoslo." Ella contestaba "gracias, así lo haré" y recibía otro abrazo.
Sufi era la que les acompañaba hasta la puerta. Estaba a punto de seguir el ejemplo general cuando capté la mirada de Glen.
– Si se queda un rato más, me gustaría hablar con usted.
– Claro -dije. De pronto caí en la cuenta de que no veía a Derek desde hacía horas-. ¿Dónde está Derek?
– Ha llevado a Kitty al St. Terry. -Se dejó caer en un sofí y se recostó para apoyar la cabeza en el respaldo-. ¿Le apetece una copa?
– Cuando acabe el vino. ¿Quiere que le prepare algo mientras?
– Oh, sí, gracias. Si no le importa, hay una licorera en mi estudio. Me apetece un whisky. Con mucho hielo, por favor.
Crucé el vestíbulo, entré en el estudio y cogí un vaso antiguo y la botella de Cutty Sark. Cuando regresé a la sala, Sufi había vuelto y la casa estaba sumida en ese silencio pesado que suele seguir al alboroto.
Había un cubo con hielo en el extremo de la mesa del bufé e introduje un par de cubitos en el vaso con unas pinzas de plata de ley que parecían reproducir las garras de un dinosaurio. Me sentí exquisita y sofisticada, como si estuviera en una película de los años 40 y llevase un vestido con hombreras y medias con costura.
– Tienes que estar rendida -murmuraba Sufi-. ¿Por qué no te acuestas antes de que me vaya?
Glen sonrió con cansancio.
– Deja, no te preocupes. Vete si quieres.
Sufi no tuvo más remedio que darle un besito y coger el bolso. Alargué a Glen el vaso con hielo y le serví el whisky a continuación. Sufi acabó de despedirse y se fue, no sin antes dirigirme una mirada de cautela. Instantes después oí que se cerraba la puerta principal.
Acerqué un sillón, me acomodé en él y apoyé los pies en el sofá mientras repasaba mi estado físico. Me dolían los riñones, me dolía el brazo izquierdo. Apuré el vino y me escancié un poco de whisky en el mismo vaso.
Glen tomó un trago largo del suyo.
– La he visto hablando con Jim. ¿Le contó algo interesante?
– Cree que Bobby sufrió un ataque y que por eso se salió de la calzada. Una especie de epilepsia derivada de las lesiones que sufrió en la cabeza en el primer accidente.
– ¿Y qué significa todo eso?
– Por lo que a mí respecta, significa que si dicho accidente fue en realidad un intento de asesinato, el causante se ha salido al final con la suya.
Se quedó de piedra. Bajó la mirada.
– ¿Qué hará usted ahora?
– Bobby me dio un anticipo y aún no me lo he gastado. Pienso seguir con el caso hasta que averigüe quién lo mató.
Me miró a los ojos. Tenía una expresión extraña.
– ¿Por qué?
– Para ajustar cuentas. Me gusta tener en orden el libro mayor. ¿A usted no?
– Oh, sí, desde luego -dijo.
Estuvimos mirándonos durante un momento. Alzó el vaso, hice lo mismo y bebimos.
Cuando llegó Derek, los dos se fueron arriba y yo, con el permiso de Glen, me dediqué a registrar su estudio y la habitación de Kitty durante tres horas de búsqueda infructuosa. Al final me cansé y me fui a casa.